...Por Ildefonso Arenas
Primer día de vacaciones. Ya tenía yo
ganas. De aquí a primeros de julio, vida idílica. Pastoril. Con un calor que
te cagas, eso sí. Mojácar-Turre-Carboneras, en junio, es como el Sahara.
Luego aún es peor, pero no estaremos aquí. Será el tiempo de ir por América,
para que nos miren los dientes y visitar a tía Livy, que tiene un rancho
cerca de San Antonio. Eso será en julio. Ahí nos separaremos. Este año, por
primera vez, salgo al mundo sin no-padres. Deirdre, Miriam y yo. Las tres
acabamos de cumplir diecisiete. Somos amigas porque sus padres y mis
no-padres también lo son, no porque tengamos demasiado en común. Son idiotas
y me aburren, pero mis no-padres todavía no se atreven a dejarme ir sola por
la Europa degenerada. Pensamos tirarnos seis semanas de vagabundeo
total, nueve países para nosotras solas. Nos juntaremos en Zürich, donde
vive mi no-abuela, la madre de mi no-madre. De allí a Tromsö en avión, que Miriam
tiene allí a su chico, y desde ahí, siempre por tren, condición que hubimos
de aceptar o si no se jodía el plan, Bergen, Oslo, Copenhague, Hamburgo,
Berlín, Praga, Viena, Venecia, Roma ‑de donde Deirdre se ha jurado no salir entera;
no es mi caso, que bien vacunada estoy‑, Florencia, la Riviera, Sitges y por
fin, que ya será mediados de septiembre, Sierra Cabrera otra vez.
A
estas alturas ya se habrán imaginado que pobres de pedir no somos, ¿verdad? Muy
cierto, aunque tampoco somos esa clase de millonarios deficientes cuyos
fortunones sólo les dan para deambular por la vida inmersos en la vaciedad de
sus cerebros. En realidad, tampoco somos tan millonarios. Mis no-padres
trabajan, y lo hacen por la pasta, no por devoción, que podríamos vernos justitos
si dejaran de currar. Una vez le pregunté a mi no-madre cuánto teníamos,
y tras asegurarse de que sólo era un razonable interés por saber si podría
ir a Harvard o si, por el contrario, debería conformarme con Granada, me aseguró
que sí, que podría, y que por menos de veinte millones no se nos ahorcaba.
Mi
no-madre pasa por ser una temible analista de inversiones. Trabaja por libre,
pero casi todo lo que hace se lo compra la UBS. No sale de casa. La buhardilla, que es inmensa, es donde
opera. Una docena de PC's conectados a todo lo imaginable. Esa es otra, la conexión.
Sierra Cabrera se reparte a lo largo de un conjunto de montañas perdidas en
la nada, entre Turre-Mojácar-Carboneras y la A-7, y pese a lo mucho que el
ayuntamiento se afana en mimarnos ‑no porque nos ame; sólo sucede que de
aquí sale buena parte de su presupuesto, y el alcalde tiene claro que o nos
cuida o nos lo montamos en propio, nombramos lehendakari y nos
segregamos‑ la infraestructura no es la que debería ser, así que somos muchas
las familias con enlaces por satélite. Gracias a eso mi no-madre se
mantiene todo el tiempo conectada, como si esto fuera London, o Frankfurt,
o Zürich. En otros tiempos no habría podido, porque ni las comunicaciones
eran las de hoy ni las empresas facilitaban sus datos como lo hacen ahora.
Unos tiempos donde había que fastidiarse y asistir a las conferencias de
analistas, tragarse unos rollos monumentales aunque para nada, porque
nadie les libraba después de pasarse horas investigando papelotes hasta
encontrar Los Números. Los buenos, los que importan a los analistas. Las empresas,
hoy en día, ya se han rendido. Saben que ponérselo difícil a las
arpías como mi no-madre sólo sirve para machacar el propio valor, así que
casi todas habilitan websites de
acceso restringido donde los analistas acreditados dan con lo que buscan sin
moverse de sus casas. De sus Arcadias. Bueno, esto no lo he dicho, pero
nuestra casa, que sin ser de las más grandes sus dos mil metros habitables
si tendrá, se llama precisamente así: Arcadia.
Mi
no-padre es profesor universitario. Sociología y demografía. Trabaja para la
Universidad de Oregon, en Eugene, al sur de Salem. Tiene treinta y tantos
alumnos. Raro es el mes que no se ve con cada uno de ellos. Están contentos, a
lo que parece. Tanto ellos como el consejo rector. Lleva cuatro años en el
puesto y le han ofrecido renovar por cuatro más. Debo aclarar que sus alumnos
son gente de más de veinticinco tacos. Hombres y mujeres que llegan de su
curro más o menos deslomados y no más pronto de las seis, que pasan un rato con
sus hijos y sus parejas, que cenan todos juntos y que después, cuando cada uno
está en su rollo, él, o ella, se desentiende de la tele, conecta su PC y se
transforma en estudiante. Unas veces se bajan una lección individual que mi
no-padre les ha preparado a la medida de cada uno. Otras asisten a una clase
interactiva, donde con ayuda de algo que se llama Teams los conectados
se congregan ante una pizarra virtual que mi no-padre controla desde su zulo, que así llama el pobre al cuartito
del sótano donde, a través del hiperespacio, cada día se transustancia
siete horitas en el campus de Eugene. Otras, por último, son tutorías. Tal y
como haría cualquier profesor de carne y hueso, a una hora determinada se reúne
con un alumno. Lo hace sentado frente a su ordenador, enfocado por una webcam de alta definición. En una de sus
pantallas aparece su alumno, también sentado frente a su propio PC y su
propia webcam ‑el conjunto,
incluyendo la conexión de banda ancha, lo financia el state government; la educación superior del Estado de Oregon
para mayores de veinticinco años, créanme, no es como la de aquí‑, y hablan
de su cosas como si estuvieran frente a frente; quizá incluso mejor, porque
los alumnos saben que no es un diálogo barato, que no es una chorrada carente
de valor, y según mi no-padre se concentran más a fondo que si los tuviera
enfrente. No crean que todo es maravilloso. Hay servidumbres. La peor, que
las horas que mi no-padre reserva para las sesiones, clases y consultorías,
son las lógicas para unos trabajadores de la costa oeste que a las 8 PM se
sientan ante sus PCs, unas 8 PM que son las cinco de la madrugada en Mojácar.
