lunes, 1 de marzo de 2021

ERIS, LA DIOSA

 

...Por Ildefonso Arenas

Primer día de vacaciones. Ya tenía yo ganas. De aquí a primeros de julio, vi­da idí­lica. Pastoril. Con un calor que te cagas, eso sí. Mojácar-Turre-Car­bo­­ne­ras, en junio, es como el Sahara. Luego aún es peor, pe­ro no estaremos aquí. Será el tiempo de ir por América, para que nos mi­­­ren los dientes y visitar a tía Livy, que tiene un ran­cho cerca de San Anto­nio. Eso será en julio. Ahí nos se­pararemos. Este año, por pri­­me­ra vez, salgo al mundo sin no-pa­dres. Deirdre, Miriam y yo. Las tres aca­­bamos de cum­plir die­­ci­sie­te. Somos ami­gas porque sus padres y mis no-pa­dres también lo son, no porque ten­ga­­mos de­masiado en común. Son idiotas y me aburren, pero mis no-padres to­da­vía no se atreven a dejar­me ir sola por la Europa degenerada. Pensa­­mos tirar­­nos seis se­manas de va­ga­bun­­deo total, nue­ve países para nosotras solas. Nos juntare­mos en Zü­rich, donde vive mi no-abue­la, la madre de mi no-ma­dre. De allí a Tromsö en avión, que Mi­riam tiene allí a su chico, y des­­­de ahí, siempre por tren, condición que hu­­bi­mos de aceptar o si no se jodía el plan, Ber­­­gen, Oslo, Copenha­­gue, Hamburgo, Berlín, Praga, Viena, Venecia, Roma ‑de donde Deirdre se ha jurado no salir en­te­ra; no es mi caso, que bien vacu­nada estoy‑, Florencia, la Riviera, Sitges y por fin, que ya se­rá me­diados de septiem­bre, Sierra Cabrera otra vez.

         A estas alturas ya se habrán imaginado que pobres de pedir no somos, ¿verdad? Muy cier­to, aunque tampoco somos esa clase de millonarios deficientes cuyos fortunones sólo les dan para deambular por la vida inmer­sos en la vaciedad de sus cerebros. En realidad, tampoco somos tan millonarios. Mis no-pa­dres trabajan, y lo hacen por la pasta, no por devoción, que podríamos vernos justi­tos si de­jaran de cu­rrar. Una vez le pregunté a mi no-ma­­dre cuán­to tenía­mos, y tras asegurarse de que sólo era un ra­zo­na­ble interés por saber si po­dría ir a Har­vard o si, por el contrario, debe­ría conformarme con Granada, me ase­­gu­ró que sí, que po­dría, y que por menos de veinte millones no se nos ahorcaba.

         Mi no-madre pasa por ser una temible analista de inversiones. Trabaja por libre, pe­ro ca­­­­­si to­do lo que hace se lo compra la UBS. No sale de casa. La buhardilla, que es inmensa, es don­­de opera. Una docena de PC's conectados a to­do lo imaginable. Esa es otra, la co­ne­­­xión. Sie­­rra Ca­brera se reparte a lo largo de un conjunto de montañas perdidas en la nada, entre Turre-Mo­­jácar-Carboneras y la A-7, y pese a lo mu­cho que el ayuntamiento se afa­­­­na en mimar­nos ‑no porque nos ame; sólo sucede que de aquí sale bue­na parte de su presupuesto, y el alcalde tie­ne cla­ro que o nos cuida o nos lo montamos en propio, nom­­bra­mos leh­en­da­ka­ri y nos segregamos‑ la infra­es­­truc­tu­ra no es la que debería ser, así que somos mu­­chas las familias con en­laces por saté­lite. Gracias a eso mi no-­ma­dre se mantiene todo el tiempo co­nectada, como si esto fuera Lon­don, o Fran­k­­­furt, o Zü­rich. En otros tiem­pos no ha­bría podido, por­que ni las comuni­ca­cio­nes eran las de hoy ni las empresas fa­cilitaban sus datos co­mo lo ha­cen ahora. Unos tiem­pos don­de ha­bía que fastidiarse y asistir a las con­fe­ren­cias de analistas, tragarse unos rollos mo­nu­men­­tales aunque para nada, por­que nadie les libra­­­­ba después de pasarse horas investigando papelo­tes hasta encontrar Los Nú­­me­ros. Los buenos, los que importan a los analistas. Las em­presas, hoy en día, ya se han ren­­di­do. Sa­ben que po­­nér­se­lo di­fícil a las arpías como mi no-madre sólo sirve pa­­ra ma­chacar el pro­pio va­lor, así que casi todas ha­bi­­li­tan websites de acceso restringido don­de los analistas acre­ditados dan con lo que buscan sin moverse de sus casas. De sus Arcadias. Bueno, esto no lo he di­cho, pero nuestra ca­sa, que sin ser de las más gran­­des sus dos mil metros habitables si tendrá, se lla­ma precisamente así: Ar­ca­dia.

         Mi no-padre es profesor universitario. Sociología y demografía. Traba­ja para la Universi­dad de Oregon, en Eugene, al sur de Salem. Tiene trein­­ta y tantos alumnos. Raro es el mes que no se ve con cada uno de ellos. Es­tán contentos, a lo que parece. Tanto ellos como el consejo rector. Lle­va cua­tro años en el puesto y le han ofrecido renovar por cuatro más. Debo acla­rar que sus alumnos son gente de más de veinti­cinco tacos. Hom­­­bres y mujeres que llegan de su curro más o menos deslomados y no más pronto de las seis, que pasan un rato con sus hijos y sus pa­rejas, que cenan todos juntos y que después, cuando cada uno es­tá en su rollo, él, o ella, se desentiende de la tele, co­necta su PC y se transforma en estudiante. Unas ve­ces se bajan una lección in­dividual que mi no-padre les ha pre­pa­ra­do a la medida de cada uno. Otras asisten a una clase inter­­ac­ti­va, donde con ayuda de algo que se lla­ma Teams los conec­tados se con­gre­gan an­te una pizarra virtual que mi no-padre con­­tro­la des­de su zulo, que así llama el pobre al cuartito del sótano donde, a través del hi­per­es­pa­cio, cada día se transustan­cia siete ho­ritas en el campus de Eu­gene. Otras, por último, son tutorías. Tal y co­mo haría cualquier profesor de car­ne y hueso, a una hora determinada se re­úne con un alumno. Lo ha­ce senta­­do frente a su ordenador, en­­focado por una webcam de alta defini­ción. En una de sus pan­tallas apa­rece su alum­­no, tam­bién sentado frente a su propio PC y su pro­­pia web­cam ‑el conjunto, incluyendo la conexión de banda an­cha, lo financia el state go­vern­ment; la edu­­­cación supe­rior del Estado de Oregon para mayores de veinticinco años, créanme, no es co­mo la de aquí‑, y ha­blan de su cosas co­mo si es­tu­vie­ran frente a frente; quizá inclu­so me­­jor, por­que los alumnos sa­ben que no es un diá­­­logo ba­rato, que no es una chorra­da ca­ren­te de va­lor, y según mi no-padre se con­cen­­­tran más a fondo que si los tuviera enfren­te. No crean que to­do es ma­ravilloso. Hay servi­dum­bres. La peor, que las horas que mi no-pa­­dre reser­va para las sesiones, clases y con­sultorías, son las ló­gicas para unos traba­­ja­do­res de la costa oeste que a las 8 PM se sientan ante sus PCs, unas 8 PM que son las cinco de la ma­drugada en Mojácar. Mi no-padre madruga tan­­to co­mo los pastores de por aquí, los de las estribaciones de Sierra Ca­bre­ra. Quizá de ahí ven­­ga lo de Arcadia, no só­lo de lo idílico que sea vivir en esta montaña pro­digiosa.

         Mi madre era canadiense. Profesora de francés, que así lo hablo yo de bien. Nun­ca se casó con mi padre, un pintor danés ‑brocha gor­da; estoy libre de genes ar­tísticos‑ que cuando yo ni gateaba se volvió a Ros­kilde, su pueblo ‑le conocí el año pa­sa­do, al recoger mi pasaporte danés; pensaba encontrar un hombre vulgar, como casi to­­dos, aunque salí de su ca­sa convencida de haber sido en­gen­dra­da por un com­pleto gilipollas‑, no por estar hasta el gorro del cli­ma de Montreal ni por ha­ber dejado de querer a mi madre, si­no porque a és­­ta se le caían las bombachas por un diseñador de in­teriores con el que no tardamos en mudarnos a Se­at­tle. Allí co­no­ció a Paul, que así se lla­ma mi no-pa­dre, y nos fuimos a vivir con él a tiem­po de que me vieran so­­plar mis pri­­me­ras dos velitas. Al po­co de soplar siete mi madre decidió que no me vería soplar más. No estaba loca. Era que, tras quedarse sin una te­ta y estar hasta el culo de radioterapias y quimioterapias, le habían aparecido me­tás­ta­sis hasta en las gafas. Sabía qué vendría después, y al llegar donde había puesto el lí­mi­te –el de no poderse qui­­tar el co­llarín‑, pi­­dió a mi no-pa­dre que me llevase con su herma­­­na Livy, con mis primos y con las víboras, hasta que to­do acabase. Paul sabía que no se ve­rí­an más, porque mi madre tenía la cabeza sobre sus hombros y has­ta el mis­mí­­­simo final fue la dueña de su vi­da. Se descerrajó un tiro nada más oír decir a Paul que ha­bía­­mos llegado, ha­blar un rato con tía Livy y lue­go hacer que me pusiese al teléfono, y obligarme con una voz que no era la de siempre a jurarle que, aunque odiase las beef-ribs, nunca de­jaría na­da en el plato. 

         Ahí es donde digo que tuve suerte. Otro habría dicho Livy, guapa, qué pena lo de Odile, pobrecita Eris que se ha quedado sola, tú verás que haces con ella porque yo me las piro. Paul, no. Me había cogido cariño. Mucho, ahora lo veo claro. La mayoría de los pa­dres no quieren a sus hijos tan­to como él demos­tró quererme a mi. Nos fuimos de Seattle. No recuerdo haber pasado por casa, don­de aún qui­zá oliese a pól­­vora quemada y a suicida cancerosa descompuesta de seis días. Ahora lo recuerdo: me re­co­gió en San An­tonio, Texas, y de allí nos fuimos a Boston, Massachussets. Le ha­bía salido un buen cu­rro ‑es un tío que vale, pueden estar seguros‑, en el MIT nada menos.

