por JOSE ENRIQUE GARCÍA PASCUA
Un repaso a la historia
reciente de España nos lleva a descubrir que ésta es una nación de gente
cainita, que constantemente encuentra motivos para odiar a sus próximos, por
los agravios que ellos supuestamente le hacen. Tal actitud dio lugar en el
siglo XIX a la conversión del natural amor al terruño en distintos
nacionalismos que ocasionalmente propugnan la separación de la región en que
uno nació (o creció) del resto del Estado español y que se plasmó en un
pensamiento federalista y cantonalista al socaire de la I República. Ya en el
siglo XX, ciertos nacionalistas recurrieron al uso de la violencia para
conseguir sus objetivos. Todavía hoy, en el siglo XXI, a pesar de los esfuerzos
políticos para superar en el ámbito europeo las confrontaciones entre pueblos,
los nacionalismos perduran, y no sólo en España, sino en otros muchos lugares
de Europa.
Como he dicho, nuestros mutuos
agravios y odios se gestaron en el siglo XIX, y aquí ofrezco un par de testimonios:
Probe Galicia, non debes
chamarte nunca española,
que España de ti se olvida
cando eres, ¡ai! tan hermosa.
Rosalía de Castro. Cantares gallegos (1863).
«España está paralizada por la necrosis producida por la sangre de
razas inferiores como la semítica, la bereber y la mongólica, y por espurgo que
en sus razas fuertes hizo la Inquisición y el Trono, seleccionando todos los
que pensaban, dejando apenas como residuo más que fanáticos serviles e
imbéciles […]. Del sur al Ebro los efectos son terribles; en Madrid la
alteración morbosa es tal que casi todo su organismo es un cuerpo extraño al
general organismo europeo. Y desgraciadamente la enfermedad ha vadeado ya el
Ebro, haciendo terrible presa en las viriles razas del norte de la Península».
Pompeu Gener. Herejías (1887, pág. 239).
Ahora, nos llega el turno a los
castellanos, que tampoco queremos pertenecer a España, como atestigua la
pegatina anónima que me encontré sobre una vidriera en el centro de Segovia:
Este declarado deseo de echar a
los españoles de Castilla deja perplejo, pues, si los castellanos no son
españoles, ¿quiénes son estos a los que repudiamos? Una primera investigación
nos descubre que la silueta que aparece en la susodicha pegatina incluye a las
presentes comunidades autónomas de Castilla y León, Madrid, Castilla-La Mancha,
Cantabria y La Rioja, como se puede comprobar en el siguiente mapa:
Luego, aquellos españoles de
los que abominamos son los habitantes del resto de las comunidades autónomas,
mientras que los únicos que merecemos el nombre de castellanos somos los
ciudadanos de sólo diecisiete provincias, Salamanca, Zamora, León, Palencia,
Burgos, Valladolid, Ávila, Segovia y Soria por parte de la comunidad autónoma
de Castilla y León; Madrid por parte de la comunidad autónoma de Madrid;
Albacete, Ciudad Real, Toledo, Guadalajara y Cuenca por parte de la comunidad
autónoma de Castilla-La Mancha; Santander por parte de la comunidad autónoma de
Cantabria, y Logroño por parte de la comunidad autónoma de La Rioja (con el
añadido de los moradores del Condado de Treviño, el cual, aunque fuera del
contorno, pertenece administrativamente a Castilla y León).
Lo que se sigue de semejante
discriminación es que existe una entidad política llamada España a la que no
pertenecen de ningún modo los territorios mesetarios, mientras que, por el
contrario, se deben considerar españoles incluso a esos catalanes
independentistas que en estos momentos trabajan por separarse del conjunto del
Estado. Va a resultar difícil llegar a un consenso a este respecto, máxime
teniendo en cuenta que los criterios que los separatistas castellanos utilizan
para discernir entre Castilla y el resto son confusos, ya que incluyen dentro
de nuestra comunidad dos comunidades que realmente se encuentran fuera del
ámbito geográfico de la meseta central, Cantabria y La Rioja.
