...POR ILDEFONSO ARENAS
Presidir el Consejo de Administración de un gran banco, el más
saneado, rentable y de mayor productividad del país, entraña, entre otras
cosas, que, al vivir en la residencia instalada en los dos últimos pisos de
la sede central, no hace falta salir a trabajar. El trabajo es el que viene.
Todos los días, incluso domingos y fiestas de guardar. A las ocho en punto de
la mañana. En forma de secretario particular. También vivía en el
edificio, salvo que varios pisos más abajo y sin disponer de mil setecientos
metros cuadrados, lo que incluía terrazas, jardín y piscina. Eso era para el
jefe. Para él solo, que por algo era soltero. Los supernumerarios del Opus
Dei pueden casarse, que la obra no aprieta donde no debe, pero a él jamás
le había interesado el matrimonio. Quizá tampoco las mujeres. Ni los
hombres. Nada que tuviera que ver con el sexo. Debilidades las tenemos
todos y él había tenido las suyas, aunque sus pecadillos venían a ser como
su banco: discretos, opacos y misteriosos. Unos pecadillos de los que no
sólo estaba confesado, sino que ni siquiera los recordaba, pese a contar con
la memoria excepcional de un gran banquero que ya sabía que lo sería mucho
antes de hacer la primera comunión, no ya por ser tradición familiar,
sino institución hereditaria. Se rompería el día que falleciera o se
jubilase ‑más probable veía él lo primero‑, porque ni tenía hijos ni los
tendría jamás, que sesenta y dos años no es edad para reproducirse. Tenía sobrinos,
por desgracias, pero aún faltaba para tener que dejarles nada. Estaba bien de
salud, sus costumbres eran moderadas y se mantenía en buena forma. Era de
natural estoico, poco dado al epicureísmo natural de sus colegas, así
que se nadie se sorprendería si a los ochenta, y pudiera ser que a los noventa,
siguiese al timón.
El día se presentaba bien. Un
esplendoroso martes de primavera, ese breve tiempo que los sufridos madrileños
disfrutan entre sequías, tormentas, nevadas, contaminación, obras,
atentados, ruido, atascos, manifestaciones, desfiles, maratones, vueltas
ciclistas, bodas reales y toda suerte de desdichas. Una plaga de incomodidades
que a él no le afectaba, porque no solía salir. Por cuestiones de trabajo, jamás.
Para verse con iguales, tampoco. La calidad de su cocina era conocida donde
debía serlo, de modo que, para cualquiera con quien deseara él verse,
almorzar en su comedor, o en la terraza cuando el clima lo permitía, era no
sólo una experiencia gastronómica de primera categoría, sino un honor
muy exclusivo del que pocos podrían alardear, si alguno fuera tan
imprudente como para presumir de haber comido en aquella casa.
El secretario solía subir desayunado,
pero aún manteniendo las distancias casi tanto como el primer día, veinte años
hacía ya, el roce continuado acaba por suavizar las formas, de modo que al
banquero ya no le importaba que sobre la mesa, los dos frente a frente,
hubiera dos tazas de café, flojucho americano el suyo y con leche para el
esbirro. Repasaban el programa del día. Se presentaba tranquilo, sin agobios.
Ningún compromiso para comer, aunque a la noche surgía uno que le incomodaba
seriamente: un concierto en el Teatro Real presidido por la Reina y financiado
por él a título personal. Imposible, pues, declinar.
-¿Cómo dejó usted que me metiera en
eso?
El secretario no contestó. Se limitó a
componer un gesto de simpatía. Bien sabía que a Don Luis no sólo era imposible
decirle qué hiciera o qué no hiciera, sino que tal cosa sería, en todo caso,
función de sus consejeros. Él sólo era el secretario particular. Muchos
pensaban que con su acceso privilegiado a Don Luis, y con los años que llevaba
con él, su influencia debía de ser grande. Se confundían. Él era lo que era:
una mera extensión de la voluntad de su jefe y de su temible memoria, el ser
apenas humano que se ocupaba de su agenda y de que todo a su alrededor
funcionase con armonía, y también el que se interponía entre su persona y el
resto del mundo, pero sin ser otra cosa que la prolongación de su despotismo
ciertamente ilustrado aunque no siempre cortés. Si alguna vez hubiera
intentado ser algo distinto, en minutos habría ingresado en las listas
del paro.
-El chico que viene a las nueve, ¿ha
confirmado que vendría?
Lo decía según se levantaba. El
secretario hizo lo mismo al tiempo de asentir. Tras eso, desapareció. Es lo bueno
de los secretarios antiguos. Se dan perfecta cuenta de cuándo el jefe se
quiere sumir en sus pensamientos. Él no sólo se quería sumir, sino que
llevaba días queriendo sumirse, aunque unas cosas con otras no había tenido
tiempo. Los mismos días que habían transcurrido desde que le llegó una carta
personal. El secretario se las filtraba, pues en su mayoría no eran más que
peticiones de dinero arteramente maquilladas. Las contestaba él mismo,
pero aquella sólo decía que un compañero de internado, catorce años litera sobre
litera, escribía desde ultratumba para pedirle que recibiese a su
hijo de trece años. Le suplicaba una hora de su vida y esperaba que no
fuera pedirle demasiado.
No, no es demasiado, se dijo contrastando
la primera imagen que surgía de su insondable memoria: Pepito, porque siempre
le llamaron Pepito ‑él, en cambio, para todos era Luis y por poco no Don Luis‑,
sonriéndole al trasluz de la lejana bocamina el día que les llevaron a ver el
Valle de los Caídos, agarrado a dos chicas muy risueñas en uniforme de
ursulinas que iban allí a lo mismo; se las había ligado sobre la severa
lápida de José Antonio y, buen amigo, se las traía para darle a elegir, tú verás cuál te gusta más, la piños de lata
o la culos de vaso.
Pepito. Inseparables hasta los
diecisiete. Desde ahí, qué poquitas veces habían coincidido. Pepito hizo
Biológicas y Químicas, las dos a la vez, en aquella Complutense de los sesenta
donde los comunistas por un lado y los del SEU por el otro parecían empeñados
en que nadie diera palo al agua. Él, Derecho y Económicas en la Universidad
de Navarra, tan en paz y tranquilidad como se supone deben reinar en una
universidad de las buenas, las importantes, las que amamantan los cerebros de la
mejor y más cristiana sociedad. Al acabar se vieron alguna vez, aunque para
entonces eran muy distintos. El ya tenía cara de Presidente del Consejo ‑lo
sería tres años después-, y Pepito tenía una muy rara, tanto que le costaba
evocarla. No de comunista, ni de radical. Nada que ver con la política. De haber
sido de algo habría sido de ido. De tener sus carreras en la cabeza, de sólo
vivir para lo que a todas luces era una vocación irresistible. Religiosa,
si no mística. Un San Josemaría de la Bioquímica. Semanas después marchó a
los Estados Unidos. Al MIT. Ahí le perdió la pista. Tres años antes era una
sombra olvidada. Dejó de serlo el día que le invitaron a su funeral. Había
muerto muy lejos de allí, en Nikumaroro, una isla perdida en el Pacífico. La
familia ofrecía un oficio por su alma. Sin ganas, acudió. Nadie conocido,
nadie que le conociese, salvo el organizador, un antiguo alumno del
internado que se había reenganchado; aunque no iba de sotana era un padre más. No sabía por qué le habían
invitado; la lista, cerrada, le llegó de California, donde vivía el difunto
con su exigua familia, un hijo de diez años. Sólo eso, que supiera él. No, no
había venido. Es probable que no hable nuestro idioma. Sí, es ley de vida,
polvo somos, en polvo nos convertiremos y a todos nos llegará. Pues gracias
por venir y encantado de haberte vuelto a ver.
No hablaría español, era casi seguro.
Un fastidio, porque si bien su inglés era excelente, muy culto, era un inglés
para entenderse con sus iguales, con personas inteligentes e instruidas. Un
inglés que no le valdría frente a un adolescente cochambroso, integrado en
alguna tribu suburbana de Los Angeles o de donde diablos saliera el mierdento.
Lo cierto era que no sentía curiosidad. En todo caso, la de saber cómo fue la
vida de Pepito desde que sus vías bifurcaran. Sentía, eso sí, un deber
autoimpuesto, una especie de obligación. La misma que le había impelido a
decir bueno, que venga, pero a primera
hora. En su corazón, y no le apenaba reconocerlo, quedaba poco espacio
para sentimentalismos. Aún así, la figura de Pepito no se dejaba desinstalar.
Por mucho tiempo que llevara sin evocarle, los rasgos de su cara se perfilaban
en su mente con pasmosa nitidez. Algo curioso: no era el Pepito del
principio, los dos párvulos temerosos, ni tampoco el del final,
paladeando en la desaparecida California 47 sus últimos whiskies, los de
mirarse uno al otro presintiendo que nunca más volverían a mirarse, la tarde
antes de que Pepito se subiera en el avión de Nueva York y no regresara jamás.
Era la del Pepito de sus mutuos trece años, los del gran estirón, los grandes
sueños y las grandes pajas, si bien ésto no lo compartían, que siempre
fueron pudorosos en materia de pecados. El Pepito de las confidencias íntimas,
de los proyectos disparatados ‑tampoco mucho; eran adolescentes, sí, aunque
de un tipo razonable, tirando a prosaico‑, de las primeras chicas, de los
primeros enamoriscamientos, de soñar con la Hayley Mills de Pollyanna ‑Pepito‑ y la Mandy Miller
de La Máscara Submarina ‑él‑, de unos
días ver claro que sus mutuos porvenires serían mandar un submarino y
pilotar un avión de caza ‑respectivamente‑, y otros, menos exaltados,
dirigir el Banco de su padre y enseñar biología molecular en Cambridge,
que a Pepito siempre le pareció más distinguida que Oxford o que cualquier
universidad americana.
El hijo de Pepito. ¿Habría salido a él?
Qué raro que no viniera con la madre. Buena señal, pero extraño para un niño de
trece años. ¿Habría muerto, también? Ahora que caía, ni siquiera sabía de qué
murió Pepito, y eso que acabar a los 59 suele despertar curiosidad, pues a
esa edad parece que aún es pronto para postrarse ante Dios y rendir cuentas.
¿Las habría rendido, Pepito? En el internado era de los remolones, de los que
había que perseguir para que confesaran, de los que más sufrían las iras del
tonante director espiritual, tan poco partidario de aquellos flojos, que sóis unos flojos que no se
daban con el debido ardor, con el debido entusiasmo. Curioso que jamás hablaran
de fé, ni en el internado ni después. Después. La Complutense. Buen lugar
para rojos. Pepito nunca debió de ser un rojo, que si no habría ido a Moscú
y no a Boston, pero algo descreído sí que debió de volverse. Los domingos
en que se veían cuando él iba por Madrid –pocos y a regañadientes; adoraba
Nafarroa y también Zuberoa, y sobre todo Lapurdi, por lo que apenas se dejaba
sacar de allí; quizá por eso fuera tan capaz de sorprender al embajador del
PNV ante Su Banco razonándole los sinsentidos del soberanismo en un euskera
excelente, cosa por demás cruel, pues el otro era de los muchos euskaldunes
que dicen telefonúa en lugar de urrutizkin, esos que comienzan las oraciones
en la lengua que se obligan a dominar y que las terminan en la otra, la que los
domina‑ solía ser a la salida de misa, en la California 47 de nada más cruzar
la calle. Pocas cosas hay mejores que un riquísimo tortell para inaugurar el
día, pues a comulgar en Nuestra Señora de Todos los Fachas se va en ayunas,
pero Pepito, a esas horas, lo que tenía era resaca, jamás hambre. Otro
flojo más...
¿Qué diablos querrá?, se preguntaba
cuando sonó el teléfono interior, el que no pasaba por su secretaría.
