...por Ildefonso Arenas
Me
divorcié hace tiempo. Sin traumas. Ninguna historia trágica de sentimientos
heridos, laceraciones del alma y tonterías por el estilo. Nos equivocamos,
nada más. Nos conocimos en el bar de Agrónomos, un día en que yo, pardillina
de primero de Informática cotorreando con dos amigas de cuando COU, me
quedé alelada con un Tarzán de allí mismo que iba ya por cuarto. No tengo nada
de romántica, pero sé valorar un buen tío, y Pepe lo parecía. Era simpático,
y divertido, cosas todas ellas que ayudan mucho a encapricharse, y es que lo
mío no fue mucho más que eso. Lo suyo, sí. Ya saben, siempre hay uno que
quiere y otro que se deja querer. Yo era la que se dejaba. Sin implicarme.
Pepe sí que se implicaba, pero no al punto de perder la cabeza. En buena lógica
no habríamos sido más que un rollo de los que acaban cuando uno de los
dos consigue su primer trabajo y con éste le llega nueva gente, más interesante
que los viejos colegas de la escuela o la facultad –anda que no llevo vistos
casos así-, pero él quería ser un glorioso miembro del Cuerpo Superior
de Ingenieros Agrónomos, lo que significaba someterse a una oposición
horrorosa, no cambiar de ambiente y seguir saliendo con la misma gente. Le
tumbaron dos veces, pero él, hijo y nieto de Ingeniero Agrónomo, no
desfallecía. Mejor dicho, no dejaba que se le notase. Yo sí lo notaba.
Me tragaba sus angustias, sus cabreos y sus malas leches. Le habría debido
plantar entonces, pero dejando aparte que me daba pena yo también curraba
un disparate, haciendo quinto de lo mío y de becaria en IBM, de modo que tampoco
tenía el cuerpo para jotas. Como nos veíamos poco, que los dos vivíamos
a la sopa boba con nuestros respectivos papis, y no nos planteábamos otra
situación administrativa, pues era llevadero. De vez en cuando un cine,
una cena, un polvo y a empollar, que perder el ritmo es malo. Así
ocurrió, que nos sincronizamos: con una diferencia de días él sacó la oposición
y yo acabé la carrera. Nada más normal que nos diéramos un premio. Mi
papi, un sol, nos dejó el Mondeo y algunas pesetiñas, y así nos fuimos, a
ver esos mundos de Dios. Seis semanas por Europa, con poco dinero pero
suficiente para no privarnos de nada. Mucho bocata, mucho bed & breakfast, pero vimos Lakmé en la Ópera de París y Parsifal en la de Berlín –menudos coñazos,
oigan, sobre todo Parsifal; como
todo lo alemán, no se acababa nunca-. Pepe disfruta con la cultura. Yo, que
por algo soy informática, paso de todas esas chorradas, aunque también
es verdad que verlas alguna vez puede ser hasta bonito. Lo mejor, patearnos
las ciudades. Las calles, las tiendas, los bares, los antros, los rincones.
Las gentes. Eso sí que me gusta, y a Pepe también, así que no pudimos gozar
más. París, Berlín, Amsterdam, Brujas, Bruselas... en fin, qué les voy
a contar. Lo pasamos tan bien, fuimos tan felices, o nos parecía que lo
éramos, que nada más volver nos da el yuyu y nos casamos. Teníamos dónde
vivir: de nuevo mi padre, un cielo, que tenía en alquiler un adosado en Majadahonda,
chiquitín pero monísimo, y nos lo cedió por lo que pudiéramos pagar. Con
curro, los dos. Yo, en una multinacional que una vez fue grande, luego
anduvo cerca de petar y ahora, en estos días, va tirando como puede. Pepe, de
ingeniero en la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha. Cada día,
ciento sesenta kilómetros entre ir y volver, los que van de Toledo a
Majadahonda. Para mí, qué remedio, dos horas de tren y de metro, porque
sólo teníamos un coche. Los comienzos son duros, siempre, aunque a ustedes
no les voy a cantar la milonga de los recién casados que se alimentan de
su amor. Sería una desvergüenza, y con la paciencia que han mostrado llegando
hasta esta línea lo menos que puedo hacer es decirles la verdad. Sucedió,
nada más, que unas cosas con otras nos veíamos poco. Él solía llegar a las
tantas y yo algo más tarde, que las multinacionales aprietan y abrirse
camino en la mía no era para las que adoran salir a las cinco e irse de
tiendas, y luego de copas. Los fines de semana nos traíamos trabajo, y aunque
al principio nos esforzábamos en mimarnos el uno al otro no tardamos en
llegar al 'si quieres un congelado al microondas te lo haces tú, si prefieres
otra cosa vete al VIPS, o adonde te salga de los huevos, pero no des más el
coñazo'. Por si fuera poco empecé a viajar. La compañía tiene un meeting center cerca de Niza, y les
aseguro que no hay lugar más divino para seminarios y reuniones. En uno
conocí a un danés que no estaba mal. Tan nada mal que al segundo día de severa
y formal reunión multinacional, y tras pasear un rato por Saint Paul de
Vence, me lo tiré. No en un portal. El meeting
center, si eres discreto, va de cine para el sexo a salto de mata. No fue
un idilio, por supuesto. No pasó de ser un mero aliviarse de los bajos. Él
tenía su rollo allá en Roskilde y yo mi Pepe acá en Majadahonda, pero un Pepe
que cada día era menos mi Pepe. No se lo conté. Gilipolleces, las menos,
que si hay un vicio estúpido es la sinceridad, aunque a partir de ahí lo
nuestro entró en barrena. Influyeron, y mucho, los horarios, pero más
influyó que Pepe cada día se sentía más inseguro. No sólo de mí. De
todo. Es, o era, un hombre idealista, concienciado, votante secular
de las izquierdas y tan comprometido que hasta se planteaba irse por
ahí en plan ONG, Capullos sin Fronteras o algo por el estilo. En cuanto a mí...
pues qué quieren que les diga. Me gusta mi trabajo, lucho con dureza por
abrirme camino, si algún cretino se me cruza por en medio recurro a lo que
sea con tal de aplastarlo, y por lo demás adoro ganar mucho dinero y
gastármelo en lo que me dé la gana, por supuesto que jamás en caridades.
