jueves, 28 de enero de 2021

VIDA PERDURABLE

...POR ILDEFONSO ARENAS


Presidir el Consejo de Administración de un gran banco, el más saneado, rentable y de mayor productividad del país, entraña, entre otras cosas, que, al vivir en la re­siden­cia instalada en los dos últimos pisos de la se­de central, no hace falta salir a tra­bajar. El trabajo es el que viene. Todos los días, incluso domingos y fies­tas de gua­r­dar. A las ocho en punto de la mañana. En forma de secretario par­ti­cu­­lar. Tam­­­bién vi­vía en el edificio, salvo que varios pisos más abajo y sin disponer de mil se­tecien­tos metros cuadrados, lo que incluía terrazas, jardín y piscina. Eso era para el jefe. Para él solo, que por algo era sol­tero. Los super­­numerarios del Opus Dei pueden casarse, que la obra no aprie­ta donde no de­­be, pero a él ja­más le había in­teresado el ma­­tri­mo­nio. Qui­zá tam­poco las muje­­res. Ni los hombres. Na­­da que tuviera que ver con el se­xo. De­bi­lidades las tene­­­mos to­dos y él ha­bía te­nido las suyas, aunque sus pecadillos venían a ser como su banco: discretos, opa­­­­cos y misterio­sos. Unos peca­dillos de los que no sólo es­taba confesado, si­no que ni siquiera los recordaba, pe­se a contar con la memoria excep­cional de un gran banquero que ya sa­bía que lo sería mucho antes de ha­­­­cer la pri­mera co­mu­nión, no ya por ser tradi­ción fa­mi­liar, sino institu­­ción he­re­­­ditaria. Se rom­pería el día que falle­ciera o se jubi­lase ‑más probable veía él lo pri­mero‑, porque ni tenía hi­­­jos ni los tendría jamás, que sesenta y dos años no es edad para reproducirse. Tenía sobri­nos, por desgracias, pero aún fal­taba para tener que dejarles nada. Estaba bien de salud, sus costum­­bres eran mo­de­ra­das y se mante­nía en buena forma. Era de natu­ral estoico, poco da­­do al epi­­cure­ís­mo natural de sus colegas, así que se nadie se sor­pren­dería si a los ochen­­ta, y pudiera ser que a los no­­­venta, siguiese al timón.

El día se presentaba bien. Un esplendoroso martes de primavera, ese breve tiem­po que los sufridos madrileños disfrutan entre sequí­as, tor­men­tas, nevadas, contamina­­ción, obras, atentados, ruido, atascos, manifes­­­ta­cio­­nes, des­­fi­les, maratones, vuel­tas ciclistas, bodas reales y toda suerte de desdichas. Una plaga de inco­mo­di­da­des que a él no le afectaba, porque no solía salir. Por cues­tiones de trabajo, ja­más. Para verse con iguales, tampoco. La calidad de su cocina era cono­cida don­de de­­­bía serlo, de mo­­do que, para cualquiera con quien deseara él verse, almor­zar en su come­do­­r, o en la terraza cuando el clima lo permitía, era no só­lo una experien­cia gas­tro­nó­mi­ca de pri­me­ra categoría, sino un honor muy ex­clu­sivo del que po­cos po­drí­an alar­dear, si al­guno fuera tan imprudente como pa­­ra pre­su­­mir de ha­ber co­mi­­do en aque­­lla casa.

El secretario solía subir desayunado, pero aún manteniendo las distancias casi tanto como el primer día, veinte años hacía ya, el roce continuado acaba por suavi­zar las formas, de modo que al banquero ya no le importaba que so­bre la mesa, los dos frente a frente, hubiera dos ta­­zas de ca­fé, flojucho americano el suyo y con le­che para el esbi­rro. Repasaban el programa del día. Se presentaba tranquilo, sin ago­­bios. Ningún compro­mi­so para comer, aunque a la noche sur­gía uno que le in­­co­mo­daba seriamente: un con­cierto en el Teatro Real presidido por la Rei­na y fi­­nancia­do por él a título per­­sonal. Imposible, pues, declinar.

-¿Cómo dejó usted que me metiera en eso?

El secretario no contestó. Se limitó a componer un gesto de simpatía. Bien sabía que a Don Luis no sólo era imposible decirle qué hiciera o qué no hi­ciera, sino que tal cosa sería, en todo caso, función de sus consejeros. Él sólo era el secretario particular. Muchos pensaban que con su acceso privilegiado a Don Luis, y con los años que llevaba con él, su influencia debía de ser grande. Se con­fun­­dían. Él era lo que era: una mera extensión de la voluntad de su jefe y de su temible me­moria, el ser apenas humano que se ocupaba de su agenda y de que todo a su al­­rededor funcionase con armonía, y también el que se interponía entre su persona y el resto del mundo, pero sin ser otra cosa que la prolongación de su des­po­tis­­­­mo cierta­men­te ilustrado aunque no siem­­pre cor­tés. Si alguna vez hubiera inten­­­­tado ser algo distinto, en mi­nutos ha­bría ingresado en las listas del paro.

-El chico que viene a las nueve, ¿ha confirmado que vendría?

Lo decía según se levantaba. El secretario hizo lo mismo al tiempo de asen­­tir. Tras eso, desapareció. Es lo bueno de los secreta­rios anti­guos. Se dan perfecta cuenta de cuándo el jefe se quiere sumir en sus pensa­mientos. Él no sólo se quería sumir, si­no que llevaba días que­riendo sumirse, aunque unas cosas con otras no ha­bía te­nido tiempo. Los mis­mos días que habían trans­cu­rri­do desde que le llegó una car­ta personal. El secretario se las filtraba, pues en su mayo­­ría no eran más que pe­ticio­nes de dinero arteramente maqui­lla­das. Las contes­ta­ba él mismo, pero aque­lla sólo de­cía que un compañero de inter­na­do, catorce años litera sobre li­te­ra, escri­bía des­­de ultratum­ba para pedir­le que re­ci­bie­se a su hijo de tre­ce años. Le supli­caba una ho­ra de su vida y es­pe­ra­ba que no fue­ra pe­­dirle de­ma­sia­do.

No, no es demasiado, se dijo contrastando la primera imagen que surgía de su in­sondable memoria: Pepito, porque siempre le llamaron Pe­pi­to ‑él, en cambio, para todos era Luis y por poco no Don Luis‑, sonriéndole al trasluz de la leja­na bocamina el día que les llevaron a ver el Va­lle de los Caídos, aga­rra­do a dos chicas muy risueñas en uniforme de ursulinas que iban allí a lo mismo; se las había li­gado sobre la se­vera lápida de José An­to­nio y, buen amigo, se las traía para darle a elegir, tú verás cuál te gusta más, la piños de lata o la cu­los de vaso.

Pepito. Inseparables hasta los diecisiete. Desde ahí, qué poquitas veces ha­­­­bían coincidido. Pepito hizo Biológicas y Químicas, las dos a la vez, en aquella Complutense de los sesenta donde los comunistas por un lado y los del SEU por el otro parecían empeñados en que nadie diera palo al agua. Él, Derecho y Eco­nó­mi­cas en la Universidad de Navarra, tan en paz y tranquilidad como se supone deben reinar en una universidad de las buenas, las importantes, las que amamantan los cerebros de la mejor y más cristiana sociedad. Al acabar se vie­ron algu­na vez, aun­que para entonces eran muy distintos. El ya tenía cara de Pre­sidente del Con­­sejo ‑lo se­ría tres años después-, y Pepito te­nía una muy rara, tanto que le cos­taba evocarla. No de comunista, ni de radical. Nada que ver con la política. De ha­­ber sido de algo habría sido de ido. De te­ner sus ca­rreras en la cabeza, de sólo vi­vir para lo que a todas luces era una vo­ca­ción irre­sistible. Religiosa, si no mística. Un San Josemaría de la Bioquímica. Sema­­nas después marchó a los Estados Unidos. Al MIT. Ahí le perdió la pista. Tres años antes era una sombra olvidada. Dejó de serlo el día que le invi­ta­­ron a su funeral. Había muerto muy lejos de allí, en Nikumaroro, una isla perdida en el Pacífico. La familia ofrecía un oficio por su alma. Sin ganas, acudió. Nadie cono­cido, nadie que le co­no­­ciese, salvo el organizador, un an­tiguo alumno del internado que se ha­bía reenganchado; aunque no iba de sota­na era un padre más. No sabía por qué le ha­bían invitado; la lista, cerrada, le lle­­gó de California, don­­de vivía el difunto con su exigua familia, un hijo de diez años. Só­lo eso, que su­piera él. No, no había venido. Es probable que no ha­­ble nues­tro idioma. Sí, es ley de vida, polvo somos, en polvo nos convertiremos y a to­dos nos lle­gará. Pues gra­cias por venir y encantado de haberte vuelto a ver.

No hablaría español, era casi seguro. Un fastidio, porque si bien su inglés era excelente, muy culto, era un inglés para entenderse con sus iguales, con perso­nas inteligentes e instruidas. Un inglés que no le valdría frente a un adoles­cen­te cochambroso, integrado en alguna tribu suburbana de Los Angeles o de donde dia­blos saliera el mierdento. Lo cierto era que no sentía curiosidad. En todo caso, la de saber cómo fue la vida de Pepi­to des­de que sus vías bifurcaran. Sentía, eso sí, un deber autoimpuesto, una es­pecie de obligación. La misma que le había impelido a decir bueno, que ven­ga, pe­ro a primera hora. En su corazón, y no le apenaba re­co­nocerlo, que­da­ba po­co espa­cio pa­­ra sentimentalismos. Aún así, la figura de Pepito no se dejaba desinstalar. Por mu­cho tiempo que llevara sin evocarle, los rasgos de su cara se perfilaban en su men­te con pas­mo­sa nitidez. Algo curioso: no era el Pepito del principio, los dos pár­­vulos te­me­­ro­sos, ni tampoco el del final, paladeando en la desaparecida Califor­nia 47 sus úl­ti­mos whiskies, los de mirarse uno al otro pre­sintiendo que nunca más vol­verían a mirarse, la tarde antes de que Pepito se su­­bie­ra en el avión de Nue­va York y no regresara jamás. Era la del Pepito de sus mu­tuos trece años, los del gran esti­rón, los grandes sueños y las grandes pajas, si bien ésto no lo com­par­­­tí­an, que siem­pre fueron pudorosos en materia de pecados. El Pepito de las con­fi­den­cias ín­timas, de los proyectos disparatados ‑tam­po­co mucho; eran adoles­­­cen­tes, sí, aunque de un tipo razonable, tirando a prosaico‑, de las pri­­meras chi­cas, de los pri­me­­ros ena­mo­­ris­ca­mien­tos, de soñar con la Hayley Mills de Polly­anna ‑Pe­pi­to‑ y la Mandy Mi­ller de La Máscara Submarina ‑él‑, de unos días ver claro que sus mu­tuos porve­nires serí­an man­dar un submari­no y pilotar un avión de caza ‑res­pec­­­­ti­va­men­te‑, y otros, menos exaltados, dirigir el Ban­co de su pa­­dre y ense­ñar bio­logía mo­­lecular en Cambridge, que a Pepito siempre le pa­re­­ció más distin­gui­da que Ox­­ford o que cual­quier universidad ame­ricana.

