sábado, 5 de enero de 2019

MEJOR TU QUE YO


...por Ildefonso Arenas

Me divorcié hace tiempo. Sin traumas. Ninguna historia trági­ca de sen­timientos heridos, la­ceracio­nes del alma y tonterí­as por el estilo. Nos equi­vocamos, nada más. Nos conocimos en el bar de Agró­­­no­­­­­mos, un día en que yo, pardillina de primero de Informática cotorreando con dos amigas de cuan­­­­do COU, me quedé alelada con un Tarzán de allí mismo que iba ya por cuar­to. No ten­go nada de romántica, pero sé va­lo­rar un buen tío, y Pepe lo parecía. Era simpático, y divertido, cosas todas ellas que ayudan mucho a encapricharse, y es que lo mío no fue mu­­cho más que eso. Lo suyo, sí. Ya saben, siem­pre hay uno que quiere y otro que se de­ja querer. Yo era la que se dejaba. Sin im­­­­­plicarme. Pepe sí que se implicaba, pero no al punto de perder la cabeza. En bue­na ló­gi­ca no ha­brí­a­mos si­do más que un rollo de los que aca­ban cua­n­­do uno de los dos con­­si­gue su pri­mer traba­jo y con éste le llega nueva gente, más inte­re­sante que los viejos colegas de la escu­ela o la fa­cultad –an­da que no llevo vistos ca­­sos así-, pero él quería ser un glorioso miem­­bro del Cuer­po Su­pe­­­rior de In­­­ge­nie­­ros Agró­nomos, lo que significaba someterse a una oposi­­ción horro­ro­sa, no cam­biar de am­biente y seguir saliendo con la mis­ma gente. Le tum­ba­­ron dos ve­ces, pero él, hijo y nie­­to de Inge­niero Agró­­no­mo, no des­fallecía. Mejor di­cho, no de­­ja­ba que se le no­­­­tase. Yo sí lo notaba. Me tragaba sus an­gus­tias, sus cabreos y sus malas le­ches. Le ha­bría de­bido plan­­tar enton­ces, pe­ro dejando aparte que me da­ba pe­na yo tam­­­bién cu­rraba un disparate, haciendo quinto de lo mío y de be­caria en IBM, de modo que tam­po­co tenía el cuer­po pa­ra jo­tas. Co­mo nos veíamos po­co, que los dos vi­vía­mos a la sopa bo­ba con nuestros res­pec­ti­vos papis, y no nos plante­á­bamos otra si­tuación adminis­­tra­ti­va, pues era lleva­dero. De vez en cuando un cine, una cena, un polvo y a em­­po­llar, que per­­der el rit­­­­­mo es malo. Así ocurrió, que nos sin­cronizamos: con una diferencia de días él sacó la oposi­ción y yo acabé la ca­rrera. Nada más normal que nos dié­­ra­­­mos un premio. Mi papi, un sol, nos de­­jó el Mon­deo y al­gu­nas peseti­ñas, y así nos fuimos, a ver esos mun­dos de Dios. Seis sema­nas por Eu­ro­­pa, con poco dinero pero suficiente para no pri­var­nos de na­da. Mucho bo­­­­cata, mucho bed & breakfast, pe­ro vimos Lakmé en la Ópera de París y Parsifal en la de Ber­lín –me­­nudos co­­­ña­zos, oi­gan, so­­bre to­do Parsifal; como todo lo ale­mán, no se aca­baba nunca-. Pepe disfruta con la cul­tura. Yo, que por al­go soy infor­má­­­tica, paso de to­das esas chorradas, aunque tam­bién es ver­dad que verlas alguna vez pue­de ser hasta bo­­­ni­­to. Lo me­­jor, pa­tear­­nos las ciu­dades. Las calles, las tiendas, los bares, los an­­tros, los rin­co­nes. Las gentes. Eso sí que me gus­­ta, y a Pepe tam­­bién, así que no pudimos gozar más. Pa­­rís, Berlín, Ams­­ter­dam, Brujas, Bru­se­­las... en fin, qué les voy a contar. Lo pasamos tan bien, fui­mos tan felices, o nos parecía que lo éramos, que nada más volver nos da el yu­yu y nos casamos. Tení­­­a­mos dón­de vivir: de nuevo mi padre, un cielo, que tenía en alquiler un ado­sa­do en Maja­da­honda, chiqui­tín pero mo­ní­­simo, y nos lo cedió por lo que pudiéramos pa­­gar. Con cu­rro, los dos. Yo, en una multinacio­nal que una vez fue gran­de, luego anduvo cerca de petar y ahora, en estos días, va tiran­­do como puede. Pepe, de ingeniero en la Jun­­ta de Co­mu­­ni­­­dades de Cas­ti­lla-La Mancha. Cada día, ciento sesenta kiló­me­­tros entre ir y volver, los que van de Toledo a Majadahonda. Pa­ra mí, qué reme­­­dio, dos horas de tren y de metro, porque sólo tení­a­mos un coche. Los co­mien­­zos son duros, siempre, aunque a ustedes no les voy a can­­­tar la mi­­longa de los recién casados que se alimen­tan de su amor. Sería una desver­­­güenza, y con la paciencia que han mostra­do llegan­do has­­ta esta línea lo me­­­nos que puedo hacer es decir­les la verdad. Sucedió, nada más, que unas co­sas con otras nos veía­mos poco. Él solía lle­­gar a las tantas y yo algo más tarde, que las mul­­ti­na­cio­na­les aprietan y abrirse camino en la mía no era para las que adoran sa­lir a las cinco e irse de tiendas, y luego de copas. Los fines de se­ma­na nos traíamos trabajo, y aun­que al principio nos esfor­­zá­ba­mos en mimarnos el uno al otro no tarda­mos en llegar al 'si quieres un congelado al microondas te lo haces tú, si pre­fieres otra cosa vete al VIPS, o adonde te sal­ga de los hue­vos, pero no des más el co­­ña­­­zo'. Por si fuera poco empecé a viajar. La com­pañía tiene un mee­­ting center cerca de Niza, y les asegu­ro que no hay lu­gar más divino pa­­ra seminarios y reu­nio­­­nes. En uno co­nocí a un da­nés que no estaba mal. Tan na­­da mal que al segundo día de se­vera y for­mal reunión mul­tina­cio­nal, y tras pasear un rato por Saint Paul de Vence, me lo ti­ré. No en un por­tal. El meeting center, si eres discreto, va de cine para el sexo a sal­to de mata. No fue un idilio, por su­pues­to. No pasó de ser un mero aliviarse de los ba­jos. Él te­nía su rollo allá en Roskilde y yo mi Pepe acá en Majadahonda, pero un Pepe que cada día era me­nos mi Pepe. No se lo con­té. Gili­po­lleces, las me­nos, que si hay un vicio estú­pido es la sin­ce­ri­dad, aun­que a par­tir de ahí lo nuestro entró en ba­rre­na. Influyeron, y mu­­cho, los ho­ra­rios, pero más influyó que Pepe ca­da día se sentía más in­­se­gu­­ro. No só­­­lo de mí. De todo. Es, o era, un hom­­bre idea­lis­ta, concien­­­cia­do, vo­tante secu­lar de las iz­quier­das y tan com­­pro­me­ti­do que hasta se plan­­teaba irse por ahí en plan ONG, Capullos sin Fronteras o algo por el estilo. En cuanto a mí... pues qué quieren que les di­­ga. Me gus­­ta mi trabajo, lucho con dure­­za por abrirme camino, si algún cre­ti­no se me cruza por en me­dio recurro a lo que sea con tal de aplas­tar­lo, y por lo de­más adoro ga­nar mucho di­­­ne­ro y gas­tár­­melo en lo que me dé la gana, por supuesto que ja­más en cari­­da­des. Para cari­­dad, la de Ha­­­cien­da. Como ve­rán, entre mis nu­me­ro­­sas vir­­tu­des no figura la hipocresía. O no con ustedes.