Para caridad, la de Hacienda. Como verán, entre mis numerosas virtudes
no figura la hipocresía. O no con ustedes.
Una pareja como la que hacíamos, ya
se habrán hecho cargo, es inviable, aunque suele hacer falta un detonador para
que salte por los aires. El nuestro fue de lo más vulgar: el pobre bobo se me
arranca un día con que quiere un hijo, y que pida una excedencia para irme con
él a un trabajo maravilloso que le han ofrecido en Adra: dirigir por cuenta
de la Junta de Andalucía una cooperativa de invernaderos, esos horrorosos
de los plásticos, donde currarían no sé cuántos miles de sinpapeles. Recuerdo
habérmele quedado mirando, tan ojoplática como jamás en mi vida.
-Mira, Gandhi -lo menos hiriente que
me vino a la boca-, tú necesitas una Madre Teresa, no una vendedora despiadada.
En mi bendito mundo, el de la gente que sólo se preocupa de sí misma, tener
un niño antes del A-6 es una muestra de debilidad intelectual, si no
estupidez extrema, y no pienso joderme mi carrera porque te hayas puesto
ñoño y quieras tener críos. Así, que tú mismo, aunque lo razonable será ser adultos,
aceptar que lo nuestro no marcha y quedar decentemente, tú con tus
delirios y yo con los míos. ¿Qué tal?
Mal, ya lo habrán imaginado, aunque
debo reconocer que no se puso borde. Aquello tuvo lugar en sábado, a media
paella. Se quedó allí, en la mesa, porque sobre la marcha decidí no dejarle
recurrir. En cinco minutos, mientras él me miraba negándose a entender, hice
una maleta con lo que necesitaría para dos semanas, y una vez en mis
vaqueros, con las llaves de mi Mondeo en la mano, le recordé, tan
fríamente como pude y puedo ser exquisitamente fría, que la casa era de
mi padre, y que no le metía prisa pero que antes de una semana la quería
ver vacía. Gracias a mi madre, que es de la Cerdanya, nos habíamos casado
a la catalana, en separación de bienes, por lo que sólo cabría discutir por
algún regalo de boda. Que se lo pensara, concluí, aunque mejor acabar así, por
lo civilizado y sin odiarnos, que al cabo de unos meses y en el cuartelillo
de la Guardia Civil. No montó ninguna escena, gracias a Dios. Era como si le
hubiese atropellado un camión, o eso pensé. Igual no, porque al año estaba
en Almería con una chica bajita, culicaída, planchada, culovásica,
peliteñida y muy poquita cosa ‑yo estoy mucho mejor, no les quepa duda-, de
modo que tardó poco en consolarse. Pobre mío, que ni siquiera llegué a
olvidarle. Simplemente, lo desinstalé.
Desde aquel día en que agarré la
puerta y me largué, hasta este de hoy en que despatarrada en mi poltrona business class me desahogo en mi laptop, han pasado tres años, dos
ascensos, un A-4 –ya falta menos para el A-6- y he perdido la cuenta de los
hombres. Tenía necesidad de ponerme al día, porque tantos años de patética fidelidad
acaban por aburrir, sobre todo si a una se le ponen los caballeros tan a tiro
como se me ponen a mí. A menudo se ha tratado de una doble funcionalidad,
si no un hacer de la necesidad virtud, lo que de ningún modo me incomoda. La
venta de productos y servicios informáticos es algo muy disputado, muy
reñido, muy competitivo, y por desgracia ni defiendo los mejores servicios
ni los mejores productos. Lo que defiendo es el mejor polvo. Ahora voy a
Philadelphia para entrevistarme con un vicepresident
del que depende me asignen un puestazo en la central. Me han preparado el
terreno, de modo que si se tercia pues también me lo cepillo, que hay cola
por el puesto, y si el peor competidor –un sueco; le conozco, y debe de ser
maricón perdido porque nunca me ha querido meter mano- habla seis idiomas
y tiene veinte años de experiencia, yo soy buenísima en extender las
entrevistas a mi cuarto del hotel. No sé qué pasará, y si he de ser
sincera no me quita el sueño. En España todo me va fenomenal, de modo que si
esto no sale pues no ha pasado nada. Lo que sí pasará es que tras la
entrevista, y sus potenciales prórrogas, me pasaré una semana en NYC de verdadero
vicio, comprando todo lo que me apetezca, viendo todo lo que merezca la pena
y, de momento, sin tíos que me aburran. Serán unas vacaciones para mí, sólo
para mí, y les aseguro que las voy a disfrutar.
Ni es un mal presente ni un mal
porvenir, ¿verdad? Bien, pues anoche todo anduvo cerca de saltar por los aires.
De eso, no de mi vida, era de lo que yo quería charrar, pero aún estoy
nerviosa, con alguna palpitación, y de ahí que me haya ido tan por los Cerros
de Úbeda. Espero que me disculpen y se hagan cargo. Sobre todo, que comprendan
mi desazón: una vida tan fantástica como la mía, y por el canto de un duro no
se fue al carajo. Verán:
Había salido de la oficina más allá
de medianoche. Si las cosas me van tan bien no sólo es por mis habilidades oscuras,
que ayudan, y a veces hasta constituyen la diferencia entre ganar y perder,
pero si además no me matase a trabajar valdrían de bien poco, igual que de nada
les valen a muchas que también se abren de patas pensando, ilusas, que con eso
basta. Preparar un viaje de trabajo, incluso de sólo dos días, tiene su
telenguendengue. No es cosa de ir, reunirte con el que sea y ya está, esto es
todo, al hotel y demá será un altra dia.