         Allí, en el MIT, fue donde conoció a Lilo, mi no-madre. Mejor, conoció a su marido, un fí­sico francés que sabía horrores de hidrodinámica. Lilo es suiza. Diez años mayor que Paul, lo que jamás les ha importado. Como cualquier suiza de clase media, educada con normalidad, ha­bla francés, ale­mán, italiano –las tres lenguas del país- e inglés –la cuarta lengua del país‑. Ya en Zürich era reconocida como una exce­lente analista. Un buen día conoció al francés, no sé cómo, y decidió seguirle. No a ciegas, no vayan a pensar que Lilo –Li­se­lotte, pero así só­lo la llama mi no-abue­la‑ es una romántica extra­via­da. El francés tenía un con­trato con el MIT y a ella le ape­tecía ser corresponsal en Boston ‑allí está el MIT‑ de la UBSUnion Bank of Switzerland‑. Se casaron al año de vivir allí, aunque sólo por facilitar su de­­manda de adop­ción. Sucedía que Lilo no pue­de tener hijos, por culpa de un abor­to chapucero que le perpe­tró un manazas italiano cuando tenía vein­te años; se le declaró una infección y, a título de mal menor, se quedó sin matriz, aun­que al me­nos conservó un ovario. Le apetecía tener un hijo, y al francés, que si vi­­vía como vi­vía no era gracias a lo poco que le pagaba el MIT, sino por el pastón que ya entonces levantaba Lilo, le pareció bien. Ha­cían una pareja rara, extravagante, a su modo concien­ciados y de ahí vi­no que en vez de pedir lo ha­bi­tual, un bebé WASP rubio y precioso, se des­­colgaran con una somalí de seis tacos a pun­to de que le reba­naran la pipitilla. En esa forma lle­gó Cheryl a la vi­da de Lilo. No se llamaba Cheryl, por supuesto. Su nombre verdadero es un in­sulto a la fonéti­ca, y de ahí que la inscribieran como Cheryl nada más se la entregaran en JFK. La pobre no en­­ten­día una palabra, de modo que los primeros tiem­pos fueron difí­ci­les, aunque la infeliz pronto tuvo claro que los amores voluntarios son prefe­ri­bles a los naturales. Lilo ha sido para ella, y lo sigue sien­do, mu­cho más que una madre, y ella co­rresponde. No es muy lista, quizá por ser difí­cil serlo en un grupo humano ‑me resulta difícil de­cir familia‑ don­de ninguno pre­senta un IQ inferior a 160, pero tampoco es idio­ta, y a diferencia de nosotros, los de­más, es todo corazón, y muy alta, que con ape­nas quince años mide cerca de dos metros; de ahí que sea la capitana in­dis­cu­ti­ble del equipo de ba­loncesto femenino de Mojácar –le saca un palmo al pivot masculino‑, y que lleve camino de serlo de la selección de la Junta de Andalu­cía, pese a que la po­­bre, y del castellano, sólo sepa decir las peores palabrotas ‑yo se las enseño‑. Nos lleva­mos bien, co­mo dos hermanas que no lo son aunque a nadie de­ci­mos que no lo somos, lo que sue­­le provocar un des­co­lo­que general. Yo soy rubia, no muy alta, de piel ca­si trans­pa­rente. ¿Saben quién es Scarlett Jo­hans­son? Pues algo por el estilo, aunque menos buenorra. Cheryl, en cambio, es grande como un ar­mario y negra co­mo el betún. ¿Recuerdan a Ve­nus Williams? Pues algo así, aunque una cabeza más alta, las espaldas de Schwarzenager y la carucha de una Halle Berry de quince añitos, que hace años también los tuvo. 

         Al año de ser tres el físico francés anunció que le habían ofrecido una dirección técnica en el proyecto de una presa china. A Lilo no le pi­dió que le siguiera, porque bien sabía que ni por el forro lo habría hecho. Lilo es absoluta­mente civilizada, esa cla­se de suiza que denuncia a los peatones si tiran colillas. Vamos, como pa­ra pedirle ir a China. No vol­vieron a verse, ni siquiera para divorciar­se. Lo hi­cie­ron por fax. Por enton­ces Lilo ya se veía con Paul. Se co­nocían del MIT, de algún festejo donde hubieran coincidido, Lilo acompa­ñando a su francés. Esa parte de su relación nun­ca me la han explicado ‑ni yo siento cu­rio­sidad; no es que no sea cotilla, es que me tiene sin cui­­dado-, pero el caso es que al cabo de un tiempo me vi en una casa co­mo de cuento, na­da menos que de 1776, en un pueblecito maravilloso que se llama Marble­head, con mi no-padre, la que ya se perfilaba co­mo mi no-ma­dre y una no-her­ma­na negrita, dos años más peque­ña pero mucho más al­ta que yo. Su­pon­go que para ca­si todo el mundo sería una situación desca­be­llada, pero a mí me parecía una cosa por completo natu­ral. Estaba bien, tranquila, cui­dada y me constaba que tan­to Lilo como Paul, a los que siem­pre he llamado así, Lilo y Paul, se ocupaban de mí.

         Vivimos allí dos años, en paz y tranquilidad hasta una Navidad en que Lilo y Paul, un tanto so­lem­nes, nos anunciaron que al acabar el curso nos iríamos de allí. No ya de la casa, o de Mar­­blehead. A España. Yo, que tenía doce años, sabía de dónde nos ha­bla­ban, pe­­ro Che­ryl no se aclara­ba. Para saberlo me bastaba con mirarla, de reojo. En Cheryl es un hábito no entender, componer esa expresión inexpresiva que los negros dominan tan bien ‑si quienes los miran son blan­cos- y luego, cuando estamos solas, hacer que se lo explique, lo que sea. Es lo que sucedió aque­lla vez. Aún recuerdo su miedo incontrolable, cercano al pánico. Un asombroso ataque de te­rror. Un sollozar incontenible, aunque sin hacer ruido, para que no se des­­pertara Lilo. La tuve que zarandear para que hablara: España estaba, o eso había entendido, justo al lado de Somalia, y de ningún modo quería ir allí, por si le rebanaban la pipitilla.

         Con el tiempo comprendí qué había ocurrido. Lilo seguía de cerca la evolución bur­sátil de unas cuantas compañías conoci­das por dot com. Muchas de ellas subían y subían sin que nadie fuera capaz de predecir su techo. Ella, y en alguna medida Paul –sus dineros eran inde­pen­dientes, aunque Lilo administraba los dos; Paul siempre ha sido un de­sastre, al menos pa­ra eso‑, llevaban tiempo invirtiendo en un grupo es­pecífico de aquellas bienaventuradas dot coms, las enclavadas en el concepto search business. Eran unas cuan­tas. A mí me sonaban casi to­das –nada más llegar Lilo a mi vida llegó también la in­ternet; hoy, como Lilo y Paul, no podría vivir sin ella‑, Yahoo, Google, AOL, Starmedia, Lycos, Inkto­­mi, eBay y otras más que con el tiem­po han fallecido. En noviembre de 1999 Lilo hizo ba­lance. Le salió que tenían muchísi­mo dine­­ro, pero en papel. En títulos. Le salió, también, que un raro concepto de­no­mi­nado the bubble, la burbuja, estaba por estallar, así que al cabo de una se­ma­na, renun­cian­do a golosas expectativas de revalorización ‑algunas calculadas por ella misma‑, lo había ven­di­do todo, de modo que el humilde saldo de Paul ex­cedía el millón largo de dó­lares y a saber cuánto más el su­­yo propio. Ahí, thanks­giving del 99, comenzaron a pen­sar. A Lilo no le gus­ta­ba vivir en los es­tates –dis­fru­tan de una cultura demasiado ele­men­tal, sue­le mur­mu­rar‑, Paul ya veía que sus días en el MIT estaban contados, el clima de Boston es excelen­te para irse a cualquier otro sitio y la vida de Cheryl no resultaba tan idílica co­mo Lilo había imaginado, pues Massachusets, pese a su aire liberal, si­gue siendo un buen lugar para que los ne­gros entiendan que no son blancos. No sé cómo ni por qué se fijaron en Espa­ña. De he­cho no creo que se fijaran en España. Se fijaron en Sierra Ca­brera, que si a veinte mi­llas de Mo­jácar casi nadie sabe qué diablos es, en el circuito del dinero sí que se sabe. Lilo vino a ver Sie­rra Ca­brera y aledaños allá por enero. De las nevadas incle­mentes de New England al sol pere­zoso de Almería. De los jar­dines de Marblehead a las chum­­­­beras de Mojácar. Del inmacula­do, casi de diseño Cape Cod, al salvaje Cabo de Gata. De unas gen­­tes tan supera­van­za­das que vivir en Boston‑Marblehead a veces resulta insoportable, a la subdesa­­rro­llada civi­li­za­ción al­meriense, de todas las andaluzas la que más recuerda el Ma­greb. Lilo es rea­­lista, y no dejó de valorar pros y con­­tras, ventajas e inconvenientes, so­bre todo de cara a Che­ryl y a mí, a nues­tra educación, pero una vez puesto todo junto le salió que sí. Que adelan­te.