-Don Luis, aquí está. Buena pinta,
diría yo. Altito para su edad. De traje y corbata. Pelo corto, bien peinado.
Zapatos limpios. Huele bien. No, viene solo. Pues no, en español y con buen
acento. Sí, ahora mismo se lo envío.
Se había preguntado si someterle al
habitual procedimiento ablandador, hacerle aguardar veinte minutos, para
contestarse que sería una mezquindad. El chaval no podía venir a pedir nada.
Cuando menos, material. No tras una carta manuscrita, de letra que no le
había costado recordar y firmada por un padre muerto hacía tres años. Si llegara
con una madre desconsolada el motivo sería obvio y claro, pero un niño de
trece años que va solo al despacho de un presidente de banco no es a pegar un
sablazo.
-Don Luis, el joven señor Piernavieja.
Piernavieja. La de veces que habían
hecho bromas con aquel apellido. Pepito, el primero. Él mismo se decía
Patavieja, sin esperar a que lo hiciera otro por él. Un Pepito Patavieja que
parecía mirarle desde los ojos de su hijo. Por Dios, qué cosa tan extraordinaria.
Un breve zumbar en su memoria y una imagen abriéndose paso: el día de la
Confirmación. Vestido igual, incluso la misma corbata de lana, entre gris y verdosa,
con el escudo del internado Hispano-Marroquí. El mismo Pepito Patavieja, sólo
que cuarenta y nueve años después.
Le tendió la mano. De nuevo, la
sorpresa: no era la de un niño de trece años. Era fuerte, resuelta. La de un
hombre completo, en su plenitud. Una mano que acompañaba muy bien la mirada
del que sin duda era hijo inequívoco de Pepito Patavieja. Mejor certificado
de virtud no cabía conceder a madre alguna.
Le señaló el sofá. Él, al estilo de un
presidente del gobierno recibiendo al jefe de la oposición, se dejó caer en su
butaca favorita. ¿Desea tomar algo? ¿Sólo agua? La camarera no le preguntó. De
sobra sabía que Don Luis, a esas horas y hasta la del aperitivo, seguiría en
el flojucho café americano.
-Te lo habrán dicho alguna vez: eres
exacto a tu padre cuando tenía tu edad.
-No, nunca me lo han dicho. Usted es la
primera persona con quien hablo que haya visto a mi padre cuando tenía trece
años. No, no lo sienta. No es importante. Posiblemente a usted también le costaría
encontrar a nadie que le recordara tal y como era el día en que se confirmó.
Quizá ni usted mismo se acuerde.
Sí se acordaba, pero vagamente. Por la
ropa del chaval. Se le podría llamar uniforme, porque todos los
confirmandos debían vestir así, aunque no tenía ese rango. Era un traje que
sus familias les habían tenido que comprar para que tuvieran presente
mientras vivieran aquella ocasión tan especial.
-Usted tuvo problemas ese día. No se
acuerda, ya lo veo. Pues fueron varios. Primero, una colitis que le tuvo en
vela toda la noche. Le sentaron mal los puerros de la cena; siempre le daban
muchos gases. Después, la chaqueta. Le quedaba estrecha, se estiró más fuerte
de lo que debía y se le descosió por la espalda. Se la tuvo que remendar
Lourdes, la cocinera. Luego, justo antes de comer, Juanito García Osorio dio
un empujón a Ernesto Roca Lesmes, con la mala pata de tirarle, a usted, un vaso
de Coca Cola. Le puso perdido, y usted se lo quería comer, a Roca, qué culpa
tendría el infeliz. Le llamó usted de todo, empezando por subnormal y acabando
por tonto del culo. ¿Todavía no se acuerda?
Según hablaba el nada tímido niño de
trece años, la expresión del inescrutable banquero variaba de un modo apenas
perceptible. En el sofá se pensaba que quizá por haber empezado a recordar,
paso previo al de comenzar a comprender.
-Tienes trece años. Tu padre murió hace
tres. Unos datos tan tontos como esos, y que si se cuentan de padre a hijo es
de modo casual, no se fijan en la memoria más pronto de los ocho, la edad del
uso de razón. No creo que tu padre tuviera tan poco que hacer en sus últimos
años como para repetirte una y otra vez todo eso, salvo que lo dejara
escrito... –razonaba según hablaba, cosa rara en él, que nunca decía nada sin
haberlo pensado antes- y, de ser así, ¿por qué iba él a molestarse con
esas bobadas? ¿Qué sentido tiene todo esto que me acabas de contar?
-El de hacerle comprender que tengo
algo que decirle, y el de pedirle que no se cierre, no se atrinchere, porque
le va a interesar. ¿Algún tipo de chantaje, dice? Por favor, no sea tan mal
pensado. Usted fue un alumno ejemplar, y el que guardara bajo el colchón cuatro
números de Paris-Hollywood, concretamente los del 26 de marzo, 9 de abril, 6
de septiembre y 14 de octubre de 1955, no es algo que hoy le deba preocupar.
No, Don Luis, no va por ahí. Es más importante.
Paris-Hollywood. Dónde habrían quedado
aquellos incunables, se preguntaba el perplejo banquero al tiempo de dudar. Le
apetecía dar por concluída esa reunión tan ominosa, tan extraña y que había
comenzado de aquel modo tan irregular. Había esperado un comienzo convencional,
del tipo mi padre hablaba mucho de usted,
le tenía por un gran hombre, por eso vengo a verle, necesito consejo, todo
eso dicho en tono enfático, y si no pues cualquier otra cosa, pero siempre algo
lógico, adecuado a la situación, ordenado, razonable, y no ese hacerle ver
que dominaba unos recuerdos que no podían ser suyos; sobre todo, que los
controlaba mejor que él, siendo él quien los había vivido. Aún así, los hechos
objetivos aconsejaban escuchar. Aquel era el niño de trece años más adulto que
había visto nunca, y adulto era la palabra, que no repipi, ni sabiondo.
Era como escuchar a su padre a través de un agujero en el tiempo, aunque no
al de trece años, sino al de los veintitrés que tenían los dos la última vez
que hablaron, esa tarde nostálgica en California 47 que acabó con él marchándose a un retiro y con Pepito yéndose
de putas. Luego, lo que decía. Datos irrelevantes, muy cierto, pero que le impulsaban
a recordar. Y en qué forma. Punto por punto. Incluso la fecha de uno de
aquellos panfletillos especializados en orondas jamonas de difuminadas
entrepiernas –la sorpresa que se llevó al ver la primera y muy frondosa de su
vida-, porque coincidía con la de su cumpleaños. Algo que había sucedido medio
siglo antes, olvidado a fuerza de jamás evocarlo, se volvía nítido en su mente.
¿Qué habría sido de García Osorio? ¿Y de Roca? De Roca sí sabía. Era fiscal, o
algo así... pero los dos habían desaparecido de su memoria en algún momento
del pasado. Como habrían debido desaparecer de la del otro, el muerto Pepito
Patavieja, pero su hijo hablaba de aquellos dos como si hubiera desayunado
con ellos. Ahí fue donde se le ocurrió verificar. Nadie como un banquero
para comprobar datos. Después de todo, es lo primero que debe hacerse a la
hora de valorar un riesgo.
-¿Qué peculiaridad tenía Roca? ¿Qué le
hacía inconfundible?
-Tenía tres. Una, ser bizco al punto de
que costaba verle las dos pupilas a la vez. Otra, era un pedorro. Atronaba,
¿no se acuerda? Y lo que olían, sus llufas. De primera papilla, solía decir
usted. Por último, los mocos. Se le caían, y eso, a usted, le daba mucho
asco, ¿verdad?
El banquero se removió en su asiento,
inquieto y un punto aprensivo.
-¿Cuántos éramos en clase? ¿Curso?
Pues... en tercero, el de la confirmación.
-Cuarenta y dos. Abellán, Acosta,
Alcaide, Aparicio, Aranda...
La vieja letanía se había vuelto a
formar en la mente del banquero. Una cantinela desvanecida resucitaba de la
boca de un niño que había nacido treinta y dos años después de que alguien la
entonara por última vez.
-Vale. Tienes toda mi atención –estiró
la mano y tomó el teléfono; su jefa de secretaría estaba cerca de pasar con
una nota en la mano, para ponerle fácil el usual dígale que le veo en cinco minutos, forma elegante de indicar a la
visita indeseable que le quedaba ese tiempo para despedirse y dejar de dar la
lata o, en caso contrario, le dice que le
llamaremos luego y no me pase recados ni llamadas; es una liturgia natural
para todos los que reciben y que conocen todos los que se dedican a visitar,
así que nadie se molesta si escucha lo primero en lugar de lo segundo‑. Núria,
no me pase llamadas y que nadie nos interrumpa. Nadie –se volvió hacia el
relajado niño de trece años-; puedes empezar.
-Como habrá imaginado, tengo que
remontarme lejos. A cuando mi padre llegó al MIT, días después de aquel
último trago con usted en California 47 ‑el banquero, involuntariamente,
se estremeció‑. Será largo, se lo advierto. Muy bien, magnífico que no le
importe. Bueno, pues...
Pepito Patavieja llegó al MIT
(Massachusetts Institute of Technology) no por enchufe, sino por haberse
licenciado en dos carreras tan serias como Biológicas y Químicas, y ser Premio
Extraordinario en las dos. Había enviado su curriculum con el respaldo de
ambos decanos, y si bien España era tenida como un país de difícil ubicación
en la semiesfera occidental, el consejo de admisión del MIT decidió que convendría
charlar con él. Le hicieron venir. No le dejaron volver. Estuvo con ellos varios
años, aprendiendo y enseñando, pero todo tiene su ciclo y un buen día decidió
salir de allí. Le fichó una empresa diminuta de las que con el tiempo se
llamarían biotecnológicas, y que gracias a él, y a otros como él, pronto
despuntó en numerosas áreas, aunque las fundamentales, las que habrían
de prestigiarla en el selecto mundo de la tecnobiología, y de paso en el
NASDAQ, estaban vinculadas al genoma humano. Durante los años Clinton
la empresa se desarrolló en espiral. A su consejo le preocupaba que un posible
regreso de los devotos republicanos, tan férreamente opuestos a cualquier
cosa que sonase a impía, pusiera fuera de la ley lo que tan discretamente
desarrollaban. Conocían su país, de modo que no quisieron arriesgarse a que
una disposición ejecutiva les cerrase los caminos de la noche a la
mañana, lo que suponían tendría lugar cuando algún laboratorio de los que
por entonces se afanaban en lo mismo hiciera público algún logro espectacular.
Así, una parte, la que fabricaba, permaneció en California. La otra, la
que investigaba, se fue de los Estados Unidos, como tantas otras harían después,
aunque no a Canadá, como luego sería usual. Eligieron un remoto archipiélago
del Pacífico, nada paradisíaco y por demás aburrido. Ésto no preocupaba
en el reducido grupo de investigadores que se mudaron allá. Lo que importaba
era que permanecían tan conectados al mundo como cuando residían en el
Silicon Valley, que allí se vivía no peor que al largo de la US 101 y que
sobre todo, por encima de todo, la Constitución de la República de Kiribati,
antes archipiélago de las Gilbert, no estaba en contra ni de las células
madre, ni de la investigación con embriones, ni de la clonación. En especial,
de la humana.
-Empiezo a sospechar por dónde vas.
-No. Todavía no puede sospechar. Sólo
intuye. Sea paciente, se lo ruego.
El banquero miró el reloj. No recordaba
su agenda, y en prevención de males mayores volvió a descolgar el teléfono.
-Núria, cancele todos mis compromisos
para esta mañana. Sí, todos. El de la Moncloa, también. Sigue –por Pepito Patavieja
II-.