El hijo de Pepito. ¿Habría salido a él? Qué raro que no viniera con la madre. Buena señal, pero extraño para un niño de trece años. ¿Habría muerto, también? Aho­ra que caía, ni siquiera sabía de qué murió Pepito, y eso que acabar a los 59 suele despertar curio­­si­dad, pues a esa edad parece que aún es pronto para postrar­­se ante Dios y rendir cuentas. ¿Las ha­bría rendido, Pepito? En el internado era de los remolones, de los que ha­­bía que per­seguir para que confesaran, de los que más sufrían las iras del to­nante director espi­ritual, tan poco par­tidario de aquellos flojos, que sóis unos flo­jos que no se daban con el debi­do ardor, con el debido en­tusias­mo. Curio­so que jamás ha­blaran de fé, ni en el in­ternado ni después. Des­pués. La Com­plu­ten­se. Buen lugar para ro­jos. Pepito nunca debió de ser un rojo, que si no ha­­bría ido a Mos­cú y no a Boston, pero algo descreído sí que debió de volver­­se. Los do­­min­gos en que se veían cuan­­do él iba por Madrid –pocos y a rega­­ñadientes; adora­­ba Nafarroa y tam­bién Zu­be­roa, y sobre todo Lapurdi, por lo que ape­nas se deja­ba sa­car de allí; quizá por eso fuera tan capaz de sorprender al em­baja­dor del PNV ante Su Banco razonándo­le los sin­sentidos del soberanismo en un euske­ra excelente, cosa por demás cruel, pues el otro era de los muchos eus­­kal­­dunes que dicen telefonúa en lugar de urrutiz­kin, esos que comien­zan las ora­­cio­nes en la lengua que se obli­gan a do­minar y que las terminan en la otra, la que los domina‑ solía ser a la salida de misa, en la California 47 de nada más cruzar la calle. Pocas cosas hay mejores que un riquísimo tortell para inaugurar el día, pues a comul­gar en Nuestra Se­ñora de Todos los Fachas se va en ayunas, pe­ro Pe­pi­to, a esas ho­ras, lo que te­nía era re­saca, jamás ham­bre. Otro flojo más...

¿Qué diablos querrá?, se preguntaba cuando sonó el teléfono interior, el que no pasaba por su secretaría.

-Don Luis, aquí está. Buena pinta, diría yo. Al­tito para su edad. De traje y corba­ta. Pelo corto, bien pei­nado. Zapatos limpios. Huele bien. No, viene so­lo. Pues no, en español y con buen acento. Sí, ahora mismo se lo envío.

Se había preguntado si someterle al habitual procedimiento ablandador, ha­cer­le aguardar veinte minutos, para contestarse que sería una mezquindad. El cha­­­val no podía venir a pedir nada. Cuando me­nos, ma­terial. No tras una carta ma­­nuscrita, de letra que no le había costado recordar y firmada por un padre muer­to hacía tres años. Si llega­ra con una madre desconsolada el motivo sería obvio y claro, pe­ro un niño de trece años que va solo al despacho de un presi­den­te de banco no es a pegar un sablazo.

-Don Luis, el joven señor Piernavieja.

Piernavieja. La de veces que habían hecho bromas con aquel apellido. Pe­pi­to, el primero. Él mismo se decía Patavieja, sin esperar a que lo hiciera otro por él. Un Pepito Pa­ta­vie­ja que parecía mirarle desde los ojos de su hijo. Por Dios, qué co­sa tan ex­tra­or­di­naria. Un breve zumbar en su memoria y una imagen abriéndose pa­so: el día de la Confirmación. Vestido igual, incluso la misma corbata de lana, entre gris y ver­­do­sa, con el escudo del internado Hispano-Marroquí. El mismo Pepito Patavieja, só­lo que cua­ren­ta y nueve años después.

Le tendió la mano. De nuevo, la sorpresa: no era la de un niño de tre­ce años. Era fuer­te, resuelta. La de un hombre completo, en su plenitud. Una ma­no que acom­­pañaba muy bien la mirada del que sin duda era hijo ine­quí­voco de Pepito Pa­tavie­ja. Mejor certificado de virtud no ca­bía conceder a ma­dre algu­na.

Le señaló el sofá. Él, al estilo de un presidente del gobierno recibiendo al jefe de la oposición, se dejó caer en su butaca favorita. ¿Desea tomar algo? ¿Sólo agua? La camarera no le preguntó. De so­bra sabía que Don Luis, a esas ho­ras y has­ta la del aperitivo, seguiría en el flo­ju­cho café americano.

-Te lo habrán dicho alguna vez: eres exacto a tu padre cuando tenía tu edad.

-No, nunca me lo han dicho. Usted es la primera persona con quien hablo que ha­ya visto a mi padre cuando tenía trece años. No, no lo sienta. No es impor­tan­te. Po­siblemente a usted también le costaría encontrar a nadie que le recor­dara tal y co­­mo era el día en que se confirmó. Quizá ni usted mismo se acuerde.

Sí se acordaba, pero vagamente. Por la ropa del chaval. Se le po­dría llamar uni­­­­forme, porque todos los confirmandos debían vestir así, aunque no te­nía ese ran­go. Era un traje que sus familias les habían tenido que comprar pa­­ra que tuvieran presente mientras vivieran aquella ocasión tan especial.

-Usted tuvo problemas ese día. No se acuerda, ya lo veo. Pues fueron varios. Primero, una colitis que le tuvo en vela toda la noche. Le sentaron mal los puerros de la cena; siempre le daban muchos gases. Después, la chaqueta. Le quedaba estrecha, se estiró más fuerte de lo que debía y se le descosió por la espalda. Se la tuvo que remen­dar Lourdes, la cocinera. Luego, justo antes de comer, Juanito García Oso­rio dio un empujón a Ernesto Roca Lesmes, con la mala pata de ti­rarle, a usted, un va­so de Coca Co­la. Le puso perdido, y usted se lo quería comer, a Roca, qué culpa tendría el infeliz. Le llamó usted de todo, empezando por sub­nor­mal y aca­ban­do por tonto del culo. ¿Todavía no se acuer­da?

Según hablaba el nada tímido niño de trece años, la expresión del inescrutable banquero variaba de un modo apenas perceptible. En el sofá se pensaba que qui­zá por haber empezado a recor­­dar, paso previo al de comenzar a comprender.

-Tienes trece años. Tu padre murió hace tres. Unos datos tan tontos co­mo esos, y que si se cuentan de padre a hijo es de modo ca­­sual, no se fijan en la memoria más pronto de los ocho, la edad del uso de razón. No creo que tu pa­­dre tuviera tan poco que ha­cer en sus últimos años co­mo para repetirte una y otra vez todo eso, salvo que lo de­jara escrito... –razona­ba según hablaba, cosa rara en él, que nun­ca decía nada sin ha­­­ber­lo pensado antes- y, de ser así, ¿por qué iba él a moles­tar­­­­se con esas bobadas? ¿Qué sentido tiene todo esto que me acabas de con­tar?

-El de hacerle comprender que tengo algo que decirle, y el de pe­dirle que no se cierre, no se atrinchere, porque le va a intere­­sar. ¿Algún tipo de chanta­je, dice? Por favor, no sea tan mal pensado. Usted fue un al­um­­no ejem­plar, y el que guardara bajo el col­chón cuatro números de Paris-Ho­lly­wood, concre­tamente los del 26 de marzo, 9 de abril, 6 de septiembre y 14 de octubre de 1955, no es algo que hoy le deba preo­­cu­par. No, Don Luis, no va por ahí. Es más importante.

Paris-Hollywood. Dónde habrían que­da­do aquellos incunables, se preguntaba el perplejo banquero al tiempo de du­dar. Le apetecía dar por concluída esa reu­nión tan ominosa, tan extraña y que ha­bía comenzado de aquel modo tan irregular. Había es­pe­rado un comien­zo con­ven­cional, del tipo mi padre hablaba mucho de us­ted, le tenía por un gran hom­bre, por eso vengo a verle, necesito consejo, todo eso dicho en tono enfático, y si no pues cualquier otra cosa, pe­ro siempre al­go lógico, adecuado a la situación, ordena­­do, razonable, y no ese ha­cerle ver que dominaba unos recuerdos que no podí­an ser suyos; so­bre todo, que los contro­laba mejor que él, siendo él quien los ha­bía vivido. Aún así, los he­­chos objetivos aconsejaban escuchar. Aquel era el niño de trece años más adul­to que había visto nunca, y adul­to era la pa­labra, que no re­­­pipi, ni sabiondo. Era co­mo escuchar a su padre a través de un agu­jero en el tiem­po, aunque no al de trece años, sino al de los veintitrés que tenían los dos la úl­tima vez que hablaron, esa tarde nos­tál­gica en California 47 que acabó con él mar­­chándose a un reti­ro y con Pepito yén­dose de putas. Luego, lo que decía. Datos irre­le­vantes, muy cierto, pero que le im­­pul­saban a re­­cordar. Y en qué for­ma. Pun­to por punto. Incluso la fecha de uno de aquellos panfle­tillos especializados en orondas ja­mo­­­nas de difuminadas entrepier­nas –la sorpresa que se llevó al ver la primera y muy fron­dosa de su vida-, por­que coincidía con la de su cumpleaños. Algo que había sucedido medio si­glo antes, olvidado a fuerza de ja­más evocar­­lo, se volvía nítido en su men­­te. ¿Qué habría sido de García Osorio? ¿Y de Roca? De Roca sí sabía. Era fis­cal, o algo así... pero los dos ha­bían de­s­a­parecido de su me­moria en algún mo­men­to del pasado. Como ha­brían de­bido desa­pa­recer de la del otro, el muerto Pe­pi­to Patavieja, pero su hi­jo ha­bla­ba de aquellos dos como si hu­biera desayunado con ellos. Ahí fue don­de se le ocu­rrió verificar. Na­­die co­­mo un banquero para comprobar datos. Después de to­do, es lo primero que de­be hacerse a la hora de va­lorar un riesgo.

-¿Qué peculiaridad tenía Roca? ¿Qué le hacía inconfundible?

-Tenía tres. Una, ser bizco al punto de que costaba ver­le las dos pupi­­­las a la vez. Otra, era un pedorro. Atronaba, ¿no se acuerda? Y lo que olí­­an, sus llufas. De pri­mera papilla, solía decir usted. Por último, los mo­cos. Se le caí­an, y eso, a usted, le da­ba mu­cho asco, ¿verdad?

El banquero se removió en su asiento, inquieto y un punto aprensivo.

-¿Cuántos éramos en clase? ¿Curso? Pues... en tercero, el de la confirmación.

-Cuarenta y dos. Abellán, Acosta, Alcaide, Aparicio, Aranda...