         Paul no discutió. Sierra Cabrera, para él, no era mucho más que una especie de Acapulco, más lejano y más barato, aunque presentaba la ventaja de pillar cerca de la Europa in­te­re­san­te. Quizá no le falte razón. Hay que ser sociólogo y haber estado en los dos sitios para dar­se cuenta de lo mucho que se pare­ce Acapulco a Vera-Garrucha-Mo­já­car, al menos en lo con­cep­­tual. Una cultura de gringos ricos que viven allí aunque trabajan­do a dis­tancia; otra de jubilados gringos que no trabajan, solo gastan; otra de grin­­­gos que ganan su dinero facili­tándoles las cosas; una mezcla de gringos astutos y locales instruidos que se ocupan de la in­ce­san­te marea de tu­­rismo sol­yplaya, y una masa, por fin, de indígenas cuasi miserables que se ga­­nan la vida sir­vien­­do al gringo y al gachupín, en todas y cada una de las manifestaciones del con­cep­­to ser­vir. Sustitúyase los gringos por bri­tánicos –o asi­­milables, como nosotros-, los mexicanos por almerienses y añádase un com­­plemento interesante, los muchos sin papeles que ates­tan Al­mería, y ya está, ya lo tienen. Redondeando el atrac­tivo, un mun­­do separado, que Sierra Cabrera no es otra cosa, una montaña mágica, una es­pe­cie de Olim­­­po donde só­lo pueden mo­­rar los elegidos, y un aeropuerto internacional a una ho­ra de au­to­pista, con enla­ces co­ti­dia­nos a Zürich, Frankfurt, Londres y Pa­rís. Ah, y un puertecito en­cantador ‑Garrucha- don­de poder amarrar un barquito sin llamar en absoluto la atención.

         Nos aclimatamos pronto. A lo fácil, el primer día. Una ca­sa fantás­tica, unas co­mu­nicaciones excelentes y un ambiente de lo más hospi­ta­la­rio, no ya por Mojácar, sino por Sierra Ca­bre­ra. Un mundo se­parado, diferenciado, en el que se habla inglés. Al­guna vez es­pañol, pero só­­lo si no hay más remedio y sin em­peño de aprenderlo, que los espa­ño­les in­te­re­san­tes demuestran que lo son, y que merecen se les trate como ingleses, si sa­ben expre­sar­se co­mo Dios man­da, y Dios hace mucho que dispuso que las clases su­pe­rio­res se co­­muniquen en inglés. Un agradable club social donde fui­mos recibidos con razonable calor ‑Li­lo, en el mundo de los que ma­nejan ellos mis­mos sus millones, no es una des­­­co­no­ci­da‑, cin­co estupen­dos campos de golf ‑hoy ya son siete, lo que de­­fine cómo somos y cómo es nuestra vida, porque la cuota pluviométrica de Sierra Cabrera es peor que la del de­sierto de Mojave‑ y hasta un aero­puerto particular, el de Cortijo Grande, sólo para volar a hé­li­ce por­que la pista no es larga, pero suficiente para los que apar­can el Aston Martin al lado de la Beechcraft.

         A lo difícil nos costó algo más. Por ejemplo, edu­carnos. Turre sólo tiene un colegio, pero en Mojácar hay más, y también un instituto. Éste no está mal, que de vez en cuando va­­­mos allí a ganar al baloncesto y a perder al fútbol –no con­fraternizamos más; ni a ellos les gusta el cricket ni a nosotros matar toros o salir de procesión-, pero son centros públicos donde la en­se­ñanza sigue, qué re­me­dio les queda, el plan oficial español. Les enseñan religión, para que se hagan una idea de lo atrasados que aún es­tán, po­bre­cillos. Sierra Ca­bre­ra es mágica para eso también. Conta­­mos con un school don­de la lengua es el inglés, y punto. Por supuesto se enseñan otros idiomas, empezando por el alemán, siguiendo con el francés y acabando en el es­­pañol. El plan de es­tudios se ciñe a la conveniencia de Sierra Cabrera, no a lo que digan los po­­líticos indígenas, tan do­mi­na­dos por sus servidum­bres ‑según Paul la Iglesia es la peor, pero no la única; para él, por ejem­plo, resulta inconcebible que ya bien dentro del siglo XXI haya gente tan idiota que mal­gaste preciosas horas lectivas enseñando latín, con lo útil y lo práctico que resultaría de­di­­car­­las al Win­dows y al Office‑ que no son capaces de imponer un plan de estudios avanza­do, inteligente, de los que al salir del high school te permitan aspirar a un puesto de trabajo interesante, o si vas a la uni­versidad no adver­tir, con horror, que no te suena una sola ecua­ción de las que pintan en la pizarra. El objeto de nues­tro plan escolar es que los títu­los expe­didos aquí sean reconocidos por el sistema británico, el alemán, el fran­cés y desde ha­ce poco el america­no. Si además lo son por el español, pues bueno. Lo que abun­da no daña. El ob­­jeto es, también, que al in­gresar en Harvard, o Cam­brid­ge, o la Sorbo­na, o Heidelberg, que se supo­ne no vamos a ir a universidades de medio pelo, el gra­duado de Sierra Cabre­ra no se vea en in­ferioridad frente a sus nuevos compañeros.

         Al poco de aclimatarnos, Paul y Lilo decidieron que la vida sería perfecta si tuvieran un hi­jo. De sus respectivas sangres. Nos querían, pero no éramos su herencia genética. Se molestaron en aparentar que nos consultaban. En realidad, nos lo ven­dían. A mí más que a Cheryl; ya les dije, mi no-hermana es todo corazón. No puse pegas. No veía en qué podría perjudicar a mi vida. Mejor aún, haría que se afian­­zase, al me­nos mien­tras me pu­diese afectar que partieran peras y cada uno tirase por su la­do, riesgo inevitable si la bella ‑nun­ca lo fue mucho‑ está más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, y a fuer­za de no salir de su bu­har­­dilla se le va poniendo el culo como esas horribles bullfighting rings donde los salva­jes de por aquí ma­tan toros a sablazos tras torturarlos horas y horas con in­concebible crueldad.

         Ya les dije antes que Lilo no está entera de los bajos. Ni podía engendrar ni hacer crecer en su barriga, pero le quedaba un ovario. Una clínica de Ginebra extrajo unos cuantos óvulos, los fecundó con lo que a Paul se le pudo sacar y después los implan­­tó en el útero de una alumna de Paul, una divorciada con dos hijos sanos y fuertotes. Un acuer­do satisfactorio para todos. La incubadora liquidaba sus deudas, se fabricaba unos ahorros muy de­centes y se pasaba dos semanas en Suiza, que tampoco es un mal bonus, y Paul & Lilo resolvían por una cantidad razonable ‑para su situación económica‑ el problema de ha­cerse con una tri­­­pa mercenaria. Existía el riesgo de que la bestia cambiase de idea y se apro­­­piara del cachorro, que a la primera ecografía, por cierto, se supo eran dos cachorros, pero aunque no ha­ya solución para esa clase de problema lo ator­nillaron pagando a la en­­­trada una can­tidad muy modera­da –la otra nece­sitaba una cierta garantía‑, dejando el resto contra entrega de las reses en per­fecto estado de servicio, tras la opor­tuna verificación del ADN. Ni a Paul ni a Lilo les preocupaba demasiado que la incubadora se rajase, porque tales cosas ocurren sólo si el dinero a perder no es grande, y ellos ya se ha­bían preocupado de fijar una cantidad tan exorbitante como para sofocar cual­quier crisis de fu­ror maternal. Acer­ta­ron, y es que no hay nada como te­ner mucho dine­ro, créanme. A su debido tiempo vol­vie­ron a Sie­rra Cabrera, tan felices, con So­lange y Delphi­ne; eso fue hace dos años, y aunque aún es pronto para sacar conclusiones todo indica que las dos van para excelentes arpías desalmadas, frías, ma­ni­pu­la­do­ras, calculadoras, sin escrú­pu­los ni conciencia. Una, Solange, no puede ser más mala. Delphine es mucho peor, aunque todavía no molestan demasiado, de modo que nues­­tra vida familiar, si se la pudiera llamar así, sigue siendo idílica. La de cualquier Arcadia que se precie.

         Ni a Lilo ni a Paul les obsesionan los asuntos domésticos. En cuanto a Cheryl y yo, qué les puedo decir. Somos dos adolescentes normales, sanas y bien alimentadas, y en consecuen­cia muy cochinas. Arcadia sería una leo­ne­ra lujosa si no fuera por Heinrich. Un an­ti­guo suboficial del ejér­­cito suizo, de cincuenta y tantos aunque aún en buena forma. Se le po­­­dría llamar ma­yor­do­mo, pero es mucho más. Hace que a nuestro alrededor todo fun­­cio­­ne, salvo los orde­na­do­res y las comunicaciones, donde Lilo no permite que nadie me­­ta ma­­no. Heinrich nos llegó gra­­cias a la no-abuela, y se diría que es una bendición de hombre si de veras fuera un hom­bre. Bueno, quizá lo sea en el plano funcional, pero lo cier­to es que no pue­de ser más marica. Lo disimula, por supuesto, y la mar de bien, que treinta y cinco años en el ejérci­­to más conser­vador del universo debe de ser bue­nísimo para eso. Ra­­ra vez de­ja que le asome la plu­­ma, lo que tam­poco nos importa, porque para pluma la de su pareja, Jean-Claude, un bel­ga vein­te años más joven. Un cocinero magnífico, que se ti­ró quince años mamando de las tetas de Bocuse. Gracias a él los arcadianos co­memos como si viviéramos en un clon de L'Auberge du Pont de Co­llonges. Es tam­bién un extraordinario jardi­nero, no de lo basto, arbustos, matojos y plantujas or­dina­rias, sino de flo­res. Ar­cadia es, gracias a él, un vergel de diez mil metros cuadrados donde se pueden as­pirar diez mil aro­mas diferentes. Da gusto ver­le, canturreando en su minitanga, dando saltitos de un parterre a otro, bajo la mirada estupefacta de dos negrones del Senegal que se ocu­pan de man­tener la piscina, el jardín y la pista de tenis sin una brizna de polvo. Es asombro­so escuchar el deli­ca­do, mu­sical fran­cés del belga, en contraste con el asalvajado, brutal, de dos po­bres de Dios edu­ca­dos por mi­sio­neros del Béarn. Llegaron en patera, lo normal en esa gente. Lilo no pien­­sa regularizarlos. Lilo ni los ve, mejor. A las horas en que se ocu­­­pan de la par­cela ella no está con nosotros. Su cuerpo no sa­le de la buhardilla, pero su men­te flo­ta en el hiperes­­pacio, de Zü­rich a Singapur y del NASDAQ a Hong Kong. En cuanto a Heinrich, para él no son más que untermenschen, será por ne­­­grazos. Tan re­em­­pla­za­bles co­mo las mo­­ri­tas que se ocupan de la ca­sa. Las pobres se sorprenden de que aquí no se les pi­­­da que hablen cas­­tellano. Nos vale su espeluznante fran­cés; no necesi­­tan otra co­sa para se­guir las secas instruccio­nes del feldwe­bel Heinrich. No sa­ben que las entiendo. No lo sa­ben por­­que no les ha­blo. Son hu­ma­nas, o eso pensamos, y nin­­guno las tra­ta mal, pe­ro hay hu­­manos y hu­ma­­nos, como hay Fiats y Ferraris. Unos y otros tienen cuatro rue­das, pe­ro no son lo mismo, así que todos en Ar­cadia flotamos en nues­tro apacible racismo, noso­­tros en el nuestro y ellas en el suyo, que si a noso­tros nos sirve pa­ra ig­norarlas ellas lo emplean en odiarnos, aunque sólo a la luz del sol, porque llegan al amane­cer, en el mismo minibús de los senega­le­ses, y se van cuando anochece, todos juntos y tam­bién de lunes a viernes, que los fines de se­­mana preferimos algo menos de limpieza con tal de no vernos invadidos, y por mucho que para nosotros, en realidad, no existan.

