martes, 24 de noviembre de 2015

DESTRUIR LA BELLEZA (MALDAD O LOCURA)

... por Miguel Angel Bufalá

Hay momentos de la vida, en los que nuestras apetencias, gustos, aficiones e incluso convicciones, pierden la importancia que atrás tuvieron, al madurar y percibir como incluso la utopía es utilizada en beneficio propio.

-En esta transformación melancólica, producida simultáneamente con lo antedicho, por la madurez, el valor de la “belleza”, crece y nos reconcilia con nuestra especie.

-Umberto Eco, dice que “es bello aquello que, si fuera nuestro, nos haría felices, pero que sigue siéndolo aunque pertenezca a otro”.

-La belleza la podemos percibir en multitud de situaciones, incluso en los comportamientos y un magnífico ejemplo, permanente y con amplia difusión mediática reciente, ha sido el trato dado a enfermos de Ébola por cuidadores voluntarios.

-El arte en cualquiera de sus manifestaciones, pretende como primer objetivo en general, trasmitir belleza, y si se consigue excelencia en su creación y sensibilidad suficiente en el observador, la obra, musical, pictórica, literaria, etc. puede conseguir emocionarnos.

-Ya hace cerca de dos siglos Stendhal al visitar Florencia y “embriagarse” de la belleza de las obras de arte que descubre, sufre de una sensación que el mismo describe como :

"Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme”.

-Más tarde se etiquetaron estos y otros síntomas como el Síndrome de Stendhal o de Florencia al recogerse múltiples casos similares.

-Hoy en día me parece difícil llegar a un “climax”, de este nivel, pues hemos recibido a través de la educación, los viajes, las imágenes de libros, cine y televisión, tanta información especialmente visual, que nuestro umbral de admiración se encuentra más alto. Pero para la gran mayoría, es indudable que la belleza, en cualquiera de sus representaciones, nos trasmite una sensación más que placentera.

-Con los sucesos actuales, referentes a la guerra en Siria, en los últimos meses se nos ha notificado paulatinamente, la destrucción continua y no accidental, de uno de los complejos arquitectónicos más hermosos y mejor conservados que podíamos admirar, como es Palmira, (ciudad de los arboles con dátiles), situada en pleno desierto y capital de un efímero reino, regido por la bella y culta, reina Zenobia, hasta ser derrotada y sometida nuevamente por el imperio romano gobernado, por el emperador Aureliano.

-Las últimas imágenes, nos muestran como el famoso arco del triunfo, se encuentra demolido, como lo fueron antes el templo de Bel y varias torres funerarias. Los recientes rumores indican, como se ajusticia a algunos rehenes, haciéndoles explotar, amarrados a las antiguas columnas.

-Si pensamos que todas y cualquiera de las guerras deberían terminar, esta por el doble motivo que representan, de forma fundamental la pérdida de vidas humanas y muy secundariamente, pero no sin valor, por la irreparable destrucción de belleza que está produciendo esta barbarie.

-Estos sentimientos hacen que nuestro criterio, sublimando al ser humano, baje en la cotización del mismo, no teniendo la certeza, de si estos sucesos son motivados, por la dosis de maldad que forma parte del hombre o porque los actores de esta sin razón, son víctimas de un trastorno que raya en la locura.

En cualquier caso, sucesos como estos, nos producen, a poca sensibilidad que se tenga, unos efectos tan amargos y desagradables, que podrían considerarse, las antípodas del antes mencionado, síndrome de Stendhal.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

EL PAPA Y EL MEDIO AMBIENTE

... por JOSE ENRIQUE GARCIA PASCUA


Contemplo en la segunda cadena de TVE un documental sobre la mata atlántica, es decir, la pluviselva que se extiende por varias cuencas, incluida la del Iguazú, río cuyas impresionantes cataratas tienen renombre mundial, en la confluencia fronteriza de Paraguay, Argentina y Brasil.
Admira la biodiversidad de aquellas florestas, en donde habitan más especies de aves que en toda Europa, y escucho con desolación el comentario del narrador, quien, mostrando imágenes recientes de la transformación del territorio, dice que, como consecuencia de la masiva inmigración europea a partir del descubrimiento del continente americano, se ha perdido el noventa y tres por ciento de la extensión primitiva de la mata, en buena medida por la transformación de las tierras vírgenes en pastos para la ganadería extensiva.
Al encontrarme de nuevo con el creciente deterioro del medio ambiente que les ha correspondido sufrir a las presentes generaciones, me siento movido a releer Laudato si’, la última encíclica del Papa Francisco –publicada el 24 de mayo de 2015­–, que precisamente se ocupa de este tema. Al fin y al cabo, en el “Ramiro de Maeztu” se nos inculcó el respeto a la autoridad eclesiástica y, por eso, no me parecen desdeñables las enseñanzas del magisterio apostólico.