La vieja letanía se había vuelto a formar en la mente del banquero. Una canti­nela desvanecida resucitaba de la boca de un niño que ha­bía nacido treinta y dos años después de que alguien la entonara por últi­ma vez.

-Vale. Tienes toda mi atención –estiró la mano y tomó el teléfono; su jefa de se­cretaría estaba cerca de pasar con una nota en la mano, para ponerle fácil el usual dígale que le veo en cinco minutos, forma elegante de indicar a la visita indeseable que le quedaba ese tiempo para despedirse y dejar de dar la lata o, en caso contrario, le dice que le llamaremos luego y no me pase recados ni llamadas; es una litur­gia natural para todos los que reciben y que conocen todos los que se dedican a visitar, así que nadie se molesta si escucha lo pri­me­­ro en lu­gar de lo segun­do‑. Nú­ria, no me pase llamadas y que nadie nos interrum­­pa. Na­die –se vol­vió hacia el relaja­do niño de trece años-; pue­des empezar.

-Como habrá imaginado, tengo que remontarme lejos. A cuando mi padre lle­­gó al MIT, días después de aquel último trago con usted en California 47 ‑el ban­que­ro, in­vo­lun­tariamente, se estremeció‑. Se­rá largo, se lo advierto. Muy bien, mag­­nífico que no le importe. Bueno, pues...

Pepito Patavieja llegó al MIT (Massachusetts Institute of Technology) no por enchufe, sino por haberse licenciado en dos carreras tan serias como Bioló­gi­­cas y Químicas, y ser Premio Extraordinario en las dos. Había enviado su cu­rri­­­cu­lum con el respaldo de ambos decanos, y si bien España era tenida como un país de di­­fícil ubicación en la semiesfera occidental, el consejo de admisión del MIT decidió que con­vendría charlar con él. Le hicieron venir. No le dejaron volver. Estuvo con ellos varios años, aprendiendo y en­señando, pero to­­do tiene su ci­­clo y un buen día de­ci­dió salir de allí. Le fi­­chó una em­pre­­sa diminuta de las que con el tiempo se llamarían biotecnológicas, y que gra­cias a él, y a otros co­mo él, pronto despun­tó en nu­merosas áreas, aun­que las fun­­da­mentales, las que ha­brían de prestigiarla en el selecto mun­do de la tecno­bio­logía, y de paso en el NASD­AQ­, es­taban vin­culadas al ge­no­ma hu­­ma­no. Du­rante los años Clinton la empre­sa se de­sarrolló en espiral. A su consejo le preocupaba que un po­sible regre­so de los de­vo­tos repu­­blicanos, tan fé­rreamente opuestos a cualquier cosa que sonase a im­pía, pusiera fuera de la ley lo que tan discretamente desarrolla­ban. Conocían su país, de mo­do que no quisieron arriesgarse a que una disposi­ción ejecutiva les ce­rra­­se los ca­minos de la no­che a la mañana, lo que suponían ten­dría lugar cuan­do al­­gún labo­ratorio de los que por entonces se afanaban en lo mis­mo hi­cie­ra pú­bli­co algún lo­gro especta­cular. Así, una parte, la que fabrica­ba, per­mane­ció en Ca­li­for­nia. La otra, la que investigaba, se fue de los Estados Uni­dos, co­mo tantas otras ha­rían des­pués, aunque no a Canadá, como luego sería usual. Eligieron un re­­mo­to ar­chi­pié­lago del Pacífico, nada paradi­síaco y por demás abu­rrido. Ésto no preo­­­cu­paba en el reducido grupo de investigadores que se mu­daron allá. Lo que im­por­­taba era que permanecían tan conec­tados al mun­do como cuando residían en el Silicon Valley, que allí se vi­vía no peor que al lar­go de la US 101 y que sobre to­­do, por encima de todo, la Cons­titución de la Repúbli­ca de Ki­ribati, antes archi­pié­­lago de las Gilbert, no estaba en con­tra ni de las células madre, ni de la inves­ti­ga­­­ción con embrio­nes, ni de la clona­ción. En espe­cial, de la humana.

-Empiezo a sospechar por dónde vas.

-No. Todavía no puede sospechar. Sólo intuye. Sea paciente, se lo ruego.

El banquero miró el reloj. No recordaba su agenda, y en pre­­vención de males mayores volvió a descolgar el teléfono.

-Núria, cancele todos mis compromisos para esta mañana. Sí, todos. El de la Moncloa, también. Sigue –por Pe­pi­to Patavieja II-.

-Mi padre, con el tiempo, fue más allá de ser genomista. Y de ser clo­nador. Da­ba por supuesto que tarde o temprano la replicación de ma­mí­­feros se­ría cosa de todos los días, y una mera cuestión de tiempo que llegase a los hu­ma­nos. La ove­ja Dolly no le sorprendió. Ellos habían pasado por ahí en 1985, mucho antes que los escoceses del Instituto Roslin, pero no dijeron nada. No apuntaban tan ba­jo. Perseguían un obje­tivo superior. Los investigadores regulares, los que viven del dinero públi­co, no tienen más remedio que ir con cui­dado, porque nuestra ci­vi­­li­zación sue­­le manifestar cierta proclividad a pensar que la tierra es pla­na cuan­do se tocan deter­mi­na­dos tabúes. Uno es la clona­ción. Recordará cómo se pu­sie­ron las diversas confesio­nes, ¿verdad? –el banquero no di­jo nada, ni va­rió el gesto-. Así ocu­rrió, que de la noche a la mañana surgieron infinidad de cor­tapisas, de res­tric­ciones a la inves­tigación, de imposibilitar que se avanzara en un campo que la mo­­ral establecida consideraba reservado al Dios Único y Verdadero, el que fue­se, uno cualquiera de los muchísimos que hay. A la em­­­presa donde trabajaba mi padre to­­do eso le daba igual. Habían sa­cado de su IPO (Initial Pu­blic Offer) capital suficiente para investigar durante mu­chos años en com­ple­ta libertad, y no veían difícil con­­seguir más fon­dos cuando aquel empezase a es­ca­sear. Mantenían el objetivo principal, sin desviarse. Daban por se­guro que sería cuestión de po­cos años que la industria se saltase a la torera cual­quier normativa que impidie­ra la clonación humana. En el mundo hay muchas Kiribatis, Don Luis. No tan exó­ticas, pe­ro eso es secundario. Basta con que sus gobier­nos entiendan que tolerar la pre­sen­cia de deter­mi­nadas com­pañías biotecnológicas equivale a dar con un atajo en su lu­­­cha por el desarrollo. En su lucha por so­bre­vivir. Cualquier repú­bli­ca cau­cá­si­ca estaría encantada de ha­cer sitio a seis o sie­te, y no digamos las afri­­­canas. Posi­blemente hoy, tan en se­creto como en Kiri­ba­ti, los hu­­­­manos ya se clonan, y no de uno en uno, sino por docenas o cente­na­res. El objetivo comercial es cla­ro: de­sa­­rrollar una nueva industria, la de fabri­cación de repuestos hu­ma­nos para to­do aquel que se lo pue­da pagar.

-Me han hablado de eso. No sé cuánto habrán avanzado, pero sí, es más que una posibilidad. Además de hablar, me tantearon. Les dije que no. Tu padre te lo debió explicar: soy hombre de princi­pios. No me tengo por oscurantista, ni de­fien­­do que la tierra sea plana ni propondría quemar en un auto de fé a los que son como tu padre, pero todo tiene un límite, o lo tiene para mí, de modo que no pie­n­­so par­ticipar en ningún negocio de repuestos humanos, ni como clien­­te ni co­mo accionista. Espero que no sea eso lo que has venido a proponer.

-Desde luego que no. Mi padre y sus compañeros pensaban que la fabricación de higadillos clónicos acabaría por ser un stan­dard industrial. Menos salva­je que matar niños para sacarles los mondongos, pero más inmoral desde un pun­to de vista religioso. En cualquier ca­­­­­so, sería un mercado como cualquier otro, con mucha com­petencia. Ellos apuntaban a otro menos dis­putado, al menos en la que sería su especialidad distintiva. Su sello tecnológico exclusivo.

-¿ ?

-La vida perdurable.

El banquero guardó silencio, sombrío. Habría echado a la visita en ese mismo instante, pero la mirada del que de ningún modo, en ninguna forma, po­día ser un niño de trece años, le hizo decirse que debía lle­gar hasta el final.

-Sigue.

-Si analiza la historia tomándose una buena distancia, verá que no es un mer­cado nuevo. Todas las confesiones religiosas luchan por él. Y todas hacen lo mismo: vender vida eterna, de la buena y de la mala, dependiendo de que se sigan o no sus mandamientos. Es un mer­cado muy rentable. De ahí que a las confesio­nes, a todas ellas, no les guste, para nada, que al­guien lo pueda reventar ofre­cien­­do alternativas tecnológicas que obvien el trámite insalvable: mo­rir­se. Desde ahí, bien sabido es, todo marcha sobre ruedas: el Walhalla, el Pa­raíso, las huríes y, en fin, lo que más pueda estimular las ansias de cada uno, y que al fin y a la postre se reducen a una sola: Dios Mío, que yo no de­s­a­pa­rezca, no me consuma, no me vuel­va polvo. Para el 99 y muchas décimas de la población mundial sigue siendo un asunto capital, de la mayor importancia, so­bre todo cuando ya queda poco tiempo, la juventud se ha extinguido y los acha­ques comienzan a incordiar.

Se miraban, con la misma intensidad. Un discurso que no era nuevo para el banquero, que se puede ser del Opus sin necesidad de ser imbécil y hasta los más santos dudan, y se preguntan, y se cuestionan. Lo que decía el aparente chaval lo ha­bía escuchado más de una vez. Ahora, nunca de la boca de uno que confesaba tre­ce años aunque hablara como si tuviera sus mismos sesenta y dos.