         Los monstruos son otro asunto. Lilo no les hace caso. Las quiere, pero su componente animal está muy diluído, si es que tiene algu­no. De las dos se ocupa una suiza, co­mo debe ser. No es de un cantón alemán, como Lilo habría preferido, si­no de uno italiano, aunque por lo de­más funciona bien. Las alimañas parecen adorar­­­la. Ella las man­­­tiene lustrosas y relu­cientes, que da gloria verlas, y también olerlas. Acercarse más es peli­­gro­so, y yo no lo hago. Cheryl, sí, de modo que am­bas bes­tias la putean sin com­pasión, pe­ro aún así es bo­nito escucharlas, a las tres, rien­­­do como locas, chapote­an­do desnu­das en su pequeña piscinilla bajo la mirada de crustáceo de los ne­gro­­nes jar­di­ne­ros. Se preguntarán ustedes si con semejante servicio doméstico, y dada la inveterada costumbre de la casa de circular todos en cueros, no nos preo­cu­pa que un día los senegaleses se nos pasen por la piedra. No hay problema, y no por Heinrich y su Sig Sauer P-226, que no se la qui­ta ni para dormir ‑o eso pensamos; Heinrich será marica, pero los tiene muy bien pues­­tos‑, sino por Fritz y por Pam, los últimos miembros de nuestra pe­­queña comu­nidad. Jamás ha­bíamos teni­do perro, pero Heinrich, al poco de llegar, plan­teó una lis­ta de nece­si­da­des a cubrir si queríamos disfrutar una razonable seguridad. Una era contar con pe­rros. No unos cualquiera. De­­bían reunir unas características no excesi­va­men­te raras pero sí di­­fíciles de apreciar, todas juntas, en un mismo animal. Habrían de ser cor­­pu­len­tos, imposi­bles de dominar por un humano. Inteligentes, lo bastan­te para distinguir al visitante invitado del intruso criminal. Silenciosos, pa­ra ser impo­sible detectarlos. Eficaces, capaces de matar a la pri­mera dente­llada. Valien­­­tes, para lanzarse sobre lo que fue­ra sin du­dar ni va­cilar. Ab­ne­gados, pa­­ra dejarse matar en defensa de sus dueños. Civilizados, pa­ra que su presencia no resultase inso­portable, ni por carácter ni por he­dor. Por último, ca­riño­sos, que co­nocía el proyecto de tener niñas pequeñas y se­ría de lamen­­tar que un día se las co­mie­­ran. Según le oíamos ‑en francés; Hein­­rich, que no es un suizo culto, sólo habla eso, además de alemán, italia­no y espa­ñol‑, nos admirábamos más y más ante aquel pliego de con­­dicio­­­nes. A Paul le fal­tó poco para inquirir si además no sería bueno que can­taran y bailaran, pe­­­ro la cara de nues­tro feldwebel no propicia el cachon­­deo. Cuando le pregun­ta­mos si tales se­res existían dijo que sí, que los fa­bricaban en Hungría y que no salían caros. Bien, pues vaya us­ted a Hungría y trái­gase unos cuantos, y así fue como días después nos vimos con Fritz y con Pam, por entonces cachorritos de tres meses, dos bolitas abso­­lu­ta­mente ado­­rables. Hoy Fritz pesa ochenta kilos y Pam sesenta y cinco, y creo que só­lo yo in­sis­­ti­ría en til­darlos de adora­bles. Son pastores de la estepa, pero no de cin­cuenta cabezas, como los rebaños de aquí. Los hún­­garos rara vez ba­jan de quinientas reses. Pa­­ra pastorearlas suele bastar con tres o cuatro pulis, que vienen a ser komon­dors de sólo quince kilos. Los pulis se comportan co­mo los destructores que ordenan el convoy. Los komon­dors no pastorean. Son la escolta pesada, los cruceros de batalla que defienden las ovejas de las temi­­bles amenazas del rebaño: lo­bos, osos y cuatreros. Ningún pastor húngaro cuenta con menos de tres; un macho viejo y dos o tres jóvenes, éstos es igual si son machos o hem­­bras. El komondor adulto posee un pe­lo muy den­so que for­ma unos trenzones imposibles de pei­nar. Bajo ellos se forma una capa de bo­rra muy tu­pida, cuya función no sólo es protegerlos del frío, sino de las garras de la opo­sición. El pelo es blanco si el animal está recién baña­do, pero lo normal es un gris sucio. El de una ove­ja vul­gar. Un camuflaje tan perfecto que a los ojos de un lobo no se diferencian de los borregos gran­­des, y cuan­do aquel se confunde no suele saber que se ha confundido, pues el komondor no ataca co­mo un perro de pre­sa. El komondor ataca como el tigre, va dere­cho a la gargan­ta, y la de un lobo no es nada para una denta­dura que también es la de un tigre. Ni el lo­bo ni el cuatrero son enemigos para el ko­mondor, pero el oso sí lo es, y hay muchos osos va­gando por la este­pa húngara. El pastor no les puede atacar a tiros, salvo en legítima defen­­sa, y las autoridades necesitan que al pastor le ha­yan arrancado un brazo para decir que sí, que bue­no, que ametrallar al oso esa vez pudo estar justificado. Ahora, si el oso cae ante un komon­dor la jus­ti­cia no dice nada. Cosas de animales, pa­recen opinar. Un ko­mon­dor frente a un oso no lo cuenta, pero el oso no lo tiene cla­ro, so­bre todo si el komondor ha­ce presa en su pes­cue­­zo, pues aunque lo esté despanzurrando con sus ga­rras el perro no abre la boca, no deja de matar por mucho que ya esté casi muer­to. Por eso los pastores lle­van tres o cua­tro komon­dorok. Con dos el oso muere, pero es casi se­guro que uno de los perros también. Con tres, pobrecito Yo­gui, no tiene nada que hacer. Raro es que cau­se daño alguno a las tres o cuatro bes­tias ase­sinas que tan velozmente lo liquidan. Unas bestias inteligentísimas, fieles al pastor hasta la muer­te y que adoran a Solange & Delphi­ne, les De­moi­­­selles de Sierra Cabrera, tanto que las dos malas putas se su­ben a sus lo­mos de komondorok salvajes y corretean sobre ellos como si fueran ponies ba­beantes, y es que para las dos brujas no son otra cosa, pero sólo para con ellas, que los senegaleses, muy escarmentados, bien saben que acercarse a menos de diez metros de las dos les puede cos­tar los huevos. Definitivamente, mi no-fa­mi­lia es pa­ra verla y no creerla.

         Según me visto, si puede llamarse así ponerse un tanga, una camiseta y unos shorts, y unas zapatillas de tenis, recuerdo que debo comprobar mis pasaportes, no sea que alguno esté por caducar. Tengo cuatro. De aquí a que cumpla dieciocho puedo elegir entre ser canadiense, dane­sa, sui­za ‑Lilo me adoptó, igual que Paul a Cheryl‑ o norteamericana, y hasta es posible que pue­da ser las cuatro cosas a la vez, que a las hijas de los millonarios se nos suele acoger con sim­pa­tía. Tampoco me costaría ser española, que con tal de tenernos contentos el alcalde hace lo que sea, pero mi pasaporte danés me confiere rango de ciu­dada­na de la UE, por lo que mien­tras no deba ir por un país árabe, donde ser española puede ser ventajoso, no pien­so complicarme la vida. Viendo mis pasaportes me vienen a la ca­beza esas ra­­ras ma­nías de al­gunos state governments españoles, las de segregarse, declarar­se independientes. Qué gen­te tan extraordinaria. Yo no sien­­to el me­­nor apego por ninguna de mis naciona­lidades. No ten­go espí­ritu racial, y me­­­­­nos aún tribal. El mundo, para mí, es un lu­gar que me pertenece, y tan mío es Mar­blehead co­­mo Hong Kong. Y como Sestao. Y Castelldefels. Pertenece a la raza, nos perte­nece a los humanos, y en tanto no acabemos de cargár­­noslo es del todo nuestro. Igual que nuestros cuerpos. El territorio y las cul­turas. La historia y la sabiduría, la ciencia y la tecnología. El conocimiento, en suma. Lo único que importa. ¿Qué sentido tiene ser miem­bro de una tribu... hola, qué tal, somos los de Mo­já­car, nuestra lengua es la fenicia, nuestro hecho diferencial es que aquí va­ró una galera de Sidón más o menos cuando lo de Troya, y en virtud de todo eso re­clamamos nuestra ban­de­ra, nues­tro autogo­bierno y nues­­tra inde­pen­den­cia? No los entiendo, ni Paul tampoco, pero a diferen­­cia suya no me intere­sa el hecho sociológico. A mí todo eso me tiene sin cuidado.

