jueves, 19 de abril de 2018

EL SEPARATISMO CASTELLANO


por JOSE ENRIQUE GARCÍA PASCUA



Un repaso a la historia reciente de España nos lleva a descubrir que ésta es una nación de gente cainita, que constantemente encuentra motivos para odiar a sus próximos, por los agravios que ellos supuestamente le hacen. Tal actitud dio lugar en el siglo XIX a la conversión del natural amor al terruño en distintos nacionalismos que ocasionalmente propugnan la separación de la región en que uno nació (o creció) del resto del Estado español y que se plasmó en un pensamiento federalista y cantonalista al socaire de la I República. Ya en el siglo XX, ciertos nacionalistas recurrieron al uso de la violencia para conseguir sus objetivos. Todavía hoy, en el siglo XXI, a pesar de los esfuerzos políticos para superar en el ámbito europeo las confrontaciones entre pueblos, los nacionalismos perduran, y no sólo en España, sino en otros muchos lugares de Europa.
Como he dicho, nuestros mutuos agravios y odios se gestaron en el siglo XIX, y aquí ofrezco un par de testimonios:

Probe Galicia, non debes
chamarte nunca española,
que España de ti se olvida
cando eres, ¡ai! tan hermosa.
                         Rosalía de Castro. Cantares gallegos (1863).

«España está paralizada por la necrosis producida por la sangre de razas inferiores como la semítica, la bereber y la mongólica, y por espurgo que en sus razas fuertes hizo la Inquisición y el Trono, seleccionando todos los que pensaban, dejando apenas como residuo más que fanáticos serviles e imbéciles […]. Del sur al Ebro los efectos son terribles; en Madrid la alteración morbosa es tal que casi todo su organismo es un cuerpo extraño al general organismo europeo. Y desgraciadamente la enfermedad ha vadeado ya el Ebro, haciendo terrible presa en las viriles razas del norte de la Península». Pompeu Gener. Herejías (1887, pág. 239).

Ahora, nos llega el turno a los castellanos, que tampoco queremos pertenecer a España, como atestigua la pegatina anónima que me encontré sobre una vidriera en el centro de Segovia:




Este declarado deseo de echar a los españoles de Castilla deja perplejo, pues, si los castellanos no son españoles, ¿quiénes son estos a los que repudiamos? Una primera investigación nos descubre que la silueta que aparece en la susodicha pegatina incluye a las presentes comunidades autónomas de Castilla y León, Madrid, Castilla-La Mancha, Cantabria y La Rioja, como se puede comprobar en el siguiente mapa:



Luego, aquellos españoles de los que abominamos son los habitantes del resto de las comunidades autónomas, mientras que los únicos que merecemos el nombre de castellanos somos los ciudadanos de sólo diecisiete provincias, Salamanca, Zamora, León, Palencia, Burgos, Valladolid, Ávila, Segovia y Soria por parte de la comunidad autónoma de Castilla y León; Madrid por parte de la comunidad autónoma de Madrid; Albacete, Ciudad Real, Toledo, Guadalajara y Cuenca por parte de la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha; Santander por parte de la comunidad autónoma de Cantabria, y Logroño por parte de la comunidad autónoma de La Rioja (con el añadido de los moradores del Condado de Treviño, el cual, aunque fuera del contorno, pertenece administrativamente a Castilla y León).
Lo que se sigue de semejante discriminación es que existe una entidad política llamada España a la que no pertenecen de ningún modo los territorios mesetarios, mientras que, por el contrario, se deben considerar españoles incluso a esos catalanes independentistas que en estos momentos trabajan por separarse del conjunto del Estado. Va a resultar difícil llegar a un consenso a este respecto, máxime teniendo en cuenta que los criterios que los separatistas castellanos utilizan para discernir entre Castilla y el resto son confusos, ya que incluyen dentro de nuestra comunidad dos comunidades que realmente se encuentran fuera del ámbito geográfico de la meseta central, Cantabria y La Rioja.

 Si acudimos a la historia, nos toparemos con un antecedente republicano de los criterios utilizados para definir el ámbito de la castellanidad. Se trata del pacto federal de Valladolid, en que representantes de las diecisiete provincias mentadas acuerdan crear la Confederación Castellana el 15 de junio de 1869, al principio del sexenio revolucionario. Ya proclamada la República federal el 11 de febrero de 1873, a los castellano-leoneses les entró la prisa por constituirse en Estado federal, y las once provincias a las que les atañía esta empresa firman un nuevo pacto, también en Valladolid, el 8 de agosto de 1873, para instaurar el Estado Federal de Castilla la Vieja, pero sin que los representantes de la provincia de León abandonasen sus reticencias a una unión definitiva con los castellanos, reticencias que dieron ocasión a la propuesta de que el Estado federal coexistiese con todos los cantones que nacieran del efímero movimiento cantonal que entonces agitaba a España, vorágine centrífuga que dio al traste con la I República, tras la suspensión de las garantías constitucionales por parte de Castelar el 20 de septiembre y el golpe de Estado del general Pavía del 3 de enero de 1874. Por su parte, las seis provincias del sur se vieron abocadas a congregarse en el futuro Estado Federal de Castilla la Nueva. (Cf. Rafael Serrano García: “El federalismo castellano durante el sexenio revolucionario”. Revista de investigaciones históricas, nº 5, Universidad de Valladolid, 1985, pp. 253-266. En https://dialnet.unirioja.es/).