Mi no-padre madruga tanto como los pastores de por aquí, los de las estribaciones
de Sierra Cabrera. Quizá de ahí venga lo de Arcadia, no sólo de lo idílico
que sea vivir en esta montaña prodigiosa.
Mi
madre era canadiense. Profesora de francés, que así lo hablo yo de bien. Nunca
se casó con mi padre, un pintor danés ‑brocha gorda; estoy libre de genes artísticos‑
que cuando yo ni gateaba se volvió a Roskilde, su pueblo ‑le conocí el año pasado,
al recoger mi pasaporte danés; pensaba encontrar un hombre vulgar, como casi todos,
aunque salí de su casa convencida de haber sido engendrada por un completo
gilipollas‑, no por estar hasta el gorro del clima de Montreal ni por haber
dejado de querer a mi madre, sino porque a ésta se le caían las bombachas
por un diseñador de interiores con el que no tardamos en mudarnos a Seattle.
Allí conoció a Paul, que así se llama mi no-padre, y nos fuimos a vivir con
él a tiempo de que me vieran soplar mis primeras dos velitas. Al poco de
soplar siete mi madre decidió que no me vería soplar más. No estaba loca. Era
que, tras quedarse sin una teta y estar hasta el culo de radioterapias y
quimioterapias, le habían aparecido metástasis hasta en las gafas. Sabía qué
vendría después, y al llegar donde había puesto el límite –el de no poderse quitar
el collarín‑, pidió a mi no-padre que me llevase con su hermana Livy, con
mis primos y con las víboras, hasta que todo acabase. Paul sabía que no se verían
más, porque mi madre tenía la cabeza sobre sus hombros y hasta el mismísimo
final fue la dueña de su vida. Se descerrajó un tiro nada más oír decir a Paul
que habíamos llegado, hablar un rato con tía Livy y luego hacer que me
pusiese al teléfono, y obligarme con una voz que no era la de siempre a jurarle
que, aunque odiase las beef-ribs, nunca
dejaría nada en el plato.
Ahí
es donde digo que tuve suerte. Otro habría dicho Livy, guapa, qué pena lo de Odile, pobrecita Eris que se ha quedado
sola, tú verás que haces con ella porque yo me las piro. Paul, no. Me había
cogido cariño. Mucho, ahora lo veo claro. La mayoría de los padres no quieren
a sus hijos tanto como él demostró quererme a mi. Nos fuimos de Seattle. No
recuerdo haber pasado por casa, donde aún quizá oliese a pólvora quemada y
a suicida cancerosa descompuesta de seis días. Ahora lo recuerdo: me recogió
en San Antonio, Texas, y de allí nos fuimos a Boston, Massachussets. Le había
salido un buen curro ‑es un tío que vale, pueden estar seguros‑, en el MIT
nada menos.
Allí,
en el MIT, fue donde conoció a Lilo, mi no-madre. Mejor, conoció a su marido,
un físico francés que sabía horrores de hidrodinámica. Lilo es suiza. Diez
años mayor que Paul, lo que jamás les ha importado. Como cualquier suiza de
clase media, educada con normalidad, habla francés, alemán, italiano –las
tres lenguas del país- e inglés –la cuarta lengua del país‑. Ya en Zürich era
reconocida como una excelente analista. Un buen día conoció al francés, no sé
cómo, y decidió seguirle. No a ciegas, no vayan a pensar que Lilo –Liselotte,
pero así sólo la llama mi no-abuela‑ es una romántica extraviada. El
francés tenía un contrato con el MIT y a ella le apetecía ser corresponsal en
Boston ‑allí está el MIT‑ de la UBS ‑Union Bank of Switzerland‑. Se casaron
al año de vivir allí, aunque sólo por facilitar su demanda de adopción.
Sucedía que Lilo no puede tener hijos, por culpa de un aborto chapucero que
le perpetró un manazas italiano cuando tenía veinte años; se le declaró una
infección y, a título de mal menor, se quedó sin matriz, aunque al menos
conservó un ovario. Le apetecía tener un hijo, y al francés, que si vivía
como vivía no era gracias a lo poco que le pagaba el MIT, sino por el pastón
que ya entonces levantaba Lilo, le pareció bien. Hacían una pareja rara,
extravagante, a su modo concienciados y de ahí vino que en vez de pedir lo habitual,
un bebé WASP rubio y precioso, se descolgaran con una somalí de seis tacos a
punto de que le rebanaran la pipitilla. En esa forma llegó Cheryl a la vida
de Lilo. No se llamaba Cheryl, por supuesto. Su nombre verdadero es un insulto
a la fonética, y de ahí que la inscribieran como Cheryl nada más se la
entregaran en JFK. La pobre no entendía una palabra, de modo que los
primeros tiempos fueron difíciles, aunque la infeliz pronto tuvo claro que
los amores voluntarios son preferibles a los naturales. Lilo ha sido para
ella, y lo sigue siendo, mucho más que una madre, y ella corresponde. No es
muy lista, quizá por ser difícil serlo en un grupo humano ‑me resulta difícil
decir familia‑ donde ninguno presenta
un IQ inferior a 160, pero tampoco es idiota, y a diferencia de nosotros, los
demás, es todo corazón, y muy alta, que con apenas quince años mide cerca de
dos metros; de ahí que sea la capitana indiscutible del equipo de baloncesto
femenino de Mojácar –le saca un palmo al pivot masculino‑, y que lleve camino
de serlo de la selección de la Junta de Andalucía, pese a que la pobre, y
del castellano, sólo sepa decir las peores palabrotas ‑yo se las enseño‑. Nos
llevamos bien, como dos hermanas que no lo son aunque a nadie decimos que no
lo somos, lo que suele provocar un descoloque general. Yo soy rubia, no
muy alta, de piel casi transparente. ¿Saben quién es Scarlett Johansson?
Pues algo por el estilo, aunque menos buenorra. Cheryl, en cambio, es grande
como un armario y negra como el betún. ¿Recuerdan a Venus Williams? Pues
algo así, aunque una cabeza más alta, las espaldas de Schwarzenager y la
carucha de una Halle Berry de quince añitos, que hace años también los tuvo.
Al
año de ser tres el físico francés anunció que le habían ofrecido una dirección
técnica en el proyecto de una presa china. A Lilo no le pidió que le siguiera,
porque bien sabía que ni por el forro lo habría hecho. Lilo es absolutamente
civilizada, esa clase de suiza que denuncia a los peatones si tiran colillas.