-Mi padre, con el tiempo, fue más allá
de ser genomista. Y de ser clonador. Daba por supuesto que tarde o temprano
la replicación de mamíferos sería cosa de todos los días, y una mera
cuestión de tiempo que llegase a los humanos. La oveja Dolly no le
sorprendió. Ellos habían pasado por ahí en 1985, mucho antes que los escoceses
del Instituto Roslin, pero no dijeron nada. No apuntaban tan bajo. Perseguían
un objetivo superior. Los investigadores regulares, los que viven del dinero
público, no tienen más remedio que ir con cuidado, porque nuestra civilización
suele manifestar cierta proclividad a pensar que la tierra es plana cuando
se tocan determinados tabúes. Uno es la clonación. Recordará cómo se pusieron
las diversas confesiones, ¿verdad? –el banquero no dijo nada, ni varió el
gesto-. Así ocurrió, que de la noche a la mañana surgieron infinidad de cortapisas,
de restricciones a la investigación, de imposibilitar que se avanzara en un
campo que la moral establecida consideraba reservado al Dios Único y
Verdadero, el que fuese, uno cualquiera de los muchísimos que hay. A la empresa
donde trabajaba mi padre todo eso le daba igual. Habían sacado de su IPO
(Initial Public Offer) capital suficiente para investigar durante muchos años
en completa libertad, y no veían difícil conseguir más fondos cuando aquel
empezase a escasear. Mantenían el objetivo principal, sin desviarse. Daban
por seguro que sería cuestión de pocos años que la industria se saltase a la
torera cualquier normativa que impidiera la clonación humana. En el mundo hay
muchas Kiribatis, Don Luis. No tan exóticas, pero eso es secundario. Basta
con que sus gobiernos entiendan que tolerar la presencia de determinadas
compañías biotecnológicas equivale a dar con un atajo en su lucha por el
desarrollo. En su lucha por sobrevivir. Cualquier república caucásica
estaría encantada de hacer sitio a seis o siete, y no digamos las africanas.
Posiblemente hoy, tan en secreto como en Kiribati, los humanos ya se
clonan, y no de uno en uno, sino por docenas o centenares. El objetivo
comercial es claro: desarrollar una nueva industria, la de fabricación de
repuestos humanos para todo aquel que se lo pueda pagar.
-Me han hablado de eso. No sé cuánto
habrán avanzado, pero sí, es más que una posibilidad. Además de hablar, me
tantearon. Les dije que no. Tu padre te lo debió explicar: soy hombre de principios.
No me tengo por oscurantista, ni defiendo que la tierra sea plana ni
propondría quemar en un auto de fé a los que son como tu padre, pero todo tiene
un límite, o lo tiene para mí, de modo que no pienso participar en ningún
negocio de repuestos humanos, ni como cliente ni como accionista. Espero que
no sea eso lo que has venido a proponer.
-Desde luego que no. Mi padre y sus
compañeros pensaban que la fabricación de higadillos clónicos acabaría por ser un
standard industrial. Menos salvaje que matar niños para sacarles los
mondongos, pero más inmoral desde un punto de vista religioso. En cualquier caso,
sería un mercado como cualquier otro, con mucha competencia. Ellos apuntaban a
otro menos disputado, al menos en la que sería su especialidad distintiva. Su
sello tecnológico exclusivo.
-¿ ?
-La vida perdurable.
El banquero guardó silencio, sombrío.
Habría echado a la visita en ese mismo instante, pero la mirada del que de
ningún modo, en ninguna forma, podía ser un niño de trece años, le hizo
decirse que debía llegar hasta el final.
-Sigue.
-Si analiza la historia tomándose una
buena distancia, verá que no es un mercado nuevo. Todas las confesiones
religiosas luchan por él. Y todas hacen lo mismo: vender vida eterna, de la
buena y de la mala, dependiendo de que se sigan o no sus mandamientos. Es un
mercado muy rentable. De ahí que a las confesiones, a todas ellas, no les
guste, para nada, que alguien lo pueda reventar ofreciendo alternativas
tecnológicas que obvien el trámite insalvable: morirse. Desde ahí, bien
sabido es, todo marcha sobre ruedas: el Walhalla, el Paraíso, las huríes y, en
fin, lo que más pueda estimular las ansias de cada uno, y que al fin y a la
postre se reducen a una sola: Dios Mío, que yo no desaparezca, no me
consuma, no me vuelva polvo. Para el 99 y muchas décimas de la población
mundial sigue siendo un asunto capital, de la mayor importancia, sobre todo
cuando ya queda poco tiempo, la juventud se ha extinguido y los achaques
comienzan a incordiar.
Se miraban, con la misma intensidad. Un
discurso que no era nuevo para el banquero, que se puede ser del Opus sin
necesidad de ser imbécil y hasta los más santos dudan, y se preguntan, y se
cuestionan. Lo que decía el aparente chaval lo había escuchado más de una vez.
Ahora, nunca de la boca de uno que confesaba trece años aunque hablara como si
tuviera sus mismos sesenta y dos.
-La oposición de las confesiones a la
clonación humana se debe a infinidad de razones morales, todas ellas
respetables y encomiables, pero sobre todo a su sospecha de que por ahí se abre
un segundo camino al reino de los cielos, y en ése no tendrían ellas la
exclusiva. Lo curioso es que se confunden. La clonación sigue otro camino. Su
objetivo es distinto, más cercano, más próximo. Más inmediato. No es procurar
la vida perdurable al que se lo pueda pagar. Es extender tanto como se pueda
la vida imperdurable del que igualmente se lo pueda pagar. Los humanos del
primer mundo tendemos a morirnos entre los setenta y los ochenta, conservando
una razonable calidad de vida, o de disfrute, hasta cerca del final; en el
tercer mundo ya sé que no es así, pero el mercado que describo no es de míseros,
ni de parias. Desde ahí, desde los ochenta, caemos como moscas. Las
enfermedades y el desgaste natural nos llevan a perecer sin excesiva pena,
porque para entonces andamos tan exhaustos, tan hechos polvo, que vivir nos
abruma. La industria de la clonación tendrá por objeto retrasar no sólo ese
momento, sino el de ya estar hasta el gorro. Fabricar repuestos a la carta
estirará la vida sin depender de donantes compatibles. La clonación
resolverá los problemas de rechazo genético, de modo que nos podamos
equipar con todo tipo de glándulas y vísceras a medida que nos hagan
falta, por enfermedad o por simple desgaste. Incluso podrá ir más allá y devolvernos
articulaciones averiadas, gónadas apolilladas, musculaturas debilitadas,
pellejos fláccidos, sentidos atrofiados... pero no lo que no podrá
devolvernos será un cerebro joven. Nos mantendremos en buena forma, pero
nuestras mentes seguirán envejeciendo, hasta fallecer por mucho que residan
en un cuerpo relativamente vigoroso. No porque no se pueda trasplantar un cerebro,
que ignoro si algún día se podrá. Es porque no le podremos incorporar nuestra
consciencia, nuestra experiencia, nuestros conocimientos... nuestra esencia
como seres inteligentes. Por eso digo que las confesiones religiosas andan
la mar de confundidas. La industria del trasplante a la medida, basada en la
clonación, no les disputará el mercado del más allá. Se lo disputaremos
nosotros.
El banquero renunció a contestar. Como
buen polemista sabía que conviene dejar al contrario terminar su exposición.
Lanzarse a machacar sin estar seguro de que al otro ya no le queda munición es
arriesgado, a la par que poco deportivo. Le divertía reducir a cenizas las
posiciones de cualquier adversario, las que fueran, pero siempre bajo el palio
de una exquisita cortesía.
-La idea le vino a mi padre cuando aún
era estudiante, y no en la Complutense, sino en el internado. Con usted a su
lado, que solían sentarse hombro con hombro. Una clase de física, en sexto de
bachillerato. Usted no la recuerda, ni yo pretendo que lo haga, pero el caso fue
que la profesora, la señorita Gálvez, la que tenía un 600 y que por designio de
los dioses no podía estar más buena, mostró un electroencefalograma. Para
todos menos mi padre sólo fue una simple curiosidad. Él empezó ahí mismo a
darle vueltas y vueltas, mezclando las gráficas en el papel con lo muy enamorado
que andaba de la profesora, intentando construir una teoría que dijese, o
explicara, el significado de aquellas trazas, tan parecidas a las que deja un
terremoto en un sismógrafo, de forma que la profesora, entusiasmada, se lo
comiese a besos y poco más, que mi padre aún no sabía qué más cosas podían hacer
con sus alumnos más devotos las profesoras más apetitosas.
Una pausa, la justa para echar un largo
trago de agua ‑"joder, si hasta eso lo hace igual que su maldito padre",
se decía el banquero- y proseguir.
-Cuando llegó al MIT debía de ser la
persona que más sabía en España de interpretar electroencefalogramas. En el
MIT, para su sorpresa, también. Los equipos eran más sofisticados y la
información más amplia, más densa, pero en cuanto a interpretación nadie le
hacía sombra. No sólo se quedó por vocación. Tenía novia, no sé si usted lo
sabía ‑el banquero denegó con la cabeza, perplejo; qué secretos tenía el
Pepito-; una compañera de Biológicas, tan chalada como él aunque de menos talento;
a cambio, de mucho más dinero. La paga del MIT le permitiría vivir con
ella y no de ella, casados de no haber más remedio e investigar los dos
juntos, como Pierre Curie y Maria Sklodovska, sólo que Charo, que así se
llamaba la ilusión de su vida, no acababa de ver claro el irse tan lejos. Su
objetivo vital se había vuelto convencional. Quería una vida ordenada, un marido
no excesivamente visionario, una casa cómoda, un servicio decente, unos cuantos
críos y estar cerca de los suyos, todos ellos de los muy a bien con el Caudillo.
En los tiempos de la Complutense pensaba de otro modo, que hasta una leche
se había llevado en una mani, pero la vida es madurar, un deberías pensártelo, Pepito. Le
partió el corazón, pero no desistió. Aún más: su vocación se incrementó, se
reforzó. Había roto amarras con España, no porque hubiera querido, pero
el caso fue que se rompieron. Que se las rompieron. Se volvió más yankee que si
hubiera llegado en el Mayflower. No
se habría casado nunca, entre otras cosas porque cuando bajaba de su nube
tenía cierto éxito con las mujeres... lo recordará, ¿verdad? –el banquero
asintió, sin darse cuenta de que una sonrisa de ternura le había bailado por
los labios‑, aunque a los cincuenta cambió de idea, pero a eso ya llegaremos.
Un gesto de banquero impaciente, con
las manos; significaba sigue, venga,
y debía ser un gesto muy viejo, porque a su derecha, en el sofá, se
identificó.
-La empresa que le hizo abandonar el
MIT era más que una empresa. Era un sindicato de sabios jóvenes. Ninguno
pasaba de cuarenta y la mitad andaba por debajo de los treinta. Encontraron un
capitalista, un tejano podrido de dinero que ni se molestó en mirar el business plan que le tendían a cambio de
unos millones de dólares, unos pocos de los muchísimos que tenía. Le bastaba
con un informe confidencial de la FDA, de los que circulan sobre muy poquitas
mesas. Entre todos designaron un CEO, si no por otra cosa para que alguien
pudiera firmar papeles. Bajo el CEO no había cargos. Todos eran nada o todos
eran Senior Vicepresident, lo que prefiriesen. Lo que importaba era
empezar, o mas bien proseguir, porque a la sombra del MIT, y de la UCLA, y de
Princeton, y de otras universidades menos famosas, el que más y el que
menos ya tenía un camino recorrido.
El banquero se dijo que vendría bien
saber de cuál empresa le hablaban.