Expone el Papa en Laudato si’ el daño que los hombres vienen causando a la “hermana tierra” por el uso irresponsable que hacemos de los bienes puestos por Dios en ella [§ 2] y se queja de que los esfuerzos por lograr soluciones topan con el desinterés de muchos, que «dirán que no tienen conciencia de realizar acciones inmorales, porque la distracción constante nos quita la valentía de advertir la realidad de un mundo limitado y finito» [§ 56]. Sin embargo, «el problema fundamental es otro más profundo todavía: el modo como la humanidad de hecho ha asumido la tecnología y su desarrollo junto con un paradigma homogéneo y unidimensional. […] De aquí se pasa fácilmente a la idea de un crecimiento infinito o ilimitado, que ha entusiasmado tanto a economistas, financistas y tecnólogos. Supone la mentira de la disponibilidad infinita de los bienes del planeta, que lleva a “estrujarlo” hasta el límite y más allá del límite» [§ 106].
El cuidado de la casa de todos, la ecología humana, es inseparable de la exigencia moral de la búsqueda del bien común [§ 156], que supone, desde luego, la solidaridad y «la opción preferencial por los más pobres» [§ 158], así como la obligación de dejar a las generaciones futuras un planeta habitable: «Las predicciones catastróficas ya no pueden ser miradas con desprecio e ironía. A las próximas generaciones podríamos dejarles demasiados escombros, desiertos y suciedad» [§ 161].
En la encíclica, el Papa revisa los escombros y la suciedad que ya estamos creando y vertiendo en nuestro entorno, sin preocuparnos demasiado por poner remedio, la contaminación por residuos industriales y químicos [§ 21],  desaparición de especies vegetales y animales [§ 33], pérdida de la biodiversidad en las selvas tropicales [§ 38], despilfarro de la pesca selectiva a gran escala [§ 40], crecimiento desmedido de las grandes ciudades, que se han hecho insalubres para vivir [§ 44], incluso la omnipresencia de los medios del mundo digital, que impide el desarrollo de la verdadera sabiduría, producto de la reflexión, que no se consigue con una mera acumulación de datos [§ 47].
El Papa no considera que la explosión demográfica constituya un problema medioambiental, porque –dice– se desecha aproximadamente un tercio de los alimentos que se producen [§ 50], claro que olvida que «no sólo de pan vive el hombre» (Mt. 4, 4) y que una población creciente, además de alimentos,  consume también esos recursos materiales cuya inminente escasez es ocultada por aquel paradigma homogéneo y unidimensional con el que nos autoengañamos en un ejercicio alienante el conjunto de los hombres, y principalmente los hedonistas que habitamos en los países desarrollados, en donde ­–por el momento– cada uno de nosotros dispone de cien esclavos energéticos que diariamente trabajan para él.  En relación con esto, advierte el Papa de que la perspectiva de futuro contempla la posibilidad de nuevas guerras «disfrazadas detrás de nobles reivindicaciones» [§ 57] cuyo desencadenante no sea otro que el agotamiento de los recursos.

El Papa Francisco dedica varios epígrafes a hablar del cambio climático antropogénico, resultado del aumento de la concentración en la atmósfera de los gases de efecto invernadero, acaso porque se trata del más acuciante problema con que se enfrenta la vida sobre la Tierra, y, a pesar de ello, la reacción de la humanidad es lenta. La Cumbre de la Tierra, celebrada en 1992 en Río de Janeiro, «propuso el objetivo de estabilizar las concentraciones de gases de efecto invernadero en la atmósfera para revertir el calentamiento global» [§ 167], sin embargo, los acuerdos de aquella Cumbre apenas se han puesto en práctica, por falta de los necesarios mecanismos de control. «Las negociaciones internacionales no pueden avanzar significativamente por las posiciones de los países que privilegian sus intereses nacionales sobre el bien común global» [§ 169]. El inmediatismo político provoca la necesidad de crecimiento a corto plazo, lo que impide que la agenda medioambiental sea ampliamente considerada por los gobiernos [§ 178].