            Una pareja como la que hacíamos, ya se habrán hecho cargo, es in­viable, aunque suele hacer falta un detonador para que salte por los aires. El nuestro fue de lo más vulgar: el pobre bobo se me arranca un día con que quie­­re un hi­jo, y que pida una excedencia para irme con él a un trabajo maravi­lloso que le han ofrecido en Adra: di­rigir por cuen­ta de la Jun­ta de An­dalucía una cooperativa de inver­­­­­­na­de­ros, esos ho­rro­­rosos de los plásticos, donde currarían no sé cuántos mi­les de sinpapeles. Recuerdo ha­bér­me­le queda­do mirando, tan ojoplática como jamás en mi vida.
            -Mira, Gandhi -lo menos hiriente que me vino a la boca-, tú necesitas una Madre Teresa, no una vendedora despia­da­da. En mi bendito mundo, el de la gente que sólo se preo­cu­pa de sí misma, tener un niño antes del A-6 es una mues­tra de de­bi­lidad intelectual, si no estupidez extrema, y no pien­­so joder­­­me mi carrera porque te hayas puesto ño­ño y quieras te­ner críos. Así, que tú mismo, aun­que lo razonable será ser adu­ltos, aceptar que lo nues­tro no marcha y quedar de­­­­cen­te­men­te, tú con tus delirios y yo con los míos. ¿Qué tal?
            Mal, ya lo habrán imaginado, aunque debo reconocer que no se puso bor­de. Aquello tu­vo lugar en sábado, a media paella. Se quedó allí, en la me­­sa, porque sobre la mar­­cha decidí no de­jarle re­currir. En cinco minutos, mientras él me miraba negándo­se a enten­der, hice una maleta con lo que nece­si­­taría para dos semanas, y una vez en mis vaqueros, con las llaves de mi Mon­­­deo en la mano, le re­cor­dé, tan fríamente co­mo pu­­­de y pue­­do ser exquisitamente fría, que la casa era de mi padre, y que no le metía prisa pero que antes de una se­ma­­­na la quería ver vacía. Gracias a mi ma­dre, que es de la Cerda­nya, nos ha­bí­a­mos casado a la catalana, en separación de bienes, por lo que só­lo ca­bría discutir por algún regalo de bo­da. Que se lo pensara, concluí, aunque mejor acabar así, por lo ci­vi­li­zado y sin odiarnos, que al cabo de unos me­ses y en el cuar­­telillo de la Guardia Civil. No mon­tó ninguna escena, gracias a Dios. Era como si le hu­bie­se atropellado un camión, o eso pen­sé. Igual no, porque al año es­taba en Almería con una chica ba­jita, cu­li­ca­í­da, plancha­­da, culo­vá­si­ca, peliteñida y muy poquita cosa ‑yo estoy mu­cho mejor, no les quepa duda-, de modo que tardó poco en con­­­so­lar­­se. Po­bre mío, que ni siquie­ra lle­gué a olvi­dar­le. Sim­plemen­te, lo desinstalé.
            Desde aquel día en que agarré la puerta y me largué, hasta este de hoy en que despatarrada en mi poltrona business class me desahogo en mi laptop, han pasado tres años, dos ascensos, un A-4 –ya falta menos para el A-6- y he perdido la cuenta de los hombres. Tenía necesidad de ponerme al día, por­que tantos años de patética fide­lidad acaban por aburrir, so­bre todo si a una se le ponen los caballe­ros tan a tiro co­mo se me ponen a mí. A menudo se ha trata­do de una doble funcio­­nalidad, si no un hacer de la necesidad virtud, lo que de nin­gún modo me incomoda. La venta de productos y servicios in­for­máticos es al­go muy dis­putado, muy reñido, muy com­pe­titivo, y por desgra­cia ni defien­do los mejo­­­res ser­vi­cios ni los mejores productos. Lo que defien­­­do es el mejor pol­vo. Aho­ra voy a Philadel­­phia para entrevistar­me con un vice­pre­si­dent del que de­pende me asignen un puesta­zo en la central. Me han preparado el terreno, de mo­do que si se tercia pues tam­bién me lo cepillo, que hay co­la por el pues­to, y si el peor com­­petidor –un sueco; le conozco, y debe de ser ma­ri­cón per­di­­do por­que nunca me ha querido meter ma­no- ha­bla seis idio­­­mas y tiene vein­te años de ex­periencia, yo soy buenísima en extender las entrevistas a mi cuar­­to del hotel. No sé qué pa­­­sa­rá, y si he de ser sincera no me quita el sue­ño. En España todo me va fenomenal, de modo que si esto no sale pues no ha pasado na­da. Lo que sí pasará es que tras la entrevista, y sus poten­cia­­les prórrogas, me pasaré una semana en NYC de ver­da­dero vicio, comprando todo lo que me apetezca, viendo to­do lo que merezca la pena y, de momento, sin tíos que me abu­rran. Serán unas vacaciones pa­ra mí, sólo para mí, y les aseguro que las voy a disfrutar.