-Su plan estratégico era doble. Les
servía, en primer lugar, para justificar su existencia. Recuerde, Don Luis:
era el mejor conjunto de bioquímicos que se podía encontrar en los Estados
Unidos. En sus investigaciones habían cubierto muchísimas etapas,
algunas operando en grupo y otras cada uno por su cuenta. Poniendo todo
junto salía una extraordinaria reserva de conocimientos, suficiente para
diseñar unos calmantes magníficos. Si algo es excelente para sofocar
cualquier murmullo, cualquier murmuración, es una buena línea de
analgésicos. Suponían que con eso bastaría para camuflarse, para que nadie
hiciera preguntas comprometidas. Los fabricaban y los comercializaban,
aunque preferían vender licencias y dejar que produjeran otros, y se
forraran otros. A ellos les bastaba con lo poco que producían por su cuenta y
con lo que ingresaban por licencias de fabricación. Al tiempo, y en secreto,
seguían avanzando. La fábrica les era de gran utilidad, no sólo por guardar
las apariencias. Les servía como extensión del laboratorio, para producir
especialidades que necesitaban pero que no podrían comprar en ninguna farmacia,
pues nadie conocía sus fórmulas, ni la FDA (Food and Drugs Administration) les
habría dado luz verde para comercializarlas, ni nadie salvo ellos era capaz de
imaginar para qué valdrían esos potingues tan extravagantes.
Llegaba el momento de la gran
revelación. El banquero lo intuía.
-Lo que no es reemplazable de nosotros
es lo que llevamos en la cabeza, y no me refiero al pelo. Es el conjunto de
conceptos que otros llaman alma, pero nosotros –el banquero percibió el matiz;
el niño de trece años no era sólo hijo de uno de ellos; era, también, uno de
ellos‑ preferimos dividirlo en bloques: las impresiones sensoriales
registradas en nuestra memoria, nuestras reacciones aprendidas y nuestra
consciencia. Si lo quiere oír en otros términos, más familiares para el humano
moderno, me refiero a nuestras bases de datos, a nuestros programas de aplicación
y a nuestro sistema operativo. Nuestros archivos, nuestro Office y nuestro
Windows, por simplificar todavía más. El no poder trasplantarlas de un
cerebro a otro es lo que limita el recorrido de la industria del repuesto.
Mejor dicho: lo que limitaría el recorrido, porque nosotros sí hemos aprendido
a trasplantarlas. A copiarlas. A descargarlas, a trasladarlas, a moverlas de
una mente a otra mente. Ya sé que no lo cree y que le cuesta incluso admitirlo
como hipótesis, pero haga un esfuerzo y permanezca concentrado. No tema, que
no pienso aburrirle con tecnicismos exasperantes. No hasta que usted los
quiera escuchar. Le ofrezco que por ahora nos apañemos con los conceptos, que
son claros y simples. ¿Sigo?
Dudaba, como le había pasado varias
veces al construir la no improvisada historia. Todo dependería de cómo de
abierta conservara Lucho su inteligencia.
-Sí, pero espera un momento, que pida
más café.
Tres minutos después la puerta se
cerraba tras otra camarera. En la mesa, frente a ellos, más agua y un cortado. Algo
pasa con Don Luis, cuchicheaban las intrigadas secretarias y las extrañadas
azafatas al otro lado de la puerta. No sólo lleva una hora con el chico ése,
sino que hasta se ha quitado la chaqueta...
-¿Eres Pepito renacido?
La verdadera mirada del banquero. Un
halcón lo habría hecho bastante peor, se decía un Pepito Patavieja que no se amilanaba.
Era una pregunta lógica, prevista, y sólo le sorprendía que su oponente
hubiera tardado tanto en hacerla. Quizá no estuviera en tan buenas condiciones
como aparentaba.
-Se podría decir así, Lucho, pero no te
saltes páginas. Esto no es saber si el asesino es el mayordomo. Hay finales que
no se pueden comprender sin haber leído todo el texto.
Lucho. ¿Cuántos años haría que nadie le
llamaba Lucho?
-Sigue.
-La razón de ser de los tres bloques, y
no tengo más remedio que contártela o no comprenderás, es que cada uno se
copia de un modo distinto. Es algo que comencé a intuir mediada la carrera, o
las carreras, cuando me afanaba sobre todo electro que pudiera incautar. Eso
sí, no llegamos ahí en un chascar los dedos. Antes hubo mucha experimentación
al estilo tradicional. Ya sabes, prueba y fallo, prueba y fallo. Desde que
decidimos unirnos e independizarnos bajo la fachada de la empresa, o del
laboratorio, hasta que nos vimos en situación de comenzar a experimentar con
un receptor adecuado, pasaron muchos años. La verdad es que al principio
atacamos más en la dirección convencional, en la clonación. Cosa curiosa, también
comenzamos por las ovejas. Produjimos nuestra primera Dolly doce años antes que
los escoceses, ya te lo dije. Después refinamos y refinamos los procedimientos,
y no se nos dio mal, porque sólo tres después alumbramos nuestro Adán. Por
cierto, yo hago el número 283 de los que llegaron a prosperar, pero en nuestra
nomenclatura preferimos decir 14.01.
-No me digas que hay 283 Pepitos
sueltos por el mundo.
-Ni muchísimo menos. Una cosa es haber
prosperado como embrión y otra ser capaz de coger un taxi. Los que podríamos
venir a verte sólo somos nueve, y el mayor todavía no ha cumplido dieciséis.
Al banquero cada vez le costaba más
mantener la concentración.
-Está empezando a darme vueltas la
cabeza.
-¿Quieres que lo dejemos? ‑el banquero
denegó con la cabeza; por mucho que le costase, querrá llegar al final de todo
eso-. Bien. Nuestro Adán, o nuestro 01.01, no sirvió para mucho más que fijar
los problemas detectados en las ovejas: si no se refina el código genético,
las reses clónicas envejecen a gran velocidad. Habíamos aprendido bastante con
las bestias, de modo que al cabo de dos años ya contábamos con una versión 06
que no sólo no envejecía deprisa, sino que su ciclo biológico, tras unos
retoques en su DNA, era un 14% más lento de lo usual. Tras eso empezamos a
probar con cuatro ejemplares, 06.01 a 06.04. El propósito era determinar la
secuencia de transferencia: cómo empezar, cómo seguir, cómo acabar. A los
pocos meses vimos claro: el orden que parecía más adecuado, consciencia-impresiones-reacciones,
no funcionaba en ninguno de los dos lados. Copiar la consciencia da lugar a
una esquizofrenia mortal en el lado emisor, y un caos casi total en la mente
del receptor si luego se le copian reacciones aprendidas. Saberlo nos costó
dos ejemplares, pero ya recordarás lo que decía nuestro tonante director espiritual,
que aprender a capar bien requiere cortar muchísimos cojones ‑el banquero
sonrió, a su pesar‑, de modo que nos centramos en los otros, uno empezando
por las impresiones y otro por las reacciones. Al principio parecía no haber
diferencia, pero pronto vimos que se avanzaba más deprisa si se partía de las
impresiones y luego se intercalaban las reacciones. Del lado emisor, ningún
efecto, salvo unas migrañas muy desagradables, aunque no tardamos en controlarlas.
No llegamos a plantearnos una transferencia de consciencia porque los dos
ejemplares habían quedado muy machacados. Los sacrificamos para realizar las
correspondientes autopsias y después nos centramos en la release 07. Partimos de seis individuos, con distintas
estrategias. Desde ahí aprendimos con creciente rapidez. Vimos, por
ejemplo, que determinadas sustancias, cuidadosamente administradas, actuaban
como catalizadores eficacísimos. Quién podría decir que la mescalina vulgar,
el viejo peyote de los shoshones, es el más potente impulsor de memoria que se
conoce... bueno, que nosotros conozcamos, y que nuestro viejo amigo LSD, el
ácido lisérgico, predispone los cerebros mejor que nada en este mundo a
recibir alucinantes cantidades de información en un tiempo brevísimo.
-Perdona, pero... ¿puedo hacer una
pregunta?
-Una sola, sí. Disculpa que sea
cortante, pero si nos salimos del hilo acabarás perdiéndote, y no queremos que
te pierdas.
-Ya lo imaginaba, pero es una pregunta
necesaria: si sóis capaces de copiar información de cerebro a cerebro, ¿para
qué clonáis gente?
-Ya. Sí, habría debido explicártelo
antes. Verás... sucede que sabemos copiar, pero estamos lejos de dominar la
mecánica de la grabación. ¿Recuerdas a Bell, cuando inventó el teléfono? Él no
sabía qué había inventado. Ni sabía que los electrones vuelan por un cable ni
en qué modo actúan sobre las membranas. De hecho, ni siquiera sabía que los
electrones existían. Sólo sabía que si colocaba dos pares de aquéllas, uno para
decir y otro para escuchar, y los unía dos a dos mediante sendos cables
eléctricos alimentados con una tensión de bajo voltaje, las vibraciones
registradas en la membrana emisora se reproducían en la receptora. Lo que
hacemos viene a ser por el estilo, a otra escala. En general, te diría que los
cerebros emiten y también reciben, aunque sólo a través de sus interfaces
sensoriales. El principio es igual para todos, pero las diferencias de una mente
a otra, incluso si se trata de gemelos monocigóticos, impiden que la
transferencia funcione correctamente, de un modo que garantice una
transcripción total o virtualmente total, el renacer en una mente nueva, en un
cuerpo a estrenar. Ahora, si el receptor es un clon absoluto del emisor, los
códigos coinciden. Basta entonces con localizar los interfaces sensoriales,
que las dos mentes los tienen no sólo iguales, sino en el mismo sitio, y
repetir lo de Bell... aunque de un modo más sofisticado.
-Ya... ¿y lo que llamáis consciencia?
¿También la transmitís así?
-Quedamos en una sola pregunta, Lucho.
-Vaáale. Sigue.
Pepito 14.01 tardó unos segundos en
reanudar su discurso. Se acercaba lo más difícil, lo verdaderamente crucial, de
modo que revisaba lo ya explicado, por si había pasado algo por alto, y al
tiempo reconfiguraba la siguiente unidad expositiva. No lo había explicado,
pero además de un gran bioquímico había llegado a ser un consumado informático,
y también un extraordinario vendedor.
-A lo largo de las siguientes releases aprendimos muchísimo. Una curva
exponencial, como suele suceder cuanto te metes en algo muy a fondo. Aún así
hubo cosas que superaban de largo a las demás. El umbral de transferencia,
por ejemplo, es crítico: no debe durar más de seis meses. También, que antes
de los siete años no conviene realizar más que actividades preparatorias... formatear el site, para entendernos. Por último, a la que comiencen a producirse
hormonas sexuales en cantidad importante hay que transferir la consciencia y
bloquear los interfaces. La pubertad no sólo es el fin de la infancia, Lucho.
Es el de la inocencia, entendiendo por tal la receptividad irrestringida, la
capacidad de aprender sin criticar, sin poner nada en duda. Un niño se lo cree
todo si se le dice con la debida malicia, supongo que lo sabes, pero no es
porque carezca de picardía; es porque los dispositivos de autoprotección de su
mente no han sido activados, o no lo han sido del todo, de modo que si le
llevas a ver la primera Harry Potter, pongamos por caso, sale del cine
convencido de que si se hace con una escoba Nimbus 2000 podrá salir volando, él
también. Las hormonas sexuales dan lugar, entre otras cosas, a que las barreras
de protección comiencen a funcionar. La naturaleza, muy sabia, lo hace así para
impedir que una vez entrados en edad de reproducirnos, cosa seria donde las
haya, sigamos haciendo tonterías. Muy lógico, y muy práctico, pero a nuestros
efectos establece un límite: hay que comenzar a transferir con tiempo
suficiente para que no despierte la sexualidad antes de acabar, porque la
transferencia no culminará y el receptor habrá de ser sacrificado.
-¿Habéis sacrificado muchos?