         Esta indiferencia social que tanto se me critica en el colegio –de ahí que sólo se la cuente a us­tedes‑ de algún modo está conectada con lo que quiero ser. Pasarme la vida siendo la hija imper­tinente de unos millonarios de relativo medio pelo no sería divertido. No lo es ahora, como pa­ra pensar en veinte años dedicándome a lo mismo. Además, me gusta investigar. A mi mo­do ya lo ha­go, que soy la reina de la química y las matemáticas en nuestro olímpico high school, pero quiero ir más allá. Comencé a no­tarlo hace años, cuando los escoceses clonaron una oveja y se sacaron de la manga esa cosa extraordinaria que llamaron Dolly por no atrever­se a bautizarla Princess Ann, con lo muchísimo que se le parecía. De ahí me viene, no les que­­pa duda. La clonación es el futuro de la especie. Nuestra liberación. El camino a la eternidad. La duplicación de células ma­dre nos permitirá fabricar nuestras propias piezas de repuesto. Primero serán higadillos y glanduli­llas, que son fáciles, y poco a poco lle­ga­­remos a los cerebros. Podremos pro­longar nuestras vidas a voluntad, siempre y cuando, como es natural, nos lo podamos pagar. Seremos inmortales quienes merezcamos serlo, que siempre seremos los mismos: los que ten­gamos muchísimo dinero ‑hágan­me caso, no sean pobres; no conduce a nada, se vive fatal y al final siempre viene alguien como yo a darte por el culo‑; de ahí que mi vocación sea defi­nitiva: del lado científico, ningún de­sa­fío será más fascinante; del económico, me voy a forrar. En cuanto al lado ético, no hay. Nuestros cuerpos son nuestros, la naturaleza nos los dió, y es nuestro derecho hacer con ellos lo que nos salga de nuestras gó­na­das. A ver en nombre de qué Dios Omnipotente pue­de nadie negar a na­die el derecho a ponerse los cojones en los cuernos, si le sale de los mismos y sabe cómo hacerlo. Los retrógados, los que hoy se niegan a entender que nuestro futuro es volvernos inmortales sin necesidad de morirnos antes, y que son los mismos que antes quema­ban a la gente si no aceptaba que la tie­rra era plana, podrán poner más pegas o menos pegas, durante más años o menos años, pero un día u otro, en algún país que valore más su balan­za de pagos que lo que digan los fachas, se abri­rá la primera clínica de NS­MU­SA ‑No Se Muera Usted, SA‑. ¿Qué tal una revisión de sesen­­­ta tacos, garantizándole que saldrá de aquí con veinte? ¿Que ya mismo? Pues man­de un e-mail a eris_as­m­us­sen@le­cam­­bia­mos­a­us­ted­­to­do.­com y vaya pre­pa­ran­­do una pasta del copón.

Lilo, un sol, me ha preinscri­­to en Harvard y en Cambridge. A veces me pregunto si no Edin­burgh en vez de Harvard, que pese a todo su lustre, y el dinero que tiene, los republicanos de Bush la jodieron viva con eso de no dejar investigar con células madre. Una pena, pero los USA son así. El poder de las iglesias, todas coaligadas a la vista de que se les acaba su cuarta y principal fuente de ingresos, es brutal. No me digan que no ha­bían caí­do en ello. Va­mos a ver si les suena este guión de película pía, estilo Dogma... hija, dentro de po­co te verás ante Nuestro Creador, desnu­da y sin nada, porque allí se sube sin nada, sólo tú y tus ho­rri­bles pecados. ¿Qué le dirás? ¿Que te arrepentiste de todo, justo al final? Sí, vale, conoz­­co la po­­licy. Con eso te libras de la condenación eterna, de acuerdo, pero un millón de años en una cal­­dera de aceite hirviendo, el demonio todo el tiempo metiéndote un pincho por el culo, es lo me­nos que te cae. Lo que yo te di­­ga, hi­ja. Me­nudos son los de arriba con las cosas del pecado. ¿Que si hay alguna forma de dejar­lo en me­nos? Y hasta en nada, pero no te veo atreviéndo­­te. ¿Que sí te atreves? Bue­no, pues tú misma. Echas aquí una firma, estos dos señores de aquí atrás que no dicen na­da tam­bién firman, y ya está. Ni Purgatorio ni leches. A la derecha del Padre, todo seguido y sin es­calas. Pre­dicar la Palabra Divina es lo que tiene, hija mía: mu­chas necesi­da­des ma­­teriales. Todos los tercios de libre disposición que nos dejen los feligreses nos vienen de pu­ta ma­dre. Bue­no, espabila que no ten­go to­do el día. Te rezas una salve mien­­tras yo te unto la mierda esta entre los cuernos y a ver si la espichas de una vez, que ya va siendo hora. ¿Tus so­bri­­nas? Que se jodan. Además, tú no te preocupes. Eso es cosa nuestra. Pues nada, ya nos veremos ahí arriba, cuando suenen las trompetas del Valle de Jo­safat.

         Paul, ignoro por qué, alucina con las iglesias. Con todas. En realidad debería decir con las religiones monoteístas, pero voy bajando la montaña en mi K75 –una consecuencia más de la mi­llonariez; las chicas de Mojácar andan por ahí con sus ves­pinillos y sus hondillas, pero yo, ya ven: tricilíndrica total‑ y hasta que llegue adónde voy ni tengo el coño para rui­dos ni las neuronas para polisílabos. En su concepción, nada piadosa, son institu­ciones multinacionales que has­­ta no hace mucho facturaban lo que no es­tá escrito gracias a cuatro líneas de negocio: la enseñanza, el divorcio, el pecado y el más allá. A Paul se la sopla de cuál confesión se tra­te, pues a sus efectos de sociólogo nacido en SFO, ama­mantado con mes­ca­lina más que con leche, no hay diferencia en lo esencial: de dónde sacan la pasta. La Iglesia Cató­lica no es su preferida –el Islam le interesa más‑, pero la fascinante vida sexual de los clé­rigos ame­­ricanos le ha hecho vol­verse a la vertiente fun­damentalista de lo que pre­­dicara otro Paul, ese de Tarso que se cayó de un caballo, a sa­ber de qué la llevaría. Según Paul, si la Iglesia Ca­tó­li­ca es con diferencia la más rica, es por ha­ber diversificado mejor que las demás sus mercados estra­tégicos. Hoy en día, sin embargo, la tecnolo­gía y la liberaliza­ción de las costumbres están re­du­cien­do a nada esos mercados antaño gigantescos. Los efectos son los habituales en toda mul­ti­na­­­cional que se queda sin productos competitivos: al poco se queda sin clientes. Más de un do­mingo Paul ha hecho que le lleve, senta­do tras de mí en mi BMW, a vi­si­tar las igle­sias de Mojácar y Garru­cha. Siem­pre le veo constatar lo mismo, si acaso con la excepción del eas­ter period, o Semana Santa que dicen aquí: só­­lo hay viejos. No al cien por cien, que siem­pre hay excep­ciones, pero esca­­sísimas. Los jóvenes, desde los de mi edad hasta los que ya se ven con ga­nas de formar familias, pasan olím­­pi­ca­mente. Sabrá Dios por qué, pero a medida que la educación es más profun­da, y más in­tensa la influen­cia de los guiris, más pasan de lo que ni les trae con­suelo ni esperanza, ni menos aún sabiduría. No forniquéis, o iréis al in­fier­no, y votad al PP, que los otros están por el aborto, la promiscuidad y la investigación con cé­lu­las madre, y ahí ya deser­ta todo el mundo, no ya por­que casi nadie sepa qué coño es una célu­la ma­dre, sino porque no se les ha­bla de sus proble­mas capitales, que son salir de la po­bre­­za, te­ner un buen curro, po­der­se pa­gar el piso, co­mer, beber y follar lo me­jor que se pueda, y de la vi­da perdura­ble ya veremos, que falta mucho para eso y nos ha jodido mayo con sus flo­res.

         Una crisis de mercado como la copa de un pino, diría yo. No es cosa de Jesucristo, que incluso a los árabes les cae bien, pero dada su manía de no querer aparecerse, con lo mucho que lo hacía en otras épocas, la competencia se lo está co­mien­­do por los pies. Una competencia que no es Alá, no va por ahí. Es la cul­tura. Peor. Es la cul­tura del televisor. Los indígenas de aquí han pasa­do siglos levantando iglesias para oír la voz de Cristo a tra­vés del párroco, el obispo o el cardenal, pero ahora encienden la tele y ven el telediario. Pobre Cristo, qué mal lo tiene. De ahí que sus vicarios se que­daran, lo primero, sin el mo­nopolio del divorcio. Paul me ha contado que mientras vivía El Dictador, el último de los mu­chos que han padecido estos desgraciados, los que se casaban por lo civil no se podían divor­­­ciar, pero los que lo hacían por la Iglesia sí podían. Bastaba con ha­cer fren­­­te a los gastos de tramitación, que podían llegar a ser la hostia, incluso si eras una señora con cinco hijos, pero siempre se acababa por pactar una cifra compatible con lo que dieran de sí los peca­do­res. Luego, adiós al monopolio de la en­se­ñan­za. Los laicos pu­die­ron abrir sus colegios, y allá donde gobernaran las izquierdas la Iglesia empezó a tenerlo mal. No es una bata­lla terminada, pues el gobierno del PP intentó que la re­ligión re­gresase como cosa examinable, aunque Paul dice que ha perdido la batalla, que in­cluso las cla­­­ses medias acomodadas, tradicional baluarte religioso, están pensán­dose muy seriamente si no saldría más a cuen­ta pasarse al becerro de oro. Luego vienen el pe­cado y la penitencia, con­ceptos que obligan a visitar las iglesias en de­man­da de per­dón... ego te absolvo, aunque haberle sacudido cuatro leches a la seño­­ra porque te haya quemado una camisa está muy feo, hijo mío, pero que muy feo, así que tienes de pe­nitencia los nueve pri­meros viernes de ca­da mes, cien rosarios y cator­ce Via Crucis a la luz de la luna... si, ya te com­pren­do, con todo lo que traba­jas de dónde vas a sacar tiempo... bien, pues na­da más que los Via Crucis y cien euros en el ce­pillo de los po­bres, ahí mis­­mo lo tienes, según sales a la izquier­da... bueno, si echas trescientos tam­­­poco ha­cen falta los Vía Crucis, el Señor entenderá que ma­dru­gas dema­­siado y no pue­des irte a la ca­ma tan tarde, así que lo dejamos en una sal­ve y ya está, que Dios te bendiga y la pró­xi­ma vez no la hosties en la cara, que luego murmuran las vecinas. Ya veo que com­prenden: cuán du­ro resul­ta quedarse sin mer­ca­do. Más o menos como esos bárbaros de pue­blo, co­mercian­­tes de tam­buchos pequeñitos, cuan­do les po­nen al lado un Carrefour. Todo esto, aún así, es tolerable, pero el ataque de la oveja Dolly a la cuarta fuente de reve­nue fue otra cosa. Palabras mayores. Por aquí no pasa­mos, parecen decir. Qué bien lo han calado, qué listos que son, cómo se han apercibido de que aquí acaban, los aniquilan, les echan el cierre sin pagarles cuarenta y cinco días por año, que no vean a lo que se pon­­drían sus seve­rances con dos mil inviernos en el negocio de la vida eterna, la buena y la mala, el paraíso y el infierno. Decidido: Cambridge, u Oxford, o si no Edinburgh. Como tantas y tan­tas veces, go to England, you fuckin' young woman.