            Ni es un mal presente ni un mal porvenir, ¿verdad? Bien, pues anoche todo anduvo cerca de sal­tar por los aires. De eso, no de mi vida, era de lo que yo quería charrar, pero aún estoy nerviosa, con al­gu­na palpitación, y de ahí que me haya ido tan por los Cerros de Úbeda. Espero que me disculpen y se hagan cargo. Sobre todo, que compren­dan mi de­sa­zón: una vida tan fantástica como la mía, y por el canto de un duro no se fue al carajo. Verán:
            Había salido de la oficina más allá de medianoche. Si las cosas me van tan bien no sólo es por mis habilidades oscu­ras, que ayudan, y a veces hasta cons­tituyen la diferencia en­tre ganar y perder, pero si además no me matase a trabajar valdrían de bien poco, igual que de nada les valen a muchas que también se abren de patas pensando, ilusas, que con eso basta. Preparar un viaje de tra­ba­jo, incluso de sólo dos días, tie­ne su telenguendengue. No es cosa de ir, reunirte con el que sea y ya está, esto es todo, al ho­tel y demá será un altra dia. Nada de eso. A los he­ad­quar­­ters no se va muy a me­­nudo. Hay mucha gente a la que visitar, a la que halagar y a la que ca­me­lar, gente de variado grado de poder, a veces has­ta estúpidas secre­tarias mongoloides cuya única vir­­tud es hacer que su amo se ponga cuan­do le llamas, pero cada uno de estos infraseres, en su li­­­mi­ta­da capaci­dad, es poderoso, y en con­se­cuen­cia te lo tie­nes que ligar y conservarlo bien ligado. Son los que lue­­­go, cuando ne­cesitas algo y más si tienes prisa, te cuelan por delante de los otros y te ayudan a su manera, por lo general de un modo sutil, una pala­bra dejada caer aquí o allá, aunque casi siempre suficiente. Apañada iría yo si no me hu­­bie­­ra construido mi particular red de contactos. Es algo que ra­ra vez enseñan a los becarios, a los que comienzan: tú vales la su­ma de lo que sabes hacer y de lo que otros dicen que pue­­des hacer, y lo primero, si te mueves en una multinacional de cuarenta mil empleados, sólo te sirve para sa­lir de apu­­­­ros en tu pueblo, no para fabricarte una verdadera reputa­­­ción, un verdadero nombre. Un verdadero porvenir.
            No tenía hambre. Ya tomaría cualquier cosa, en casa. Tampoco tenía sueño, aunque no me apetecía irme por ahí. Podría dormir más horas de lo normal, porque con salir sobre las once bastaría para llegar a Barajas más que a tiem­po. Aún tenía que hacer la maleta, pero cuando viajar es casi co­ti­dia­no con veinte minutos te apañas, y es que si algo no entiendo es a esas chi­cas, a esas mujeres, que ne­cesitan horas para preparar­se un trolley. Lo que más me apetecía era llegar a mi adosa­do de Ma­­jadahonda, el que compartí con Pepe y que ahora es mío, porque se lo compré a mi pa­­dre, que­darme como vine al mundo, descorchar una botella, dejar­me caer en el sofá y embrutecerme con el Canal+ hasta que se me lle­vara el sueño.
            Del Parque de las Naciones a Majadahonda el mejor camino es la M-40. Tiré por ahí a lomos de mi A-4, tan feliz. Un coche que, sin ser el de mi vida, me tenía encantada. Un com­pany car tan bueno como cualquier otro, aunque había pa­ga­­do de mi bolsillo un extra un tan­to raro, la tracción a las cua­tro ruedas. Me lo aconsejó mi prima Ena, que de coches parece que sa­­­be: Anamary, bonita, no te dejes engañar -los de la oficina querían calzar­me un tracción trasera‑, que ninguna se­ño­ra de tronío, de ver­da­de­ra categoría, va por la vida con me­nos de tres diferenciales. Un día le preguntaré de don­­­de ha sa­cado eso, que mi pri­ma no es de ciencias, es socióloga, pero esa será otra his­toria. Sigo con lo de antes: tiré por la M-40 rela­mién­dome de gusto, del inmenso placer de ser libre cuan­­­do lo quieres ser, ha­cer lo que te dé la gana, no dar explicaciones a nadie y sabiéndome tan due­­ña de mi vida co­mo rara vez lo es una española, que cuando quiere no puede, si puede ra­ra vez vale, y si vale no tiene un trabajo, y en consecuencia un di­­­­­nero, con el que podérselo pagar. De ahí viene tanto maltra­­­to, tanto sometimiento, tanta violencia. Es, antes que por nin­guna otra cosa, por la mezcla de incultura se­cular y falta de valentía para plantarse, mandar todo a la mier­­da y ha­cerse una misma con las riendas de su vida. Es lo que más jo­de a los hom­bres, lo he podido comprobar: que no los necesites, que les con­sideres como lo que son casi todos: zán­­­ganos estú­pi­dos que caminan a dos patas y con los que te apareas cuando te apetece, pero con los que más vale no contar, entre otras co­sas porque no hay forma mejor, ni más eficaz, de tenerlos a tus pies. Me temo, eso sí, que no todas vale­mos pa­ra eso. Se sa­be con un test muy simple: si no puedes dormir sin que te abrace un tío, sui­cídate, porque tampoco serás capaz de llegar a tu casa una noche como esta que les cuento, quedarte co­mo te pa­rió tu madre, descorchar una botella de Moët –otra manía de mi pri­ma, y esta sí que me la pe­gó bien‑ y bebértela tú so­la sin echar en falta nada, sin evo­car a nadie y sin necesi­tar unos brazos que te cobijen. Si pasas el test, en­ho­ra­buena: de verdad eres una mujer, y no una po­bre gilipollas.