-La oposición de las confesiones a la clonación humana se debe a infinidad de razones morales, todas ellas respetables y encomiables, pero sobre todo a su sospecha de que por ahí se abre un segundo camino al reino de los cielos, y en ése no tendrían ellas la exclusiva. Lo curioso es que se confunden. La clonación sigue otro ca­mi­no. Su objetivo es distinto, más cercano, más próximo. Más inme­­­­diato. No es pro­curar la vida perdurable al que se lo pueda pagar. Es extender tanto co­mo se pueda la vida imperdurable del que igualmente se lo pueda pagar. Los hu­ma­nos del primer mundo tendemos a mo­­rirnos entre los setenta y los ochenta, con­servando una razonable calidad de vida, o de disfrute, hasta cerca del final; en el tercer mundo ya sé que no es así, pero el mercado que des­cribo no es de mí­se­ros, ni de parias. Des­de ahí, desde los ochen­­ta, caemos co­mo moscas. Las enfermedades y el desgaste na­tural nos llevan a pe­­re­cer sin excesiva pena, por­que para entonces an­­­damos tan exhaustos, tan hechos polvo, que vi­vir nos abru­ma. La in­dus­tria de la clonación tendrá por objeto retrasar no sólo ese mo­mento, sino el de ya es­tar has­­­ta el gorro. Fabricar repuestos a la carta estirará la vida sin depen­der de do­nan­tes com­pa­tibles. La clo­­nación resol­verá los problemas de recha­zo gené­tico, de modo que nos poda­mos equipar con todo ti­po de glán­­dulas y vís­­ce­ras a medida que nos hagan falta, por enfermedad o por simple desgaste. Inclu­so podrá ir más allá y devol­ver­nos articula­ciones ave­riadas, gónadas apo­li­lla­das, mus­­culaturas de­bi­li­ta­das, pellejos flác­ci­dos, sentidos atro­­fiados... pe­ro no lo que no podrá devolver­nos será un cerebro joven. Nos mante­ndremos en buena for­ma, pe­ro nuestras mentes seguirán envejeciendo, hasta fallecer por mucho que re­­si­dan en un cuerpo relativamente vigoroso. No porque no se pue­da trasplantar un ce­rebro, que ignoro si algún día se po­drá. Es por­que no le podremos incorporar nues­tra consciencia, nuestra expe­rien­cia, nues­­tros cono­ci­mientos... nuestra esen­­­cia como seres inteligentes. Por eso di­go que las confesio­nes reli­giosas andan la mar de confundidas. La industria del trasplante a la medi­da, ba­sada en la clona­­ción, no les disputará el mercado del más allá. Se lo dispu­tare­mos nosotros.

El banquero renunció a contestar. Como buen polemista sabía que conviene dejar al contrario terminar su exposición. Lanzarse a machacar sin estar seguro de que al otro ya no le queda munición es arriesgado, a la par que poco deporti­vo. Le divertía reducir a cenizas las posiciones de cualquier adversario, las que fue­ran, pero siempre bajo el palio de una exquisita cortesía.

-La idea le vino a mi padre cuando aún era estudiante, y no en la Complutense, sino en el internado. Con usted a su lado, que solían sentarse hombro con hom­bro. Una clase de física, en sexto de bachillerato. Usted no la recuerda, ni yo pretendo que lo haga, pero el caso fue que la profesora, la señorita Gálvez, la que tenía un 600 y que por designio de los dio­ses no podía estar más buena, mos­tró un electroencefalograma. Para todos me­nos mi padre sólo fue una sim­ple curiosi­dad. Él empezó ahí mismo a dar­le vueltas y vueltas, mezclando las gráficas en el papel con lo muy ena­morado que andaba de la profesora, intentando construir una teo­ría que dijese, o explicara, el signifi­cado de aquellas trazas, tan parecidas a las que deja un terremoto en un sismógrafo, de forma que la profesora, entusias­mada, se lo comiese a besos y poco más, que mi padre aún no sabía qué más cosas podían ha­cer con sus alumnos más devotos las profesoras más apetitosas.

Una pausa, la justa para echar un largo trago de agua ‑"joder, si hasta eso lo ha­ce igual que su maldito padre", se decía el banquero- y proseguir.

-Cuando llegó al MIT debía de ser la persona que más sabía en España de in­ter­­pre­tar electroencefalogramas. En el MIT, para su sorpre­sa, tam­bién. Los equipos eran más sofisticados y la información más amplia, más den­sa, pero en cuanto a in­terpretación nadie le ha­cía sombra. No só­lo se quedó por vocación. Tenía no­via, no sé si usted lo sabía ‑el banquero denegó con la cabeza, perplejo; qué secretos tenía el Pepito-; una compañera de Biológicas, tan cha­­lada como él aunque de me­nos ta­lento; a cambio, de mu­­cho más dine­ro. La pa­­ga del MIT le permitiría vivir con ella y no de ella, casados de no ha­­ber más re­­me­dio e in­vestigar los dos juntos, como Pie­rre Curie y Maria Sklo­dovs­­­ka, sólo que Charo, que así se llamaba la ilusión de su vi­da, no acababa de ver claro el ir­se tan lejos. Su objetivo vital se había vuel­to convencional. Quería una vida ordenada, un mari­do no excesivamente visionario, una casa cómoda, un servi­cio de­cente, unos cuan­tos críos y estar cerca de los su­yos, todos ellos de los muy a bien con el Caudi­llo. En los tiempos de la Com­plu­tense pensaba de otro mo­do, que hasta una le­che se había llevado en una ma­ni, pero la vi­da es ma­­du­rar, un de­berías pen­sártelo, Pe­pito. Le partió el corazón, pero no desistió. Aún más: su vo­cación se incre­mentó, se reforzó. Había roto ama­rras con Es­­paña, no por­que hu­bie­ra que­rido, pe­ro el caso fue que se rompieron. Que se las rompieron. Se volvió más yankee que si hubiera llegado en el May­flo­wer. No se habría ca­sado nun­­ca, entre otras cosas porque cuando bajaba de su nu­be tenía cier­to éxi­to con las mujeres... lo recorda­rá, ¿verdad? –el banquero asintió, sin darse cuenta de que una sonrisa de ternu­­ra le había bailado por los la­bios‑, aunque a los cincuenta cambió de idea, pero a eso ya llegaremos.

Un gesto de banquero impaciente, con las manos; significaba sigue, venga, y de­bía ser un gesto muy viejo, porque a su derecha, en el sofá, se identificó.

-La empresa que le hizo abandonar el MIT era más que una empresa. Era un sindicato de sabios jóvenes. Nin­gu­no pasaba de cuarenta y la mitad andaba por debajo de los treinta. Encontraron un capitalista, un tejano podrido de dinero que ni se molestó en mi­rar el business plan que le tendían a cambio de unos millones de dólares, unos pocos de los muchísimos que tenía. Le bastaba con un informe con­fidencial de la FDA, de los que circulan sobre muy poquitas mesas. Entre todos de­signaron un CEO, si no por otra cosa para que alguien pudiera firmar papeles. Ba­jo el CEO no había car­gos. Todos eran nada o todos eran Senior Vi­ce­pre­si­dent, lo que prefiriesen. Lo que importaba era empezar, o mas bien pro­seguir, por­que a la sombra del MIT, y de la UCLA, y de Prin­ceton, y de otras uni­ver­si­da­des menos fa­­mo­sas, el que más y el que menos ya tenía un camino recorrido.

El banquero se dijo que vendría bien saber de cuál empresa le hablaban.

-Su plan estratégico era doble. Les servía, en primer lugar, para justificar su existencia. Recuer­de, Don Luis: era el mejor conjunto de bioquímicos que se po­día encontrar en los Estados Unidos. En sus in­ves­ti­ga­cio­nes habían cubierto mu­chí­simas etapas, algunas operando en grupo y otras ca­da uno por su cuenta. Ponien­do to­­do junto salía una extraordinaria re­ser­va de conocimientos, suficiente pa­ra dise­­ñar unos calmantes magníficos. Si al­go es excelente para sofocar cualquier mur­­mullo, cualquier murmuración, es una bue­na línea de analgésicos. Supo­ní­an que con eso bastaría para ca­mu­flarse, para que nadie hiciera preguntas com­­­prometidas. Los fabricaban y los comercializaban, aunque pre­­ferían vender li­cencias y de­jar que produjeran otros, y se forraran otros. A ellos les bastaba con lo poco que producían por su cuenta y con lo que ingresaban por li­­cen­cias de fabricación. Al tiempo, y en secreto, seguían avanzando. La fábrica les era de gran uti­li­dad, no sólo por guardar las apariencias. Les ser­vía como extensión del labora­­torio, para producir especialidades que necesita­ban pero que no podrían com­prar en ninguna farma­cia, pues nadie conocía sus fórmulas, ni la FDA (Food and Drugs Administration) les habría dado luz verde para comercializarlas, ni nadie salvo ellos era capaz de ima­ginar para qué valdrían esos potingues tan extravagantes.

Llegaba el momento de la gran revelación. El banquero lo intuía.

-Lo que no es reemplazable de nosotros es lo que llevamos en la cabeza, y no me refiero al pelo. Es el conjunto de conceptos que otros llaman alma, pero nosotros –el banquero percibió el matiz; el niño de trece años no era sólo hijo de uno de ellos; era, también, uno de ellos‑ preferimos dividirlo en bloques: las impresio­nes sensoriales registradas en nuestra memoria, nuestras reacciones aprendidas y nues­tra consciencia. Si lo quiere oír en otros términos, más familiares para el hu­mano moderno, me refiero a nuestras bases de datos, a nuestros programas de apli­cación y a nuestro sistema ope­ra­tivo. Nuestros archivos, nuestro Office y nues­tro Windows, por simplificar to­da­vía más. El no poder trasplantarlas de un cerebro a otro es lo que limita el recorrido de la industria del repuesto. Mejor di­cho: lo que limitaría el recorrido, porque no­sotros sí hemos aprendi­do a trasplan­­tarlas. A copiar­las. A descargarlas, a trasladarlas, a moverlas de una mente a otra men­te. Ya sé que no lo cree y que le cuesta incluso admitirlo co­mo hipótesis, pe­ro haga un esfuerzo y permanezca concentra­do. No tema, que no pienso aburrir­­le con tecnicismos exasperantes. No hasta que usted los quiera escuchar. Le ofrezco que por ahora nos apañemos con los conceptos, que son claros y simples. ¿Sigo?

Dudaba, como le había pasado varias veces al construir la no im­­provisada historia. Todo dependería de cómo de abierta con­servara Lucho su inteligencia.

-Sí, pero espera un momento, que pida más café.

Tres minutos después la puerta se cerraba tras otra camarera. En la mesa, frente a ellos, más agua y un cortado. Algo pasa con Don Luis, cuchiche­a­ban las intrigadas secretarias y las extrañadas azafatas al otro lado de la puerta. No sólo lleva una hora con el chico ése, sino que hasta se ha quitado la chaqueta...

-¿Eres Pepito renacido?

La verdadera mirada del banquero. Un halcón lo habría hecho bastante peor, se decía un Pepito Patavieja que no se amilanaba. Era una pregunta lógica, pre­vista, y sólo le sorprendía que su oponente hubiera tardado tanto en hacerla. Quizá no estuviera en tan buenas condiciones como aparentaba.

-Se podría decir así, Lucho, pero no te saltes páginas. Esto no es saber si el asesino es el mayordomo. Hay finales que no se pueden comprender sin ha­ber leído todo el texto.

Lucho. ¿Cuántos años haría que nadie le llamaba Lucho?

-Sigue.

-La razón de ser de los tres bloques, y no tengo más remedio que con­tár­te­la o no comprenderás, es que cada uno se copia de un modo distinto. Es algo que comencé a intuir mediada la carrera, o las carreras, cuando me afanaba sobre todo electro que pudiera incautar. Eso sí, no llegamos ahí en un chas­car los dedos. Antes hubo mucha experimentación al estilo tradicional. Ya sabes, prueba y fallo, prueba y fallo. Desde que decidimos unirnos e independizarnos bajo la fachada de la empresa, o del laboratorio, hasta que nos vimos en si­tuación de comenzar a experimentar con un receptor adecuado, pasaron muchos años. La verdad es que al principio atacamos más en la dirección convencional, en la clo­na­ción. Cosa curiosa, también comenzamos por las ovejas. Produjimos nuestra primera Dolly doce años antes que los escoceses, ya te lo dije. Después refinamos y refinamos los pro­cedimientos, y no se nos dio mal, porque sólo tres des­pués alumbramos nuestro Adán. Por cierto, yo hago el número 283 de los que llegaron a prosperar, pero en nuestra nomenclatura preferimos decir 14.01.