Nada de eso. A los headquarters no
se va muy a menudo. Hay mucha gente a la que visitar, a la que halagar y a la
que camelar, gente de variado grado de poder, a veces hasta estúpidas secretarias
mongoloides cuya única virtud es hacer que su amo se ponga cuando le llamas,
pero cada uno de estos infraseres, en su limitada capacidad, es poderoso,
y en consecuencia te lo tienes que ligar y conservarlo bien ligado. Son los
que luego, cuando necesitas algo y más si tienes prisa, te cuelan por
delante de los otros y te ayudan a su manera, por lo general de un modo sutil,
una palabra dejada caer aquí o allá, aunque casi siempre suficiente. Apañada
iría yo si no me hubiera construido mi particular red de contactos. Es algo
que rara vez enseñan a los becarios, a los que comienzan: tú vales la suma de
lo que sabes hacer y de lo que otros dicen que puedes hacer, y lo primero, si
te mueves en una multinacional de cuarenta mil empleados, sólo te sirve para salir
de apuros en tu pueblo, no para fabricarte una verdadera reputación, un
verdadero nombre. Un verdadero porvenir.
No tenía hambre. Ya tomaría cualquier
cosa, en casa. Tampoco tenía sueño, aunque no me apetecía irme por ahí. Podría
dormir más horas de lo normal, porque con salir sobre las once bastaría para
llegar a Barajas más que a tiempo. Aún tenía que hacer la maleta, pero cuando
viajar es casi cotidiano con veinte minutos te apañas, y es que si algo no
entiendo es a esas chicas, a esas mujeres, que necesitan horas para prepararse
un trolley. Lo que más me apetecía
era llegar a mi adosado de Majadahonda, el que compartí con Pepe y que ahora
es mío, porque se lo compré a mi padre, quedarme como vine al mundo,
descorchar una botella, dejarme caer
en el sofá y embrutecerme con el Canal+ hasta que se me llevara el sueño.
Del Parque de las Naciones a
Majadahonda el mejor camino es la M-40. Tiré por ahí a lomos de mi A-4, tan
feliz. Un coche que, sin ser el de mi vida, me tenía encantada. Un company car tan bueno como cualquier
otro, aunque había pagado de mi bolsillo un extra un tanto raro, la
tracción a las cuatro ruedas. Me lo aconsejó mi prima Ena, que de coches parece
que sabe: Anamary, bonita, no te dejes engañar -los de la oficina querían calzarme
un tracción trasera‑, que ninguna señora de tronío, de verdadera
categoría, va por la vida con menos de tres diferenciales. Un día le
preguntaré de donde ha sacado eso, que mi prima no es de ciencias, es
socióloga, pero esa será otra historia. Sigo con lo de antes: tiré por la M-40
relamiéndome de gusto, del inmenso placer de ser libre cuando lo quieres
ser, hacer lo que te dé la gana, no dar explicaciones a nadie y sabiéndome tan
dueña de mi vida como rara vez lo es una española, que cuando quiere no
puede, si puede rara vez vale, y si vale no tiene un trabajo, y en
consecuencia un dinero, con el que podérselo pagar. De ahí viene tanto
maltrato, tanto sometimiento, tanta violencia. Es, antes que por ninguna
otra cosa, por la mezcla de incultura secular y falta de valentía para
plantarse, mandar todo a la mierda y hacerse una misma con las riendas de su
vida. Es lo que más jode a los hombres, lo he podido comprobar: que no los
necesites, que les consideres como lo que son casi todos: zánganos estúpidos
que caminan a dos patas y con los que te apareas cuando te apetece, pero con
los que más vale no contar, entre otras cosas porque no hay forma mejor, ni
más eficaz, de tenerlos a tus pies. Me temo, eso sí, que no todas valemos para
eso. Se sabe con un test muy simple: si no puedes dormir sin que te abrace un
tío, suicídate, porque tampoco serás capaz de llegar a tu casa una noche como
esta que les cuento, quedarte como te parió tu madre, descorchar una botella
de Moët –otra manía de mi prima, y
esta sí que me la pegó bien‑ y bebértela tú sola sin echar en falta nada, sin
evocar a nadie y sin necesitar unos brazos que te cobijen. Si pasas el test,
enhorabuena: de verdad eres una mujer, y no una pobre gilipollas.
Una vez en la M-40 se trata de
seguir hasta la desviación de la A-6, desde allí seguir kilómetro y pico hasta
la salida 13, ahí tomar la carretera de Majadahonda, y tras sortear ni se sabe
la de rotondas, y reventarte los amortiguadores con los centenares de lomos de
burro que ha puesto el idiota del alcalde, llegar a los adosados de frente a
los juzgados, unos de doscientos cincuenta metros construidos, ideales para
una chica que vive sola y donde tienen ustedes su casa. Un camino tan
cotidiano que lo recorría sin prestar atención. Conducía con medio cerebro. El
otro medio lo mantenía en otras cosas, estupidez que jamás volveré a cometer,
y es que una vez le ves los piños al lobo no te quedan ganas de repetir.
Sucedió que, circulando por la A-6 en el segundo carril contando desde la
izquierda, y casi llegando al restaurante Los Remos, ese que hace años se
llamaba Parque Moroso y donde mi madre nos llevaba a mi hermana Isabel y a
mí cuando nos recogía del colegio, para jugar un ratito al minigolf y después
merendar cual señoronas, veo por el rabillo del ojo que me adelanta un coche
a toda leche, soltando cantidad de chispas y no del todo sobre sus cuatro
ruedas, que se cruza cincuenta metros más adelante, que vuelca de costado y
se transforma en obstáculo mortal donde de un momento a otro acabaré por estamparme.