Vamos, como para pedirle ir a China. No volvieron a verse, ni siquiera para
divorciarse. Lo hicieron por fax. Por entonces Lilo ya se veía con Paul. Se
conocían del MIT, de algún festejo donde hubieran coincidido, Lilo acompañando
a su francés. Esa parte de su relación nunca me la han explicado ‑ni yo siento
curiosidad; no es que no sea cotilla, es que me tiene sin cuidado-, pero el
caso es que al cabo de un tiempo me vi en una casa como de cuento, nada menos
que de 1776, en un pueblecito maravilloso que se llama Marblehead, con mi
no-padre, la que ya se perfilaba como mi no-madre y una no-hermana negrita,
dos años más pequeña pero mucho más alta que yo. Supongo que para casi
todo el mundo sería una situación descabellada, pero a mí me parecía una cosa
por completo natural. Estaba bien, tranquila, cuidada y me constaba que tanto
Lilo como Paul, a los que siempre he llamado así, Lilo y Paul, se ocupaban de
mí.
Vivimos
allí dos años, en paz y tranquilidad hasta una Navidad en que Lilo y Paul, un
tanto solemnes, nos anunciaron que al acabar el curso nos iríamos de allí. No
ya de la casa, o de Marblehead. A España. Yo, que tenía doce años, sabía de
dónde nos hablaban, pero Cheryl no se aclaraba. Para saberlo me bastaba
con mirarla, de reojo. En Cheryl es un hábito no entender, componer esa
expresión inexpresiva que los negros dominan tan bien ‑si quienes los miran son
blancos- y luego, cuando estamos solas, hacer que se lo explique, lo que sea.
Es lo que sucedió aquella vez. Aún recuerdo su miedo incontrolable, cercano al
pánico. Un asombroso ataque de terror. Un sollozar incontenible, aunque sin
hacer ruido, para que no se despertara Lilo. La tuve que zarandear para que
hablara: España estaba, o eso había entendido, justo al lado de Somalia, y de
ningún modo quería ir allí, por si le rebanaban la pipitilla.
Con
el tiempo comprendí qué había ocurrido. Lilo seguía de cerca la evolución bursátil
de unas cuantas compañías conocidas por dot
com. Muchas de ellas subían y subían sin que nadie fuera capaz de predecir
su techo. Ella, y en alguna medida Paul –sus dineros eran independientes,
aunque Lilo administraba los dos; Paul siempre ha sido un desastre, al menos
para eso‑, llevaban tiempo invirtiendo en un grupo específico de aquellas
bienaventuradas dot coms, las enclavadas
en el concepto search business. Eran
unas cuantas. A mí me sonaban casi todas –nada más llegar Lilo a mi vida
llegó también la internet; hoy, como Lilo y Paul, no podría vivir sin ella‑, Yahoo, Google, AOL, Starmedia, Lycos, Inktomi,
eBay y otras más que con el tiempo han fallecido. En noviembre de 1999 Lilo
hizo balance. Le salió que tenían muchísimo dinero, pero en papel. En
títulos. Le salió, también, que un raro concepto denominado the bubble, la burbuja, estaba por
estallar, así que al cabo de una semana, renunciando a golosas expectativas
de revalorización ‑algunas calculadas por ella misma‑, lo había vendido todo,
de modo que el humilde saldo de Paul excedía el millón largo de dólares y a
saber cuánto más el suyo propio. Ahí, thanksgiving
del 99, comenzaron a pensar. A Lilo no le gustaba vivir en los estates –disfrutan de una cultura
demasiado elemental, suele murmurar‑, Paul ya veía que sus días en el MIT
estaban contados, el clima de Boston es excelente para irse a cualquier otro
sitio y la vida de Cheryl no resultaba tan idílica como Lilo había imaginado,
pues Massachusets, pese a su aire liberal, sigue siendo un buen lugar para que
los negros entiendan que no son blancos. No sé cómo ni por qué se fijaron en
España. De hecho no creo que se fijaran en España. Se fijaron en Sierra Cabrera,
que si a veinte millas de Mojácar casi nadie sabe qué diablos es, en el
circuito del dinero sí que se sabe. Lilo vino a ver Sierra Cabrera y aledaños
allá por enero. De las nevadas inclementes de New England al sol perezoso de Almería.
De los jardines de Marblehead a las chumberas de Mojácar. Del inmaculado,
casi de diseño Cape Cod, al salvaje Cabo de Gata. De unas gentes tan superavanzadas
que vivir en Boston‑Marblehead a veces resulta insoportable, a la subdesarrollada
civilización almeriense, de todas las andaluzas la que más recuerda el Magreb.
Lilo es realista, y no dejó de valorar pros y contras, ventajas e
inconvenientes, sobre todo de cara a Cheryl y a mí, a nuestra educación,
pero una vez puesto todo junto le salió que sí. Que adelante.
Paul
no discutió. Sierra Cabrera, para él, no era mucho más que una especie de
Acapulco, más lejano y más barato, aunque presentaba la ventaja de pillar cerca
de la Europa interesante. Quizá no le falte razón. Hay que ser sociólogo y
haber estado en los dos sitios para darse cuenta de lo mucho que se parece
Acapulco a Vera-Garrucha-Mojácar, al menos en lo conceptual. Una cultura
de gringos ricos que viven allí aunque trabajando a distancia; otra de
jubilados gringos que no trabajan, solo gastan; otra de gringos que ganan su
dinero facilitándoles las cosas; una mezcla de gringos astutos y locales
instruidos que se ocupan de la incesante marea de turismo solyplaya, y una masa, por fin, de
indígenas cuasi miserables que se ganan la vida sirviendo al gringo y al
gachupín, en todas y cada una de las manifestaciones del concepto servir. Sustitúyase los gringos por británicos
–o asimilables, como nosotros-, los mexicanos por almerienses y añádase un
complemento interesante, los muchos sin
papeles que atestan Almería, y ya está, ya lo tienen. Redondeando el
atractivo, un mundo separado, que Sierra Cabrera no es otra cosa, una
montaña mágica, una especie de Olimpo donde sólo pueden morar los
elegidos, y un aeropuerto internacional a una hora de autopista, con enlaces
cotidianos a Zürich, Frankfurt, Londres y París. Ah, y un puertecito encantador
‑Garrucha- donde poder amarrar un barquito sin llamar en absoluto la atención.