         Hotel Indalo. Curioso lugar. En temporada, guiris desteñidos, lam­pis­tas de Glasgow y calafateadores de Belfast, lumpen obrero del más bas­to que aquí disfruta del alcohol más ba­rato del continente. Algún indíge­na des­pistado, aunque poquísimos. Más o menos, como la in­­­mensa mayo­ría de los hoteles que se alzan desde aquí al cruce con la carretera de Mojá­car-Tu­rre. Cuando acaba la temporada el Indalo se transfigura. El Imserso ha florecido y nadie sabe có­­mo ha sido. Ya es primavera en la yayez. Autobu­ses rebosantes de derrelictos hu­ma­nos que vienen aquí por dos eurillos a pen­sión completa y otros dos para gastar. Mala cliente­­la. Tos­ca, seca, desme­didamente antipática. Tacaña. Es natural. Son seres derrotados, amarga­­dos tras una larga vida de putadas. Aceptan la limosna del Im­serso porque a ver qué, si no. Se les ha negado lo último que se les ha podido negar, la independencia en su vejez, la ca­pa­ci­­dad de ir adónde quieran sin importarles cuánto cuesta. Preocupados, obsesivos, no se gastan ni los cincuenta cén­timos de una caña porque mejor ahorrar, mejor tener cuidado con el dine­­ro, que nunca se sabe qué pasará con la pensión, de qué vamos a vivir si nos la bajan, o nos la qui­tan, que sí, Manolo, que sí, que tú no sabes de lo que son capaces los cabritos estos, y nosotros, to­tal, a quién le va a importar si nos morimos de hambre. Mejor, se dirán. Unos putos vie­­jos menos. Estos diálogos de los pre-muertos, aviso, no son fruto de la ensoñación. No son la con­secuencia de un razonamiento deductivo y acerado. Son la transcripción de muchas con­ver­sa­­ciones que Toñín atrapa des­de su puesto al otro lado de la barra, sirviendo vasos de agua y mon­­da­dien­tes, y ma­ravi­llán­do­se de vez en cuando ante alguna propina de diez céntimos.

         Toñín tiene diecinueve años y desde hace cuatro es camarero en el Indalo. Le conocí ha­ce unos meses, en una fiesta que alguien dió en no recuer­do cuál de los clubs de golf de Sierra Ca­­brera. Me aburría, como es ha­bi­tual, y por eso me fijaba en los inhabituales, los camareros del In­­­dalo, que aquella noche no servirían copas a los yayos, sólo la cena, de modo que To­ñín y cuatro más, liberados de la barra, pudieran pasar las bandejas en la fies­ta. Toñín es bajito, aunque bien hecho. No sé si guapo es la palabra, pero enternece. Dan ganas de acaricialo. De mimar­lo. Mo­reno, aunque no renegrido. Cetrino, aceitunado, de ojos inmensos, tristes, muy hermo­­­sos y al­­go estúpidos. No es inteligente, aunque tampoco es imbécil de solemnidad. Me dijo en un apar­­te, sin duda des­lumbrado porque una guiri vestida de im­ponente le hablase con sencillez y sin apenas acento, que vi­vía con sus pa­dres y una hermana en un piso del playazo de Vera, con baño y todo, que su padre pegaba ladrillos en la Manga del Mar Menor y só­lo venía los fi­nes de sema­­­na, que su madre planchaba en el Parador Na­cional y su her­mana era ca­je­ra en un sú­­per baratucho de Garrucha. Él que­ría dominar el oficio, cambiarse a un restau­ran­te de postín cuan­do abrie­ran alguno que co­giese camareros españoles, y no ingleses, ni fran­­ce­ses, y juntar lo bas­tan­te para montar su propio chiringo, Chez Toñín o algo así, y desde ahí ya se vería, que no le daban las neuronas para vislumbrar más allá. Yo le oía sin oírle, sólo in­teresa­da en su piel, en su olor, en sus ma­nos de niño, en sus dientes sorprendentemente blancos y en sus ojos oscu­rísi­mos. Justo lo que necesitaba, concluí. Yo, debo explicarlo, sobrellevo mis hormonas co­­mo bue­­namente puedo, como cualquier diosa fuerte, sana y de mi edad, pero a di­­ferencia de lo usual en Sierra Cabrera pre­fiero no tirarme a los vecinos, ni a los compis del co­legio. Instinto, si quieren, y expe­riencia vivida en cabezas de otras. Sierra Cabrera, y por mucho que les sor­prenda, es un pueblecito andaluz. Todo el mun­do se afana en que sea Vir­ginia Wa­ters trasplantado al de­sierto de Al­me­ría, pero debe corretear al­gún virus por los aires, o las aguas, porque se cotillea que no veas. No hay for­ma de guardar un secre­to, y menos si es que te ti­ras a fulanito al tiempo de montártelo con men­ga­nito. Al minu­to lo saben has­ta los senegaleses, de modo que la vida social se vuelve fastidio­sa, todo el mun­do apa­ren­tan­do no saber pero todos pen­dientes de qué ha­ces, qué dices, qué te pones. A quién te cepillas. De ahí que aprove­chara mi via­je a Copenhague para ligarme un camare­ro del Ra­disson, un por­tugués de Albufeira de ojos también rasgados, pa­ra des­pe­dir­me sin pe­na del virgo maldito. No salió mal. No porque mi socio fuese un ar­tista, sino por­­que todo el tiempo llevé yo la iniciativa. Él se limitó a ten­der­­se tripa en alto y mantenerse en primer tiempo de saludo. Yo empujaba cuando quería, me paraba si me do­lía, insistía tras decirme que no era para tanto, y así, en cosa de cinco minutos, me vi con el caipira bien has­ta mi adentro. Desde ahí, sexo normal, saludable y con condón. Siem­pre, hasta hoy, con el caba­llero bien ves­ti­do. Lo visto yo, que no me fío un pelo. Tengo ga­nas de hacerlo sin blindaje, aunque pa­ra eso hace falta empezar con la pilule, lo que no me aca­ba de agra­­dar, y contar con un colega de acre­di­tado estado sanitario, lo cual veo poco me­nos que impo­sible y más en estos duros tiem­pos que vivimos. No importa, me suelo decir. Ya llegará.

         Toñín, según parece, no ha empazado a disfrutar el raro don que la naturaleza concede a los camareros de Mojácar. No ha comprendido que muchísi­mas mujeres, de todas las edades, vie­nen aquí sin hombre adjunto bus­cando se­xo del que no hay donde viven, con sus parejas, con su gente. Sexo joven, sano y sin consecuencias afectivas. Toñín, si en vez de servir agua del grifo en el Indalo llenara vasos de whisky en el Scoundrel's, el pri­me­ro de los bares golfos según cami­nas hacia el centro, a estas horas debe­ría lle­­var la waiting list en un PC. Es el arquetipo del camarero pecador por el que sus­pi­­ramos las gui­ris, incluso las guiris residentes, como yo. No me lo pensé mu­cho. A la maña­na siguiente, sobre la hora del aperitivo, me senté frente a él en la barra de su bar. Hola, Toñín. No, para mi no es una sorpresa. Terminas a las cinco, me dijiste. No vuelves has­ta los ocho, ¿es así? ¿Qué pensabas hacer esas tres horas? ¿Irte a casa, echarte la siesta, ducharte y volver? Solo, ¿verdad? Sí, que no están ni tu madre ni tu hermana. ¿Qué te parecería el mismo plan, pero con­mi­go? Pues para follar, que pareces tonto. Venga, tú, no digas gilipolleces. A las cinco, abajo, en el aparcamiento. No te retrases, que llevo el co­ño echando humo. Hasta luego, chiquitín...

         No sabía. Infeliz. No era que debutase, sino que no sabía. Sólo meterla y correrse con cara de ¡ahí va! ¿qué ha pasado aquí? Yo tampoco era una experta, pero de imaginación voy sobrada. Pronto empezó a ir todo bien. Lo primero fue curarle sus terrores. El peor, que nos pillara su madre. Pues te pondrá una medalla, por tirarte guiris como yo. Le daría un sopon­cio si le dices que te casas, pero mientras sólo sea esto estará encantada y presu­mirá de hijo con sus amigotas del Parador. Después, supri­mirle las prisas. Sólo tiene diecinueve años, y así le pasa, que nada más meterla se va. No lo puede resistir, es superior a él. Es tan­to lo que le gusta, lo que se emociona, que no hay nada que hacer. Al se­gundo demarraje incon­trolado cambié de táctica. Ya que del primer intento para mi no queda na­da, que no lo haya. Que sea otra cosa. Le desnudo, despacio, sin dejar que me toque. Lo tumbo, boca arriba y presentando armas, las de ir a reventar. Por mi parte, camiseta, shorts y bragas, por los aires. Desde ahí, lascivia de alta intensidad y baja veloci­dad. Le recorro, todo él. Le beso. Le acaricio. Le mordisqueo. No me importa que huela. Me gusta su aro­ma de re­quesón o de quesillo, tan de camarero. Por fin, al asunto. Su armamento no es gran cosa, pero al menos es de buen calibre. Bien, al menos para eso de la segunda en la boca. Me la llena, pero no me hace toser, ni me produce arcadas. Qué bien gime, pobrecito mío. Así, lo que bue­namente aguante. Cuando veo que ya no es placer, que casi es tortura, me separo un poquito, no sea que me salte un ojo, y acelero con la mano al tiempo de apretar. Qué deliciosas, sus convulsiones. La noto palpitar entre mis dedos, la siento adquirir el punto de dureza terminal ‑cuán maravilloso el castellano, esa tabla incremental que se inicia en fláccida y luego sigue por morcillona, dura, dura con brillo, gloriosa, imperial, triunfante... cuán limitado, ay, es el inglés del amor‑ que precede a la explosión, o leche­razo que dicen estos bestias. Qué potencia, qué cau­dal, qué parábola, tan alta que suele alcanzar el techo. Qué aroma, en mi ma­no. Huele bien. Sa­be regular. Menos mal que no es verde, como la de los cone­jos que pu­tea­mos en Naturales; esa sí que me repugna, no puede ser más asque­rosa, pero la de Toñín es como él: pura, limpia. Virginal.