Serían tres segundos, no más, pero hay que ver lo bien que se te graban. Soy
muy fría, ya se lo dije, y al tiempo de decirme 'qué putada si aquí se acaba
todo' frené tan fuerte como pude girando a la vez a la derecha, intentando
esquivar al coche volcado, cuando por ahí, por esa misma derecha, me sale un
segundo coche, amarillo y también a todo trapo, que me pasa rozando, se ve
frente al volcado, que no paraba de girar sobre su techo, da un volantazo a
la izquierda, casi lo rebasa pero le falta el casi, lo embiste de costado y,
como en una carambola de billar, lo lanza contra el talud de Los Remos mientras
él se la da de costadillo contra el quitamiedos de la izquierda, para en ese
intante ser embestido por un todoterreno enorme que también vendría muy por
encima de los ciento cincuenta. Dejé de mirarles, si es que los había mirado,
porque mi prioridad era no tragarme lo que ahora se aplastaba contra el
talud. Quedaba sitio entre la catástrofe de la izquierda y el amasijo de la
derecha, y ahí fue donde supe que ya no me haría falta preguntar de qué valen
tres diferenciales, porque de haber llevado uno nada más, como la mayoría
de la gente, de aquella leche no me libraba ni San Pedro. Con tres diferenciales
no pierdes adherencia muevas como muevas el volante, no te sales de tu
trayectoria, el coche va precisamente por donde le dices que vaya, y yo
le decía, yo le gritaba, que pasara entre los dos trastazos. Y pasó. Pasamos.
Me detuve unos treinta metros más allá, en el carril de deceleración de
la salida 13, la que conduce a Majadahonda. No me atrevía ni a respirar,
pues por el retrovisor veía que se unían más coches a la fiesta, y al otro
lado, el de sentido Madrid, más de lo mismo, que algún curioso habría frenado
mal, otro se lo tragaría y por momentos se organizaba una merienda colosal.
Bajé del coche con las piernas temblando, pero con la serenidad suficiente para
encender los cuatro intermitentes, agarrar el bolso y encaramarme de un salto
al parapeto.
El espectáculo era de película.
Varios coches en distintos estados de destrucción; más que seguían llegando y
frenaban tarde y mal; uno, el amarillo, que se incendia; del otro lado
topetazos, golpes y gritos. Horrible, sí, pero yo estaba bien a salvo, sin un
rasguño y envuelta en la divina frialdad que tanto agradecería yo a Dios si pensara
que hay uno. Así, abrí mi bolso, saqué mi móvil y marqué, como toda ciudadana
responsable y ejemplar, el número de la Guardia Civil.
-Kilómetro 12 de la A-6, sentido Coruña,
justo antes de la salida 13. Un accidente muy grave. Muchos coches, alguno
ardiendo. ¿Podrían venir en seguida?
-Ahora paso el aviso. Dígame antes
su nombre.
Sorprendente, me decía según le
contestaba, pero desde que mi padre me contó lo de Tejero a mi no me sorprende
nada si hay tricornios de por medio. Déjenme que les aclare, no sea que se
confundan, que mi padre no es en absoluto sospechoso. De momento es
vicealmirante, y como sólo tiene sesenta y dos no creo que su carrera termine
ahí.
-No se marche de ahí en tanto no se
lo diga el juez de guardia, o el oficial de atestados. Si hay muertos, o
heridos graves, su testimonio será necesario. Gracias por llamar.
Miré el reloj. Las 12:37. Bien,
pues a echar un vistazo. Lo más llamativo, por las llamas, el coche amarillo.
Ya no se movía nada, dentro. Un Ferrari, ahora que lo advertía. Eso es acabar
con estilo. Mejor, incluso, que la divina Françoise Dorléac, esa que dice la
boba de la Ena que se le parecía tanto y que la espichó así también, aunque
no en un Ferrari, sino en un Renault de lo más proletario. El que se había
estrellado contra el talud era menos elegante. Un BMW de dos puertas, como el
que me querían endiñar los de RRHH. La del conductor estaba desprendida. Por
el hueco se había escurrido la conductora. De rodillas arriba, fuera del coche.
Una chica rubia. Guapa, diría yo. Sin sostén. La blusa se le había salido y yacía
con las tetas al aire. Una gargantilla de oro. No parecía una fregona por
horas, desde luego que no. Viva, que sus ojos me seguían, pero salvo eso no
hacía nada. Por no hacer, ni siquiera respiraba. El pecho, al menos, no se
le movía. Debía de tenerlo hundido, porque abría mucho la boca, como un pez
sacado del agua. ¿Qué hacer? ¿Un boca-boca? Pues no. Primero, porque ni la
menor idea de cómo se hace, segundo porque tengo más que leído que a los
accidentados no hay que tocarles si no se sabe cómo hacerlo, tercero
porque igual la niña no estaba bien de salud y me pegaba un sidazo, que nunca
se sabe, y cuarto porque los ojos ya no se le movían.
Better you than me.
Por la pinta podría ser una chica
como yo. Podría ser hasta yo. Una profesional bien vista, dueña de su vida
pero no de su suerte, que para suerte la mía, me decía volviendo a sudar
frío. ¿Alguien más, ahí dentro? Pues sí. Otra tía. Inerte, atrapada en un amasijo
de airbags. Ya te sacarán, me dije alejándome unos pasos, hacia el Ferrari.
Curioso, seguía sola. Del arrugado todoterreno, un gigantesco Land Cruiser,
no bajaba nadie. Mejor. No tenía el alma para ruidos, y menos si salían de
gargantas dolientes. El Ferrari. Qué muerte tan horrible, la del de dentro si
no los de dentro. Volví a pensar en Françoise Dorléac. A mi prima le obsesionaba.
No lo decía, pero yo intuía que, de algún modo, se tenía por una especie de
reencarnación suya, por ser poco menos que gemelas y por haber nacido
exactamente nueve meses después de que la otra se matase. Las 12:46. Carajo con
la Benemérita, las prisas que se da. Claro, la carretera: estaría colapsada.