            Una vez en la M-40 se trata de seguir hasta la desviación de la A-6, desde allí seguir kiló­metro y pico hasta la salida 13, ahí tomar la carretera de Majadahonda, y tras sortear ni se sabe la de rotondas, y reventarte los amortiguadores con los centenares de lomos de burro que ha puesto el idiota del al­calde, llegar a los adosados de frente a los juzgados, unos de doscientos cincuenta metros cons­truidos, ideales para una chi­ca que vive sola y donde tie­nen us­tedes su casa. Un cami­no tan cotidiano que lo recorría sin prestar atención. Conducía con medio cerebro. El otro medio lo mantenía en otras co­sas, estupidez que ja­más volveré a cometer, y es que una vez le ves los piños al lobo no te quedan ganas de re­pe­tir. Sucedió que, circulando por la A-6 en el segundo carril contando des­­de la izquierda, y casi llegan­do al restaurante Los Re­mos, ese que hace años se llama­ba Parque Mo­ro­so y don­de mi madre nos llevaba a mi hermana Isabel y a mí cuan­do nos recogía del colegio, para jugar un ratito al mini­golf y después merendar cual seño­ro­nas, veo por el rabillo del ojo que me ade­lanta un coche a toda leche, soltando canti­dad de chis­­pas y no del to­do sobre sus cuatro rue­das, que se cruza cincuen­ta metros más ade­lante, que vuelca de costado y se transforma en obstá­culo mortal donde de un momento a otro acabaré por estam­­­parme. Serían tres segun­dos, no más, pero hay que ver lo bien que se te gra­ban. Soy muy fría, ya se lo dije, y al tiempo de decirme 'qué pu­ta­da si aquí se acaba todo' frené tan fuerte como pude girando a la vez a la derecha, intentando esquivar al coche volcado, cuan­do por ahí, por esa mis­ma derecha, me sale un segundo co­che, ama­rillo y tam­bién a todo trapo, que me pasa rozando, se ve fren­­te al volcado, que no paraba de girar sobre su techo, da un volantazo a la izquierda, casi lo rebasa pero le falta el casi, lo embis­­te de costado y, como en una carambola de billar, lo lanza contra el talud de Los Remos mientras él se la da de costadillo contra el quitamiedos de la izquierda, para en ese intante ser embes­tido por un todo­terreno enorme que tam­­bién vendría muy por encima de los ciento cin­cuen­ta. Dejé de mirarles, si es que los había mira­do, porque mi prioridad era no tra­garme lo que aho­­ra se aplastaba contra el talud. Quedaba sitio entre la catástrofe de la izquierda y el ama­sijo de la derecha, y ahí fue donde supe que ya no me ha­ría falta pre­guntar de qué valen tres dife­­ren­cia­les, porque de haber llevado uno nada más, como la mayoría de la gente, de aquella leche no me libraba ni San Pe­dro. Con tres di­­fe­ren­cia­les no pierdes ad­he­rencia muevas como mue­vas el volan­te, no te sales de tu trayectoria, el coche va pre­cisa­men­­te por donde le di­­ces que vaya, y yo le decía, yo le gritaba, que pasa­ra entre los dos trastazos. Y pasó. Pasamos. Me detuve unos treinta me­tros más allá, en el carril de dece­­le­­­ración de la salida 13, la que conduce a Maja­da­hon­da. No me atrevía ni a respirar, pues por el retrovisor veía que se uní­an más coches a la fies­ta, y al otro lado, el de sentido Madrid, más de lo mismo, que al­gún curioso habría frenado mal, otro se lo tragaría y por momentos se organizaba una merien­da colosal. Bajé del coche con las piernas temblando, pero con la serenidad suficiente para encender los cuatro intermitentes, agarrar el bolso y enca­ramarme de un salto al parapeto.
            El espectáculo era de película. Varios coches en distintos estados de destrucción; más que seguían llegando y frena­ban tarde y mal; uno, el amarillo, que se incen­­­dia; del otro lado topetazos, golpes y gritos. Horrible, sí, pero yo estaba bien a salvo, sin un ras­guño y envuelta en la divina frialdad que tan­to agradecería yo a Dios si pensara que hay uno. Así, abrí mi bol­so, sa­qué mi móvil y marqué, como toda ciudadana res­­ponsable y ejemplar, el número de la Guardia Ci­vil.
            -Kilómetro 12 de la A-6, sentido Coruña, justo antes de la salida 13. Un accidente muy grave. Muchos coches, algu­no ardiendo. ¿Podrían venir en seguida?
            -Ahora paso el aviso. Dígame antes su nombre.
            Sorprendente, me decía según le contestaba, pero des­de que mi padre me contó lo de Tejero a mi no me sorprende na­da si hay tricornios de por medio. Déjenme que les aclare, no sea que se confundan, que mi padre no es en absoluto sos­pe­cho­so. De momento es vicealmirante, y como sólo tiene sesen­ta y dos no creo que su carrera termine ahí.
            -No se marche de ahí en tanto no se lo diga el juez de guardia, o el oficial de atesta­dos. Si hay muer­tos, o heridos graves, su testimonio será necesario. Gracias por llamar.
            Miré el re­­loj. Las 12:37. Bien, pues a echar un vistazo. Lo más llamativo, por las lla­mas, el coche amarillo. Ya no se mo­vía nada, dentro. Un Ferrari, ahora que lo advertía. Eso es aca­bar con estilo. Mejor, incluso, que la divina Françoise Dorléac, esa que dice la boba de la Ena que se le parecía tanto y que la espi­chó así también, aun­que no en un Ferrari, sino en un Renault de lo más prole­tario. El que se había estrellado con­tra el talud era menos elegante. Un BMW de dos puer­­tas, como el que me querían endiñar los de RRHH. La del conduc­tor estaba desprendida. Por el hueco se había escurrido la conductora. De rodillas arriba, fuera del coche. Una chica rubia. Gua­pa, diría yo. Sin sostén. La blusa se le había salido y ya­cía con las te­tas al ai­re. Una gar­gan­tilla de oro. No pa­recía una fregona por horas, desde lue­go que no. Viva, ­­­que sus ojos me seguían, pero salvo eso no ha­cía nada. Por no hacer, ni si­quiera respira­ba. El pe­cho, al menos, no se le mo­vía. Debía de tenerlo hundido, porque abría mucho la boca, co­mo un pez sacado del agua. ¿Qué ha­cer? ¿Un boca-bo­ca? Pues no. Primero, porque ni la menor idea de cómo se hace, se­gundo porque ten­go más que leído que a los accidentados no hay que tocarles si no se sabe có­­mo ha­cer­­lo, tercero porque igual la niña no estaba bien de salud y me pe­gaba un sidazo, que nun­ca se sa­be, y cuarto por­que los ojos ya no se le mo­­­vían.
Better you than me.