-No me digas que hay 283 Pepitos sueltos por el mundo.

-Ni muchísimo menos. Una cosa es haber prosperado como embrión y otra ser capaz de coger un taxi. Los que podríamos venir a verte sólo somos nue­ve, y el mayor todavía no ha cumplido dieciséis.

Al banquero cada vez le costaba más mantener la concentración.

-Está empezando a darme vueltas la cabeza.

-¿Quieres que lo dejemos? ‑el ban­­­quero denegó con la cabeza; por mucho que le costase, querrá llegar al final de todo eso-. Bien. Nuestro Adán, o nuestro 01.01, no sirvió para mucho más que fijar los pro­ble­mas detectados en las ovejas: si no se refina el código ge­nético, las reses clónicas envejecen a gran velocidad. Habíamos aprendido bastante con las bestias, de mo­do que al cabo de dos años ya contábamos con una versión 06 que no sólo no enveje­cía deprisa, sino que su ciclo biológico, tras unos retoques en su DNA, era un 14% más len­­to de lo usual. Tras eso empezamos a pro­bar con cuatro ejem­plares, 06.01 a 06.04. El propósito era determinar la secuencia de transferen­cia: cómo empezar, cómo se­guir, cómo aca­bar. A los pocos meses vimos claro: el orden que parecía más adecua­do, conscien­cia-im­­pre­sio­nes-reac­ciones, no funcionaba en ningu­no de los dos la­dos. Copiar la cons­ciencia da lugar a una esquizofrenia mortal en el lado emi­sor, y un caos casi to­­tal en la men­te del receptor si luego se le co­­pian reacciones aprendidas. Saberlo nos costó dos ejemplares, pero ya re­cor­da­rás lo que decía nues­tro tonante director es­pi­ri­tual, que aprender a capar bien re­­quiere cortar muchísimos cojones ‑el ban­quero sonrió, a su pesar‑, de modo que nos centramos en los otros, uno em­pe­zan­do por las im­presiones y otro por las reac­ciones. Al principio parecía no haber diferencia, pero pronto vimos que se avan­zaba más deprisa si se partía de las impresiones y lue­go se intercala­ban las reacciones. Del lado emisor, nin­gún efec­to, salvo unas mi­grañas muy de­sa­gra­da­bles, aunque no tardamos en con­trolarlas. No lle­ga­mos a plantearnos una trans­ferencia de consciencia porque los dos ejemplares ha­bían quedado muy machacados. Los sacrificamos para rea­li­zar las correspondientes autopsias y después nos centramos en la relea­se 07. Par­­timos de seis individuos, con distintas estrategias. Desde ahí apren­­dimos con cre­ciente rapi­dez. Vimos, por ejemplo, que determinadas sus­tan­cias, cuidadosamente adminis­tradas, ac­tuaban como ca­­ta­li­za­do­res eficacísimos. Quién podría decir que la mes­calina vul­­gar, el viejo pe­yote de los shoshones, es el más potente impulsor de memoria que se co­no­ce... bueno, que nosotros conozcamos, y que nues­tro viejo amigo LSD, el áci­do lisérgico, predispone los cerebros mejor que nada en este mundo a recibir alu­cinantes cantidades de información en un tiempo bre­vísimo.

-Perdona, pero... ¿puedo hacer una pregunta?

-Una sola, sí. Disculpa que sea cortante, pero si nos salimos del hilo acabarás perdiéndote, y no queremos que te pierdas.

-Ya lo imaginaba, pero es una pregunta necesaria: si sóis capaces de copiar información de cerebro a cerebro, ¿para qué clonáis gente?

-Ya. Sí, habría debido explicártelo antes. Verás... sucede que sabemos copiar, pero estamos lejos de dominar la mecánica de la grabación. ¿Recuerdas a Bell, cuando inventó el teléfono? Él no sabía qué había inventado. Ni sabía que los electrones vuelan por un cable ni en qué modo actúan sobre las mem­branas. De hecho, ni siquiera sabía que los electrones existían. Sólo sabía que si colocaba dos pares de aquéllas, uno para decir y otro para escuchar, y los unía dos a dos median­te sendos cables eléctricos alimentados con una tensión de bajo voltaje, las vi­bra­ciones registradas en la membrana emi­sora se re­pro­du­cían en la receptora. Lo que hacemos viene a ser por el estilo, a otra escala. En general, te diría que los cere­bros emiten y tam­bién reciben, aunque sólo a través de sus interfaces sensoria­les. El principio es igual para todos, pero las diferencias de una men­te a otra, incluso si se trata de gemelos monocigóticos, impiden que la transferencia funcione correctamente, de un modo que garantice una transcripción total o virtualmente total, el renacer en una mente nueva, en un cuerpo a estrenar. Aho­ra, si el receptor es un clon absoluto del emi­sor, los códigos coin­ciden. Basta en­tonces con localizar los interfaces sensoriales, que las dos mentes los tienen no sólo iguales, sino en el mis­mo sitio, y repetir lo de Bell... aunque de un modo más sofisticado.

-Ya... ¿y lo que llamáis consciencia? ¿También la transmitís así?

-Quedamos en una sola pregunta, Lucho.

-Vaáale. Sigue.

Pepito 14.01 tardó unos segundos en reanudar su discurso. Se acercaba lo más difícil, lo verdaderamente crucial, de modo que revisaba lo ya explicado, por si había pasado algo por alto, y al tiempo reconfiguraba la siguiente unidad ex­po­si­ti­va. No lo había explicado, pero además de un gran bioquímico había lle­ga­do a ser un consuma­do informático, y también un extraordinario vendedor.

-A lo largo de las siguientes releases aprendimos muchísimo. Una curva expo­nen­cial, como suele suceder cuanto te metes en algo muy a fondo. Aún así hu­bo co­­sas que superaban de largo a las demás. El umbral de transferen­cia, por ejemplo, es crítico: no debe durar más de seis meses. También, que an­tes de los siete años no conviene realizar más que actividades preparatorias... formatear el site, pa­ra entendernos. Por último, a la que comiencen a producirse hor­monas sexuales en cantidad importante hay que transferir la consciencia y bloquear los interfaces. La pubertad no sólo es el fin de la infancia, Lucho. Es el de la inocencia, entendiendo por tal la receptividad irrestringida, la capacidad de aprender sin criti­car, sin poner nada en duda. Un niño se lo cree todo si se le di­ce con la debida ma­­­licia, supon­go que lo sabes, pero no es porque carezca de picardía; es porque los dispositivos de autoprotección de su mente no han sido activados, o no lo han sido del todo, de modo que si le llevas a ver la primera Harry Potter, pongamos por caso, sale del cine convencido de que si se hace con una esco­ba Nimbus 2000 podrá salir volando, él también. Las hormonas sexuales dan lugar, entre otras cosas, a que las ba­rreras de protección comiencen a funcionar. La naturaleza, muy sabia, lo hace así para impedir que una vez entrados en edad de reproducirnos, cosa seria don­de las haya, sigamos haciendo tonterías. Muy lógico, y muy práctico, pero a nues­tros efectos establece un límite: hay que comenzar a transferir con tiempo suficiente para que no despierte la sexualidad antes de acabar, porque la transfe­rencia no culminará y el receptor habrá de ser sacrificado.

-¿Habéis sacrificado muchos?

-Unos con otros pasan de dos mil, y más que sacrificaremos, pero no te aden­tres por ahí por­que te confundirás. No sacrificamos personas. Nuestros clones ca­­re­cen de cons­ciencia. Es como sacrificar pollos. Ya veo que no lo crees –el banque­ro se decía que ni creía eso ni creía ninguna otra cosa de las que Pepito le contaba, pe­ro verle frente a él, como si estuvieran esperando que les llamasen a confe­sar, le decía que por increíble que pareciese debía de ser verdad‑, aunque acéptalo como hi­­pó­tesis, pa­ra que podamos seguir adelante. ¿De acuerdo?

El banquero asintió, aunque con expresión de duda metafísica.

-Bien.  Otro gran descubrimiento fue que transferir la cons­­ciencia es fatal pa­ra el emisor. Su mente queda tan desorientada, tan desenca­jada, que lo mejor pa­ra él es... desactivarle. Nos alegró saberlo. Nos preocupaba cómo desdoblar una mis­ma cons­ciencia y mantenerla viva en dos mentes, pero la forma en que la natu­raleza se configura ella misma nos resolvió el problema: ningún riesgo de juntarnos con dos almas. Sólo hay una, en la mente vieja o en la mente nueva, pero sólo una. Ya ves, no invadimos el terreno de Dios, si es que hay Dios. Nos limita­mos a buscar una nueva re­sidencia para las almas cansadas, a darles un nuevo ciclo de vi­da, y aun­que de momento no hemos visto qué sucede al em­prender un tercer ci­clo tenemos razones para pensar que no hay tope de trans­ferencias, que se pue­­de repetir el proceso infinitas veces y con los mismos resultados: el alma vuelve a na­cer en un cuerpo nuevo, genéticamente idén­­tico al viejo, y el ciclo empieza otra vez. Más o menos como la vida misma si fuera cier­ta la teoría de la reencar­na­ción, aunque con una novedad: de un cuerpo a otro, de una mente a otra, con­servamos nuestros recuerdos, nuestra ex­periencia. Nuestra sabiduría. Em­pe­zamos de nuevo, pero sin olvidar lo que de­jamos atrás.

-¿Y eso no es enloquecedor?