-Unos con otros pasan de dos mil, y más
que sacrificaremos, pero no te adentres por ahí porque te confundirás. No
sacrificamos personas. Nuestros clones carecen de consciencia. Es como
sacrificar pollos. Ya veo que no lo crees –el banquero se decía que ni creía
eso ni creía ninguna otra cosa de las que Pepito le contaba, pero verle frente
a él, como si estuvieran esperando que les llamasen a confesar, le decía que
por increíble que pareciese debía de ser verdad‑, aunque acéptalo como hipótesis,
para que podamos seguir adelante. ¿De acuerdo?
El banquero asintió, aunque con
expresión de duda metafísica.
-Bien. Otro gran descubrimiento fue que transferir la
consciencia es fatal para el emisor. Su mente queda tan desorientada, tan
desencajada, que lo mejor para él es... desactivarle. Nos alegró saberlo. Nos
preocupaba cómo desdoblar una misma consciencia y mantenerla viva en dos
mentes, pero la forma en que la naturaleza se configura ella misma nos
resolvió el problema: ningún riesgo de juntarnos con dos almas. Sólo hay una,
en la mente vieja o en la mente nueva, pero sólo una. Ya ves, no invadimos el
terreno de Dios, si es que hay Dios. Nos limitamos a buscar una nueva residencia
para las almas cansadas, a darles un nuevo ciclo de vida, y aunque de momento
no hemos visto qué sucede al emprender un tercer ciclo tenemos razones para
pensar que no hay tope de transferencias, que se puede repetir el proceso
infinitas veces y con los mismos resultados: el alma vuelve a nacer en un cuerpo
nuevo, genéticamente idéntico al viejo, y el ciclo empieza otra vez. Más o
menos como la vida misma si fuera cierta la teoría de la reencarnación,
aunque con una novedad: de un cuerpo a otro, de una mente a otra, conservamos
nuestros recuerdos, nuestra experiencia. Nuestra sabiduría. Empezamos de
nuevo, pero sin olvidar lo que dejamos atrás.
-¿Y eso no es enloquecedor?
-Pensamos que no, aunque apenas tenemos
experiencia. Hemos creado muchos ejemplares, pero hasta llegar al primero de
nosotros mismos, 11.08, no empezamos a cerciorarnos. Los anteriores a la versión
11, y muchos de los posteriores, son simples test-bed, ejemplares para pruebas y desarrollo, de inteligencia
poco significativa y que de ninguna manera comprenden cuál es su vida, ni
para qué están en ella. En realidad no comprenden nada. Los mantenemos
felices, por supuesto. No saben lo que son, ni les importa. 11.08, por el
contrario, es la segunda edición de un verdadero sabio, el mejor bioquímico
que haya salido de la UCLA. Más joven que yo, pero le pusimos el primero
porque un melanoma lo estaba devorando. Al tiempo de clonarle mejoramos
su ADN; andaba muy bajo de proteínas P-53, cuya función es vigilar que el
mensaje genético se copie sin errores cada vez que la célula se subdivide, de
modo que las que no superen el control se suiciden. Un bajo nivel de P-53
significa, con virtual seguridad, que a edad temprana, por debajo de los
cincuenta si lo quieres así, se padecerá una primera neoplasia, un primer
tumor. Pensamos que con la mejora, que se la hizo él mismo, su segundo release vivirá más, mejor y menos
angustiado por su pésima herencia genética. Nos costó mantenerlo vivo
hasta que 11.08 cumpliera siete años, y ni te cuento cómo fueron los meses necesarios
para la transferencia total. Terminamos justo a tiempo, porque ya tenía metástasis
hasta en las gafas. Luego, de común acuerdo y tras unos meses para que se familiarizara
con su nuevo cuerpo, y sobre todo con su nuevo cerebro, decidimos entre todos
cómo seguir. Sentíamos una gran curiosidad por experimentar que sucedería de
lanzarlo a un mundo convencional, de modo que lo matriculamos en un
internado de Brisbane, uno de clase muy alta, de lo más inglés. Resistió
dos meses. Luego explicó que jamás habría podido imaginar un aburrimiento
semejante. La compañía de bestias preadolescentes sumamente saludables,
por demás robustas, es lo más frustrante que puede vivir un científico merecedor
de un Nobel. Su aislamiento era total. Ni podía soportar a sus iguales ni
éstos le aguantaban a él. Dos años después volvimos a ponerlo en circulación.
Esta vez se trataba de mandarle al mismo High School de Cherry Hill, New Jersey,
donde había estudiado entre sus trece y sus diecisiete. A esa edad de su
nuevo cuerpo suponíamos que no se sentiría tan aislado, de modo que podría
comenzar lo que todos hemos soñado alguna vez, una nueva vida desde cero
aunque conservando nuestra sabiduría. El objetivo secundario era conseguirle
un certificado de haberse graduado a los trece con todas las AAA's
imaginables, de modo que pudiéramos inscribirlo en alguna universidad de
las que aceptan superdotados. Tuvimos éxito. Encontró en sí mismo una insospechada
vena de juerguista, y se lo pasó en grande, aunque no entre los de 13, sino
con los mayores. Le aceptaron de un modo instintivo. Le veían tan maduro,
sabiendo tantísimo aunque al tiempo tan natural, tan llamando a todo por su
nombre, que a los dos días era uno más. Hasta ligó, fíjate qué cosas. Una
chica también de 13 y que andaba con los mayores, aunque por otras causas.
La principal, haberse desarrollado muy notablemente para su edad. Le tomó
tal cariño que le libró de su segunda virginidad. Bueno, a él y a medio high
school. 11.08, que en su vida de antes llegó entero al matrimonio y no se cree
que jamás supiera del sexo más cosas que los basics, se sorprendió a sí mismo con un performance extraordinario, tanto que al volver a Kiribati echaba
tan de menos aquel año de golfeo que nos quedamos muy aliviados cuando
salió para Princeton. Ahí sigue, tan feliz y tirándose todo lo que se
mueve, que no veas cómo liga con lo feísimo que es. Aún así no ha perdido la
cabeza. Estudia como un loco, aunque no bioquímica. De momento sabe suficiente,
dice. Ahora que tiene una nueva vida la quiere nueva del todo, y se ha
volcado en ingeniería y astrofísica. No es que quiera ser el primero
que deje la huella en Marte. Quiere ser de los que construyan las naves que
nos lleven a poner pie, como especie, como raza, en todos los rincones del
sistema solar. Cuando menos en este su segundo ciclo de vida. Para el
tercero no ha hecho planes. Después de todo, hasta el mes que viene no cumple
dieciséis.
Un discurso muy artero, y también
exagerado, porque 11.08 no tenía tanto éxito. Ni de lejos. Cuando no se vale no
se vale, por muchas vidas que se puedan vivir, pero todo sirve para vender y
allí se trataba de poner en marcha la fosilizada imaginación de Lucho, por
pocas pistas que diera de lo que pasaba por su mente.
-¿Por qué os fuísteis a Kiribati? ¿Qué
tiene de particular?
14.01 reflexionó un largo segundo. Adoraba
su nuevo cerebro, mucho más rápido que aquel con el que nació de padre y
madre. De aún residir allí le habría costado un minuto llegar a la misma
conclusión: mejor darle un respiro.
-Muchas cosas. Para empezar es un
archipiélago de treinta y tantos atolones. Dos tercios están deshabitados. Muy
pobre, que cuando los ingleses la dejaron independizarse, hacia 1979, su
principal riqueza, los fosfatos, se habían agotado. Sus inmigrantes son cero al
año, nosotros aparte. Son, en total, menos de cien mil para novecientos kilómetros
cuadrados. Su renta nacional es bajísima. No hay ejército ni policía, sus
leyes son por demás liberales y, lo mejor de todo, viven a espaldas de los Estados
Unidos. Es uno de los países donde menos influimos. Por eso es tan atractivo.
No tenemos embajador allí, para empezar. Su representación diplomática no
es más que un cónsul honorario en Honolulu, para que veas lo poco que les
importamos y lo poco que nos importan. Lo poco que venden fuera se lo reparten
Japón, Thailandia y Corea del Sur. Dependen para todo de Australia, Francia,
Fiji y Japón. Nosotros les suministramos el 4% de lo que importan. Incluso carecen
de moneda propia. La oficial es el dólar australiano. Están fatal de casi
todo lo que configura el mundo moderno: televisión, servicios telefónicos,
carreteras... en fin, un desastre. Ni siquiera el clima es fabuloso. De diciembre
a febrero puede resultar hasta idílico, pero el resto del tiempo sopla cada
tifón que te cagas ‑el banquero se sobresaltó; conocía la grosera expresión,
pues alguna vez había oído a sus repugnantes sobrinos producirse así, pero
jamás habría esperado escucharla en su despacho-. Luego, como el nivel de
altura de las tierras es muy bajo, a poco que venga un temporal, o un
tsunami, el mar se lleva todo por delante. Por lo demás... pues las playas
no están mal del todo, y si te gusta nadar las lagunas son la cosa más encalmada
del mundo, pero si no te llevas bien con los tiburones mejor no salgas de tu
bañera. Un paraíso, ya lo ves.
-Pues cada vez lo entiendo menos.
-Es un paraíso, aunque sólo para
nosotros. El gobierno de Kiribati nos cedió Nikumaroro por cien años, a cambio
de una pasta. Una isla maldita, evacuada en 1965 una vez se demostró la
imposibilidad de vivir allí. Apenas llueve, carece de plataforma continental y
no se puede pescar otra cosa que tiburones. Ni que decir tiene que nadie viene
a preguntarnos nada. Nuestras construcciones, que son subterráneas, las levantamos
con ayuda de contratistas australianos. Generamos nuestra propia energía, en
parte fósil y en parte fotovoltaica. Con el agua, ningún problema: la potabilizamos,
porque nunca se sabe si lloverá o no, que lo mismo te inundas que no cae
una gota en años. Nos unimos al mundo a través de satélites, unos americanos
y otros no. Es que no sabemos cuándo aparecerá un republicano meapilas que
nos corte la señal. En general, no dependemos de los Estados Unidos.
Nunca se han metido con nosotros, pero es porque no nos han descubierto.
Para el día que lo hagan esperamos estar en condiciones de resistir.
Por lo demás, nuestra tapadera es buena: somos un grupo de científicos medio
locos, especializados en el estudio de los mares, las corrientes y los
vientos. Las autoridades de Tarawa, que pilla como a mil y pico millas, lo dan
por bueno, porque les pagamos tales impuestos que sin nosotros dejarían
de respirar. ¿Que si nos aburrimos? Pues no demasiado. Salvo cuando el mar
se pone bravo la vida en libertad, sin cretinos que incordien, resulta muy
agradable. Tenemos poco tiempo libre, porque nuestro trabajo nos absorbe,
nos enfebrece, aunque lo disfrutamos. A través de los satélites nos llega casi
todo, y cuando queremos un poquito de acción personal, o corrernos una
juerga si lo prefieres, nos pedimos un avión y nos vamos a Fiji, y desde allí
a Brisbane, que para la vida que hacemos vienen a ser como Sodoma y Gomorra.
Otra pausa, de pedir más café.
-Hablando de juergas... ¿sóis todos
hombres? Mejor, ¿cómo sóis?
-Pues hay de todo. La mayoría lo somos
en sentido de género, porque uno pasa del sexo y otros dos llevan toda la vida
investigando juntos, tan felices, pero también hay mujeres y son tan competentes
como nosotros. Una es madre, aunque piensa de su hijo que ni queriendo habría
podido ser más tonto, y ni piensa en él. Todos vamos siendo mayorcitos...
bueno, salvo los que somos unos niños en el plano biológico, de modo que no nos
asaltan las pasiones, aunque no siempre fue así. Hace veinte años hasta tuvimos
un drama de celos, pero lo bueno de ser todos sumamente inteligentes, y no me
lo tomes como una manifestación de soberbia, es no verte limitado en cuanto a
colaborar estrechamente con el que se tira la que semanas antes era la mujer
de tu vida, la cual, a su vez, no pone pegas a yacer con los dos, incluso al
tiempo si ambos fueran capaces de ponerse de acuerdo. Ya ves, Lucho: cuando
el IQ es alto las pasiones decepcionan. Aburren.