Sí, eso lo explicaba. Lo normal sería que llegaran por el Plantío. Volví sobre
mis pasos, algo revuelta por el espeluznante aroma de la carne achicharrada.
Una sirena. Las 12:54. Ya vienen, ya vienen. Antes podré irme, me decía dando
saltitos de impaciencia. Miré tras de mi. Ni un alma. Una bomba nuclear
que hubiera caído no habría dejado mayor calma. Las sirenas, más agudas.
El efecto doppler, que diría mi ex.
Ahí estaban, un Renault Megane saliendo de la curva. Tras él dos ambulancias.
Se paran. No a mi lado, que se dejan un resguardo, ellos sabrán por qué. Un
guardia… no, un cabo, aunque sin tricornio. Sin casco. Sin nada, que se ha
dejado la teresiana en el coche. Mira la escena, se pone en jarras y sacude
su cabezón de un lado para otro, como diciéndose si serán burros. No me asombra, la verdad. Si algo está claro es
que a él y a los suyos les hemos jorobado la guardia, entre todos.
-Agente, soy la que llamó hace
veinte minutos.
-¡Oiga, señorita, que la carretera
está bloqueada y hemos tenido que dar un rodeo, ¿sabe?!
Menos mal que no me ha fulminado con
un ¡se siente, coño! De poco ha de haberle ido.
-No me grite, que sólo he dicho
quién soy. Estoy bien, por si le preocupa. No me ha pasado nada. Mejor será
que se ocupen de los de ahí atrás. A ojo, cuatro muertos si no más.
-¿Cómo lo sabe?
-Porque lo he mirado. Cuando menos
uno en el Ferrari, otros dos en el BMW, el del Toyota sigue dentro, y en cuanto
a los de más atrás pues ni la menor idea, pero aquí no se ha llegado nadie, o
yo no he visto a nadie, y ya no es mi problema, ahora es el suyo, y me voy a mi
coche y ya me dirán ustedes cuándo me puedo marchar.
-Pues tié usté pá rato. Si de veras
hay muertos, hasta que venga la jueza –vaya; una juez hembra; sentí
curiosidad-. ¿El suyo es ese Audi? –asentí-. Pues sí, hará usté bien esperando
dentro. Cuanto menos entorpezca, mejor.
No me senté. Me apetecía contemplar el
espectáculo, decidida por completo a no perderme nada, se pusiera el cabo como
se pusiera. Y no me lo perdí. Hora y pico de ambulancias, bomberos, más
guardias, mucha gente de protección civil... un circo, en suma. El de una leche
de primera plana. De la curva del Plantío asomaba otro coche de sirena
ululante. Un Peugeot 406 como el de Garzón, que a fuerza de salir en la tele
toda España sabe cómo es. Igual es el company
car de la magistratura, porque del que se paraba junto a mi Audi bajaba
una mujer en gabardina con la cara de mala uva que se supone va mejor a la hora
de hacer justicia. Tras ella, otras dos mujeres, por la pinta la forense y la
secretaria judicial. El único galán, el conductor. Vamos progresando.
El teniente de atestados, que aún no
se había molestado en dirigirme la palabra, se acercó a la juez con gesto
diligente, para cuadrársele muy respetuoso. Yo les miraba desde unos diez
metros, con un punto de ironía y un amago de sonrisa torcida. Tenía bemoles
que, siendo la única en poder contar qué había pasado, nadie quisiera preguntarme.
O quizá sí. Lo supe cuando el cabo se me apareció.
-Que la llama su señoría, que quié
hablá con usté.
Tuve que morderme la lengua para no
decirle 'dígale a su puta señoría que venga ella, porque a mí no me sale del coño
moverme de aquí'. Habría debido
hacerlo, pero mi frialdad era ya total, y de ningún modo quería poner en peligro
mi vuelo del día siguiente; qué digo, mi vuelo de once horas después, que
pasaban de las dos y a saber cuánto más me faltaría de seguir haciendo el
gilipollas, o la ciudadana ejemplar, que viene a ser lo mismo. Así pues, eché a
caminar.
-Buenas noches. Me llamo Izaskun
Burruchaga y soy la juez de guardia. Me dicen que usted avisó al 062. ¿Es así?
Asentí. Una juez de aire severo,
aunque inteligente. Quizá, también, sensible. Muy joven, al menos para su oficio.
Quizá estuviera en prácticas.
-¿Significa
eso que vió lo que pasó? –la secretaria judicial; a diferencia de la juez, que
tenía cierto empaque, la tía era una birria; muy bajita si no enana, fea,
peinada con el palo de una escoba y con un pestazo bucal a regla inminente que
atufaba desde un metro de distancia-.
-No
diría exactamente que lo vi, porque todo fue vertiginoso, y lo único que me
preocupaba era pasar por en medio sin darme con nada.
-Ya.
Lo logró, es evidente. Su coche es ese Audi, ¿verdad? –asentí, otra vez-. ¿Es
suyo?