-Pensamos que no, aunque apenas tenemos experiencia. Hemos creado muchos ejemplares, pero hasta llegar al primero de nosotros mis­mos, 11.08, no empe­zamos a cerciorarnos. Los anteriores a la ver­sión 11, y muchos de los posterio­res, son simples test-bed, ejemplares pa­ra prue­bas y desarrollo, de inteligencia poco sig­nificativa y que de nin­gu­na ma­nera com­prenden cuál es su vi­da, ni para qué es­tán en ella. En realidad no com­pren­den nada. Los mantenemos felices, por su­pues­to. No sa­ben lo que son, ni les impor­­ta. 11.08, por el contrario, es la segunda edi­ción de un verdadero sabio, el mejor bio­quí­mico que haya salido de la UC­LA. Más joven que yo, pe­ro le pusi­mos el primero porque un me­lanoma lo esta­ba devoran­do. Al tiempo de clonarle me­jo­ra­mos su ADN; andaba muy bajo de proteínas P-53, cuya fun­ción es vigilar que el mensaje genético se copie sin errores ca­­da vez que la célula se subdivide, de modo que las que no superen el con­trol se sui­ciden. Un bajo ni­vel de P-53 significa, con virtual seguridad, que a edad tem­pra­na, por debajo de los cincuenta si lo quie­res así, se padecerá una primera neo­pla­sia, un primer tumor. Pensamos que con la mejora, que se la hizo él mis­mo, su segundo release vivirá más, mejor y menos angustiado por su pé­sima he­rencia ge­né­tica. Nos costó man­te­ner­lo vivo hasta que 11.08 cumpliera siete años, y ni te cuento có­mo fueron los meses ne­cesarios para la transferencia total. Terminamos justo a tiem­­po, porque ya tenía me­­tástasis hasta en las gafas. Lue­go, de común acuerdo y tras unos meses para que se familiarizara con su nue­vo cuerpo, y sobre todo con su nuevo cerebro, decidimos entre to­­dos cómo seguir. Sentía­mos una gran curiosidad por ex­perimentar que sucede­ría de lanzarlo a un mundo con­ven­cio­­nal, de modo que lo matriculamos en un internado de Brisbane, uno de cla­se muy alta, de lo más in­glés. Re­sis­tió dos me­ses. Luego expli­có que jamás ha­bría po­dido imagi­nar un abu­rri­­mien­to se­me­jan­te. La compañía de bestias preadoles­cen­tes suma­mente sa­lu­­da­­bles, por demás robustas, es lo más frustrante que pue­­de vivir un cientí­­fico me­recedor de un No­bel. Su aislamien­to era total. Ni po­día sopor­tar a sus iguales ni éstos le aguan­taban a él. Dos años después volvimos a ponerlo en circulación. Esta vez se trataba de mandarle al mis­­mo High School de Che­rry Hill, New Jer­sey, don­de había estudiado entre sus tre­ce y sus diecisie­te. A esa edad de su nuevo cuerpo suponíamos que no se sen­­ti­ría tan ais­lado, de modo que podría co­menzar lo que to­dos he­mos soñado alguna vez, una nueva vida des­­de cero aun­que conser­vando nues­tra sabiduría. El ob­jetivo secun­dario era con­seguirle un cer­ti­fi­cado de haberse graduado a los tre­ce con to­das las AAA's imaginables, de modo que pu­diéra­mos inscribirlo en al­guna uni­versidad de las que aceptan superdotados. Tuvimos éxito. Encon­tró en sí mismo una insos­­pe­chada vena de juerguista, y se lo pa­só en gran­de, aun­que no en­tre los de 13, sino con los mayores. Le acep­taron de un mo­­­do instintivo. Le veí­an tan maduro, sabiendo tantísimo aun­que al tiempo tan na­tu­ral, tan llamando a to­do por su nombre, que a los dos días era uno más. Has­ta li­gó, fíjate qué cosas. Una chica también de 13 y que andaba con los mayores, aun­­­­que por otras causas. La principal, ha­ber­se desarrollado muy notablemen­te pa­ra su edad. Le tomó tal ca­ri­ño que le li­bró de su segunda virginidad. Bueno, a él y a medio high school. 11.08, que en su vi­da de antes llegó entero al ma­trimonio y no se cree que ja­más supiera del sexo más co­sas que los basics, se sor­prendió a sí mis­mo con un performance extraordina­rio, tanto que al volver a Ki­ribati echa­ba tan de me­nos aque­l año de golfeo que nos quedamos muy ali­viados cuan­do salió para Prin­­­­­ceton. Ahí sigue, tan feliz y tirándose todo lo que se mueve, que no veas có­mo liga con lo feísimo que es. Aún así no ha per­di­do la cabeza. Estudia como un loco, aunque no bio­quí­mi­ca. De mo­­mento sabe su­fi­cien­te, dice. Aho­ra que tiene una nueva vida la quie­re nueva del todo, y se ha volcado en ingenie­­­ría y astrofísi­ca. No es que quie­­ra ser el pri­­me­­ro que deje la huella en Marte. Quiere ser de los que constru­yan las naves que nos lleven a poner pie, como es­pecie, como raza, en todos los rin­cones del siste­­­ma solar. Cuan­do menos en es­­te su segundo ciclo de vi­da. Para el tercero no ha he­­­cho planes. Después de todo, hasta el mes que viene no cum­ple die­ciséis.

Un discurso muy artero, y también exagerado, porque 11.08 no tenía tanto éxito. Ni de lejos. Cuando no se vale no se vale, por muchas vidas que se puedan vi­vir, pero todo sirve para ven­­der y allí se trataba de poner en marcha la fosili­zada ima­gi­nación de Lucho, por pocas pistas que diera de lo que pasa­ba por su mente.

-¿Por qué os fuísteis a Kiribati? ¿Qué tiene de particular?

14.01 reflexionó un largo segundo. Adoraba su nuevo cerebro, mucho más rá­pi­­do que aquel con el que nació de padre y madre. De aún residir allí le ha­­bría cos­tado un minuto llegar a la misma conclusión: mejor dar­­le un respiro.

-Muchas cosas. Para empezar es un archipiélago de treinta y tantos atolones. Dos tercios están deshabitados. Muy pobre, que cuan­do los ingleses la dejaron independizarse, hacia 1979, su principal riqueza, los fosfatos, se habían agotado. Sus inmigrantes son cero al año, nosotros aparte. Son, en total, menos de cien mil para no­ve­cien­tos kiló­me­tros cuadrados. Su renta nacional es bajísima. No hay ejér­cito ni poli­cía, sus leyes son por demás liberales y, lo mejor de todo, viven a es­paldas de los Es­tados Uni­dos. Es uno de los países don­de menos influimos. Por eso es tan atrac­tivo. No te­nemos em­­bajador allí, para empezar. Su represen­ta­ción diplo­mática no es más que un cónsul honorario en Ho­no­lu­lu, para que veas lo po­co que les importamos y lo poco que nos im­portan. Lo poco que venden fuera se lo repar­ten Japón, Thailandia y Corea del Sur. Depen­den para todo de Australia, Fran­cia, Fiji y Japón. Nosotros les suministramos el 4% de lo que impor­tan. Incluso carecen de mone­da propia. La ofi­cial es el dólar aus­traliano. Es­tán fatal de casi todo lo que con­figura el mun­do mo­derno: televisión, servicios te­le­fónicos, carreteras... en fin, un desastre. Ni siquiera el cli­ma es fabuloso. De di­ciem­bre a febrero puede resultar hasta idílico, pero el res­­to del tiempo sopla ca­da ti­fón que te cagas ‑el banquero se sobre­saltó; cono­cía la grosera expresión, pues al­guna vez había oído a sus repugnantes sobrinos produ­cir­se así, pero jamás ha­bría espe­rado escuchar­la en su despa­cho-. Luego, como el nivel de altura de las tie­­rras es muy bajo, a poco que venga un temporal, o un tsunami, el mar se lleva to­­do por delan­te. Por lo demás... pues las playas no están mal del todo, y si te gus­­ta nadar las lagunas son la cosa más encal­ma­da del mundo, pero si no te llevas bien con los tiburones mejor no sal­gas de tu bañera. Un paraíso, ya lo ves.

-Pues cada vez lo entiendo menos.

-Es un paraíso, aunque sólo para nosotros. El gobierno de Kiribati nos cedió Nikumaroro por cien años, a cambio de una pasta. Una isla mal­­­dita, evacuada en 1965 una vez se demostró la imposibilidad de vivir allí. Ape­nas llueve, carece de plataforma continental y no se puede pescar otra cosa que tiburones. Ni que decir tiene que nadie vie­ne a preguntarnos nada. Nuestras cons­trucciones, que son sub­­te­rráneas, las le­van­tamos con ayuda de ­contratistas aus­tralianos. Gene­ra­mos nuestra propia ener­gía, en parte fósil y en parte fotovoltai­ca. Con el agua, nin­gún pro­ble­ma: la po­ta­bi­li­za­mos, porque nun­ca se sa­be si llo­­verá o no, que lo mis­mo te inun­­das que no cae una gota en años. Nos unimos al mundo a través de sa­té­lites, unos ame­­rica­nos y otros no. Es que no sabemos cuán­do aparecerá un republi­­ca­­no mea­pi­las que nos corte la se­ñal. En general, no de­­­­pen­demos de los Estados Uni­dos. Nunca se han metido con nosotros, pe­ro es por­­­que no nos han descubierto. Para el día que lo ha­gan esperamos estar en con­­­­di­ciones de resis­­tir. Por lo demás, nuestra tapadera es buena: so­­mos un grupo de cien­tíficos me­­dio locos, espe­cia­lizados en el estudio de los ma­­res, las corrientes y los vientos. Las autoridades de Tarawa, que pilla co­mo a mil y pico millas, lo dan por bue­­no, porque les paga­mos tales impuestos que sin no­­­sotros dejarían de respi­rar. ¿Que si nos abu­rri­mos? Pues no demasia­­do. Salvo cuando el mar se pone bra­vo la vida en liber­tad, sin cre­tinos que in­­­cordien, resulta muy agradable. Te­ne­mos poco tiempo libre, porque nues­­tro tra­bajo nos absorbe, nos enfebrece, aun­que lo disfrutamos. A través de los satélites nos llega casi todo, y cuan­­­do queremos un poquito de acción perso­nal, o correr­nos una juerga si lo prefieres, nos pe­­dimos un avión y nos vamos a Fiji, y desde allí a Brisbane, que para la vi­da que ha­­­cemos vienen a ser co­mo So­doma y Gomo­rra.

Otra pausa, de pedir más café.

-Hablando de juergas... ¿sóis todos hombres? Mejor, ¿cómo sóis?

-Pues hay de todo. La mayoría lo somos en sentido de género, porque uno pasa del sexo y otros dos llevan toda la vida investigando juntos, tan felices, pero también hay mujeres y son tan com­pe­tentes como nosotros. Una es madre, aunque piensa de su hijo que ni que­rien­do ha­bría podido ser más tonto, y ni piensa en él. To­dos va­mos siendo mayorcitos... bueno, salvo los que somos unos niños en el plano biológico, de modo que no nos asaltan las pasiones, aunque no siempre fue así. Hace veinte años hasta tuvimos un drama de celos, pero lo bueno de ser todos sumamente inteligentes, y no me lo tomes como una manifestación de soberbia, es no verte limitado en cuan­­to a colaborar estrechamente con el que se tira la que semanas antes era la mu­­­jer de tu vida, la cual, a su vez, no pone pegas a yacer con los dos, incluso al tiempo si ambos fue­ran capaces de ponerse de acuer­­do. Ya ves, Lucho: cuando el IQ es alto las pa­siones decepcionan. Aburren.

-¿Y no hay más mujeres? Te lo digo porque, aunque sé poco de clonaciones, recuerdo que al final hace falta una hembra que incube el embrión y a su debido tiempo lo alumbre. Si eso sigue siendo así, ¿de dónde las sacáis? ¿Y qué hacéis luego con ellas? ¿Las sacrificáis también?