         Qué pronto recupera. Da gusto. Quince, veinte minutos, y de nuevo enhiesto. Ahora sí, aho­ra es otra cosa. Ya es fornicar como Dios manda. Él, torpe, intenta tocarme, pero no le dejo. No con esas uñazas, largas, negras y descuidadas. Me toco yo, que lo hago mejor. Me siento enci­ma y le ha­go entrar, pero el resto es cosa mía, yo dirijo, yo me muevo y al tiempo me aca­ricio al ritmo que yo quiero, ahora vuelo, ahora yazco. Ahora esprinto, ahora freno, ahora ma­­chaco, aho­ra vadeo. Me voy como una bestia, sin ceder el control, sin dejar de mandar. Después le hago llegar, que no soy egoís­ta, pero sólo cuando ya estoy saciada. Desde ahí, que ya no puede más, todo es despeñar­se y acaba por explotar, que no cabe otro concepto. Ahí le dejo, jadeando con la boca bien abierta, co­mo una lubina sacada del agua; yo, mientras, me cuelo en el ba­ño, abro los gri­fos y re­zo porque aún que­­de agua caliente. Tarda poco en acudir con su secu­lar cara de asombro, pero cómo puedes quedarte tan fres­ca, si a mí se me ha parado el co­razón, si no sé si ya es­toy muerto, a lo que yo, romántica perdida, respondo con mi más amoroso venga, coño, que se me hace tarde, si quieres te devuelvo al Indalo pero espa­bi­la, que voy fatal de tiempo.

         Le dejo en el hotel, listo para volver a su realidad, a servir vasos de agua, quizá de vino acaserado, a esos viejos imposibles que le tratan como a un nieto aborrecido. Me dice adiós con la mano, aún alucinando por la mo­to, por la guiri y por el polvo. Dos horas de morar en el Walha­lla y de nuevo a la mierda repugnante, la de todas las noches y todos los días, y menos mal que le salió ese curro y no anda por ahí jugándose los huevos en un andamio, porque a otra co­­sa no se llega, no se aspira, si sólo se sabe leer, medio escribir, sumar mal y restar peor. Es bonito rozarse con los dioses, pero mejor no deprimirse cuando se vuelven al Olimpo y te dejan ahí tira­do, en el aparcamiento del Indalo.

         No está. Qué cosa tan rara. Oiga, ¿y Toñín? ¿Por dónde anda? El encargado me conoce. No me mira mal, ni bien. Otra golfa que se tira camareros, tiene cara de pensar. Me ha visto varias veces con una Beck en la mano mientras quedo con Toñín. Me mira, pero esta vez sin disimulo, de un modo raro, distinto. No lo sabe, ya veo. ¿No ha leído el periódico? Pues ha ve­nido en todos. Fue ha­ce tres no­ches. Volvien­­do a casa de madru­ga­da, él y otro chaval del Indalo, en el vespinillo del otro. En la desviación de Garrucha, un guiri viejo, borracho, cegato y loco que se salta un stop y se mete a contramano. Volvían de cenar, él y algunos más, bien cargados, pero bien de ver­dad, y ninguno se acordó de que aquí se va por la derecha. Los estampó contra una casa. Sí, los dos. En el acto. Ya los hemos enterrado. Esta mañana. Ya, me hago cargo. También aquí estamos jodidos, he­chos polvo. No po­día ser mah bueno, el Toñín. Pues ná, con Dios. Señorita.

         Bien, pues hoy no hay sexo. Qué putada, con las ganas que tenía. ¿De­bería sentirme triste? No necesito engañarme. Toñín habría desaparecido de mi vida, quizá para siempre, den­tro de un mes. Nunca quise saber qué había tras él. Ni siquiera su apellido. Toñín era la bestia de joder, y nada más. Requiescat in pace, amen. Será por camareros.

         De nuevo la carretera, rumbo a Carboneras. Sólo dos kilómetros. Ahí tomo la desviación a las playas salvajes. La calzada ya no existe. Ahora es menos sendero que pedre­­gal. Hay casas a los lados, y alguna urbanización, pero los vecinos se resisten a que los asfalten. El día que lo hagan las playas dejarán de ser salvajes, los guiris las infectarán y expirará el último baluarte donde la gente diferente se tuesta en pelota, se baña en pelo­ta y en pelota endra­pa un arroz con bogavante. Mi lugar favori­to está más allá de la playa de Agua Amar­ga, cinco kilómetros de ser­pen­tear en­tre baches y pedruscos, que no me quie­ro joder la sus­­pensión. Un lugar donde siento una gran paz, aunque no sé por qué. Un lugar que só­lo es mío, que no comparto con nadie de mi mundo, de mi Olimpo de Sierra Cabrera.

         Poca gente, lo normal hasta mediados de junio, cuando muere la cala salvaje y los veraneantes miserables afloran por entre las piedras. Somos los de siempre. Paco el del Chiringo, cua­tro tablas y un sombrajo, que cocina unas paellas estupendas y que siempre tiene calimocho en una neverilla rebosante de hielo industrial. Eris, fíjate qué peazo bestia –un bo­ga­van­te vi­vo y negro que bate palmas con sus bocas; dos kilos, diría yo‑, sus voy hasé un arrós que oh vái a cagá poh lah patah abajo. Las que se cagarán conmigo son Núria y Ruth, dos tortilleras catalanas que viven aquí cerca desde hace ni se sabe. Núria ya es mayor, pero Ruth se conserva, tiene un cuerpo apetecible, goloso. Llegan en un Land Cruiser, que con menos es arriesgado venir aquí. Clavan sus som­bri­llas, extienden las toallas y dejan pa­sar las horas bajo el sol de los lagartos. En cueros. Todos, aquí, estamos como vini­mos al mundo, salvo Paco, que luce un delantal que jamás conoció agua ni jabón, no sea que le sal­te acei­te de las sartenes y se le abrasen los huevaños.

         Un poco más allá, el paralítico. No habla con nadie, no sabemos de dónde sale. Ni nos importa una mierda, la verdad sea dicha. Llega en un X-5, se desnuda no sé como, baja una silla de ruedas, sin dejar que ni siquera Paco le ayude, y se desliza despacito hasta un pino que se insinua entre las piedras de la playa, que nuestra cala sin nombre, a fuer de ser salvaje, carece de arena, y ahí se queda, sumido en sus pensamientos, porque ni lee, ni oye música, ni duerme. Otea el infinito, aunque alguna vez me mira el culo. Pobrecillo, me da pena. Se la chuparía de buen grado, pero todo indica que de ombligo abajo ya murió, ya no existe. Lo jodido es que sí le debe de que­dar un punto de deseo, que sus pelotas no están muertas, siguen segregando hor­­mo­­­nas venenosas. Aún peor. El suplicio de Tántalo, versión fornicatriz. Una vez pre­­gun­té a Ruth, y dijo no saber, no importar. Otra vez me planté más o menos frente a él, ha­cién­dome la distraída, y cuando supu­se que ya se me habría comido el culo con los ojos, y bien, a gus­to, giré bruscamente, clavando la mirada en su chinfanillo, y así seguía, como siem­pre, tan muerto como todo en aquel ser de ombligo abajo.

         Hay algunos otros, no demasiados pero sí los suficientes para que Pa­co justifique su pedazo de paella. No los conozco, jamás he hablado con nin­guno, salvo Ruth. Me gusta Ruth. Tanto como para saber de su boca, una vez y se­gún cagábamos tras un arbusto, que vivían allí cerca, que an­tes daban cla­se, las dos, en un colegio de Vera, pero que al jubilarse Núria se pidió la excedencia, para estar siem­pre con ella y así evitar se deprimiera, porque Núria se deprime; a saber por qué, pues no lo pregunté. Me gusta Ruth, ya lo he dicho, aunque no por sus historias de lesbiana leal hasta la muerte, si­no por su cuerpo. De cara es un caballo, pero qué piernas, qué pechos, que vien­tre, que parrús y, sobre todo, qué culazo, la mare de Déu, que aquí don­­de me ven voy hago mis pi­nitos en catalán, y sólo por lo poco que les pi­llo a los chicos del Canal Nou, que ahí arriba, en los mil y pico metros de Sierra Cabrera, se coge la mar de bien.