Nos
aclimatamos pronto. A lo fácil, el primer día. Una casa fantástica, unas comunicaciones
excelentes y un ambiente de lo más hospitalario, no ya por Mojácar, sino por
Sierra Cabrera. Un mundo separado, diferenciado, en el que se habla inglés.
Alguna vez español, pero sólo si no hay más remedio y sin empeño de
aprenderlo, que los españoles interesantes demuestran que lo son, y que
merecen se les trate como ingleses, si saben expresarse como Dios manda, y
Dios hace mucho que dispuso que las clases superiores se comuniquen en
inglés. Un agradable club social donde fuimos recibidos con razonable calor ‑Lilo,
en el mundo de los que manejan ellos mismos sus millones, no es una desconocida‑,
cinco estupendos campos de golf ‑hoy ya son siete, lo que define cómo somos
y cómo es nuestra vida, porque la cuota pluviométrica de Sierra Cabrera es peor
que la del desierto de Mojave‑ y hasta un aeropuerto particular, el de
Cortijo Grande, sólo para volar a hélice porque la pista no es larga, pero
suficiente para los que aparcan el Aston
Martin al lado de la Beechcraft.
A
lo difícil nos costó algo más. Por ejemplo, educarnos. Turre sólo tiene un
colegio, pero en Mojácar hay más, y también un instituto. Éste no está mal, que
de vez en cuando vamos allí a ganar al baloncesto y a perder al fútbol –no
confraternizamos más; ni a ellos les gusta el cricket ni a nosotros matar
toros o salir de procesión-, pero son centros públicos donde la enseñanza
sigue, qué remedio les queda, el plan oficial español. Les enseñan religión,
para que se hagan una idea de lo atrasados que aún están, pobrecillos.
Sierra Cabrera es mágica para eso también. Contamos con un school donde la lengua es el inglés, y
punto. Por supuesto se enseñan otros idiomas, empezando por el alemán,
siguiendo con el francés y acabando en el español. El plan de estudios se
ciñe a la conveniencia de Sierra Cabrera, no a lo que digan los políticos
indígenas, tan dominados por sus servidumbres ‑según Paul la Iglesia es la
peor, pero no la única; para él, por ejemplo, resulta inconcebible que ya bien
dentro del siglo XXI haya gente tan idiota que malgaste preciosas horas
lectivas enseñando latín, con lo útil y lo práctico que resultaría dedicarlas
al Windows y al Office‑ que no son capaces de imponer un plan de estudios
avanzado, inteligente, de los que al salir del high school te permitan aspirar a un puesto de trabajo interesante,
o si vas a la universidad no advertir, con horror, que no te suena una sola
ecuación de las que pintan en la pizarra. El objeto de nuestro plan escolar
es que los títulos expedidos aquí sean reconocidos por el sistema británico,
el alemán, el francés y desde hace poco el americano. Si además lo son por
el español, pues bueno. Lo que abunda no daña. El objeto es, también, que al
ingresar en Harvard, o Cambridge, o la Sorbona, o Heidelberg, que se supone
no vamos a ir a universidades de medio pelo, el graduado de Sierra Cabrera no
se vea en inferioridad frente a sus nuevos compañeros.
Al
poco de aclimatarnos, Paul y Lilo decidieron que la vida sería perfecta si
tuvieran un hijo. De sus respectivas sangres. Nos querían, pero no éramos su
herencia genética. Se molestaron en aparentar que nos consultaban. En realidad,
nos lo vendían. A mí más que a Cheryl; ya les dije, mi no-hermana es todo
corazón. No puse pegas. No veía en qué podría perjudicar a mi vida. Mejor aún,
haría que se afianzase, al menos mientras me pudiese afectar que partieran
peras y cada uno tirase por su lado, riesgo inevitable si la bella ‑nunca lo
fue mucho‑ está más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, y a fuerza de
no salir de su buhardilla se le va poniendo el culo como esas horribles bullfighting rings donde los salvajes
de por aquí matan toros a sablazos tras torturarlos horas y horas con inconcebible
crueldad.
Ya
les dije antes que Lilo no está entera de los bajos. Ni podía engendrar ni hacer
crecer en su barriga, pero le quedaba un ovario. Una clínica de Ginebra extrajo
unos cuantos óvulos, los fecundó con lo que a Paul se le pudo sacar y después
los implantó en el útero de una alumna de Paul, una divorciada con dos hijos
sanos y fuertotes. Un acuerdo satisfactorio para todos. La incubadora
liquidaba sus deudas, se fabricaba unos ahorros muy decentes y se pasaba dos
semanas en Suiza, que tampoco es un mal bonus,
y Paul & Lilo resolvían por una cantidad razonable ‑para su situación
económica‑ el problema de hacerse con una tripa mercenaria. Existía el
riesgo de que la bestia cambiase de idea y se apropiara del cachorro, que a
la primera ecografía, por cierto, se supo eran dos cachorros, pero aunque no haya
solución para esa clase de problema lo atornillaron pagando a la entrada
una cantidad muy moderada –la otra necesitaba una cierta garantía‑, dejando
el resto contra entrega de las reses en perfecto estado de servicio, tras la
oportuna verificación del ADN. Ni a Paul ni a Lilo les preocupaba demasiado
que la incubadora se rajase, porque tales cosas ocurren sólo si el dinero a
perder no es grande, y ellos ya se habían preocupado de fijar una cantidad tan
exorbitante como para sofocar cualquier crisis de furor maternal. Acertaron,
y es que no hay nada como tener mucho dinero, créanme. A su debido tiempo volvieron
a Sierra Cabrera, tan felices, con Solange y Delphine; eso fue hace dos años,
y aunque aún es pronto para sacar conclusiones todo indica que las dos van para
excelentes arpías desalmadas, frías, manipuladoras, calculadoras, sin escrúpulos
ni conciencia. Una, Solange, no puede ser más mala. Delphine es mucho peor,
aunque todavía no molestan demasiado, de modo que nuestra vida familiar, si
se la pudiera llamar así, sigue siendo idílica. La de cualquier Arcadia que se
precie.