Si acudimos a la historia, nos toparemos con
un antecedente republicano de los criterios utilizados para definir el ámbito
de la castellanidad. Se trata del pacto federal de Valladolid, en que
representantes de las diecisiete provincias mentadas acuerdan crear la
Confederación Castellana el 15 de junio de 1869, al principio del sexenio
revolucionario. Ya proclamada la República federal el 11 de febrero de 1873, a los
castellano-leoneses les entró la prisa por constituirse en Estado federal, y
las once provincias a las que les atañía esta empresa firman un nuevo pacto,
también en Valladolid, el 8 de agosto de 1873, para instaurar el Estado Federal de Castilla la Vieja, pero
sin que los representantes de la provincia de León abandonasen sus reticencias
a una unión definitiva con los castellanos, reticencias que dieron ocasión a la
propuesta de que el Estado federal coexistiese con todos los cantones que
nacieran del efímero movimiento cantonal que entonces agitaba a España,
vorágine centrífuga que dio al traste con la I República, tras la suspensión de
las garantías constitucionales por parte de Castelar el 20 de septiembre y el
golpe de Estado del general Pavía del 3 de enero de 1874. Por su parte, las
seis provincias del sur se vieron abocadas a congregarse en el futuro Estado Federal de Castilla la Nueva. (Cf. Rafael Serrano García: “El federalismo castellano durante el
sexenio revolucionario”. Revista de investigaciones históricas,
nº 5, Universidad de Valladolid, 1985, pp. 253-266. En
https://dialnet.unirioja.es/).
En el panorama político
castellano de hoy, encontramos varios partidos nacionalistas, que propugnan
altas cotas de autonomía o incluso –por lo que se ve– la independencia con
respecto a España. Los nacionalistas castellanos coinciden en que el territorio
a reivindicar es el coincidente con el remarcado en el mapa del territorio
español que aparece más arriba y que –como ha quedado señalado– anexiona
cuatro autonomías ajenas, Madrid, Castilla-La Mancha, Cantabria y La Rioja; he
aquí una concomitancia con uno de los
nacionalismos no castellanos, el nacionalismo catalán, que no duda en
exigir la anexión de los que llama
“países catalanes”, y que, además, está conspirando por lograrla.
Los mentados partidos se
reparten a lo largo del espectro político,
desde la derecha hasta el extremismo de izquierdas, que es también una
concomitancia con el independentismo catalán. Aunque la pegatina que ha dado
lugar a este escrito es anónima, una indagación en Internet me hace pensar que
su origen está en una de esas organizaciones, el Movimiento Popular Castellano,
integrado por el partido Izquierda Castellana (IzCa), marxista-leninista, las
feministas Mujeres Castellanas y la organización juvenil autodenominada Yesca, heredera de las antiguas
Juventudes Castellanas Revolucionarias (JCR). Yesca, en su sitio de Internet (www.juventudrebelde.org), declara
que, en materia de castellanismo e internacionalismo, trabaja para que los
castellanos “puedan decidir su futuro libremente junto al resto de pueblos del
mundo, construyendo un nuevo modelo social basado en la justicia y la
solidaridad entre los pueblos”. Por su parte, IzCa ha colaborado con grupos
abertzales e independentistas catalanes. No obstante, estos nacionalistas
castellanos de izquierda no se califican tanto de independentistas como de
soberanistas, con lo que supongo que quieren decir que están a favor de que
–como reclamaban los federalistas del XIX– la soberanía, o autoridad suprema,
resida en la libre voluntad del pueblo, lo que, en este contexto, implica que
el pueblo tiene derecho a la autodeterminación, incluso frente a otros pueblos
con los que en su momento alcanzó un acuerdo de convivencia. En este caso, la
soberanía desemboca en la independencia y la ruptura con los antiguos
compatriotas, los cuales, si perciben que la ruptura no les es beneficiosa, se
opondrán a ella, con lo que surgirá el conflicto entre unos y otros, lo que me
parece que no concuerda precisamente con la declarada solidaridad universal.