            Por la pinta po­dría ser una chica como yo. Podría ser hasta yo. Una profesional bien vis­­ta, dueña de su vida pero no de su suerte, que para suerte la mía, me de­cía volviendo a su­­dar frío. ¿Alguien más, ahí dentro? Pues sí. Otra tía. Iner­­te, atrapada en un ama­sijo de airbags. Ya te sacarán, me dije alejándome unos pasos, hacia el Ferrari. Curioso, seguía sola. Del arru­gado todoterre­no, un gigantesco Land Cruiser, no ba­­­jaba nadie. Mejor. No tenía el alma pa­ra ruidos, y menos si sa­lían de gargantas dolientes. El Ferrari. Qué muerte tan horri­ble, la del de dentro si no los de dentro. Volví a pensar en Françoi­se Dorléac. A mi prima le obse­sio­naba. No lo decía, pe­­ro yo intuía que, de algún modo, se tenía por una especie de reencarna­ción suya, por ser poco menos que ge­me­las y por ha­ber nacido exactamente nueve meses después de que la otra se matase. Las 12:46. Carajo con la Be­nemérita, las prisas que se da. Claro, la ca­rretera­: estaría colap­­sada. Sí, eso lo explicaba. Lo nor­mal sería que llegaran por el Plantío. Volví sobre mis pasos, algo revuelta por el es­peluznan­­te aroma de la carne achicharrada. Una sirena. Las 12:54. Ya vienen, ya vienen. Antes podré irme, me decía dando saltitos de impacien­­cia. Mi­ré tras de mi. Ni un al­ma. Una bomba nu­clear que hu­­bie­ra caí­do no habría dejado mayor cal­ma. Las sirenas, más agudas. El efecto dop­pler, que diría mi ex. Ahí esta­ban, un Ren­ault Megane saliendo de la curva. Tras él dos ambulan­cias. Se paran. No a mi lado, que se dejan un resguar­do, ellos sabrán por qué. Un guardia… no, un cabo, aun­que sin tricornio. Sin casco. Sin na­da, que se ha dejado la teresiana en el co­che. Mira la escena, se pone en ja­rras y sacude su cabezón de un lado pa­ra otro, como di­cién­­do­se si serán burros. No me asom­bra, la verdad. Si algo está claro es que a él y a los suyos les he­mos jorobado la guar­dia, entre todos.
            -Agente, soy la que llamó hace veinte minutos.
            -¡Oiga, señorita, que la carretera está bloqueada y hemos tenido que dar un rodeo, ¿sabe?!
            Menos mal que no me ha fulminado con un ¡se siente, coño! De poco ha de haberle ido.
            -No me grite, que sólo he dicho quién soy. Estoy bien, por si le preocupa. No me ha pasado nada. Mejor se­rá que se ocupen de los de ahí atrás. A ojo, cuatro muertos si no más.
            -¿Cómo lo sabe?
            -Porque lo he mirado. Cuando menos uno en el Ferrari, otros dos en el BMW, el del Toyota sigue dentro, y en cuan­to a los de más atrás pues ni la menor idea, pero aquí no se ha llegado nadie, o yo no he visto a nadie, y ya no es mi problema, ahora es el suyo, y me voy a mi coche y ya me dirán ustedes cuán­do me puedo marchar.
            -Pues tié usté pá rato. Si de veras hay muertos, hasta que venga la jue­za –vaya; una juez hem­bra; sentí curiosidad-. ¿El suyo es ese Audi? –asen­tí-. Pues sí, hará usté bien espe­rando dentro. Cuanto menos entorpezca, mejor.
            No me senté. Me apetecía contemplar el espectáculo, decidida por completo a no perderme nada, se pusiera el cabo como se pu­siera. Y no me lo perdí. Hora y pico de am­bu­­lan­cias, bombe­ros, más guardias, mucha gente de pro­tección ci­vil... un circo, en suma. El de una leche de primera plana. De la curva del Plantío asomaba otro coche de sirena ululante. Un Peu­geot 406 como el de Garzón, que a fuerza de salir en la tele toda España sabe cómo es. Igual es el company car de la ma­gis­tratura, porque del que se paraba junto a mi Audi bajaba una mujer en gabardina con la cara de mala uva que se supo­ne va mejor a la ho­ra de hacer justicia. Tras ella, otras dos mujeres, por la pinta la forense y la secretaria judicial. El único galán, el conductor. Vamos progresando.
            El teniente de atestados, que aún no se había molestado en dirigirme la palabra, se acercó a la juez con gesto diligente, para cuadrársele muy res­pe­tuoso. Yo les miraba desde unos diez metros, con un punto de ironía y un amago de sonri­sa torcida. Tenía bemoles que, siendo la única en poder contar qué había pasado, nadie qui­­siera pregun­­tarme. O quizá sí. Lo supe cuando el cabo se me apareció.
            -Que la llama su señoría, que quié hablá con usté.
            Tuve que morderme la lengua para no decirle 'dígale a su puta señoría que venga ella, porque a mí no me sale del co­ño moverme de aquí'. Habría debido hacerlo, pero mi frial­dad era ya total, y de ningún modo quería poner en pe­ligro mi vuelo del día siguiente; qué digo, mi vuelo de once horas después, que pasaban de las dos y a saber cuánto más me faltaría de seguir ha­cien­do el gilipollas, o la ciudadana ejemplar, que viene a ser lo mismo. Así pues, eché a caminar.
            -Buenas noches. Me llamo Izaskun Burruchaga y soy la juez de guardia. Me dicen que usted avisó al 062. ¿Es así?
            Asentí. Una juez de aire severo, aunque inteli­gente. Quizá, tam­bién, sensible. Muy joven, al menos para su ofi­cio. Quizá estuviera en prácticas.
-¿Significa eso que vió lo que pasó? –la secretaria judicial; a diferencia de la juez, que tenía cierto empaque, la tía era una birria; muy bajita si no enana, fea, peinada con el palo de una escoba y con un pestazo bucal a regla inminente que atufaba desde un metro de distancia-.
-No diría exactamente que lo vi, porque todo fue verti­­ginoso, y lo único que me preo­cu­pa­ba era pasar por en medio sin darme con nada.
-Ya. Lo logró, es evidente. Su coche es ese Audi, ¿verdad? –asentí, otra vez-. ¿Es suyo?