Ni
a Lilo ni a Paul les obsesionan los asuntos domésticos. En cuanto a Cheryl y
yo, qué les puedo decir. Somos dos adolescentes normales, sanas y bien
alimentadas, y en consecuencia muy cochinas. Arcadia sería una leonera lujosa
si no fuera por Heinrich. Un antiguo suboficial del ejército suizo, de
cincuenta y tantos aunque aún en buena forma. Se le podría llamar mayordomo,
pero es mucho más. Hace que a nuestro alrededor todo funcione, salvo los ordenadores
y las comunicaciones, donde Lilo no permite que nadie meta mano. Heinrich
nos llegó gracias a la no-abuela, y se diría que es una bendición de hombre
si de veras fuera un hombre. Bueno, quizá lo sea en el plano funcional, pero
lo cierto es que no puede ser más marica. Lo disimula, por supuesto, y la mar
de bien, que treinta y cinco años en el ejército más conservador del
universo debe de ser buenísimo para eso. Rara vez deja que le asome la pluma,
lo que tampoco nos importa, porque para pluma la de su pareja, Jean-Claude, un
belga veinte años más joven. Un cocinero magnífico, que se tiró quince años
mamando de las tetas de Bocuse. Gracias a él los arcadianos comemos como si
viviéramos en un clon de L'Auberge du Pont
de Collonges. Es también un extraordinario jardinero, no de lo basto,
arbustos, matojos y plantujas ordinarias, sino de flores. Arcadia es, gracias
a él, un vergel de diez mil metros cuadrados donde se pueden aspirar diez mil
aromas diferentes. Da gusto verle, canturreando en su minitanga, dando
saltitos de un parterre a otro, bajo la mirada estupefacta de dos negrones del
Senegal que se ocupan de mantener la piscina, el jardín y la pista de tenis
sin una brizna de polvo. Es asombroso escuchar el delicado, musical francés
del belga, en contraste con el asalvajado, brutal, de dos pobres de Dios educados
por misioneros del Béarn. Llegaron en patera, lo normal en esa gente. Lilo no
piensa regularizarlos. Lilo ni los ve, mejor. A las horas en que se ocupan
de la parcela ella no está con nosotros. Su cuerpo no sale de la buhardilla,
pero su mente flota en el hiperespacio, de Zürich a Singapur y del NASDAQ
a Hong Kong. En cuanto a Heinrich, para él no son más que untermenschen, será por negrazos. Tan reemplazables como
las moritas que se ocupan de la casa. Las pobres se sorprenden de que aquí
no se les pida que hablen castellano. Nos vale su espeluznante francés;
no necesitan otra cosa para seguir las secas instrucciones del feldwebel Heinrich. No saben que las
entiendo. No lo saben porque no les hablo. Son humanas, o eso pensamos, y
ninguno las trata mal, pero hay humanos y humanos, como hay Fiats y Ferraris. Unos y otros tienen cuatro ruedas, pero no son lo
mismo, así que todos en Arcadia flotamos en nuestro apacible racismo, nosotros
en el nuestro y ellas en el suyo, que si a nosotros nos sirve para ignorarlas
ellas lo emplean en odiarnos, aunque sólo a la luz del sol, porque llegan al
amanecer, en el mismo minibús de los senegaleses, y se van cuando anochece, todos
juntos y también de lunes a viernes, que los fines de semana preferimos algo
menos de limpieza con tal de no vernos invadidos, y por mucho que para
nosotros, en realidad, no existan.
Los
monstruos son otro asunto. Lilo no les hace caso. Las quiere, pero su
componente animal está muy diluído, si es que tiene alguno. De las dos se
ocupa una suiza, como debe ser. No es de un cantón alemán, como Lilo habría
preferido, sino de uno italiano, aunque por lo demás funciona bien. Las
alimañas parecen adorarla. Ella las mantiene lustrosas y relucientes,
que da gloria verlas, y también olerlas. Acercarse más es peligroso, y yo no
lo hago. Cheryl, sí, de modo que ambas bestias la putean sin compasión, pero
aún así es bonito escucharlas, a las tres, riendo como locas, chapoteando
desnudas en su pequeña piscinilla bajo la mirada de crustáceo de los negrones
jardineros. Se preguntarán ustedes si con semejante servicio doméstico, y dada
la inveterada costumbre de la casa de circular todos en cueros, no nos preocupa
que un día los senegaleses se nos pasen por la piedra. No hay problema, y no
por Heinrich y su Sig Sauer P-226,
que no se la quita ni para dormir ‑o eso pensamos; Heinrich será marica, pero
los tiene muy bien puestos‑, sino por Fritz y por Pam, los últimos miembros
de nuestra pequeña comunidad. Jamás habíamos tenido perro, pero Heinrich,
al poco de llegar, planteó una lista de necesidades a cubrir si queríamos
disfrutar una razonable seguridad. Una era contar con perros. No unos
cualquiera. Debían reunir unas características no excesivamente raras pero
sí difíciles de apreciar, todas juntas, en un mismo animal. Habrían de ser corpulentos,
imposibles de dominar por un humano. Inteligentes, lo bastante para
distinguir al visitante invitado del intruso criminal. Silenciosos, para ser
imposible detectarlos. Eficaces, capaces de matar a la primera dentellada.
Valientes, para lanzarse sobre lo que fuera sin dudar ni vacilar. Abnegados,
para dejarse matar en defensa de sus dueños. Civilizados, para que su presencia
no resultase insoportable, ni por carácter ni por hedor. Por último, cariñosos,
que conocía el proyecto de tener niñas pequeñas y sería de lamentar que un
día se las comieran. Según le oíamos ‑en francés; Heinrich, que no es un
suizo culto, sólo habla eso, además de alemán, italiano y español‑, nos
admirábamos más y más ante aquel pliego de condiciones. A Paul le faltó
poco para inquirir si además no sería bueno que cantaran y bailaran, pero
la cara de nuestro feldwebel no
propicia el cachondeo. Cuando le preguntamos si tales seres existían dijo
que sí, que los fabricaban en Hungría y que no salían caros. Bien, pues vaya
usted a Hungría y tráigase unos cuantos, y así fue como días después nos vimos
con Fritz y con Pam, por entonces cachorritos de tres meses, dos bolitas absolutamente
adorables. Hoy Fritz pesa ochenta kilos y Pam sesenta y cinco, y creo que sólo
yo insistiría en tildarlos de adorables. Son pastores de la estepa, pero
no de cincuenta cabezas, como los rebaños de aquí. Los húngaros rara vez bajan
de quinientas reses. Para pastorearlas suele bastar con tres o cuatro pulis, que vienen a ser komondors de sólo quince kilos. Los pulis se comportan como los
destructores que ordenan el convoy. Los komondors
no pastorean. Son la escolta pesada, los cruceros de batalla que defienden las
ovejas de las temibles amenazas del rebaño: lobos, osos y cuatreros. Ningún
pastor húngaro cuenta con menos de tres; un macho viejo y dos o tres jóvenes, éstos
es igual si son machos o hembras. El komondor
adulto posee un pelo muy denso que forma unos trenzones imposibles de peinar.