Una
pregunta de aspecto inocente, aunque significativa. No era la primera vez que
me pasaba, y no será la última. Verán: la inmensa mayoría de las mujeres
profesionales, lo sean de lo que sean y a excepción de las del sexo, suelen
vestir de un modo sospechosamente parecido al de los tíos. ¿No se han fijado
nunca en que casi todas vamos de traje chaqueta-pantalón, a poca pasta que
tengamos esos tan socorridos de Adolfo Domínguez o Purificación García, o si no
de Zara, y si ni a eso se llega pues de Oportunidades de El Corte Inglés? Pues
una servidora, leches. Tengo un tipazo y sé sacarle partido. Lo mío son las
minifaldas de vértigo, las medias con brocado sujetas con liguero, los
tacones de aguja, los escotazos y, en todo caso, un Hermés que distraiga, no que tape. Por lo demás, una chupa del
mejor cuero italiano, el bolso más de Loewe que vendan en Loewe, un Patek Philippe dedicado a los buenos
catadores de señoras y ya está, ni pulseras ni sortijas, sólo yo misma, que
para joyas ya estoy yo. Un atavío que a mucho les resulta equívoco, porque descoloca,
desajusta los equilibrios y crea tensiones raras, inusuales. Unas tensiones
que administro de maravilla; gracias a ellas me hago con cualquier reunión,
me llevo de calle cualquier evento comercial, y cuando me conviene dejo caer un
a modo de pañuelo insinuante, un parpadeo social indicativo de que no sólo
soy una deslumbrante comercial, quizá la ejecutiva más brillante del
restringido mundo de la IT madrileña, sino una señora de lo más
interesante, tanto que igual le conviene a usted, señor cliente importante,
dar un pasito en la buena dirección. También, por supuesto, conduce a que
alguna imbécil, porque siempre se trata de mujeres, me tome el número
cambiado y me trate como a una puta. Un equívoco al que también sé sacar
partido, porque cuanto más meta la pata, más hasta dentro, más la destrozo,
más la dejo para las mulillas, con lo que a no pocas jefes de compras hostiles
he logrado neutralizar, o desactivar. La secretaria judicial no llegaba ni a
eso, pero a su lado se alzaba el teniente de atestados, que tampoco me caía
bien, y en honor a la juez expectante decidí cruzarles la T, como diría mi papá.
-No,
no es mío.
-Ya.
De algún amigo, ¿verdad?
Incluso
más pronto de lo que había supuesto.
-Tampoco.
Es de mi empresa, el company car que
las multinacionales americanas ponen a disposición de sus directores
comerciales, aunque sean mujeres.
Al
tiempo hurgaba en mi bolso, sacaba una tarjeta y la tendía a la juez con la más
viperina determinación. Acerté, porque la leyó al momento. Yo, la verdad, no
soy la directora comercial, pero en mi empresa cualquier idiota es director de
algo, y nadie puso pegas cuando me pedí de título Director Comercial, Sector
Transportes y Comunicaciones.
-Ay,
pues usté perdone, no quería molestarla –tono de ser ella la ofendida-.
-No
será la primera vez que le pase, ¿verdad? –la Guardia Civil, al rescate de la
judicatura‑. Lo digo porque no diría yo que va usted vestida de directora
comercial.
-No
sé cuántas directoras comerciales habrá visto en su vida, teniente, aunque imagino
que muy pocas. Lo que ha debido ver, me parece a mí, son muchas putas, ¿no es
así?
El
teniente, que también era bajito, se quedó de lo más ojoplático. Es como se
suelen quedar todos. Los tíos, por si no lo saben, son como las hienas: si
les sacas la cabeza, y los encaras con firmeza, se acojonan. La juez, por su
parte, debió de decirse que convenía intervenir. No querría más colisiones.
-Señores,
haya paz. Aquí estamos para lo que estamos. Usted –por el oficial cejijunto,
que se mostraba recalcitrante‑, haga el favor de callarse. ¡Le digo que Usted
Se Calla, teniente! ‑dos octavas más de lo normal hasta entonces; te jodes,
Tejerín‑. Bien, pues... ¿nos cuenta lo que recuerde?
Lo hice, con orden y precisión. Una
virtud profesional, sin más mérito que la práctica y el sentido común. Cuando
se trata de vender, ay del que se vaya por las ramas.
-¿El coche amarillo es un Ferrari?
No, si...
-Lo tuyo es una maldición, Doña
Izaskun –lo primero que decía la risueña forense, aunque ni siquiera me intrigó;
a esas alturas sólo quería marcharme, y cuanto antes-.
-Bueno, al asunto. Le agradezco su
testimonio, señora Moreno -por mí, era evidente-. No se opone a que lo haga
constar en el atestado, ¿verdad? -asentí, un punto perpleja-. Dado que todos
están muertos –a esas alturas ya sabíamos que unos con otros sumaban diez, a
razón de dos en cada uno de los tres primeros coches y otros cuatro en otros
tantos más- no creo que se deduzca trascendencia de su declaración, pero mejor
hacer bien las cosas. No se preocupe, no voy a pedirle que se quede hasta que
acabe de redactarla, pero sí le agradecería que se pasara el lunes por mi
juzgado, la leyera y la firmase. ¿Cómo dice? ¿Que hasta el otro lunes?
-Pues tendrá que aplazar su viaje
–la Guardia Civil, rencorosa-.
-Se confunde, teniente. Hoy no da usted
una –no es que se vea mucho a la luz de las farolas de la carretera de La
Coruña, pero les aseguro que Tejerín se puso como un tomate‑. Venga cuando
pueda ‑de nuevo por mí-, siempre y cuando no pasen más de quince días... o si no
se lo envío por fax, me lo reenvía firmado y luego, cuando vuelva de su viaje,
viene por mi despacho y lo refirma. ¿Le parece bien? Pues así lo hacemos. Aquí
tiene mi tarjeta. El lunes me llama, me dice su número de fax, el de su hotel,
y ya le mando yo su declaración. Bien, pues no la retenemos más. Marche, que
mañana tiene un buen tute, y muchas gracias por su colaboración.
Una buena tía, la juez. De
categoría. No piensen ustedes que las mujeres hacemos causa común entre
nosotras sólo por serlo en un mundo donde los hombres se resisten a que se lo
arrebaten. Las que de verdad hemos trascendido la lucha de sexos no
distinguimos entre gilipollas machos y gilipollas hembras. Cuando la esencia
del individuo es esa, la gilipollez, da igual la postura que adopte a la hora
de hacer pipí. La juez debía de ser lo mismo que yo: una excelente profesional
de lo suyo como yo lo soy de lo mío, y punto. Si se puso de mi parte no fue por
cuestión de género, sino porque su secretaria judicial y el teniente de
atestados no podían ser más subnormales. Estoy segura de que habría hecho lo
mismo si yo hubiera sido un tío con barriga, bigote y pies planos. La juez, en
una palabra, era profesional. Lo que hay que ser.
