jueves, 9 de noviembre de 2017

LA HISTORIA DEL LIBRO MUTANTE

...POR NICOLÁS PÉREZ-SERRANO JÁUREGUI

Esta es una historia rara. Pero del todo real. O todo lo real que puede ser una historia que no es nuestra propia historia. Aunque en verdad me pasó a mí. Y, como no daba crédito a lo que me sucedía, pues empecé a dudar. Por eso digo a la vez que sí y que no era auténtica. ¡Vaya lío! Bueno, empezaré a contar lo que ocurrió. Así cada cual podrá leer y verá cómo tengo razón, aunque es posible que cada uno lo vea distinto y piense que lo que yo tengo por verdadero nunca sucedió, y viceversa. Esto del viceversa es tan socorrido que desde un comienzo he querido que me ayude. También creo que ayudará desde el inicio saber que casi todo lo voy a contar yo. Pero no todo. ¿Se me entiende, verdad? Espero que sea así.

I. Un libro.


Al volver del trabajo me pongo siempre cómodas zapatillas. Disimulo así mi 
perceptible cojera. Se me nota menos andando sobre blando. Y mi vecina de abajo, qué

guapísima es, no oirá tanto ese arrastre permanente de mi pie izquierdo. El izquierdo tenía que ser.
Tengo un butacón de altas orejeras. Entre sus dos prominentes salientes he puesto una lámpara de pie. Otro pie, vaya. Así puedo leer con comodidad. La luz ilumina las páginas sin sombras, de forma directa, sin intermediarios ni distancia indebida.
Si fuera narrador de mis anteriores vivencias relataría desde cuándo y por qué tengo afición a leer. Resumo diciendo que en casa había muchos libros; de mis padres, de mis hermanos... ¿Cómo no hacer lo que hacían los de mi alrededor? Pues eso.
Muchos deberes del Instituto también me obligaban a leer.
Me he refugiado en la lectura tantas y tantas veces... Me distrae, me permite evadirme, volar sin el impedimento de mi cojera, viajar sin que se cansen mis pies, el tullido y el otro, entremezclarme con otra gente, pensar de manera distinta a la mía, vivir otras vidas, pensar otras cosas ajenas a mi realidad. Como, además, el papel lo soporta todo, esa amplitud convierte el mundo en ilimitado. Y es mi mente la que abarca, de esa manera, la inmensidad de lo infinito. Todo muy bonito, ¿a que sí? Pero... hay un pero. Lo que leo no deja de ser algo añadido, que no borra mi pensamiento, que
no anula mi mente, que no disuelve mi sufrimiento, que no logra disipar mis sentimientos; ni siquiera mis estados de ánimo. Por mucho que asimile cuanto leo no por ello desaparece lo que ya tenía. Cierto es que añado matices, y nuevas visiones a lo previo. Pero ésto sobrevive, está guardado, pertenece a ese disco duro interior del que
no sé -acaso es que no quiero- librarme.
Alterno libros. Unos me duran menos. Habitualmente se trata de novelas, policíacas en su inmensa mayoría. Los de más grueso calado, que invitan a reflexión mayor, me duran más. Y no deja de ser curioso, ni de sorprenderme, que esas lecturas, aunque las simultanee, no se me mezclan en la cabeza. Cabe decir que no tengo un plan premeditado para mis lecturas. Tampoco éstas obedecen a un impulso del momento. Los libros, cual pacientes de hospital público o de médico privado que se precie, guardan lista de espera. Los acumulados aguardan con paciencia a que les llegue mi
turno.

II. La voz del libro.


Acaba de levantarse de la butaca. Como siempre, me ha dejado abierto sobre uno 
de los brazos. Me cuesta mucho la postura. Reagruparme suele ser un ejercicio de relajación. Vuelvo a estar unido. Pero como tiene esa manía... Sé lo que piensa. Que así no se olvida de por qué página va. Menuda tontería. Anda que no hay otras fórmulas.