-¿Y no hay más mujeres? Te lo digo
porque, aunque sé poco de clonaciones, recuerdo que al final hace falta una
hembra que incube el embrión y a su debido tiempo lo alumbre. Si eso sigue
siendo así, ¿de dónde las sacáis? ¿Y qué hacéis luego con ellas? ¿Las
sacrificáis también?
14.01 sonrió para sí. El sesgo que
tomaba la conversación era muy bueno. Lucho, era evidente, había perdido el
miedo. El que te retira de participar.
-Hay más mujeres, cierto. Y más
hombres, que nosotros no lo podemos hacer todo, pero salvo las que operan como
incubadoras, o madres de alquiler si lo prefieres, el resto es personal
auxiliar, de inteligencia baja. No se necesita un gran IQ para fregar, lavar,
cocinar, operar las calderas, manipular la desaladora o limpiar la pista de
aterrizaje cuando la enmierda el tsunami. En los laboratorios, ni que decir
tiene, nuestros untermenschen sólo
ponen pie para limpiar. No son kiribatíes. No queremos tratar con ellos, no
sea que se corran las voces y nos aparezca una marea de pedigüeños. En su
momento probamos diversas etnias, hasta quedarnos con los vietnamitas. Son
trabajadores, muy estoicos, no preguntan y cuando acaban sus contratos
agarran su dinero y se van, aunque suelen ofrecernos sucesores, por lo general
parientes. Vuelven a su tierra con unos ahorros tan enormes para su coste de
vida que comienzan una nueva, y por lo que sabemos suele irles bien. Uno de
ellos, que con nosotros era cocinero, ahora es dueño de una cadena de
restaurantes. Nos escribe y nos manda fotos subido en sus cochazos, y de paso nos
recomienda sobrinos pobres. Ya ves, por este lado nada que temer. Nuestro falansterio
viene a ser como un barco de guerra: mantenemos una total separación de
castas, pero, como en el barco, sin dejar de saludarnos muy correctamente
cuando nos cruzamos por los pasillos.
-Te faltan las otras mujeres.
-No las olvido. Sólo quería dejar las
cosas acotadas. Antes de que te lo cuente, un pequeño repaso biológico: la
clonación de mamíferos superiores, como las ovejas y como nosotros, no es más
que sustituir el núcleo de un óvulo por el de una célula 'emisora',
suministrada por el individuo que se intenta replicar. Una vez hecho esto se
implanta en el útero de la que durante un tiempo, el propio de la especie, lo
incubará del modo tradicional. La hembra que suministra el óvulo aporta el
citoplasma y con él una cierta cantidad de mitocondrias, las cuales añaden una
leve cantidad de material genético. Ésto determina que, por adición, los
clónicos no sólo replican al clonado en su práctica totalidad, sino que
incorporan alguna calidad adicional. No mucha, porque casi el 100% del ADN
procede del ejemplar que suministra el núcleo. Por cierto, Wilmut y su gente
obtenían los suyos de las células mamarias, y de ahí venía que sus clónicos envejecieran
tan deprisa; nosotros los tomamos del tiroides, y tras refinarlos
adecuadamente vienen a funcionar como núcleos de recién nacidos, de modo que la
esperanza de vida resultante supera de mucho a la propia de los individuos a
clonar. La incubadora, por fin, aporta cero. Sólo es un útero mercenario.
Se interrumpió, formalmente para echar
un trago, pero en realidad para examinar el rostro del que le miraba con
aparente atención.
-Los núcleos no los ponemos nosotros,
salvo cuando ya se trata de clonarnos en serio. Siempre hay voluntarios entre
los untermenschen. Para ellos sólo es
un pinchacito en el pescuezo a cambio de cien dólares, por lo que hay cola, como
puedes imaginar. Los óvulos son fáciles de conseguir. Sólo necesitamos que
sean de buena calidad y estén bien conservados. Cualquiera de las muchas clínicas
de reproducción asistida que hay en el mundo los facilita bajo cuerda por poco
dinero, de modo que ahí no tenemos problemas. En cuanto a las madres, te
sorprenderá saber que son prostitutas. Thailandesas y camboyanas. Jóvenes,
fuertes y sanas. No queremos que transmitan a los fetos ninguna porquería. Cuando
se lo planteamos reaccionan de manera distinta. Las tontas, que son mayoría,
se asustan, porque no comprenden. Nunca insistimos, porque las listas aceptan a
los dos días, en cuanto se lo piensan. Vienen, las preñamos, se pasan nueve
meses bastante distraídas y sabiendo que van a ganar lo que para ellas
será una fortuna. Cuando llega el momento las rajamos sin contemplaciones,
que no queremos bromas con los partos. Luego las dejamos que se recuperen,
les soltamos su dinero y las devolvemos a su pueblo. Jamás han estado mejor
atendidas, han aprendido a leer y escribir, se han levantado una cierta
culturilla y un buen inglés, las hemos tratado a cuerpo de rey, apenas han sufrido
molestias, nadie les ha tocado un pelo y han ganado dinero suficiente para no
volver a putear jamás, salvo si les gusta. De ahí que sean ellas mismas las
que se apunten a un segundo ciclo. Sólo eso, porque más de dos preñeces ni las
quieren ellas ni las queremos nosotros. Cuando vuelven con los suyos nos escriben,
nos cuentan cómo les va y nos ofrecen a sus hermanas, sus primas y sus amigas,
y una de las primeras hasta nos ofreció su propia hija. Casi todas prosperan,
montan sus negocios, se buscan hombres decentes, forman sus familias y
tienen sus propios críos. Ya ves, Lucho: no sólo no tenemos cuernos ni rabo,
sino que hasta cierto punto venimos a ser como una ONG. Unos redentores.
Vamos, que ni la madre Teresa.
El banquero se encogió de hombros. Su
mente, distraída, valoraba la primera derivada: quizá no se hubieran dado
cuenta, pero Pepito y sus colegas eran todos ellos, además de clónicos,
vulgares hijos de puta, y al llegar ahí, a los colegas, le vino una pregunta.
Sin más, disparó.
-Antes hablabas de los planes de 11.08.
¿Y tú? ¿Ya tienes los tuyos?
-Algunos. De momento son parecidos. Un high
school en Michigan, aunque todo el curso, para que nadie se mosquée.
Suficiente para cosechar todos los AAA's, sin dejar uno. Después, Yale. Hemos
acordado no coincidir, para no llamar la atención. Para que nadie ate cabos.
Además, Yale es mejor para bioquímica que Princeton. Yo no deseo cambiar de
vocación, al menos por ahora. Tenemos muchos desafíos pendientes, y ardo en
deseos de volver a la refriega.
-¿Qué clase de desafíos?
-El mayor, poder prescindir del propio
clon. Eso abarataría los costes de un modo tremendo, y reduciría también lo que
llamamos... ciclo de confianza, o
tiempo que deberá esperar el cliente –a Lucho-Luis se le disparó una ceja-
desde que le clonemos sus ejemplares hasta que comience la transferencia. Creamos
sesenta y cuatro por motivos de seguridad. Kiribati no es una cámara sellada,
ya te lo he dicho. Tenemos enfermedades, y están los tifones, y se sufren
accidentes, y también sucede que no todas las réplicas evolucionan bien, por
efecto indeseable de las mitocondrias, pero a la que cumplen siete, y una vez
formateadas, ya sabemos cuáles funcionan con acuerdo a lo comprometido y
cuáles no. Siete años es una espera demasiado larga, y no toda nuestra expectativa
comercial está en tan buena forma como tú, ni es tan joven como tú. Ahora, no
te oculto que las dificultades son por ahora insalvables. La primera e
inmediata es la compatibilidad de códigos de transferencia. Se resolverá
construyendo un traductor, pero es el mismo problema de no saber euskera,
no saber urdú y que te dén dos días para construir un traductor simultáneo.
Supongo que determinar el código primario y el procedimiento de sincronizar
los códigos secundarios me ocupará media vida de 14.01, pero eso no me
abruma. Por supuesto, no pienso vivir sólo para eso. Hay mucho que gozar ahí
fuera ‑señalaba los ventanales, indiscriminadamente-, y ya me las apañaré
para sacar tiempo libre. Lo que más me apetece, hoy por hoy, es lo que anda
viviendo 11.08: ser el amo de la universidad sin que nadie se dé cuenta, birlarles
las novias a todos los que juegan al baloncesto y no matarme a chapar como se
matan los demás, porque nuestras clonaciones vienen con una prima, un bonus, que no sé si te lo he dicho –el
banquero alzaba sus cejas; ¿qué más habría?-: hemos sido capaces de
acelerar nuestra velocidad intelectual, nuestra capacidad de cálculo y, sobre
todo, la capacidad útil de nuestra memoria. En amplitud y en precisión. Lo
descubrimos al comenzar las primeras transferencias. El LSD, bien utilizado,
no sólo determina una expansión colosal del ancho de banda de nuestros
interfaces cerebrales, sino que deja una huella permanente. Por lo general,
un humano inteligente logra conservar alrededor del 1% de lo que observa,
de lo que vive, salvo aquellas cosas en las que pone un empeño
extraordinario en recordar como les sucede a los desgraciados que preparan
oposiciones. Bien, pues nuestras memorias clónicas permiten retener y
direccionar, con grandísima precisión, más del 30%. Con el tiempo superaremos
el 50%. ¿Imaginas qué significa esto? –el banquero no lo imaginaba; no era
capaz de desplegar en su mente aquella parafernalia informática; los
ordenadores, para él, eran un mal necesario; los respetaba, pero jamás padecería
uno‑. Bueno, pues tómalo como un aperitivo: un deficiente posee un IQ (Intellectual
Quoeficient) inferior a 70, con lo que no le aceptarían ni en nuestras fuerzas
armadas; una persona media, la que pudiéramos llamar normal, anda más o menos en 100; una bastante inteligente alcanza
los 130 o un poquito más; alguien muy brillante ya ronda los 150; una verdadera
lumbrera pasa de 180... y dicen que Einstein llegó a 210. Bien, pues el más
tonto de todos nosotros, desde 11.08 hasta 16.20, que por ahora es el último,
no baja de 300, y algunos pasamos de 350.
El banquero se preguntaba, en un derrapaje
mental incontrolado, qué diría San Josemaría de todo aquello.
-Ahora, el problema principal es otro.
Es el de adecuar nuestras consciencias a las posibilidades de cada conjunto
cerebral. Tú eres como eres no sólo por lo que has vivido y aprendido, sino
porque tu hardware intelectual es
como es. Si tu consciencia hubiera de residir en un hardware cerebral distinto no se comportaría de la misma forma.
Unas cosas las haría mejor, otras peor, algunas le serían imposibles y otras,
con las que jamás habría podido atreverse, le parecerían lo más natural del
mundo. La conclusión final sería un comportamiento diferente. Una consciencia
diversa. Un alma distinta. Con lo que sabemos ahora, no podríamos atrevernos
a fijar un porcentaje de coincidencia. El alma de Juan XXIII descargada en el
cerebro de un clónico de Gandhi lo mismo daba lugar a un Göring. Hoy por hoy
parece imposible, pero si algo tenemos claro es que para la evolución de la especie
humana que nosotros representamos, y no me tildes de soberbio porque sólo
es objetividad, nada lo va a ser. Tardaremos más o tardaremos menos, pero
algún día sabremos decir adiós a nuestra herencia genética e irnos a vivir a
otra distinta. Y mejor, mucho más eficiente, poderosa y duradera. Una con la
que salir del sistema solar ya no sea imposible.
-Vale. Dime ya cuál es la oferta,
porque tú has venido a venderme algo.
Mas o menos como lo había previsto.