Bajo ellos se forma una capa de borra muy tupida, cuya función no sólo es
protegerlos del frío, sino de las garras de la oposición. El pelo es blanco si
el animal está recién bañado, pero lo normal es un gris sucio. El de una oveja
vulgar. Un camuflaje tan perfecto que a los ojos de un lobo no se diferencian
de los borregos grandes, y cuando aquel se confunde no suele saber que se ha
confundido, pues el komondor no ataca
como un perro de presa. El komondor
ataca como el tigre, va derecho a la garganta, y la de un lobo no es nada
para una dentadura que también es la de un tigre. Ni el lobo ni el cuatrero
son enemigos para el komondor, pero
el oso sí lo es, y hay muchos osos vagando por la estepa húngara. El pastor
no les puede atacar a tiros, salvo en legítima defensa, y las autoridades
necesitan que al pastor le hayan arrancado un brazo para decir que sí, que bueno,
que ametrallar al oso esa vez pudo estar justificado. Ahora, si el oso cae ante
un komondor la justicia no dice
nada. Cosas de animales, parecen opinar. Un komondor frente a un oso no lo cuenta, pero el oso no lo tiene
claro, sobre todo si el komondor hace
presa en su pescuezo, pues aunque lo esté despanzurrando con sus garras el
perro no abre la boca, no deja de matar por mucho que ya esté casi muerto. Por
eso los pastores llevan tres o cuatro komondorok.
Con dos el oso muere, pero es casi seguro que uno de los perros también. Con
tres, pobrecito Yogui, no tiene nada que hacer. Raro es que cause daño alguno
a las tres o cuatro bestias asesinas que tan velozmente lo liquidan. Unas
bestias inteligentísimas, fieles al pastor hasta la muerte y que adoran a
Solange & Delphine, les Demoiselles de Sierra Cabrera, tanto que las
dos malas putas se suben a sus lomos de komondorok
salvajes y corretean sobre ellos como si fueran ponies babeantes, y es que
para las dos brujas no son otra cosa, pero sólo para con ellas, que los senegaleses,
muy escarmentados, bien saben que acercarse a menos de diez metros de las dos
les puede costar los huevos. Definitivamente, mi no-familia es para verla y
no creerla.
Según
me visto, si puede llamarse así ponerse un tanga, una camiseta y unos shorts, y
unas zapatillas de tenis, recuerdo que debo comprobar mis pasaportes, no sea
que alguno esté por caducar. Tengo cuatro. De aquí a que cumpla dieciocho puedo
elegir entre ser canadiense, danesa, suiza ‑Lilo me adoptó, igual que Paul a
Cheryl‑ o norteamericana, y hasta es posible que pueda ser las cuatro cosas a
la vez, que a las hijas de los millonarios se nos suele acoger con simpatía.
Tampoco me costaría ser española, que con tal de tenernos contentos el alcalde
hace lo que sea, pero mi pasaporte danés me confiere rango de ciudadana de la
UE, por lo que mientras no deba ir por un país árabe, donde ser española puede
ser ventajoso, no pienso complicarme la vida. Viendo mis pasaportes me vienen
a la cabeza esas raras manías de algunos state governments españoles, las de segregarse, declararse independientes.
Qué gente tan extraordinaria. Yo no siento el menor apego por ninguna de
mis nacionalidades. No tengo espíritu racial, y menos aún tribal. El
mundo, para mí, es un lugar que me pertenece, y tan mío es Marblehead como
Hong Kong. Y como Sestao. Y Castelldefels. Pertenece a la raza, nos pertenece
a los humanos, y en tanto no acabemos de cargárnoslo es del todo nuestro.
Igual que nuestros cuerpos. El territorio y las culturas. La historia y la sabiduría,
la ciencia y la tecnología. El conocimiento, en suma. Lo único que importa.
¿Qué sentido tiene ser miembro de una tribu... hola, qué tal, somos los de Mojácar,
nuestra lengua es la fenicia, nuestro hecho diferencial es que aquí varó una galera
de Sidón más o menos cuando lo de Troya, y en virtud de todo eso reclamamos
nuestra bandera, nuestro autogobierno y nuestra independencia? No los
entiendo, ni Paul tampoco, pero a diferencia suya no me interesa el hecho
sociológico. A mí todo eso me tiene sin cuidado.
Esta
indiferencia social que tanto se me critica en el colegio –de ahí que sólo se
la cuente a ustedes‑ de algún modo está conectada con lo que quiero ser. Pasarme
la vida siendo la hija impertinente de unos millonarios de relativo medio pelo
no sería divertido. No lo es ahora, como para pensar en veinte años
dedicándome a lo mismo. Además, me gusta investigar. A mi modo ya lo hago,
que soy la reina de la química y las matemáticas en nuestro olímpico high school, pero quiero ir más allá.
Comencé a notarlo hace años, cuando los escoceses clonaron una oveja y se sacaron
de la manga esa cosa extraordinaria que llamaron Dolly por no atreverse a bautizarla
Princess Ann, con lo muchísimo que se le parecía. De ahí me viene, no les quepa
duda. La clonación es el futuro de la especie. Nuestra liberación. El camino a
la eternidad. La duplicación de células madre nos permitirá fabricar nuestras
propias piezas de repuesto. Primero serán higadillos y glandulillas, que son fáciles,
y poco a poco llegaremos a los cerebros. Podremos prolongar nuestras vidas
a voluntad, siempre y cuando, como es natural, nos lo podamos pagar. Seremos inmortales
quienes merezcamos serlo, que siempre seremos los mismos: los que tengamos muchísimo
dinero ‑háganme caso, no sean pobres; no conduce a nada, se vive fatal y al
final siempre viene alguien como yo a darte por el culo‑; de ahí que mi
vocación sea definitiva: del lado científico, ningún desafío será más
fascinante; del económico, me voy a forrar. En cuanto al lado ético, no hay.