Encuentro incoherente que
algunos partidos que se consideran revolucionarios y de izquierda al mismo
tiempo se declaren a favor del independentismo, y hagan causa común con los
burgueses nacionalistas que, allá por el siglo XIX, inventaron este movimiento
con el fin de transferir el control del entramado socioeconómico del poder
central a las oligarquías locales. La causa de esta incoherencia debe de estar
en la herencia del continuo enfrentamiento secular entre españoles, pues, al
final del reinado de Isabel II, los liberales que se decantaron por el
federalismo y el republicanismo se encontraron en la calle con los incipientes
movimientos socialistas y anarquistas y todos ellos hicieron causa común frente
a monárquicos y conservadores; después, este panorama se repitió cuando la II
República, y las nostálgicas izquierdas
españolas de hoy en día, que no cesan de resucitar los fantasmas del
pasado –a falta de un genuino proyecto de transformación social, acaso
imposible–, consideran que las viejas alianzas circunstanciales son suficiente
justificación para la concurrencia ilógica entre aspirantes a revolucionarios
sociales y aspirantes a eliminar la cooperación intracomunitaria, es decir, la
solidaridad entre los pueblos.
Esto es lo que ciertamente hace
la CUP en Cataluña y a lo que estaría abocada IzCA en Castilla si su empaque
político fuera un poco mayor. La CUP, no obstante, tendría la coartada de que,
en realidad, ellos se aprovechan de la agitación social inducida por los
burgueses nacionalistas para llevar adelante un proyecto de ruptura
revolucionaria, pero los nacionalistas radicales castellanos ni siquiera se
plantean una estrategia semejante, sino que afirman que son nacionalistas para
crear “un nuevo modelo social basado en la justicia y la solidaridad entre los
pueblos”: se expulsa de Castilla a los componentes del pueblo español con el
fin de reforzar la solidaridad con el pueblo español. Para librarse de la
contradicción, estos nacionalistas no se llaman a sí mismo “antiespañoles”,
sino “antiespañolistas” (?).
Saconia es un barrio de Madrid.
La incoherencia continúa
cuando, observando el mapa que abarca el territorio de una pretendida Castilla independiente,
descubrimos que los castellanistas incluyen aquí a Cantabria y a La Rioja, sin
preguntar a sus habitantes si están conformes con ser absorbidos por la nueva
nación, al igual que hace la CUP en lo que se refiere a la integración del
Reino de Valencia y de las islas Baleares en una hipotética nación catalana.
Estos revolucionarios antifascistas y antiimperialistas no tienen reparo en
someter a sus designios nacionalistas e imperialistas a otros pueblos, pero,
eso sí, los fascistas son los que no piensan como ellos. Desprecio de tus
hermanos y odio contra tu vecino, al fin y al cabo, lo que es habitual en esta
España nuestra.
El discurso incoherente a que
nos enfrentamos sugiere que estos revolucionarios cómplices de las oligarquías
mezclan tontamente los términos: se oponen a los españoles opresores sin
determinar qué hay detrás de estos dos términos. Lo que hay detrás no son las
instituciones españolas como tales, sino quienes, aun siendo catalanes, o
castellanos, se aprovechan de las diferencias sociales y económicas que nacen
del intercambio, y se pelean entre ellos.
Torrecaballeros, 16 de abril de
2018.
Todo indica que las fronteras tradicionales, sean provinciales o "autonomistas", más que fronteras parecen trincheras.
ResponderEliminarEl federalismo, como contraposición al regionalismo o al nacionalismo e incluso al posterior independentismo, ya fracasó hace dos siglos con la I República. Las dos dictaduras, la de Primo de Rivera y la de Franco, no hicieron sino remover los posos, consiguiendo el efecto contrario al que se pretendía. De esos posos, estos lodos.
Aunque el nacionalismo exacerbado es algo básicamente emocional, no llego a pensar que consista en odio, pero es cierto que lo genera. Evitar brotes emocionales con la razón siempre ha sido muy difícil...
Lo que buscan básicamente los nacionalismos excluyentes es romper la hucha común y quedarse con lo máximo que puedan de ella. Los demás contribuyentes, en este caso, se sienten defraudados, y, tratándose de dinero, que otro se apodere del tuyo me parece motivo suficiente para generar odio.
ResponderEliminar