Lucho seguía siendo un libro abierto. Al menos para él, tanto el de antes como
el de ahora.
-Aún tenemos dinero, pero no durará
demasiado. Necesitamos ingresos, y para ello hemos pensado en una muy selecta
base de clientes. Tipos como tú. No sólo que tengan muchísima pasta. Es la
primera discriminación, por supuesto, aunque sólo para determinar a quién
debemos estudiar y a quién nos debemos acercar. En nuestra lista de méritos
hacen falta, en este orden, bondad, inteligencia, moral y principios. Calidad
humana, en resumen. De ningún modo hablaríamos con Bush, o con Fidel ‑volvían
a mirarse con singular intensidad, pues ambos percibían que no eran el
banquero de 62 y el 14.01 de 3+59; habían vuelto a ser Lucho y Pepito, los
mismos que alguna vez, paseando por el jardín del internado, se contaban el
uno al otro qué harían de mayores‑. A ti te propuse yo, pero te analizamos entre
todos. Eres de los diez que más nos gustan. Eres perfecto, si me permites
que te lo diga. Estás bien para tu edad, de modo que clonaríamos unos ejemplares
excelentes, en el mejor de los estados. Es muy probable que dentro de ocho años
sigas aquí, por lo que podrías culminar tu transferencia sin estar alcanzado
por las prisas. Por las de morir antes de tiempo. Estás soltero, vives solo y
eres el dueño de tu vida. Tu hermano, tu cuñada y tus sobrinos se cabrearán más
o se cabrearán menos cuando les digas que tienes un hijo secreto, pero se
callarán y se joderán por la cuenta que les tiene, no les vayas a dejar sin
nada. Eres tan perfecto que tus convicciones religiosas no serán obstáculo.
Dios, si lo hay, nos ha dado nuestros cuerpos y nuestras mentes, y ningún
mandamiento dicta qué podemos y qué no podemos hacer con ellos. Lo que
hacemos no es moralmente distinto de inventar una vacuna contra el SIDA,
por ejemplo. Piénsalo, y verás como llegas a la misma conclusión. No hay
pecado en lo que hacemos. A nadie perjudicamos, a nadie causamos daño
alguno. Los clónicos excedentes jamás llegan a ser conscientes. Sólo llegan
a ser humanos, a ser personas, cuando les transferimos el alma no de sus
padres, sino de ellos mismos, pues el receptor de la transferencia eres tú, no
es otra persona, no es otro individuo. Eres tú mismo.
Suficiente por ahora, se decía 14.01
con frialdad de vendedor. De ir todo bien, Lucho le llamaría en menos de dos
días. Se preguntó si decir algo de los cien millones de dólares, pero en
milisegundos determinó que ni era el momento ni hacía falta. Si lo había
vendido, ese precio no sería nada contra una segunda vida, una nueva juventud.
Si no, para qué hablar de las siempre vulgares condiciones económicas. No,
mejor dejarlo así. Por ahora bastaba.
-Me voy. Estaré aquí hasta el domingo,
viendo parientes que se mueren y recuperando esquinas que ya se han muerto. Me
apena, por ejemplo, que ya no exista el 72, el tranvía del Paraninfo. Me
habría gustado subirme otra vez en él y bajarme sin pagar, muerto de risa,
como hacía en primero, aunque puedo vivir sin eso como puedo vivir sin casi
todo. Aquí, no en el sitio sino en el tiempo, no en Madrid sino en 2004, queda
poco de mi niñez y aún menos de cuando iba por las facultades, por las dos.
Ya contaba con ello. Aún quedará menos dentro de cien años y seguirá sin
importarme, porque mis recuerdos viajan conmigo, los veo en mi mente y no
necesito reflejarlos. Es la gran peculiaridad de ser inmortal, Lucho: lo
recuerdas todo, lo llevas contigo, aunque sin padecer nostalgia. Nunca te
asaltará, recuerda lo que te digo. La nostalgia nace de una certidumbre:
vas a morir y todo lo hará contigo. Cuando sabes que no vas a morir te despreocupas.
De la nostalgia y de cualquier otra cosa. Los recuerdos pasan a ser
experiencia, y la normal en los humanos no suele ser otra que la dolorosa,
molesta evocación de las pocas o muchas veces que nos hayan dado por el culo.
Cuando eres inmortal eso desaparece. Se desvanece, no aporta, no es útil. Lo
que cuenta es que la vida se alza de nuevo ante ti. Una vida nueva, virgen,
a la que te lanzas sabiendo cuáles son los errores. Ya sabes qué no hay que
hacer, cuáles patas no hay que meter. Aún no tenemos experiencia para determinar
en qué vamos a cambiar, aunque tenemos claro que la sabiduría nos servirá
para cometer errores distintos, diferentes, pero errores al fin y al cabo.
Pues bueno. Qué se le va a hacer. Cometeremos esos y cometeremos millones
más, pero al final será lo mismo, dará igual, porque siempre seguiremos
adelante, volveremos a empezar una y otra vez, naciendo de nuevo, siendo
niños, y después jóvenes, para madurar y luego volver al punto de partida,
cuando empecemos a petardear. Una y otra vez por los siglos de los siglos,
Lucho. Sin límite, salvo que seas tan cretino como para dejarte los cuernos en
una leche de autopista, y ésto de momento, porque tarde o temprano aprenderemos
a preservar nuestros pensamientos, nuestra consciencia, en un medio de almacenamiento,
de back-up, que asegure a nuestros
clientes que, les pase lo que les pase, siempre podrán regresar al último de
sus nacimientos.
Se miraban, aunque ya no se podría
decir que con intensidad. Está saturado, se decía el ser de trece años
biológicos evaluando una vez más la situación. Tiempo de apartarse y dejarle
solo. Le había dejado suficiente para pensar.
-Estoy en el Ritz. Se quedaron del
revés al verme tan jovencito, pero bastó que American Express les confirmase
que cubrían absolutamente todo lo que hiciera, rompiera, comiera o bebiera,
que me ascendieron a mayor en un chascar los dedos. Llámame cuando quieras.
Se levantó. El banquero hizo lo mismo.
Se miraron, sin decir nada. Segundos después Pepito 14.01 había desaparecido
mientras el banquero hacía saber a su preocupado secretario que no quería
nada, salvo que le dejaran en paz y que le cancelaran lo que tuviera el
resto del día, lo de la Reina también. En realidad sí quería una cosa, se
dijo después. Lo buscó él mismo en la cocina, para sorpresa de sus habitantes,
que no recordaban haberle visto por allí. Un vaso con mucho hielo. Después,
de una vitrina muy discreta tomó una botella de Glenlossie 43 años y se sirvió
un buen dedo; bueno, quizá dos. O tres. Tras eso arrumbó a la terraza. El
calor no era excesivo, aunque prefirió sentarse a la sombra y remangarse,
como hacía de joven y había dejado de hacer al poco de cumplir los veinticuatro
y volverse un señor mayor. Llevaba toda la vida siendo un señor mayor, aunque
no se arrepentía. Toda la vida, se repetía sin advertir que lo hacía.
Permaneció allí un tiempo imprecisable.
Debió de ser bastante, porque al llegarle una tosecilla, de un par de metros
atrás, no quedaba nada en su vaso. Qué leal, su secretario. Un perro no lo
habría sido más, aunque tampoco podría decirlo, porque jamás había tenido un perro.
Jamás había querido a nadie que se le pudiera morir, ni que le recordase que
también él moriría, un día u otro.
-¿Sí, Antonio?
-Me preguntaba si desearía ya comer,
Don Luis.
-¿Y por qué se lo pregunta?
-Porque son las cuatro y media, Don
Luis.
Una breve pausa.
-Yo suelo comer antes, ¿verdad?
-A los dos y media en punto desde hace
veinte años. Antes, pues no lo sé.
-Imagino que los chicos de la cocina
deben andar algo desconcertados.
-No se podría decir mejor, Don Luis.
-¿Y por qué no ha venido César a
preguntar?
-Porque cuando Don Luis está como está
hoy Don Luis, no se atreve ni a pestañear.
El banquero sonrió, divertido. César
era un buen mayordomo, de verdadera clase y majestuoso estilo, pero saltar de
un parapeto al frente de una bandera de la Legión no era lo que mejor haría, y
menos los días en que la pluma le asomaba más de la cuenta, que últimamente solían
ser casi todos.
-¿Y usted por qué se atreve, Antonio?
-Porque me paga usted para que me
atreva, Don Luis, aunque ahora mismo no sabría decir si me paga suficiente.
El banquero sonrió ampliamente. Incluso
se permitió un leve gorgoteo, lo más parecido a una carcajada que se permitía
exhalar.
-¿Ha comido usted? Ya. Que ni se le ocurre si no le consta que yo ya he comenzado. Bien, pues le dice a César que ponga dos cubiertos y que descorche un La Tâche del 49. Hoy vamos a comer juntos, Antonio. Aquí, en la terraza, que con este sol da gusto... aunque antes hágame un favor. Sí, un favor, no levante así las cejas, hombre, que no es para tanto. Necesito que averigüe dónde queda Kiribati. Un archipiélago en medio del Pacífico. Antes lo llamaban Islas Gilbert, me parece. Sólo quiero verlo en un mapa. Bueno, y saber cómo se llega, pero eso lo averigua luego, después de comer. Ah, otra cosa: según busca el mapa, o mejor antes, llama usted al Ritz y deja un recado para el chico Piernavieja. No hable con él, incluso si está, que lo dudo. Andará por ahí, viendo abuelas. Le deja dicho que mañana cuento con él para comer, aquí, a las dos en punto. Luego, a la noche, llama usted de nuevo, para confirmar que le han dado el recado. Ahora, disfrutemos. La vida es estupenda, ¿lo sabía usted, Antonio?
Muy bueno.
ResponderEliminarPero hay algo que no me cuadra y es que no entiendo como "Pepito" todavía no se ha puesto en contacto conmigo y eso que compartimos pupitre. Si me quiere escribir ya sabe mi paradero..
Pero estaba Oscar Ortiz Lopez entre tu y él.
ResponderEliminarA mi me llamó, pero no pude aportar la cantidad que precisaba.
De cualquier forma, patachula era buen amigo de todos, pero yo pasé ratos fantásticos montando en jna velosólex que tenía y que fueron mis antecedentes motociclistas.
Piernavieja lo ha leido?. Como se llamaba de nombre?. El segundo apellido era Niembro. El orden por las filas de detrás ..... Ortiz Blasco, Ortiz López, Placín, Pérez Serrano, Piernavieja, Quesada, Quiñones, Ramos, Rincón, Rosas.... Este cuento lo escribiste más o menos igual hace años verdad?. Muy chulo.
ResponderEliminarVivir eternamente a mi me aterraría. Ha sido la ilusión de los alquimistas que quizás arregle la clonación, pero no me parece un porvenir atractivo para el homo sapiens.
ResponderEliminarPues don Luis se puso muy contento...
ResponderEliminarSe llamaba Fernando, efectivamente Piernavieja Niembro.
Palacín. Pérez Jáuregui.
Me faltó en mi cita Portolés
EliminarOs habéis olvidado de Picón.
ResponderEliminarCierto, sorry
EliminarVicente Ramos
.... Pérez Jáuregui, Picón Chisvert, Piernavieja Niembro, Portolés Sanz, Quesada, Quñones Vesperinas, Ramos Cecilia .....
EliminarMuy buena historia, Alfonso; ya sabes que la versión 1.0 la conocía desde hace tiempo; no sé cuál es ésta, pero calculo que será la 3.0. Eso se llama exprimir un buen limón, con permiso de nuestro querido Fernando, al que me parece recordar que ya se la enviaste.