Me duele el lomo. Con poner un señalalibros, o un trozo de simple papel sería suficiente.
Cuando me abre y me deja sobre el brazo del butacón pienso que si fuera lectora, y no lector, seguro que apreciaría qué incómoda se está todo el rato abierta de piernas, a
la espera de acción que venga del exterior. Tengo que educarlo. Primero le haré ver que un libro no depende de su autor; menos aún de su amo, claro. Una vez escrito, tengo
vida propia. Y, además, que puedo orientar, si no cambiar, mi propia literatura y el mensaje que va dentro de las letras que el autor ha ordenado para componer su historia; esa historia ya me pertenece cuando el autor, como en las películas, ha puesto “fin”. Sé que hay mucho lector incapaz de entender esa verdad. Son lectores que leen. Es cierto. Pero otro grandísimo número de lectores piensan sobre lo que leen. E
inventan historias a partir de lo escrito, tomando como base las sugerencias e ideas que le provocan esas letras concretas, esa historia contenida en el libro. Así, además, yo me siento padre y madre. Engendro y paro. Doy vida a otro libro.
Y este cojito, mi actual amo, no sé si es de los que reparan en todo ello. Le observo, desde mis páginas, con toda atención. Aptitudes no parecen faltarle. Desde luego, nunca se ha dormido sobre mí. Tampoco le recuerdo un bostezo. Bueno, en realidad, medio sí. Ese día le noté especialmente cansado, falto de ideas, y, sobre todo, incapaz de tomar decisiones. Se apreciaba honda preocupación en su actitud; en particular, en el temblor de las manos cuando me tomó para abrirme.
Y decidí actuar. Medio me cerré de sopetón; justo en el momento de su casi acabado bostezo; así él creyó que su temblor, paralelo a abrirse su boca, era el causante
de ese movimiento imprevisto, impensado, reflejo. Pero no; fui yo. En ese instante logré que se fijara en una sola palabra de aquella doble página por las que pasaba sus ojos.
Era una orden “llámala” acompañada, por supuesto, de otras muchas que justificaban el porqué de la decisión que, en mis páginas, toma mi personaje favorito, el doctor, bueno, más bien sicólogo, en un momento trascendental del relato.
Sé que me obedeció, y se le quitó como por ensalmo la confusión, o el aburrimiento que le habían llevado al borde del bostezo completo, acabado.

III. Una llamada.


Por fin me he decidido. Casi por casualidad tengo su móvil. Y la he llamado. No 
por casualidad tampoco se llama Gracia. No podía ser de otra manera, según yo. Yo cuando la veo estoy en ella, o me acerco a ese estado de gracia. Me acuerdo, además, yo que tengo mal los pies, de esa forma de calentar los suelos que llamaban gloria. Nada más verla me entra el calorcito en el cuerpo. Hasta parece que ando más ligero, por lo menos de pies. Me esfuerzo, casi sin pensarlo, en moverme más ágilmente. Otra cosa es la cabeza y los sentimientos, que, en su cercanía, se ralentizan o incluso se ofuscan, me dejan sin saber qué hacer. Sé, para más inri, que todo eso se nota. Cualquiera a mi alrededor puede percibir mi azoramiento, la transformación de mi cara en la de un ser embobado, embrujado, ensimismado, aunque, como he dicho, menos “entullido”. Ello me resta capacidad mental de reacción.