Una pregunta de aspecto inocente, aunque significativa. No era la primera vez que me pa­saba, y no será la última. Verán: la inmensa mayoría de las mujeres profesio­na­les, lo sean de lo que sean y a excepción de las del sexo, suelen vestir de un modo sospecho­sa­mente parecido al de los tíos. ¿No se han fijado nunca en que casi todas vamos de traje chaqueta-pan­ta­lón, a po­ca pasta que tengamos esos tan socorridos de Adolfo Domínguez o Purificación García, o si no de Zara, y si ni a eso se llega pues de Oportunidades de El Corte Inglés? Pues una servidora, leches. Ten­go un tipazo y sé sacar­le partido. Lo mío son las mi­nifaldas de vér­tigo, las medias con broca­­do su­jetas con liguero, los tacones de aguja, los es­cota­zos y, en todo ca­so, un Hermés que distrai­ga, no que tape. Por lo demás, una chupa del mejor cuero italiano, el bolso más de Loewe que ven­dan en Loewe, un Patek Philippe de­di­ca­do a los buenos catadores de señoras y ya está, ni pulseras ni sortijas, sólo yo mis­ma, que para joyas ya estoy yo. Un atavío que a mucho les resulta equívoco, porque des­co­lo­ca, desajusta los equi­librios y crea ten­siones raras, inusuales. Unas tensiones que adminis­tro de maravilla; gracias a ellas me ha­go con cual­quier reu­nión, me llevo de calle cualquier evento comercial, y cuando me conviene dejo caer un a modo de pañuelo in­sinuan­te, un par­pa­deo so­cial indicativo de que no sólo soy una deslum­bran­te comercial, quizá la ejecutiva más brillante del restringido mun­­do de la IT ma­dri­le­ña, sino una señora de lo más interesante, tanto que igual le con­viene a usted, señor cliente importante, dar un pasito en la buena dirección. También, por su­puesto, conduce a que alguna imbécil, porque siem­­pre se trata de mujeres, me tome el número cambiado y me trate como a una pu­ta. Un equívoco al que también sé sacar partido, porque cuan­to más meta la pata, más hasta dentro, más la destrozo, más la dejo para las mu­lillas, con lo que a no pocas je­fes de compras hostiles he logrado neu­­tralizar, o desactivar. La secretaria judicial no llegaba ni a eso, pero a su lado se alzaba el teniente de atestados, que tam­po­co me caía bien, y en honor a la juez expectante decidí cruzarles la T, co­mo diría mi pa­pá.
-No, no es mío.
-Ya. De algún amigo, ¿verdad?
Incluso más pronto de lo que había supuesto.
-Tampoco. Es de mi empresa, el company car que las multinacionales americanas ponen a disposición de sus directores comerciales, aunque sean mujeres.
Al tiempo hurgaba en mi bolso, sacaba una tarjeta y la tendía a la juez con la más viperina determinación. Acerté, por­que la leyó al momento. Yo, la verdad, no soy la directora comer­cial, pero en mi empresa cualquier idiota es director de algo, y nadie puso pe­gas cuando me pedí de título Director Co­mercial, Sector Transportes y Comunicaciones.
-Ay, pues usté perdone, no quería molestarla –tono de ser ella la ofen­dida-.
-No será la primera vez que le pase, ¿verdad? –la Guardia Civil, al res­cate de la judicatu­ra‑. Lo digo porque no diría yo que va usted vestida de directora comercial.
-No sé cuántas directoras comerciales habrá visto en su vida, teniente, aunque imagino que muy pocas. Lo que ha debido ver, me parece a mí, son muchas putas, ¿no es así?
El teniente, que también era bajito, se quedó de lo más ojo­plático. Es como se suelen que­­dar todos. Los tíos, por si no lo saben, son como las hienas: si les sacas la cabeza, y los encaras con firmeza, se acojonan. La juez, por su parte, debió de de­cirse que convenía intervenir. No querría más colisiones.
-Señores, haya paz. Aquí estamos para lo que estamos. Usted –por el oficial cejijunto, que se mostraba recalcitran­te‑, haga el favor de callarse. ¡Le digo que Usted Se Calla, teniente! ‑dos octavas más de lo nor­­mal hasta entonces; te jodes, Tejerín‑. Bien, pues... ¿nos cuenta lo que recuerde?
            Lo hice, con orden y precisión. Una virtud profesional, sin más mérito que la práctica y el sentido común. Cuando se trata de vender, ay del que se vaya por las ramas.
            -¿El coche amarillo es un Ferrari? No, si...
            -Lo tuyo es una maldición, Doña Izaskun –lo primero que decía la risueña fo­rense, aunque ni si­quiera me intrigó; a esas alturas sólo quería marcharme, y cuanto antes-.
            -Bueno, al asunto. Le agradezco su testimonio, señora Moreno -por mí, era evidente-. No se opone a que lo haga constar en el atestado, ¿verdad? -asentí, un punto perpleja-. Dado que to­dos es­tán muertos –a esas alturas ya sabíamos que unos con otros sumaban diez, a razón de dos en cada uno de los tres primeros coches y otros cuatro en otros tantos más- no creo que se deduzca trascendencia de su declaración, pero me­jor hacer bien las cosas. No se preocupe, no voy a pedirle que se quede hasta que acabe de re­dactarla, pero sí le agradecería que se pasara el lunes por mi juzgado, la le­yera y la firmase. ¿Cómo dice? ¿Que has­ta el otro lunes?
            -Pues tendrá que aplazar su viaje –la Guardia Civil, ren­corosa-.
            -Se confunde, teniente. Hoy no da us­ted una –no es que se vea mucho a la luz de las farolas de la carretera de La Coruña, pero les aseguro que Tejerín se pu­­so como un tomate‑. Venga cuando pueda ‑de nue­vo por mí-, siempre y cuando no pasen más de quince días... o si no se lo envío por fax, me lo reenvía firmado y luego, cuando vuelva de su viaje, vie­ne por mi despacho y lo refirma. ¿Le parece bien? Pues así lo hacemos. Aquí tiene mi tarjeta. El lunes me llama, me dice su número de fax, el de su hotel, y ya le mando yo su declara­ción. Bien, pues no la retenemos más. Marche, que mañana tie­ne un buen tute, y muchas gracias por su colaboración.
            Una buena tía, la juez. De categoría. No piensen ustedes que las mujeres ha­ce­mos causa común entre nosotras sólo por serlo en un mundo don­de los hombres se resisten a que se lo arre­baten. Las que de verdad he­mos trascendido la lucha de sexos no distinguimos entre gilipollas machos y gilipo­­­llas hembras. Cuando la esencia del individuo es esa, la gilipollez, da igual la postura que adopte a la hora de hacer pipí. La juez debía de ser lo mismo que yo: una excelente profesional de lo suyo como yo lo soy de lo mío, y punto. Si se puso de mi parte no fue por cuestión de género, sino porque su se­cretaria judicial y el teniente de atestados no podían ser más subnormales. Estoy segura de que habría hecho lo mismo si yo hu­biera sido un tío con barriga, bigote y pies planos. La juez, en una palabra, era profesional. Lo que hay que ser.