Nuestros cuerpos son nuestros, la naturaleza nos los dió, y es nuestro derecho
hacer con ellos lo que nos salga de nuestras gónadas. A ver en nombre de qué
Dios Omnipotente puede nadie negar a nadie el derecho a ponerse los cojones
en los cuernos, si le sale de los mismos y sabe cómo hacerlo. Los retrógados,
los que hoy se niegan a entender que nuestro futuro es volvernos inmortales sin
necesidad de morirnos antes, y que son los mismos que antes quemaban a la
gente si no aceptaba que la tierra era plana, podrán poner más pegas o menos
pegas, durante más años o menos años, pero un día u otro, en algún país que valore
más su balanza de pagos que lo que digan los fachas, se abrirá la primera
clínica de NSMUSA ‑No Se Muera Usted, SA‑. ¿Qué tal una revisión de sesenta
tacos, garantizándole que saldrá de aquí con veinte? ¿Que ya mismo? Pues mande
un e-mail a eris_asmussen@lecambiamosaustedtodo.com
y vaya preparando una pasta del copón.
Lilo, un sol, me
ha preinscrito en Harvard y en Cambridge. A veces me pregunto si no Edinburgh
en vez de Harvard, que pese a todo su lustre, y el dinero que tiene, los
republicanos de Bush la jodieron viva con eso de no dejar investigar con
células madre. Una pena, pero los USA son así. El poder de las iglesias, todas
coaligadas a la vista de que se les acaba su cuarta y principal fuente de
ingresos, es brutal. No me digan que no habían caído en ello. Vamos a ver si
les suena este guión de película pía, estilo Dogma... hija, dentro de poco te verás ante Nuestro Creador, desnuda
y sin nada, porque allí se sube sin nada, sólo tú y tus horribles pecados.
¿Qué le dirás? ¿Que te arrepentiste de todo, justo al final? Sí, vale, conozco
la policy. Con eso te libras de la
condenación eterna, de acuerdo, pero un millón de años en una caldera de
aceite hirviendo, el demonio todo el tiempo metiéndote un pincho por el culo,
es lo menos que te cae. Lo que yo te diga, hija. Menudos son los de arriba
con las cosas del pecado. ¿Que si hay alguna forma de dejarlo en menos? Y
hasta en nada, pero no te veo atreviéndote. ¿Que sí te atreves? Bueno, pues
tú misma. Echas aquí una firma, estos dos señores de aquí atrás que no dicen nada
también firman, y ya está. Ni Purgatorio ni leches. A la derecha del Padre,
todo seguido y sin escalas. Predicar la Palabra Divina es lo que tiene, hija
mía: muchas necesidades materiales. Todos los tercios de libre disposición
que nos dejen los feligreses nos vienen de puta madre. Bueno, espabila que
no tengo todo el día. Te rezas una salve mientras yo te unto la mierda esta
entre los cuernos y a ver si la espichas de una vez, que ya va siendo hora.
¿Tus sobrinas? Que se jodan. Además, tú no te preocupes. Eso es cosa
nuestra. Pues nada, ya nos veremos ahí arriba, cuando suenen las trompetas del
Valle de Josafat.
Paul,
ignoro por qué, alucina con las iglesias. Con todas. En realidad debería decir
con las religiones monoteístas, pero voy bajando la montaña en mi K75 –una consecuencia más de la millonariez;
las chicas de Mojácar andan por ahí con sus vespinillos y sus hondillas, pero
yo, ya ven: tricilíndrica total‑ y hasta que llegue adónde voy ni tengo el coño
para ruidos ni las neuronas para polisílabos. En su concepción, nada piadosa,
son instituciones multinacionales que hasta no hace mucho facturaban lo que
no está escrito gracias a cuatro líneas de negocio: la enseñanza, el divorcio,
el pecado y el más allá. A Paul se la sopla de cuál confesión se trate, pues a
sus efectos de sociólogo nacido en SFO, amamantado con mescalina más que con
leche, no hay diferencia en lo esencial: de dónde sacan la pasta. La Iglesia
Católica no es su preferida –el Islam le interesa más‑, pero la fascinante
vida sexual de los clérigos americanos le ha hecho volverse a la vertiente
fundamentalista de lo que predicara otro Paul, ese de Tarso que se cayó de
un caballo, a saber de qué la llevaría. Según Paul, si la Iglesia Católica
es con diferencia la más rica, es por haber diversificado mejor que las demás
sus mercados estratégicos. Hoy en día, sin embargo, la tecnología y la liberalización
de las costumbres están reduciendo a nada esos mercados antaño gigantescos. Los
efectos son los habituales en toda multinacional que se queda sin
productos competitivos: al poco se queda sin clientes. Más de un domingo Paul
ha hecho que le lleve, sentado tras de mí en mi BMW, a visitar las iglesias de Mojácar y Garrucha. Siempre le
veo constatar lo mismo, si acaso con la excepción del easter period, o Semana Santa que dicen aquí: sólo hay viejos.
No al cien por cien, que siempre hay excepciones, pero escasísimas. Los
jóvenes, desde los de mi edad hasta los que ya se ven con ganas de formar familias,
pasan olímpicamente. Sabrá Dios por qué, pero a medida que la educación es
más profunda, y más intensa la influencia de los guiris, más pasan de lo que
ni les trae consuelo ni esperanza, ni menos aún sabiduría. No forniquéis, o
iréis al infierno, y votad al PP, que los otros están por el aborto, la
promiscuidad y la investigación con células madre, y ahí ya deserta todo el
mundo, no ya porque casi nadie sepa qué coño es una célula madre, sino
porque no se les habla de sus problemas capitales, que son salir de la pobreza,
tener un buen curro, poderse pagar el piso, comer, beber y follar lo mejor
que se pueda, y de la vida perdurable ya veremos, que falta mucho para eso y
nos ha jodido mayo con sus flores.