En el panorama político castellano de hoy, encontramos varios partidos nacionalistas, que propugnan altas cotas de autonomía o incluso –por lo que se ve– la independencia con respecto a España. Los nacionalistas castellanos coinciden en que el territorio a reivindicar es el coincidente con el remarcado en el mapa del territorio español que aparece más arriba y que –como ha quedado señalado­­– anexiona cuatro autonomías ajenas, Madrid, Castilla-La Mancha, Cantabria y La Rioja; he aquí una concomitancia con uno de los  nacionalismos no castellanos, el nacionalismo catalán, que no duda en exigir la anexión de los que llama  “países catalanes”, y que, además, está conspirando por lograrla.
Los mentados partidos se reparten a lo largo del espectro político,  desde la derecha hasta el extremismo de izquierdas, que es también una concomitancia con el independentismo catalán. Aunque la pegatina que ha dado lugar a este escrito es anónima, una indagación en Internet me hace pensar que su origen está en una de esas organizaciones, el Movimiento Popular Castellano, integrado por el partido Izquierda Castellana (IzCa), marxista-leninista, las feministas Mujeres Castellanas y la organización juvenil autodenominada Yesca, heredera de las antiguas Juventudes Castellanas Revolucionarias (JCR). Yesca, en su sitio de Internet (www.juventudrebelde.org), declara que, en materia de castellanismo e internacionalismo, trabaja para que los castellanos “puedan decidir su futuro libremente junto al resto de pueblos del mundo, construyendo un nuevo modelo social basado en la justicia y la solidaridad entre los pueblos”. Por su parte, IzCa ha colaborado con grupos abertzales e independentistas catalanes. No obstante, estos nacionalistas castellanos de izquierda no se califican tanto de independentistas como de soberanistas, con lo que supongo que quieren decir que están a favor de que –como reclamaban los federalistas del XIX– la soberanía, o autoridad suprema, resida en la libre voluntad del pueblo, lo que, en este contexto, implica que el pueblo tiene derecho a la autodeterminación, incluso frente a otros pueblos con los que en su momento alcanzó un acuerdo de convivencia. En este caso, la soberanía desemboca en la independencia y la ruptura con los antiguos compatriotas, los cuales, si perciben que la ruptura no les es beneficiosa, se opondrán a ella, con lo que surgirá el conflicto entre unos y otros, lo que me parece que no concuerda precisamente con la declarada solidaridad universal.

Encuentro incoherente que algunos partidos que se consideran revolucionarios y de izquierda al mismo tiempo se declaren a favor del independentismo, y hagan causa común con los burgueses nacionalistas que, allá por el siglo XIX, inventaron este movimiento con el fin de transferir el control del entramado socioeconómico del poder central a las oligarquías locales. La causa de esta incoherencia debe de estar en la herencia del continuo enfrentamiento secular entre españoles, pues, al final del reinado de Isabel II, los liberales que se decantaron por el federalismo y el republicanismo se encontraron en la calle con los incipientes movimientos socialistas y anarquistas y todos ellos hicieron causa común frente a monárquicos y conservadores; después, este panorama se repitió cuando la II República, y las nostálgicas izquierdas  españolas de hoy en día, que no cesan de resucitar los fantasmas del pasado –a falta de un genuino proyecto de transformación social, acaso imposible–, consideran que las viejas alianzas circunstanciales son suficiente justificación para la concurrencia ilógica entre aspirantes a revolucionarios sociales y aspirantes a eliminar la cooperación intracomunitaria, es decir, la solidaridad entre los pueblos.   
Esto es lo que ciertamente hace la CUP en Cataluña y a lo que estaría abocada IzCA en Castilla si su empaque político fuera un poco mayor. La CUP, no obstante, tendría la coartada de que, en realidad, ellos se aprovechan de la agitación social inducida por los burgueses nacionalistas para llevar adelante un proyecto de ruptura revolucionaria, pero los nacionalistas radicales castellanos ni siquiera se plantean una estrategia semejante, sino que afirman que son nacionalistas para crear “un nuevo modelo social basado en la justicia y la solidaridad entre los pueblos”: se expulsa de Castilla a los componentes del pueblo español con el fin de reforzar la solidaridad con el pueblo español. Para librarse de la contradicción, estos nacionalistas no se llaman a sí mismo “antiespañoles”, sino “antiespañolistas” (?).


Saconia es un barrio de Madrid.

La incoherencia continúa cuando, observando el mapa que abarca el territorio de una pretendida Castilla independiente, descubrimos que los castellanistas incluyen aquí a Cantabria y a La Rioja, sin preguntar a sus habitantes si están conformes con ser absorbidos por la nueva nación, al igual que hace la CUP en lo que se refiere a la integración del Reino de Valencia y de las islas Baleares en una hipotética nación catalana. Estos revolucionarios antifascistas y antiimperialistas no tienen reparo en someter a sus designios nacionalistas e imperialistas a otros pueblos, pero, eso sí, los fascistas son los que no piensan como ellos. Desprecio de tus hermanos y odio contra tu vecino, al fin y al cabo, lo que es habitual en esta España nuestra.
El discurso incoherente a que nos enfrentamos sugiere que estos revolucionarios cómplices de las oligarquías mezclan tontamente los términos: se oponen a los españoles opresores sin determinar qué hay detrás de estos dos términos. Lo que hay detrás no son las instituciones españolas como tales, sino quienes, aun siendo catalanes, o castellanos, se aprovechan de las diferencias sociales y económicas que nacen del intercambio, y se pelean entre ellos.

Torrecaballeros, 16 de abril de 2018.