Mientras tanto, el clima continúa cambiando y acercándose a la concentración atmosférica de dióxido de carbono (CO2) que, según los estudiosos del tema, produciría una mutación irreversible en el clima de la Tierra, por el ascenso de más de 2 grados centígrados de la temperatura media con respecto a la de la época preindustrial, lo que tendría efectos catastróficos. El umbral del no retorno se estima en una concentración de moléculas de CO2 que oscila entre 500 y 560 partes por millón (ppm). A lo largo del siglo XX la temperatura media de la Tierra ya se ha incrementado en 0,74 0C, como efecto de la acción humana, que libera constantemente en la atmósfera CO2 de origen fósil. El objetivo propuesto por el Panel Intergubernamental para el Cambio Climático (IPCC) es estabilizar la antedicha concentración en las 450 ppm, aunque hay autores pesimistas que consideran que el límite de lo tolerable se encuentra en las 405 ppm, valor que podría ser alcanzado en 2036. En la época preindustrial la concentración era de 280 ppm, y ya en 2005 se llegó las 379 ppm. En 2013  se registraron puntualmente las 400 ppm por primera vez desde que hay datos.
Este verano hemos padecido en España una ola de calor sin precedente y en lo que llevamos de otoño se suceden las lluvias torrenciales en Canarias, Andalucía, islas Baleares, Costa Azul francesa, etc. Seguramente, las fuertes precipitaciones que nos llegan desde el centro del Atlántico son consecuencia del detectado comportamiento anómalo de la corriente en chorro, (vientos que circunvalan el planeta de oeste a este), comportamiento al que se le achacan grandes desastres atmosféricos recientes, como, por ejemplo, la sequía que vienen padeciendo los habitantes de California (En Estados Unidos) desde hace seis años. La corriente en chorro es afectada  por los cambios en otras dos corrientes,  ahora marinas, El Niño y La Niña, que recorren el océano Pacífico transportando respectivamente aguas calientes y frías y que periódicamente ocasionan inundaciones o sequías en los países bañados por este océano. Parece que el inusual calentamiento que se ha detectado en la corriente de El Niño (y que, a su vez, altera el comportamiento de la corriente en chorro) viene causado por la pérdida de extensión de la banquisa ártica, como consecuencia del calentamiento global de origen antropogénico.

Resulta alarmante que, a pesar de la inminencia del  peligro, los hombres continúen viviendo como si nada fuese a ocurrir, especialmente los residentes en los países más industrializados y, por ello, más contaminantes. Ya he citado las palabras del Papa que denuncian la pasividad de aquellos a los que sólo les preocupa el crecimiento a corto plazo. Digamos que ésos somos todos los beneficiados por la acumulación de las riquezas y placeres, que la veríamos disminuir como resultado de una política de contención de las actividades generadoras de gases de efecto invernadero. Por esto, existe entre nosotros una minoría que, o bien por intereses económicos o bien por miedo a enfrentar la cruda realidad, da pábulo a los negacionistas del cambio climático, que con argumentos endebles quieren eximir a la acción humana de responsabilidad en el cambio climático, atribuyéndolo a la propia dinámica del clima. Sin embargo, deberíamos desear que la verdadera causa fuera antropogénica, porque, en este caso, algo podremos hacer al respecto, mientras que, si lo que está ocurriendo es un fenómeno meramente natural, no cabe esperar más que un inevitable cataclismo. A esos negacionistas es a quien se dirige el Papa Francisco cuando les recuerda lo que se recoge en la Declaración de Río de 1992, que, ante un peligro grave o irreversible, la simple precaución nos tiene que llevar a no utilizar como razón para postergar la adopción de medidas la falta de certeza científica absoluta [§ 186], a lo que yo añado que, en cualquier caso, el ser humano no dispone de mejor instrumento para prevenir el futuro que la ciencia misma, aun contando con sus márgenes de incertidumbre. 