Llegué a mi casa no sé cómo. Supongo
que lo hizo el Audi, él solo, aunque no porque anduviera distraída, pensando
en mis cosas. Simplemente, llevaba la cabeza del revés. Volví a ser consciente
de mí misma una vez en mi cuarto, frente al espejo, según me desnudaba. Lo cerquita
que había estado de no volverme a ver. Es sabido que lo mejor frente a las
ideas oscuras es una buena ducha, calmante y relajante como pocas cosas en
este mundo, de modo que metí la melenaza en un gorrito del Four Seasons y me
puse bajo un chorro ardiente, caudaloso, implacable. Un chorro en verdad
estimulante. Así me quedé, como nueva. Diez minutos después ya estaba en la
cama, para dormirme como una bendita. Me desperté, sin embargo, mucho antes
de que sonara el despertador. No en medio de una pesadilla, pero lo cierto
era que los ojos de la chica muerta, la del BMW, ocupaban enterita la pantalla
de mi mente. Arrebujada en las sábanas, bañada en el silencio de un alba
tibia, reconstruí aquéllos segundos, sin esfuerzo. Se me habían grabado a
fuego. Pobre mujer, volví a decirme. ¿Quién sería? Era injusto que sólo me
fijara en ella cuando había diez muertos para elegir, pero a los otros no les
vi, ni ellos a mí. Eran difuntos abstractos, y lo abstracto nunca tarda en
diluírse, pero la chica de las tetas al aire no podía ser más concreta.
Valoré la idea de vestirme y bajar por el periódico, pero los chicos de la
prensa también tardaron en llegar. Ese día no saldría nada. Y aunque saliera.
Jamás dicen los nombres de los muertos; sólo sus iniciales. No era eso lo que
yo quería saber. Me incorporé, cogí el mando a distancia y pulsé Telemadrid,
a la busca de su acreditado noticiero de catástrofes, pero ya estaban en otras
cosas. Ahí caí en lo más elemental, lo más obvio: si quería saber lo que no
iban a publicar debería recurrir al atestado. A mi no me lo dejarían leer,
pero ningún jefe de comandancia le niega un dato tan inocente a un vicealmirante.
Lo mismo pensaba mi padre, cuando se lo acabé de contar minutos después
-¿seguro que no te ha pasado nada? ¿de verdad?-. A la hora, desayunada, duchada,
vestida y maquillada de subirme siete horas a un avión, con el trolley preparado y casi a punto de
marchar, mi padre llama con el dato. Ni el nombre ni los apellidos me dijeron
nada. Con ella iba una chica de la que no quise saber, una vez supe que no era
nada suyo. Tampoco quise saber de los demás, y eso que la dueña del Ferrari
era de siete páginas en el Hola. No sentía curiosidad. No eran mis muertos.
Cuando vuelo a NYC prefiero sentarme
a la derecha. Si la ruta es muy al exterior de la ortodrómica, y en verano suele
serlo, empiezas a ver tierra muchas horas antes de llegar. Me gusta mirar a lo
lejos, mucho más que tragarme una estúpida película. Falta poco para JFK. Lo
sé porque siete mil metros más abajo distingo el inconfundible Cape Cod. Durante
unos segundos desfilan por mi mente las imágenes del divino año que pasé no
lejos de allí, en Mystic, cerca de la base naval de New London, donde mi
padre tenía buenos amigos. Uno me hizo sitio en su casa para estudiar allí el
equivalente a segundo de BUP. Volví bilingüe, desarrollada por completo y hecha
una mujer, en todos y cada uno de los aspectos. Del que ustedes ya estarán pensando
se ocupó un profesor que daba Fortran en el Admiral Callaghan High School, a
un paso de donde vivía yo. Nunca le olvidaré, porque jamás olvidamos al que
nos asciende al empleo de mujer. No sólo por eso, sino porque lo hizo muy
bien, con verdadera maestría. Un prodigio de dulzura, de paciencia. De destreza.
Tuve suerte, mucha más que casi todas. Mi pobre prima Ena, por ejemplo. La desvirgó
el que por entonces era su novio, en un minuto y ahí te quedas, que me voy a jugar
al rugby. Un salvaje de guardiamarina que la dejó traumatizada, pobretuca
mía. Menos mal que luego se curó, y en qué forma, pero esa es otra historia.
Recuerdo la primavera de aquel año,
casi todos los fines de semana marchando a Hyannis Port, donde los Sunderstrom
–así se llaman mis padres americanos- tenían una casa. No digo que fueran los
días más felices de mi vida, porque casi todos mis días han sido muy felices y
desearía tocar madera para que sigan siendo así, pero en este Airbus no hay nada
de madera. Ya toqué bastante anoche, también es verdad. Recuerdo, aún así, un
día muy especial: papá, llegando al mando de la Cataluña, viéndola yo fondear en New London y abarloarse al Ticonderoga. Habré sido feliz muchos
otros días, pero tan orgullosa como ése jamás me he sentido.
Hoy
no siento ningún orgullo. Dentro de hora y pico estaré conduciendo hacia el
sur, en el atasco del Verrazano Bridge, con ciento y pico millas por delante,
las que hay hasta Philadelphia. Llegaré al Sheraton de King of Prussia más o
menos a las seis, colgaré la ropa, daré a planchar lo que no haya llegado
bien, me arreglaré con gran esmero y a las ocho bajaré al bar, luchando con el
jet-lag. He quedado a cenar con mi
padrino de aquí, del headquarter. Es
el que ha susurrado mi nombre al vicepresident
de marras. Con suerte me dirá lo que deseo escuchar, que antes de la reunión
formal, en la compañía, el pájaro se dejará caer por mi Sheraton, para desayunar
conmigo. Si esto sucede, ya está claro: el puesto es mío, salvo si la cago
en la entrevista. Mi padrino, es de reconocer, no ha podido portarse mejor.