ResponderEliminarEn cuanto al título “Vida perdurable”, tras leerla de nuevo, creo que sería más apropiado haberlo titulado “vidas clonadas”. Eso no es óbice para que la clonación fuera una forma de conseguir vivir eternamente, como ya hacen algunos animales, medusas e hidras, que en cierta forma rejuvenecen y vuelven a nacer en lo que podría denominarse “autoclonación”. A lo mejor la elección de nuestro compañero ha venido de sus apellidos, empezando por clonarse a partir de un niembro de pierna-nueva (perdón por el mal chiste).
He de decir que entre una vida perdurable, contando además con impresoras 3D capaces de regenerar cualquier órgano de nuestro cuerpo partiendo del mismo material genético, prefiero ésta a tener que batallar con otros nueve clones como mencionabas. En tal caso, cada uno de mis clones tendría sus manías, a lo mejor hasta se enamoraba de las mismas chicas, total, que para eso prefiero la perdurable. En cuanto al envejecimiento del cerebro y la consciencia, es muy posible que se lograse un rejuvenecimiento a partir de la neuroplasticidad y la capacidad de crear nuevas neuronas; el problema sería la inmensa acumulación de recuerdos y experiencias que tras un periodo muy largo el cerebro terminaría por ir desechando para evitar recalentarse demasiado. Total, que la vida perdurable podría ser perfectamente posible y no una ficción, pero creo que debiéramos conformarnos con una vida extendida y periódicamente renovada, pues el problema que veo es que el concepto de “eternidad” pudiera ser igual de escalofriante que el de la muerte.
Me ha gustado mucho.Como dice Kurt,la vida podria ser perdurable,yo prefiero que no,ademas el aparato locomotor no lo es,que se lo pregunten a Vicente.
ResponderEliminarPiensa que no solo el aparato locomotor es nuevo en el cuento, el corazón, el hígado, todos los órganos son cambiados por un "transporte" del cerebro nuevo.
EliminarEn esas condiciones y con un descendiente de Cabo Verde igual podría ir a la NBA...
En general no suelo comentar las cosas que alumbro. Sean buenas, sean malas, se comprendan o no se comprendan, eso debe decidirlo cada lector, si tiene ganas de hacerlo. Aquí, sin embargo, me creo obligado a explicar algo: este no es un cuento sobre la vida eterna. Es una reflexión sobre lo que podría sentir una persona de muy sólidas convicciones religiosas, absolutamente seguro de la existencia de una vida eterna donde será premiado por su fé y por sus buenas acciones, si en algún momento de su madurez se le explica de un modo convincente que, si cuenta con la pasta suficiente, podrá ganar la vida eterna en condiciones paradisíacas, nada infernales, y sin la fastidiosa necesidad de morirse antes. Si hay algún creyente convencido que lea esto, ¿nos podría explicar cómo lo vería?
ResponderEliminarResulta enternecedor escuchar a los creyentes en el NOM, con una cantidad de secuelas de sabe Dios cuantas decepciones personales tempranas (monarquía, creencias religiosas, la terrible Banca...) defender la vida eterna, nada menos, basado en el nuevo Dios: la ciencia. Sin asomo de moralidad alguna, proponen que los más elitistas y ricos de entre los humanos se clonen, utilizando granjas de mujeres al efecto, para tener una vida eterna. Los demás cientos de millones de humanos que no tienen acceso a tal maravilla, seguirían muriendo, con más o menos aceptación, y pensando que lo bueno, si breve, dos veces bueno. Soluciones para millonarios descreídos, y muy "científicos", total, para no plantearse el terrorífico tránsito y ser "inmortal". Por otra parte, darle a la vida, por sí misma, "condiciones paradisiacas" (se supone que "siempre" se ha de ser millonario, con cualquier sistema económico vigente) y sin pensar que el calentamiento global, acabará con la Humanidad en breve. Mejor vete preparando, que para ti no existe esa solución tan beatífica. No es que sea "pensamiento Alicia", ese engendro es infumable. De todas formas ¡que fe tan admirable!.
EliminarParece que alguno ya nos lo ha explicado.
EliminarYo no veo ningún problema en acercar la ciencia a las creencias religiosas, con tal que las faciliten y evitar tener que recurrir al sempiterno "es que hay que creer" y además "porque sí". No es que le Ciencia sea el nuevo Dios; pudiera ser un "facilitador".
EliminarEn cuanto al dinero y lo necesario que sería para conseguir la inmortalidad disfrutando de todo lo que nos gusta y para siempre, un ejemplo: imagina que al sujeto pretendiendo ser inmortal le gusten muchísimo los polvorones (algo no muy caro); la inmortalidad podría para él comer todos los días y sin fin esos polvorones. ¿No se hartaría al cabo de poco tiempo, si es que no se muere atiborrado de ellos en la garganta o con el riesgo, aún peor, de que se le queden esos pastosos dulces ahí para siempre? Horrible...
Lo peor es pretender hacer gracietas con el sarcasmo de los que creen que pueden cachondearse de lo más sagrado, pero con exquisita ironía, sin que nadie se moleste, teniendo que contestarle cogiéndosela con un papel de fumar, sin acritud. Por cierto: al ideal de nuestro millonario eterno, creo que le saldrían inevitablemente ojos achinados, en lo que parece el paraíso por venir.
EliminarItem más. Resulta que ya sabemos a qué se dedicarían nuestros inmortales, nada de atiborrarse a polvorones, nada de aburrimientos mundanos: Los actuales "filántropos" millonarios mundiales candidatos a inmortales YA se están dedicando a promover el aborto masivo, pues -al parecer- en la Humanidad sobran millones de personas y pretenden reducir a cero su crecimiento, objetivo que les llevaría varias "reencarnaciones". Otro meritorio objetivo es promover las migraciones del mundo no desarrollado a Europa, principalmente: hay que acabar con esas creencias nacionales basadas en el cristianismo, que tanto daño le han hecho a alguno, que arrastra sus secuelas pregonando su dolor por doquier. Otro objetivo es la eutanasia, para "aliviar" de viejos que aun tienen aquellas creencias, en favor de los jóvenes, para los cuales ya se ha determinado cual será su futuro: "no tendrás nada y serás feliz". Otro objetivo es el control de los ciudadanos por medio de la IA, al modo de China, su modelo, estableciendo clases de ciudadanos "buenos" y otros "desobedientes", a los que hay que controlar. También se ven en la obligación de promover eficazmente la censura en todos los medios, para evitar que los no afectos expandan su odio entre la población. Probablemente, fabricarán "soma" para todos. Hay que extender los valores de la fraternidad universal, basada en la ciencia (y en baphomet) y erradicar, por fin, toda influencia de la Iglesia (solo Católica), que tanto mal hace a las mentes de los hombres así liberados, tan "científicos" ellos. Los nuevos millonarios-rectores de la Humanidad, tendrían solo un inconveniente: vérselas con los chinos, con los que, aun con menos principios morales, tendrían que repartirse el Mundo. Lo del Gobierno Mundial (NOM), en mi opinión, solo tendría ese pequeño inconveniente, pero es posible que se pusieran de acuerdo. Finalmente, en lo que parece una premonición, los chinos han expandido un virus universal, y los filántropos occidentales han expandido una vacuna -que pretenden obligatoria (para ser "buen" ciudadano)- basada en una modificación genética de resultado desconocido a medio plazo. ¿Por qué no la esterilidad?. Todo esto es Davos, Agenda 2030, desarrollo "sostenible", ideología de género...Los candidatos a inmortales: Soros, Bezos, Gates, Rockefeller, Zuckerberg, Page y Brin... COROLARIO: los millonarios se vuelven "filántropos", que pretenden -invariablemente- arreglarle la vida a la humanidad, así es que de aburrimiento nada. Lo último es la idea de "tapar el Sol" para evitar el calentamiento. De comer bollos, nada de nada. Curiosamente, es Humanidad tan futurista, volvería al principio: ser como Dios. Al parecer, los candidatos no temen que les pase como al "primer filántropo", al que le fue tan mal, por su soberbia. Cuidado con tanto polvorón.
EliminarKurt, si el propósito de una supuesta vida eterna fuera inflarse de polvorones, te daría la razón. Para una existencia como esa, mejor sería suicidarse. Sin embargo, el propósito de una vida eterna basada en el progresivo avance científico, si lo piensas con algún detenimiento, sería desarrollar no ya el ser humano, sino la especie humana, de modo que, tras un tiempo que cada vez sería más corto, dado que el desarrollo intelectual y científico es exponencial, se acabaría por alcanzar el nivel de funcionalidad que hoy en día unas cuantas de las muchísimas religiones que todavía padecemos imputa a un Dios que no se sabe si exite o no: no sólo la inmortalidad, sino la omnisciencia, la omnipotencia, la omnipresencia y todas las 'omnis' que nos despeñaba el padre Gabino (bueno, tú de ése te libraste). A mi, al menos, esto no me parece tan disparatado. Si piensas que hace cinco mil años aún vivíamos en las cavernas, que el lenguaje escrito sólo existe desde hace 3.500, que la pólvora tiene poco más de mil, que las ametralladoras comenzaron a matar europeos en 1870, que aprendimos a volar hace 115, que la energía nuclear no pasa de 80, que volamos por el espacio desde hace menos de 70, que la IT sólo tiene 65, que la internet acaba de cumplir 30 y que la pornografía sin hilos no tiene muchos más de 20, y todo eso limitándonos a unos pocos de los tremendos avances científicos registrados desde que algún salvaje aprendió a hacer fuego frotando un par de palos, es para ser optimista en cuanto al futuro de nuestra especie. Igual el plan de Dios, en el caso de que haya uno, consiste en que alguna civilización que surga en los tropecientos mil trillones de planetas que hay en el universo se desarrolle con acuerdo a esto que acabo de contar, de modo que un buen día, transcurrido un tiempo razonable, se vea con alguien de similar funcionalidad con el que ya pueda hablar de Messi y del Barcelona (o del Estu). Sería una carrera donde quien ganara se quedaría con todo, empezando por llevar a cabo un 1/Big Bang y volver a la casilla de salida (por ejemplo). En fin, piénsalo. Es, ya te lo avanzo, como asomarse a un abismo tan espeluznante como delicioso.
ResponderEliminarQuizás deba aclarar que el ejemplo simpático de los polvorones no tenía otra intención que expresar que la inmortalidad disfrutando de un paraíso permanente pudiera no resultar tan esplendorosa como como mucha gente cree. Los mahometanos sueñan con un paraíso de odaliscas preciosas y al cabo del tiempo probablemente les pasaría igual que con los polvorones. ¿Qué sucedería entonces? Pues que la eterna inmortalidad, valga la redundancia, ya no sería tan apetecible como al principio y la mayoría querría entonces "salirse", pero ¡ay!, demasiado tarde.
EliminarTu idea de utilizar la inmortalidad como una oportunidad para aprovechar el desarrollo futuro del hombre (si es que no se destruye antes) es bastante más inteligente y más razonable que la de las odaliscas y los polvorones, por supuesto, pero sigue estando ahí el escalofriante concepto de la eternidad: que no tenga fin. Habría que prever unos periodos de descanso que permitiera disfrutar por algún tiempo de una mortalidad imperfecta, como unas vacaciones de la eternidad, esa que habíamos dejado atrás y que entonces la echaríamos de menos.
En cuanto a que nuestro universo sufriese un "big crunch" o un "big freeze", siempre existirían millones de otros universos para seguir la racha inmortal. Que nuestro universo se pudiera repetir de nuevo en la casilla de salida (el "big bang 2") no sería muy probable, que no imposible. No te niego que sería apasionante ver cómo se las apaña una nueva humanidad y quién sabe si pudiéramos entonces interferir para que no se cometan las estupideces de la nuestra. Quizás el tiempo como dimensión fuese algo que ya no sintiéramos y no fuésemos conscientes de él; en tal caso quizás estuviera en disposición de aceptar la idea de la inmortalidad, pero debería ser con esa condición, es decir, que no fuera consciente de su paso inexorable.