            Llegué a mi casa no sé cómo. Supongo que lo hizo el Audi, él solo, aunque no porque anduviera distraída, pensan­do en mis cosas. Simplemen­te, llevaba la cabeza del revés. Volví a ser consciente de mí misma una vez en mi cuarto, frente al espejo, según me desnu­daba. Lo cer­qui­ta que ha­bía estado de no volverme a ver. Es sabido que lo mejor fren­te a las ideas oscuras es una buena ducha, calmante y relajante co­mo pocas cosas en este mun­do, de mo­do que metí la melena­za en un gorrito del Four Seasons y me puse bajo un chorro ardiente, caudaloso, im­placable. Un chorro en verdad estimulante. Así me quedé, como nueva. Diez minutos después ya es­taba en la cama, para dormirme co­mo una bendita. Me des­per­té, sin embargo, mucho antes de que sonara el des­per­ta­dor. No en medio de una pesadilla, pero lo cierto era que los ojos de la chica muerta, la del BMW, ocupaban enterita la pan­talla de mi men­te. Arrebuja­da en las sábanas, bañada en el silencio de un alba tibia, reconstruí aquéllos segun­dos, sin es­fuerzo. Se me habían grabado a fuego. Po­bre mujer, vol­ví a de­cirme. ¿Quién sería? Era in­justo que só­lo me fijara en ella cuando había diez muertos para elegir, pe­ro a los otros no les vi, ni ellos a mí. Eran difun­­tos abstrac­tos, y lo abstrac­to nunca tarda en diluírse, pero la chica de las tetas al ai­re no po­día ser más con­creta. Valoré la idea de vestirme y ba­jar por el pe­rió­di­co, pe­ro los chicos de la prensa también tardaron en llegar. Ese día no saldría nada. Y aunque saliera. Jamás dicen los nom­bres de los muertos; só­lo sus iniciales. No era eso lo que yo quería saber. Me incorpo­ré, cogí el man­do a distancia y pul­sé Telemadrid, a la busca de su acreditado noticiero de catás­trofes, pero ya estaban en otras cosas. Ahí caí en lo más ele­men­tal, lo más obvio: si quería saber lo que no iban a pu­bli­car debería recurrir al atestado. A mi no me lo dejarían leer, pero ningún jefe de comandancia le niega un da­to tan ino­­­­­cente a un vi­cealmirante. Lo mismo pensaba mi pa­dre, cuan­­­do se lo aca­bé de con­­tar minutos después -¿segu­ro que no te ha pa­sado na­­da? ¿de verdad?-. A la hora, desayunada, du­chada, vestida y maquillada de su­bir­me siete ho­ras a un avión, con el trolley preparado y casi a punto de marchar, mi padre llama con el dato. Ni el nombre ni los apellidos me dijeron nada. Con ella iba una chica de la que no qui­se saber, una vez supe que no era nada suyo. Tampoco quise saber de los de­más, y eso que la dueña del Ferrari era de siete pá­ginas en el Hola. No sentía curiosidad. No eran mis muertos.
            Cuando vuelo a NYC prefiero sentarme a la derecha. Si la ru­ta es muy al exterior de la ortodrómica, y en verano sue­le serlo, empiezas a ver tierra muchas ho­ras antes de llegar. Me gusta mirar a lo lejos, mucho más que tragarme una es­túpida película. Falta poco pa­ra JFK. Lo sé porque siete mil metros más aba­jo distingo el inconfundible Cape Cod. Duran­te unos segundos des­filan por mi mente las imágenes del divino año que pasé no lejos de allí, en Mys­tic, cerca de la base na­val de New Lon­don, donde mi padre tenía buenos amigos. Uno me hizo sitio en su casa para estudiar allí el equivalente a segundo de BUP. Volví bilingüe, desarrollada por com­pleto y he­­cha una mujer, en todos y cada uno de los aspec­tos. Del que ustedes ya estarán pen­san­do se ocu­pó un pro­fesor que daba Fortran en el Admiral Calla­ghan High School, a un paso de donde vi­vía yo. Nunca le olvi­­daré, porque jamás ol­vidamos al que nos asciende al empleo de mujer. No sólo por eso, sino por­­que lo hizo muy bien, con verdadera maestría. Un prodigio de dulzura, de paciencia. De des­­treza. Tuve suerte, mucha más que casi todas. Mi pobre prima Ena, por ejemplo. La des­virgó el que por entonces era su novio, en un minuto y ahí te que­das, que me voy a jugar al rugby. Un salvaje de guar­dia­ma­rina que la dejó traumatizada, pobretuca mía. Menos mal que lue­go se curó, y en qué forma, pero esa es otra historia.
            Recuerdo la primavera de aquel año, casi todos los fines de semana mar­chando a Hyan­nis Port, donde los Sunder­strom –así se llaman mis padres americanos- tenían una casa. No di­go que fueran los días más felices de mi vida, porque ca­si todos mis días han sido muy felices y de­searía tocar madera para que sigan siendo así, pero en este Airbus no hay na­da de madera. Ya toqué bastante anoche, también es ver­dad. Recuerdo, aún así, un día muy especial: papá, llegando al mando de la Cataluña, viéndola yo fondear en New London y abarloarse al Ticonderoga. Habré sido fe­liz mu­chos otros días, pero tan orgu­llo­sa como ése jamás me he sentido.