14.01 sonrió para sí. El sesgo que tomaba la conversación era muy bueno. Lucho, era evidente, había perdido el miedo. El que te retira de participar.

-Hay más mujeres, cierto. Y más hombres, que nosotros no lo pode­mos hacer todo, pero salvo las que operan como incubadoras, o ma­dres de alqui­ler si lo prefieres, el resto es personal auxiliar, de inteligencia baja. No se necesi­ta un gran IQ pa­ra fregar, lavar, cocinar, ope­rar las calderas, ma­nipular la desaladora o lim­piar la pista de aterrizaje cuando la enmierda el tsunami. En los la­boratorios, ni que decir tiene, nuestros untermenschen sólo ponen pie para lim­piar. No son kiribatíes. No queremos tratar con ellos, no sea que se corran las voces y nos aparezca una ma­rea de pedigüeños. En su momento pro­bamos diversas etnias, hasta quedarnos con los vietnamitas. Son trabaja­dores, muy es­toicos, no pre­guntan y cuando acaban sus contratos agarran su di­nero y se van, aunque suelen ofrecernos sucesores, por lo general parien­­tes. Vuelven a su tierra con unos aho­rros tan enormes para su coste de vida que comienzan una nue­va, y por lo que sabemos suele irles bien. Uno de ellos, que con nosotros era co­cinero, ahora es dueño de una cadena de restaurantes. Nos escribe y nos manda fotos subido en sus cochazos, y de paso nos recomienda sobrinos pobres. Ya ves, por este lado nada que temer. Nuestro fa­lansterio viene a ser como un barco de guerra: man­tenemos una total separación de castas, pero, como en el barco, sin dejar de sa­ludarnos muy correctamen­te cuando nos cruzamos por los pasillos.

-Te faltan las otras mujeres.

-No las olvido. Sólo quería dejar las cosas acotadas. Antes de que te lo cuente, un pequeño repaso biológico: la clonación de mamíferos superiores, como las ovejas y como nosotros, no es más que sustituir el núcleo de un óvulo por el de una célula 'emisora', suministrada por el individuo que se intenta replicar. Una vez hecho esto se implanta en el útero de la que durante un tiempo, el propio de la especie, lo incubará del modo tradicional. La hembra que suministra el óvulo aporta el citoplasma y con él una cierta cantidad de mitocondrias, las cuales añaden una leve cantidad de material genético. Ésto determina que, por adición, los clónicos no sólo replican al clonado en su práctica totalidad, sino que incorporan algu­na calidad adicional. No mucha, porque casi el 100% del ADN procede del ejem­plar que suministra el núcleo. Por cierto, Wilmut y su gente ob­tenían los suyos de las células mamarias, y de ahí venía que sus clónicos en­vejecieran tan depri­sa; nosotros los tomamos del tiroides, y tras refinarlos adecuadamente vienen a funcionar como núcleos de recién nacidos, de modo que la esperanza de vida resultante supera de mucho a la propia de los individuos a clo­nar. La incubadora, por fin, aporta cero. Sólo es un útero mercenario.

Se interrumpió, formalmente para echar un trago, pero en realidad para exa­mi­nar el rostro del que le miraba con aparente atención.

-Los núcleos no los ponemos nosotros, salvo cuando ya se trata de clonar­­nos en serio. Siempre hay voluntarios entre los untermenschen. Para ellos sólo es un pinchacito en el pescuezo a cambio de cien dólares, por lo que hay cola, como pue­­des imaginar. Los óvulos son fáciles de conseguir. Sólo necesitamos que sean de buena calidad y estén bien conservados. Cualquiera de las muchas clí­ni­cas de reproducción asistida que hay en el mundo los facilita bajo cuerda por poco dinero, de modo que ahí no te­nemos problemas. En cuanto a las madres, te sorprende­rá saber que son prostitutas. Thailande­sas y cambo­yanas. Jóvenes, fuer­tes y sa­nas. No que­remos que trans­mitan a los fetos ninguna porquería. Cuando se lo plan­teamos reaccionan de manera distinta. Las tontas, que son mayoría, se asustan, porque no comprenden. Nunca insistimos, porque las listas aceptan a los dos días, en cuanto se lo piensan. Vienen, las preñamos, se pasan nueve meses bas­­tan­­te distraídas y sabiendo que van a ga­nar lo que para ellas será una fortuna. Cuan­­do llega el momento las rajamos sin contemplaciones, que no queremos bro­mas con los partos. Luego las deja­mos que se recuperen, les soltamos su dine­ro y las devolvemos a su pueblo. Ja­más han estado mejor atendidas, han aprendido a leer y escribir, se han levantado una cier­­ta culturilla y un buen inglés, las hemos tratado a cuerpo de rey, apenas han su­­frido moles­tias, nadie les ha tocado un pelo y han ganado dinero suficiente para no vol­ver a putear jamás, salvo si les gus­ta. De ahí que sean ellas mismas las que se apunten a un segundo ciclo. Sólo eso, porque más de dos preñeces ni las quie­ren ellas ni las queremos nosotros. Cuando vuelven con los suyos nos escri­ben, nos cuentan cómo les va y nos ofrecen a sus hermanas, sus primas y sus amigas, y una de las primeras hasta nos ofreció su propia hija. Casi to­das pros­peran, montan sus nego­­cios, se buscan hom­bres decentes, forman sus familias y tienen sus pro­pios críos. Ya ves, Lucho: no sólo no tenemos cuernos ni rabo, sino que hasta cier­to pun­to venimos a ser como una ONG. Unos redentores. Vamos, que ni la madre Teresa.

El banquero se encogió de hombros. Su mente, distraída, valoraba la pri­mera derivada: quizá no se hubieran dado cuenta, pero Pepito y sus colegas eran todos ellos, además de clónicos, vulgares hijos de puta, y al llegar ahí, a los colegas, le vi­no una pregunta. Sin más, disparó.

-Antes hablabas de los planes de 11.08. ¿Y tú? ¿Ya tienes los tuyos?

-Algunos. De momento son parecidos. Un high school en Michigan, aunque todo el curso, para que nadie se mosquée. Suficiente para cosechar todos los AAA's, sin dejar uno. Después, Yale. Hemos acorda­do no coincidir, para no llamar la atención. Para que nadie ate cabos. Además, Yale es mejor para bioquímica que Prin­ceton. Yo no deseo cambiar de vocación, al menos por ahora. Tenemos muchos desafíos pen­dientes, y ardo en deseos de volver a la refriega.

-¿Qué clase de desafíos?

-El mayor, poder prescindir del propio clon. Eso abarataría los costes de un modo tremendo, y reduciría también lo que llamamos... ciclo de confianza, o tiem­po que deberá esperar el cliente –a Lucho-Luis se le disparó una ceja- desde que le clonemos sus ejemplares hasta que comience la transferencia. Creamos sesenta y cuatro por motivos de seguridad. Kiribati no es una cámara se­­llada, ya te lo he dicho. Tenemos enfermedades, y están los tifones, y se sufren accidentes, y también sucede que no todas las répli­cas evolucionan bien, por efecto indeseable de las mitocondrias, pero a la que cumplen sie­te, y una vez formateadas, ya sa­be­mos cuáles funcionan con acuerdo a lo compro­metido y cuáles no. Siete años es una espera demasiado larga, y no to­da nuestra expectativa comer­cial está en tan buena for­ma como tú, ni es tan joven como tú. Ahora, no te ocul­to que las di­fi­cul­ta­des son por ahora insal­vables. La primera e inmediata es la com­­patibilidad de códigos de transferencia. Se resolverá constru­yendo un traduc­­tor, pero es el mismo problema de no sa­ber euskera, no saber ur­dú y que te dén dos días para construir un traductor simultáneo. Supongo que de­terminar el códi­go pri­mario y el procedimiento de sincronizar los códigos secun­darios me ocu­pará media vida de 14.01, pero eso no me abruma. Por supuesto, no pienso vi­vir sólo para eso. Hay mucho que go­zar ahí fuera ‑señalaba los ven­­tanales, indis­­­criminadamente-, y ya me las apañaré para sacar tiem­po libre. Lo que más me apetece, hoy por hoy, es lo que an­da vivien­do 11.08: ser el amo de la uni­versidad sin que nadie se dé cuenta, bir­larles las no­vias a todos los que juegan al baloncesto y no matarme a chapar como se ma­tan los de­más, porque nues­tras clo­na­cio­nes vienen con una prima, un bonus, que no sé si te lo he di­­cho –el banquero al­zaba sus ce­­jas; ¿qué más habría?-: hemos sido capa­ces de acelerar nues­tra veloci­dad intelec­tual, nuestra capacidad de cálculo y, so­bre todo, la capa­cidad útil de nuestra me­moria. En amplitud y en precisión. Lo des­cubrimos al co­men­zar las pri­meras transferencias. El LSD, bien uti­lizado, no só­lo determina una expansión co­losal del ancho de banda de nuestros interfaces ce­rebrales, sino que deja una hue­lla permanente. Por lo general, un humano inte­li­gente logra con­servar alrede­dor del 1% de lo que observa, de lo que vive, sal­­vo aque­llas cosas en las que pone un em­peño extraordinario en recordar como les sucede a los desgraciados que preparan oposiciones. Bien, pues nuestras me­morias cló­nicas per­miten retener y direccionar, con grandísima precisión, más del 30%. Con el tiem­po su­­peraremos el 50%. ¿Ima­ginas qué significa esto? –el banquero no lo ima­gina­ba; no era capaz de des­ple­gar en su mente aquella parafer­nalia infor­má­tica; los ordenadores, para él, eran un mal necesario; los respetaba, pero jamás pa­decería uno‑. Bueno, pues tó­ma­lo como un aperitivo: un deficien­te posee un IQ (In­tellectual Quoeficient) inferior a 70, con lo que no le aceptarían ni en nuestras fuerzas armadas; una per­sona media, la que pudiéramos lla­mar normal, anda más o menos en 100; una bastante inteligente alcanza los 130 o un poquito más; alguien muy brillante ya ronda los 150; una verdadera lumbrera pasa de 180... y dicen que Einstein llegó a 210. Bien, pues el más tonto de todos nosotros, desde 11.08 hasta 16.20, que por ahora es el úl­timo, no baja de 300, y algunos pasamos de 350.

El banquero se preguntaba, en un derrapaje mental incontrolado, qué diría San Josemaría de todo aquello.

-Ahora, el problema principal es otro. Es el de adecuar nuestras conscien­cias a las posibilidades de cada conjunto cerebral. Tú eres como eres no sólo por lo que has vivido y aprendido, sino porque tu hardware intelectual es como es. Si tu cons­ciencia hubiera de residir en un hardware cerebral distinto no se comportaría de la misma forma. Unas cosas las haría mejor, otras peor, algunas le serí­an imposibles y otras, con las que jamás habría podido atreverse, le parecerían lo más natural del mundo. La conclusión final sería un comportamiento diferente. Una consciencia diversa. Un alma distinta. Con lo que sabemos ahora, no po­dría­mos atrevernos a fijar un porcentaje de coincidencia. El alma de Juan XXIII des­­cargada en el cerebro de un clónico de Gandhi lo mismo daba lugar a un Göring. Hoy por hoy parece imposible, pero si algo tenemos claro es que para la evolu­ción de la es­pecie humana que nosotros representamos, y no me tildes de sober­­bio por­­que só­lo es objetividad, nada lo va a ser. Tarda­remos más o tar­da­­remos menos, pe­­ro al­­gún día sabremos decir adiós a nuestra herencia genética e irnos a vivir a otra dis­tinta. Y mejor, mucho más eficiente, poderosa y duradera. Una con la que salir del sistema solar ya no sea imposible.