Claro, me he tenido que inventar una historia. Para empezar, acerca de quién soy, qué hago en la vida, por qué y de dónde la conozco y la razón de llamarla. Es curioso, para ello me he servido de la novela que estoy leyendo. En ella hay un doctor
que analiza las mentes de la gente con la que se topa, a todos los efectos, buenos, malos y regulares, quiero decir desde la perspectiva de los intereses particulares del doctor.
El sicólogo se mete en un buen lío. Le buscan en relación con una investigación de la policía. Complejo asunto. Está lleno de recovecos, hasta trucos, hechos en que nada resulta ser lo que parece. Parece el doctor salir indemne de todo, escaparse de toda implicación seria en el asunto. Y el autor reserva papel esencial a una conocida, más bien más, y yo me digo que quién estuviera en tal situación, que aporta un granito de
arena de peso para que el doctor se libre. Ella es Angustias, muy lejos de “mi” Gracia, es cierto. Aun así, al ver esa expresión, “llámala”, no dudé de que el libro me ordenaba
a mí hacer esa llamada a la persona indicada.
- Soy yo.
- ¿Sí, quién llama? ¿Quién es?
No sabía qué responder. Mis zapatillas no paraban. Sobre todo la izquierda empezaba a hacer de las suyas, o sea, a moverse con torpeza, pesadamente, sin mi control, que es incompleto como podrá suponerse, sobre músculo, tendones y reflejos de mi pierna renca. La cosa no ha terminado mal. Me conformo, sé que no es mucho, con que me haya apeado el tratamiento. Me ha ubicado como viejo conocido de la familia. Vagamente ha empezado, dice, a recordar que de muy críos llegamos, dada la cercanía en que vivíamos, a jugar en pandilla y a pergeñar alguna travesura, en la que ella y la
común amiga Virtudes tenían papel principal. Cosas de chiquillos, con algún efecto colateral, más bien directo, de una viejuca a la que hicimos tropezar, con pérdida casi
definitiva de su dentadura postiza, que, por cierto, no tenía buen aspecto al caer en medio de un barro que no presagiaba nada bueno de cara a su reinserción en unas encías retraídas, poco saneadas. Hasta se ha reído, qué cosas, que yo consiga semejante logro. Me he solazado un montón, mientras pensaba, agradecido, en mi libro, en mi amo, que me ordenaba, así lo digo, llamar a Gracia, vencer mi inercia aislacionista.

IV. El libro, de nuevo, hace de las suyas.


Hoy me ha tomado con actitud alborozada. Desde mis escrutadoras páginas, que 
no son sólo ilustrativas, he percibido cariño. Me ha leído con ternura, me ha tratado casi

como a un ser vivo. ¡Si él supiera! Es reconfortante, en todo caso, apreciar el cambio de actitud. Al acabar de leer, le he visto fijarse mucho en el dígito de la última página leída.
No me ha despatarrado. No me ha dejado abierto, forzándome el lomo, sobre el brazo del sillón. Y también diré que se ha fijado en una frase seleccionada por mi ordenador
interno: el doctor era contestado por Angustias, que le decía
“tienes que aceptar cómo te ven los demás sin dejar de ser tú mismo” advertencia que va que ni pintiparada para la vida de mi cojito. Ojalá que se dé cuenta. Sus valías son mayores que sus minusvalías. Y entre éstas no es la mayor el ser un poco
cojitranco. Tiene complejos que, según yo, que trato a tantas gentes, son más bien simplejos, algo común entre quienes, como él, se consideran peores que su propia realidad. Ese es, de verdad, su gran problema. Y hay que abrirle sus ojos, más miopes de lo que él piensa. Sé bien lo que pasa por su mente. Hace divagaciones sin más sentido que ese de las odiosas comparaciones y el de su participación en las cosas o en
la intangibilidad de lo que naturaleza le dió. Pero creo que he logrado hacerle ver que él no tiene la culpa, utilizo sus propios símiles, de “haber nacido hiena, fea y falsamente
sonriente, y no simpático delfín”. Ya se ha comido demasiado su mismísima mierda; sólo le falta digerirla y echar “palante”. Ponerse en contacto con su Gracia es un primer pero decisivo paso.

V. Encuentro con Gracia.


La recordaba más bajita. Ha estilizado bastante: me la encuentro 
esporádicamente en la escalera, pero hasta hoy, y observándola más detenidamente, no he atendido tanto a los detalles. No soy objetivo, he de reconocerlo. Todo en ella me

encandila. Ya no estoy en lo platónico. Demuestra que no siente aversión por mi cojera. Dice que en su familia ha habido también disfunciones corporales. No le da más valor.
Aprecia otras cosas. Me hace sentir cómodo, casi normal a pesar de... bueno, de eso que no quiere valorar negativamente. ¡Ah y lo más chocante! Está leyendo el mismo libro que yo. Y siente también que el libro la dice cosas, la impulsa, se ha convertido en dueño incluso de varias de sus
acciones.

Madrid, comienzos de noviembre de dos mil diecisiete.

Nicolás Pérez-Serrano Jáuregui.