De ahí que traiga decidido compensarle sus desvelos. No será mucho rato, pues
él puede camuflar una cena de cortesía con uno de sus lacayos europeos,
pero no llegar de madrugada, que menuda es su señora –la conozco; menuda
bruja-. Subiremos a mi cuarto, descorcharé los botellines de Moët, le
quitaré la ropa y le haré medio sentarse medio tumbarse, bien al centro de
la cama enorme, la propia de los Sheraton, y mientras disfruta de la segunda
copa, si no de la tercera, me desnudaré con lentitud, dejándome sólo las
medias, unas negras de brocado que al tío le chiflan, como a casi todos. Me
sentaré sobre sobre sus muslos, le besaré, le acariciaré y tras eso me lo
ventilaré, lo cual no llevará más allá de tres minutos, pues el pobre no
aguanta nada, y ya está, misión cumplida, vete a tomar por culo y déjame
dormir, tío guarro, lo que por supuesto no le diré, aunque sin duda lo pensará.
Es como yo, ¿saben? Jamás ha creído en nada y nunca se ha creído nada.
Pensarán que a esto se debe mi no
estar orgullosa, ¿verdad? Anden, no disimulen. Me ven como una puta, que me
doy cuenta. Pues peor para ustedes. La vida es una selva, hombre come hombre,
perro come perro, y yo me sirvo de lo que tengo como ustedes se sirven de lo
suyo. Cada uno nace con sus armas, las desarrolla o no las desarrolla, las usa
o no las usa, pero el que renuncie a emplearlas por cuestiones éticas es un
tarado. Nunca se les olvide lo que voy a decirles desde mi experiencia y desde
mi mayor profundidad filosófica: la ética es un simple colgajón del poder,
y éste, a su vez, lo es del dinero. Vayan ustedes poniendo billetes encima de
la mesa y ya verán lo que tardan en caer las verdades más sagradas. No, mis
queridos lectores, no va por ahí. Tirarme gente para subir, follarme tíos
para vender y meterle mano a una ingeniera de telecomunicación sentada en
un presupuesto colosal, aunque tan acomplejada por sus piños renegridos que
seguía sin conocer hembra ni varón, sólo es parte del juego. De mi juego.
Otros nacen con un IQ descomunal, aprueban las oposiciones de abogado del
estado, entran en política, llegan a ministras y se comen el mundo. Se sirven
de uno de sus órganos, el cerebro, como yo me sirvo de los míos. El cerebro es
uno de ellos, pero como tengo algunos más pues los uso también. Que nadie proteste,
ni se queje, de que lo haga tan sin restricciones como si estuviera peleando
unas oposiciones y llegase la hora de trincar a los otros opositores. Lo que
hacemos las abogadas del estado y yo, si lo piensan, es lo mismo: servirnos
de lo mejor que tenemos.
Lo que me hace no sentir orgullo es
saber que la maté. Que los maté. A los diez. ¿Recuerdan cuando les dije que
conducía con medio cerebro? Es verdad. El otro medio estaba concentrado en lo
que acabo de contarles. De tan abstraída como iba no me apercibí de que mi
Audi se me iba un poquito a la izquierda según tomaba la curva de Los Remos.
Tampoco advertí que venía un BMW, lanzado a sabe Dios cuánto pero bien por
encima de ciento setenta, y eso lo sé porque yo andaría sobre los cientro treinta.
La chica, la muerta, debió de ver que no podía frenar a tiempo, ni desviarse
dos carriles a su derecha. Sin duda pensó que podía pasar. Se confundió. A mi
no me rozó, pero sí al quitamiedos. Desde ahí, puro y simple caos. Ella que
no se hace con el coche, y vuelca. Yo, que me voy a la derecha sin mirar. El Ferrari,
al que corto el paso, se desvía un punto a su derecha y se queda sin ángulo
para librar al BMW. Le da, tan fuerte que los dos se separan, cada uno para un
lado, y por el hueco que dejan paso yo medio segundo después, como si la mano
del Dios en que no creo me llevara en volandas.
Cuando lo pienso sudo frío, y no
saben la de veces que lo he pensado desde anoche. Aún así no soy capaz de ofrecer
una precisa descripción de mis ideas. En cuanto a mis sentimientos, sin
problemas: no tengo. Sólo pienso. Como todo el mundo, que aquello a que llamamos
sentir sólo es otra forma de pensar. De calcular. De medir. ¿Que si
me siento culpable? Para nada. Ya lo dije, la vida es una selva y en la
selva pasan cosas. Vas caminando tan tranquila, pisas unas hojas y resultan
ser un viborón que te mata en un instante. ¿De quién es la culpa? ¿De usted por
no mirar dónde pisa, de la víbora por tumbarse donde no debía, de Dios por camuflarla
de hojarasca, o del gobierno del PP, que siempre carga con todo? Pues de ninguno
de los cuatro. La culpa es de la selva. De lo de anoche, también. Un minuto
que se hubiera enrollado menos mi padrino, yo que me hubiera parado a mear
antes de salir, o la pobre chica que hubiera tenido menos prisa. Cualquiera de
las tres cosas, y yo seguiría sin saber cómo se llamaba. Cualquiera de
las tres, o cualquier otra que nos hiciera no coincidir en la curva de Los
Remos poco más allá de las doce y
media de la noche, y yo no padecería la dolorosa, desasosegante certidumbre de
que tendré presente su nombre, y sus ojos persiguiéndome, hasta el día en que
me muera.
Si no tanto, hasta que aterricemos
en JFK.
Confieso que me he topado con alguna "profesional" como la narradora. El culpable del accidente en "La Selva"se me antoja que es "Pepe", del que dejamos de saber pronto, trás su retiro a Almería con una anodina y desarmada nueva compañera...... todo empieza por ahí, pero pronto deja de ser interesante.
ResponderEliminarQué bien escribes
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