-Vale. Dime ya cuál es la oferta, porque tú has venido a ven­der­me algo.

Mas o menos como lo había previsto. Lucho seguía siendo un libro abierto. Al menos para él, tanto el de antes como el de ahora.

-Aún tenemos dinero, pero no durará demasiado. Necesitamos ingresos, y para ello hemos pensado en una muy selecta base de clientes. Tipos como tú. No sólo que tengan muchísima pasta. Es la primera discriminación, por su­pues­to, aun­que sólo para determinar a quién debemos estudiar y a quién nos de­­bemos acer­car. En nuestra lista de méritos hacen falta, en este orden, bondad, inteligen­cia, moral y principios. Calidad humana, en resumen. De ningún modo ha­bla­ría­mos con Bush, o con Fidel ‑volvían a mirarse con singular intensidad, pues ambos per­cibían que no eran el banquero de 62 y el 14.01 de 3+59; habían vuelto a ser Lu­­cho y Pepito, los mismos que alguna vez, paseando por el jardín del interna­do, se contaban el uno al otro qué harían de mayores‑. A ti te pro­puse yo, pero te ana­­lizamos entre todos. Eres de los diez que más nos gustan. Eres perfecto, si me per­­­mites que te lo diga. Estás bien para tu edad, de modo que clona­ríamos unos ejem­­­plares excelentes, en el mejor de los estados. Es muy probable que dentro de ocho años sigas aquí, por lo que podrías culminar tu transferencia sin estar alcanza­­­do por las prisas. Por las de morir antes de tiempo. Estás sol­­tero, vives solo y eres el dueño de tu vida. Tu hermano, tu cuñada y tus sobrinos se cabrearán más o se cabrearán menos cuando les digas que tienes un hijo secreto, pero se callarán y se joderán por la cuenta que les tiene, no les vayas a dejar sin nada. Eres tan per­­­fecto que tus convicciones religiosas no se­rán obstáculo. Dios, si lo hay, nos ha da­­do nuestros cuerpos y nues­tras mentes, y ningún mandamiento dicta qué po­de­­­mos y qué no pode­mos hacer con ellos. Lo que hacemos no es mo­ralmente dis­tin­­to de inven­tar una vacuna contra el SIDA, por ejemplo. Piénsalo, y verás co­mo llegas a la misma conclusión. No hay pecado en lo que hacemos. A na­die perju­di­ca­­mos, a na­die causamos daño alguno. Los clónicos excedentes ja­más lle­gan a ser conscien­tes. Sólo llegan a ser humanos, a ser personas, cuando les transferimos el al­ma no de sus padres, sino de ellos mismos, pues el receptor de la transfe­rencia eres tú, no es otra persona, no es otro individuo. Eres tú mismo.

Suficiente por ahora, se decía 14.01 con frialdad de vendedor. De ir todo bien, Lu­cho le llamaría en menos de dos días. Se preguntó si decir algo de los cien mi­llo­nes de dólares, pero en milisegundos determinó que ni era el momen­to ni ha­cía falta. Si lo había vendido, ese precio no sería nada contra una se­gun­da vida, una nueva juventud. Si no, para qué hablar de las siempre vulga­­res con­diciones eco­nó­micas. No, me­jor dejarlo así. Por ahora bastaba.

-Me voy. Estaré aquí hasta el domingo, viendo parientes que se mueren y recu­perando esquinas que ya se han muerto. Me apena, por ejemplo, que ya no exis­­ta el 72, el tranvía del Paraninfo. Me habría gustado subirme otra vez en él y bajar­me sin pagar, muerto de risa, como hacía en primero, aunque puedo vivir sin eso co­mo puedo vivir sin casi todo. Aquí, no en el sitio sino en el tiempo, no en Madrid sino en 2004, queda po­co de mi niñez y aún menos de cuando iba por las facul­­tades, por las dos. Ya contaba con ello. Aún quedará menos den­tro de cien años y seguirá sin importarme, por­que mis recuer­dos viajan conmigo, los veo en mi men­te y no necesito reflejarlos. Es la gran peculiaridad de ser inmor­tal, Lucho: lo recuerdas todo, lo llevas con­tigo, aunque sin pa­decer nos­tal­gia. Nunca te asal­ta­rá, recuerda lo que te digo. La nos­talgia nace de una certi­dum­­bre: vas a morir y to­do lo hará contigo. Cuando sa­bes que no vas a morir te des­­preocupas. De la nos­talgia y de cualquier otra cosa. Los recuerdos pasan a ser experiencia, y la nor­mal en los humanos no suele ser otra que la dolorosa, molesta evo­ca­ción de las pocas o muchas veces que nos hayan dado por el culo. Cuando eres in­mortal eso desaparece. Se desvanece, no aporta, no es útil. Lo que cuenta es que la vi­­da se al­za de nuevo ante ti. Una vida nueva, virgen, a la que te lanzas sabiendo cuá­les son los errores. Ya sabes qué no hay que hacer, cuá­les pa­tas no hay que me­­ter. Aún no tenemos experiencia para deter­minar en qué vamos a cam­biar, aunque te­nemos claro que la sabiduría nos ser­­virá para cometer errores dis­tintos, diferentes, pe­ro errores al fin y al cabo. Pues bueno. Qué se le va a ha­cer. Comete­re­mos esos y cometeremos millones más, pero al final será lo mismo, da­rá igual, porque siempre segui­remos adelante, volveremos a empezar una y otra vez, nacien­do de nuevo, siendo niños, y después jóvenes, para madurar y luego volver al pun­to de par­tida, cuando empecemos a petardear. Una y otra vez por los siglos de los siglos, Lucho. Sin límite, salvo que seas tan cretino como para dejarte los cuernos en una leche de autopista, y ésto de momento, porque tarde o temprano aprenderemos a preservar nuestros pensamientos, nuestra consciencia, en un medio de al­macenamiento, de back-up, que asegure a nuestros clientes que, les pase lo que les pase, siempre podrán regresar al último de sus nacimientos.

Se miraban, aunque ya no se podría decir que con intensidad. Está satura­do, se decía el ser de trece años biológicos evaluando una vez más la situación. Tiem­po de apartarse y dejarle solo. Le había dejado suficiente para pensar.

-Estoy en el Ritz. Se quedaron del revés al verme tan jovencito, pero bastó que American Express les confir­ma­se que cubrían absolutamente todo lo que hi­­cie­ra, rompiera, co­miera o bebiera, que me ascendieron a mayor en un chascar los dedos. Llámame cuando quieras.

Se levantó. El banquero hizo lo mismo. Se miraron, sin decir nada. Segundos después Pepito 14.01 había desaparecido mientras el banquero hacía sa­ber a su pre­ocupado secretario que no quería nada, salvo que le dejaran en paz y que le can­ce­la­ran lo que tuviera el resto del día, lo de la Rei­na también. En reali­dad sí quería una cosa, se dijo después. Lo buscó él mismo en la cocina, para sorpresa de sus ha­bitantes, que no recordaban haberle visto por allí. Un vaso con mucho hie­lo. Des­pués, de una vitrina muy discreta tomó una bo­tella de Glenlossie 43 años y se sirvió un buen dedo; bueno, quizá dos. O tres. Tras eso arrum­bó a la te­rra­za. El calor no era excesivo, aunque prefirió sen­tarse a la sombra y remangar­se, como ha­­cía de jo­ven y había dejado de hacer al poco de cumplir los veinticua­tro y volver­se un señor ma­yor. Llevaba toda la vi­da siendo un señor mayor, aun­­que no se arrepen­tía. Toda la vida, se repetía sin ad­vertir que lo hacía.

Permaneció allí un tiempo imprecisable. Debió de ser bastante, porque al llegar­le una tosecilla, de un par de metros atrás, no quedaba nada en su vaso. Qué leal, su secretario. Un perro no lo habría sido más, aunque tampoco podría decirlo, porque jamás había tenido un perro. Ja­más había querido a nadie que se le pu­die­ra morir, ni que le recordase que tam­bién él moriría, un día u otro.

-¿Sí, Antonio?

-Me preguntaba si desearía ya comer, Don Luis.

-¿Y por qué se lo pregunta?

-Porque son las cuatro y media, Don Luis.

Una breve pausa.

-Yo suelo comer antes, ¿verdad?

-A los dos y media en punto desde hace veinte años. Antes, pues no lo sé.

-Imagino que los chicos de la cocina deben andar algo descon­certados.

-No se podría decir mejor, Don Luis.

-¿Y por qué no ha venido César a preguntar?

-Porque cuando Don Luis está como está hoy Don Luis, no se atreve ni a pestañear.

El banquero sonrió, divertido. César era un buen mayordomo, de verdadera clase y majestuoso estilo, pero saltar de un parapeto al frente de una bandera de la Legión no era lo que mejor haría, y menos los días en que la pluma le asomaba más de la cuenta, que últimamente solían ser casi todos.

-¿Y usted por qué se atreve, Antonio?

-Porque me paga usted para que me atreva, Don Luis, aunque ahora mis­mo no sabría decir si me paga suficiente.

El banquero sonrió ampliamente. Incluso se permitió un leve gorgoteo, lo más parecido a una carcajada que se permitía exhalar.

-¿Ha comido usted? Ya. Que ni se le ocurre si no le consta que yo ya he co­­men­­­za­do. Bien, pues le dice a César que ponga dos cubiertos y que descor­­che un La Tâche del 49. Hoy va­mos a comer juntos, An­tonio. Aquí, en la terraza, que con es­te sol da gusto... aunque antes hágame un favor. Sí, un favor, no le­vante así las ce­jas, hom­­bre, que no es para tanto. Necesito que averigüe dónde queda Ki­ribati. Un archi­piélago en medio del Pacífico. Antes lo llama­ban Islas Gil­bert, me parece. Sólo quiero verlo en un mapa. Bue­no, y saber có­­mo se llega, pero eso lo averigua lue­go, des­pués de comer. Ah, otra cosa: según bus­ca el mapa, o mejor antes, llama usted al Ritz y deja un re­cado para el chico Piernavieja. No ha­ble con él, incluso si está, que lo dudo. Andará por ahí, viendo abuelas. Le de­ja dicho que ma­ña­na cuento con él pa­­ra comer, aquí, a las dos en punto. Luego, a la noche, llama usted de nue­vo, para confirmar que le han dado el reca­do. Ahora, dis­fru­te­mos. La vida es estupenda, ¿lo sabía usted, An­tonio?