         Me lo quito todo y lo guardo en las alforjas de mi BMW. Me quedo con una toalla, el protector solar –esclavitudes de una piel como la mía‑ y las llaves de la moto. Me acerco a mis amables tortilleras, extiendo mi toalla cerca de Ruth y me tiendo un punto somnolien­ta, perezosa. Para cómo es mi piel ya estoy la mar de morena, pero aún lo quiero estar más, o eso me digo para seguir pensando, si no soñando, bajo el sol de los reptiles. No me dan miedo. Hay víboras en Sierra Cabrera, tímidas cornudas imposibles de ver para un ojo no entrenado. No se sa­be que jamás hayan mordido a nadie, pero conviene ir con cuidado, que si no pesas lo bastan­te pueden mandarte al otro mundo, y no de un modo amable. Son, de todos modos, cacho­rritos de yorkshire al lado de las western diamondbacks que cría tía Livy. Menuda mala leche, la que tienen. Qué pe­dazos de colmillos. Y qué venenosas, las jodías. Como mi tía. También es ve­nenosa. En oca­sio­nes me pregunto por qué Paul insiste tanto en que la vea. Yo ya se lo he dicho, me tiene sin cui­da­do que sea la gemela de mi madre. Para mi no es nada, sólo una bruja odiosa que cría serpien­­­tes para venderlas en los chiringos de su pueblo, que aún hay gente tan extraña que adora comer vipéridos crotalinos. Unos vipéridos que, a la que pueden, se arros­­can bajo el sol y parecerían muertas si cada minuto no sacaran de paseo sus radares gustativos, su lengua bífida que les dice todo lo que aún no les han dicho sus fosas termosensibles, sus glándulas de Pitt. Son jodidas, las serpientes de cascabel. Háganme caso: si no saben tratarlas no se les acerquen. Yo sí sé. Aprendí de pe­queña, y no gracias a tía Livy, sino a Hester, su ca­pa­taz. Supongo que más cosas, pero ni lo sé ni me importa. Hester es un herpetólogo instintivo. Jamás ha estudiado, yo diría que ni el primer grado, pero sabe lo indecible de serpientes. Desprecia los vipéridos, co­mo todos los que saben. Un palo un poco largo, doblado en un extremo, y eso es todo. Ninguno se le resiste. Ahora, que le pongan un elápido. Palabras mayores. En Te­xas hay algunos, serpien­­tes de coral les dicen allí, pero hay muchos más en Alabama y en Luisia­na. Se gana bien la vida, Hester. De vez en cuando alguien quiere construir en un lugar donde hay elápi­dos, y le llaman. Tantos dólares y usted nos lo limpia, sin ruidos y sin mos­queos, no vengan los ca­brones del En­­vironment Care Service y nos metan un multazo. Usted las coge y ya sabrá dón­de las suelta. Raro es el año que no desaparezca un par de veces, un par de meses, para mover de sitio unos cuantos centenares de reptiles prote­gidos por la ley. Por la ley americana y por la ley austra­liana, que de allí tam­bién le llaman. Es lo que más le gusta. Si algo venera Hester son los elá­pi­­dos australianos, y de entre ellos la taipan. Nada existe más letal, me decía. Ni más inteligente. Son capaces de aprender. De distinguir. De ser entre­nadas. De saber a quién matar y a quién no. De inyectar una dosis comple­ta o sólo mor­der, sólo es­pan­­tar. Nada existe más ve­loz, también. Ni más va­­liente. Nadie con la cabeza sobre los hombros osa enfrentar una taipan aco­rralada. Te muer­de, y no una vez ni dos, como las mambas negras, sus primas africanas. Sales de la refriega con seis o siete morde­duras, cada una capaz de mandar al más allá un elefante. Das diez pasos, quizá doce. Antes de llegar al suelo ya estás paralizado. No muerto, porque al veneno le queda mu­cho por ha­cer. Le queda descomponerte según respiras, según tu san­gre contaminada circula por tu cuerpo en­ne­­grecido. Estás casi muerto, pero consciente, y sólo puedes rezar. Son minutos, no demasia­dos, pero en ellos tus tejidos se des­hacen, culpa de una toxina puñetera que se lla­­ma hyaluro­ni­dasa y que nin­gún bicho conocido genera en tal cantidad como la taipan de ojos ne­gros. Qué bo­­nito, me de­cía para mí según le oía, fascinada. Taipan de ojos ne­gros... Hester, ¿las hay con ojos de otros colores? Si. Rojos. Son la segunda serpiente más peligrosa del planeta. ¿Y la primera? La de ojos negros, Eris. Ja­más te acerques demasiado a nadie que, como tú, sea rubia y tenga los ojos negros. Igual es otra taipan, y no lo sabes.

         Tengo calor. El sol de junio, en el Cabo de Gata, es de andar con cuidado. Va llegando el mo­mento de darse un remojón. Me levanto, miro un momento a Ruth, que me observa con interés, y pisando con cuidado me acerco a la orilla, dejando al paralítico por mi través. Me mira, pero como miraría una vaca pastando. El agua en mis tobillos. Está fría. Sé que sólo es un momento, pero aún así vacilo. Un paso. Dos. Tres, y ya me mojo las rodillas. Es una playa de nadadores. Tres metros y ya cubre. Un empujón a mí misma y ya floto, ya me alejo a buen ritmo, que las canadienses nadamos de maravilla, no sé si lo sa­­ben. ¿De veras soy canadiense? No. Nací en Montreal, pero no soy de nin­guna parte. De ningún sitio. Como todos aquellos conscientes de ser dueños del mundo, em­pe­zando por nosotros mis­mos. El hecho de ha­ber sido parido en un lugar determinado no ha­ce que dicho lugar, ni quie­nes lo infectan, posean derecho alguno sobre ti. No hay razas, no hay tri­bus, no hay naciones. Sólo hay gilipollas.

         Adoro flotar al sol, moviéndome lo justo para no zozobrar. Estoy a unos cincuenta metros de la orilla. El paralítico, qué cachondo, me mira con sus prismáticos. Le saludaría, pero me refreno. Que disfrute, pobre infeliz. Alguien viene, a buena velocidad. Un crawl de pro­fesional. Ruth. Esto huele a polvo, me digo con frialdad. ¿Por qué no? Estoy la mar de caliente, Ruth me gusta, jamás he jodido con una tía y debe de faltar una hora para la pae­lla. Todo a favor, pues. Me mira. Sonrío. Se acerca. Las manos, bajo el agua, van al pan. Las suyas y las mías. Nos abrazamos. Si el paralítico no re­sucita, es que no hay Dios. No lo hay, me digo en un vaivén de mi men­te pen­denciera, pero siempre queda la esperanza. Nos besamos. Buena lengua, vive Dios. Un zapato, casi. Nos miramos. ¿Dónde? A flote, no. Se te irrita el garbancillo, que al­guna vez he probado sola para descubrir lo diferentes que son las aguas dulces de las saladas. A cien metros hay una caleta, la vemos des­de allí. Desierta. Es porque tiene mal acceso desde tierra. Mejor: no tiene. Alguna vez he visto bar­cas entrando y saliendo, pero ahora no hay barcas. Nos entendemos sin ha­blar. Yo abro la forma­ción, en línea de fila. Muchos nudos, pero mi matalote no se rezaga. Es más poten­te que yo, a los cuarenta y tantos que tendrá.

         Rocas. Una es amplia, lisa. Una tabla de sacrificio. El de la iniciación. La mía. Chorrean­do, nos alzamos una tras otra, ella delante y remolcándo­me. Dios, casi me corro al abrazarla. Qué culo tiene, por favor. Mármol, y a sus años. Se debe matar en el gimnasio. Me tumba. Despa­cio, aunque con fir­­meza. Quiere mandar. Me parece muy bien. Ella es la que sabe. Yo, apren­­­do. De cabeza, sin más trámites, por lo de abajo. Sabe, de veras que sí. Va derecha, tan veloz como puede, y lo puede todo. Menos de un mi­nuto y estallo en un gemido incontrolable, la clase de so­nido que hasta hoy no sabía era capaz de producir. Ruth sigue, y sigue, y yo me abandono entre olea­das de un placer nuevo, incon­tenible, y más bajo el sol del Cabo de Gata, lejos de habernos secado y con unas olas leves, tibias, muy suaves, que nos acarician de costado. Nos mi­ramos. ¿Qué tal? Gu­au. Ahora yo. Nos invertimos, pero no es lo que Ruth quiere. Me lo expli­ca. Las dos a la vez. Muy bien, por qué no, y más si ella es­tá debajo. Qué mue­lle. Qué confortable. Qué bien sabes, Ruth. Yo sigo en lla­mas, ahora me doy cuenta. Me ade­lanto, si no es ella la que se atrasa. No me puedo controlar, no sé cómo seguir, pero ella me lo indica, sin palabras: los dedos. Ahora es ella la que se va, pero no como yo. Lo suyo es plácido, sua­ve, aunque profundo. Será la edad, me digo con desfalleciente in­terés; el de valorar que Ruth se corre al estilo del Kilauea mientras yo lo hice al del Krakatoa.

         Yacemos al sol, como náyades marinas acariciadas por unas olas tími­das. La marea, que regresa. El más intenso de los placeres, yacer allí, al sol del Mediterráneo. El sol de los dioses. No tenemos, en América, ni dioses ni mediterráneos. Así nos va. Si yo fuera Obama miraría de comprarlos, el mar y las deidades, pero ahí ya voy viendo que regreso a la vida, que la dicha infinita lo es porque al tiempo es efímera, y además tengo un hambre de pantera. Ruth prefiere quedarse, y diría yo que un punto apenada. Yo, no. Sorry, tía, pero me comería el paralítico, silleja incluida. Se ríe, y me aca­­­ricia, pero no intenta retenerme. La vida, para ella, debe ya guardar muy pocos secretos.

         Avanzo a buen ritmo, al depurado crawl del Náutico de Mar­blehead. La punta que separa las dos calas me queda ya por el través. A lo lejos, un paralítico que aún otea con su catalejo. Me ve, y esta vez sí le saludo. Dejadme algo de paella, le transmito de pensamiento, y quizá me oiga. Junto a él, en pie, Núria. Esperemos que no me mon­te un pollo, el de la vieja bollera celosa, pero no debe de ser eso. Como tantos aman­tes mayores, sin duda sabe que para conservar uno joven hay que saber mirar hacia otro lado, siquiera de vez en cuando.

         La orilla, en dos metros. Hago pie. Avanzo, majestuosa, escurriéndo­me la melena bajo el sol de los dioses. Los míos, los olímpicos, que no existe ningún otro. Paco, a lo lejos, gesticula. Eris, que se me pasa el arroz. Ya voy, le grito. Sigo avanzan­do, y ahí me viene a la memoria la Venus de Botticelli... no, de Venus nada, eso fue una mariconada de los romanos. Afrodita, la querindonga de mi hermano Ares. Eris‑Afrodita, naciendo de las aguas del divino Mediterráneo, y no puedo sentirme más dichosa.

         La dicha de los dioses, los del Olimpo 2.0, el de Sierra Cabrera.

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