Hoy no siento ningún orgullo. Den­tro de hora y pico estaré conducien­do hacia el sur, en el atasco del Verrazano Bridge, con cien­to y pico millas por de­lante, las que hay hasta Philadelphia. Llegaré al Sheraton de King of Prus­sia más o me­nos a las seis, colgaré la ropa, daré a planchar lo que no ha­ya llegado bien, me arreglaré con gran esme­ro y a las ocho bajaré al bar, luchando con el jet-lag. He que­dado a cenar con mi padrino de aquí, del headquarter. Es el que ha susurrado mi nom­bre al vicepresident de marras. Con suerte me dirá lo que deseo escuchar, que antes de la reu­nión for­mal, en la com­pañía, el pájaro se dejará caer por mi Sheraton, para de­s­a­yunar conmigo. Si esto su­ce­de, ya está cla­ro: el puesto es mío, salvo si la cago en la entrevista. Mi pa­drino, es de recono­­cer, no ha podido portarse mejor. De ahí que traiga decidido compen­sarle sus des­velos. No será mucho rato, pues él pue­­­­de camuflar una cena de cortesía con uno de sus la­­cayos eu­ropeos, pero no llegar de madru­ga­­da, que menuda es su señora –la conoz­co; menuda bruja-. Su­bi­re­mos a mi cuar­to, descorcha­ré los botellines de Moët, le quitaré la ropa y le ha­ré medio sentarse me­­dio tumbarse, bien al centro de la cama enor­me, la propia de los Sheraton, y mientras disfruta de la segun­da copa, si no de la ter­cera, me des­nudaré con lentitud, dejándome sólo las medias, unas negras de brocado que al tío le chi­flan, como a casi todos. Me sentaré sobre sobre sus muslos, le besaré, le acariciaré y tras eso me lo ventilaré, lo cual no llevará más allá de tres minutos, pues el pobre no aguanta nada, y ya está, misión cumpli­da, vete a tomar por cu­lo y déjame dormir, tío guarro, lo que por su­­puesto no le diré, aunque sin duda lo pen­sará. Es co­mo yo, ¿saben? Jamás ha creído en nada y nunca se ha creído nada.
            Pensarán que a esto se debe mi no estar orgullosa, ¿ver­­dad? Anden, no di­simulen. Me ven como una puta, que me doy cuen­ta. Pues peor para ustedes. La vida es una sel­­va, hombre come hombre, perro come perro, y yo me sirvo de lo que tengo como ustedes se sirven de lo suyo. Cada uno nace con sus armas, las desarrolla o no las desarrolla, las usa o no las usa, pero el que renuncie a emplearlas por cuestio­nes éticas es un tarado. Nun­ca se les olvide lo que voy a decirles desde mi experiencia y desde mi mayor profundidad filosó­fi­ca: la ética es un simple col­ga­jón del po­der, y éste, a su vez, lo es del dinero. Vayan ustedes ponien­do billetes encima de la me­sa y ya verán lo que tardan en caer las verdades más sa­gradas. No, mis queri­dos lectores, no va por ahí. Tirarme gen­te para subir, follarme tíos para vender y me­terle mano a una ingeniera de telecomu­ni­ca­ción sentada en un presupues­to colosal, aunque tan acom­plejada por sus piños renegridos que seguía sin co­nocer hem­bra ni va­­rón, sólo es parte del juego. De mi juego. Otros na­cen con un IQ des­co­munal, aprueban las oposiciones de abogado del estado, en­tran en po­lítica, llegan a ministras y se co­men el mun­do. Se sir­ven de uno de sus órganos, el cerebro, como yo me sirvo de los míos. El cerebro es uno de ellos, pero como ten­go algu­nos más pues los uso también. Que nadie proteste, ni se queje, de que lo haga tan sin restricciones co­mo si estuviera peleando unas oposiciones y llegase la hora de trincar a los otros opositores. Lo que hace­mos las abogadas del estado y yo, si lo pien­­san, es lo mismo: servirnos de lo mejor que tene­mos.
            Lo que me hace no sentir orgullo es saber que la maté. Que los maté. A los diez. ¿Re­cuerdan cuando les dije que con­­ducía con medio cerebro? Es verdad. El otro medio estaba concentrado en lo que acabo de con­tarles. De tan abstraí­da como iba no me apercibí de que mi Audi se me iba un poquito a la izquierda según tomaba la curva de Los Remos. Tampoco ad­ver­tí que venía un BMW, lanzado a sabe Dios cuánto pero bien por enci­ma de ciento setenta, y eso lo sé por­que yo andaría sobre los cientro treinta. La chica, la muer­ta, debió de ver que no po­día frenar a tiempo, ni desviarse dos carriles a su derecha. Sin duda pensó que podía pasar. Se confundió. A mi no me ro­zó, pero sí al quita­miedos. Desde ahí, puro y simple caos. Ella que no se hace con el coche, y vuel­ca. Yo, que me voy a la derecha sin mirar. El Ferrari, al que corto el paso, se desvía un punto a su derecha y se queda sin ángulo para librar al BMW. Le da, tan fuerte que los dos se separan, cada uno para un lado, y por el hueco que dejan paso yo medio segundo después, como si la mano del Dios en que no creo me llevara en volandas.
            Cuando lo pienso sudo frío, y no saben la de veces que lo he pensado desde anoche. Aún así no soy capaz de ofre­cer una precisa descripción de mis ideas. En cuanto a mis sentimien­tos, sin problemas: no tengo. Sólo pienso. Co­mo todo el mundo, que aquello a que lla­ma­­­mos sen­tir sólo es otra for­ma de pensar. De calcular. De medir. ¿Que si me siento cul­pa­­ble? Para nada. Ya lo dije, la vida es una selva y en la selva pasan cosas. Vas cami­nando tan tranquila, pisas unas hojas y resultan ser un vibo­rón que te mata en un instante. ¿De quién es la cul­pa? ¿De usted por no mirar dónde pisa, de la víbora por tumbarse donde no debía, de Dios por ca­muflarla de hoja­rasca, o del gobierno del PP, que siempre carga con todo? Pues de ninguno de los cuatro. La culpa es de la selva. De lo de ano­che, también. Un minuto que se hubiera enrollado menos mi padrino, yo que me hubiera parado a mear antes de sa­lir, o la pobre chica que hubiera tenido menos prisa. Cualquiera de las tres cosas, y yo segui­ría sin saber có­mo se llama­ba. Cual­­­quiera de las tres, o cualquier otra que nos hiciera no coincidir en la cur­va de Los Remos poco más allá de las do­ce y media de la noche, y yo no padecería la dolorosa, desasosegante certidum­bre de que ten­dré presente su nombre, y sus ojos per­siguiéndome, hasta el día en que me muera.
            Si no tanto, hasta que aterricemos en JFK.

2 comentarios:

  1. Confieso que me he topado con alguna "profesional" como la narradora. El culpable del accidente en "La Selva"se me antoja que es "Pepe", del que dejamos de saber pronto, trás su retiro a Almería con una anodina y desarmada nueva compañera...... todo empieza por ahí, pero pronto deja de ser interesante.

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