Para terminar, vuelvo a la lectura de Laudato si’ y encuentro las soluciones que propone para el problema del deterioro medioambiental. El Papa considera indispensable que las políticas relacionadas con el cambio climático y la protección del ambiente no se vean sometidas a modificación cada vez que cambia un gobierno y que, para evitarlo, es necesaria la presión de la población y las instituciones [§ 181]. Igualmente, debemos abandonar la creencia en el poder mágico del mercado para resolver los problemas ecológicos, pues los que buscan el rédito no piensan en los ritmos de la naturaleza [§ 190]; quizás sea necesario un cambio del modelo económico, «por ejemplo, un camino de desarrollo productivo más creativo y mejor orientado podría corregir el hecho de que haya una inversión tecnológica excesiva para el consumo y poca para resolver problemas pendientes de la humanidad; podría generar formas inteligentes y rentables de reutilización, refuncionalización y reciclado; podría mejorar la eficiencia energética de las ciudades» [§ 192]; quizás haya que asumir el decrecimiento: «de todos modos, si en algunos casos el desarrollo sostenible implicará nuevas formas de crecer, en otros casos, frente al crecimiento voraz e irresponsable que se produjo durante muchas décadas, hay que pensar también en detener un poco la marcha, en poner algunos límites racionales e incluso en volver atrás antes de que sea tarde» [§ 193].
Tampoco debería soslayarse el papel de la educación. La “educación ecológica” no debe limitarse a informar, sino que tiene que crear hábitos que nos lleven a un compromiso de defensa del medio ambiente [§ 211].
La opinión del Papa, de que la esperanza reside en una transformación socioeconómica que lleve a un desarrollo sostenible, es compartida por los redactores de los sucesivos informes del IPCC, el último de los cuales es de 2014, que afirman que disponemos de suficiente tecnología para hacer compatible la mitigación del cambio climático con el crecimiento económico; sin embargo, yo más bien encuentro que las inercias de la sociedad son demasiado pesadas para que un ejercicio de voluntad, ni siquiera colectiva, consiga dicha transformación. La historia nos enseña que antes de la revolución se tiene que dar el cambio económico, ya que las ideas son más fáciles de transformar que el modo de producción, y el modo de producción imperante busca el desarrollo, el cual, pese a lo que desean el Papa y el IPCC, nunca puede ser sostenible, porque necesita del consumo creciente de los recursos en disminución y, además, la tecnología no sólo es incapaz de frenar tal consumo, sino que lo favorece, inventando nuevas formas de gastar los medios disponibles, que es lo que de verdad necesita el actual sistema para mantenerse.
De hecho, no disponemos en el momento presente de ningún mecanismo tecnológico que nos permita la sustitución definitiva de los combustibles fósiles (principales causantes del cambio climático) por otras fuentes de energía renovables, ninguna de las cuales, empero, puede competir en eficiencia con aquéllos; eso sin considerar que también las fuentes de energía renovables se ven afectadas por sus propias limitaciones. En primer lugar, que, para establecer una tecnología alternativa a la que hoy nos facilitan el petróleo, el carbón y el gas natural, debemos continuar consumiendo principalmente combustibles fósiles, de los que ya ha comenzado el declive de sus reservas explotables y los que, además, al ser utilizados, seguirán contribuyendo al cambio climático. En segundo lugar, que la deseada tecnología “renovable” precisa del uso creciente de recursos naturales no renovables (aparte de los combustibles fósiles) que también están disminuyendo, como por ejemplo, el cobre, cuyo precio ha aumentado un 190% de 2000 a 2008. En tercer lugar, que incluso la explotación de la energía de origen solar choca con sus barreras: no deberíamos transformar en energía útil más allá del uno por ciento de la potencia que recibimos del Sol, so pena de alterar los procesos vitales del planeta, y, al ritmo de crecimiento del consumo energético actual, esta barrera surgiría dentro de sólo doscientos años.   

El cambio económico sin duda arribará, pues estamos llegando a los límites del crecimiento y no podemos seguir “estrujando” el planeta; entonces, el problema del cambio climático se resolverá por sí mismo (si no es demasiado tarde) y la humanidad se verá obligada, quiera o no, a resolver el otro problema, el de cómo salvarse del colapso social y económico.

Torrecaballeros, 30 de octubre de 2015.