Una
crisis de mercado como la copa de un pino, diría yo. No es cosa de Jesucristo,
que incluso a los árabes les cae bien, pero dada su manía de no querer
aparecerse, con lo mucho que lo hacía en otras épocas, la competencia se lo está
comiendo por los pies. Una competencia que no es Alá, no va por ahí. Es la
cultura. Peor. Es la cultura del televisor. Los indígenas de aquí han pasado
siglos levantando iglesias para oír la voz de Cristo a través del párroco, el
obispo o el cardenal, pero ahora encienden la tele y ven el telediario. Pobre
Cristo, qué mal lo tiene. De ahí que sus vicarios se quedaran, lo primero, sin
el monopolio del divorcio. Paul me ha contado que mientras vivía El Dictador,
el último de los muchos que han padecido estos desgraciados, los que se
casaban por lo civil no se podían divorciar, pero los que lo hacían por la Iglesia
sí podían. Bastaba con hacer frente a los gastos de tramitación, que podían
llegar a ser la hostia, incluso si eras una señora con cinco hijos, pero
siempre se acababa por pactar una cifra compatible con lo que dieran de sí los
pecadores. Luego, adiós al monopolio de la enseñanza. Los laicos pudieron
abrir sus colegios, y allá donde gobernaran las izquierdas la Iglesia empezó a
tenerlo mal. No es una batalla terminada, pues el gobierno del PP intentó que
la religión regresase como cosa examinable, aunque Paul dice que ha perdido
la batalla, que incluso las clases medias acomodadas, tradicional baluarte
religioso, están pensándose muy seriamente si no saldría más a cuenta pasarse
al becerro de oro. Luego vienen el pecado y la penitencia, conceptos que
obligan a visitar las iglesias en demanda de perdón... ego te absolvo, aunque haberle sacudido cuatro leches a la señora
porque te haya quemado una camisa está muy feo, hijo mío, pero que muy feo, así
que tienes de penitencia los nueve primeros viernes de cada mes, cien
rosarios y catorce Via Crucis a la luz de la luna... si, ya te comprendo,
con todo lo que trabajas de dónde vas a sacar tiempo... bien, pues nada más
que los Via Crucis y cien euros en el cepillo de los pobres, ahí mismo lo
tienes, según sales a la izquierda... bueno, si echas trescientos tampoco
hacen falta los Vía Crucis, el Señor entenderá que madrugas demasiado y no
puedes irte a la cama tan tarde, así que lo dejamos en una salve y ya está,
que Dios te bendiga y la próxima vez no la hosties en la cara, que luego
murmuran las vecinas. Ya veo que comprenden: cuán duro resulta quedarse sin
mercado. Más o menos como esos bárbaros de pueblo, comerciantes de tambuchos
pequeñitos, cuando les ponen al lado un Carrefour.
Todo esto, aún así, es tolerable, pero el ataque de la oveja Dolly a la cuarta
fuente de revenue fue otra cosa. Palabras
mayores. Por aquí no pasamos, parecen decir. Qué bien lo han calado, qué
listos que son, cómo se han apercibido de que aquí acaban, los aniquilan, les
echan el cierre sin pagarles cuarenta y cinco días por año, que no vean a lo
que se pondrían sus severances con
dos mil inviernos en el negocio de la vida eterna, la buena y la mala, el
paraíso y el infierno. Decidido: Cambridge, u Oxford, o si no Edinburgh. Como tantas y tantas veces, go to England, you fuckin' young woman.
Hotel Indalo. Curioso lugar. En temporada,
guiris desteñidos, lampistas de Glasgow y calafateadores de Belfast, lumpen
obrero del más basto que aquí disfruta del alcohol más barato del continente.
Algún indígena despistado, aunque poquísimos. Más o menos, como la inmensa
mayoría de los hoteles que se alzan desde aquí al cruce con la carretera de Mojácar-Turre.
Cuando acaba la temporada el Indalo
se transfigura. El Imserso ha florecido y nadie sabe cómo ha sido. Ya es
primavera en la yayez. Autobuses rebosantes de derrelictos humanos que
vienen aquí por dos eurillos a pensión completa y otros dos para gastar. Mala
clientela. Tosca, seca, desmedidamente antipática. Tacaña. Es natural. Son
seres derrotados, amargados tras una larga vida de putadas. Aceptan la
limosna del Imserso porque a ver qué, si no. Se les ha negado lo último que se
les ha podido negar, la independencia en su vejez, la capacidad de ir adónde
quieran sin importarles cuánto cuesta. Preocupados, obsesivos, no se gastan ni
los cincuenta céntimos de una caña porque mejor ahorrar, mejor tener cuidado
con el dinero, que nunca se sabe qué pasará con la pensión, de qué vamos a
vivir si nos la bajan, o nos la quitan, que sí, Manolo, que sí, que tú no
sabes de lo que son capaces los cabritos estos, y nosotros, total, a quién le
va a importar si nos morimos de hambre. Mejor, se dirán. Unos putos viejos
menos. Estos diálogos de los pre-muertos, aviso, no son fruto de la ensoñación.
No son la consecuencia de un razonamiento deductivo y acerado. Son la
transcripción de muchas conversaciones que Toñín atrapa desde su puesto al
otro lado de la barra, sirviendo vasos de agua y mondadientes, y maravillándose
de vez en cuando ante alguna propina de diez céntimos.
Toñín tiene diecinueve
años y desde hace cuatro es camarero en el Indalo.
Le conocí hace unos meses, en una fiesta que alguien dió en no recuerdo cuál
de los clubs de golf de Sierra Cabrera. Me aburría, como es habitual, y por
eso me fijaba en los inhabituales, los camareros del Indalo, que aquella noche no servirían copas a los yayos, sólo
la cena, de modo que Toñín y cuatro más, liberados de la barra, pudieran pasar
las bandejas en la fiesta. Toñín es bajito, aunque bien hecho. No sé si guapo
es la palabra, pero enternece. Dan ganas de acaricialo. De mimarlo. Moreno,
aunque no renegrido. Cetrino, aceitunado, de ojos inmensos, tristes, muy hermosos
y algo estúpidos. No es inteligente, aunque tampoco es imbécil de solemnidad.
Me dijo en un aparte, sin duda deslumbrado porque una guiri vestida de imponente
le hablase con sencillez y sin apenas acento, que vivía con sus padres y una
hermana en un piso del playazo de Vera, con baño y todo, que su padre pegaba
ladrillos en la Manga del Mar Menor y sólo venía los fines de semana, que
su madre planchaba en el Parador Nacional y su hermana era cajera en un súper
baratucho de Garrucha. Él quería dominar el oficio, cambiarse a un restaurante
de postín cuando abrieran alguno que cogiese camareros españoles, y no
ingleses, ni franceses, y juntar lo bastante para montar su propio
chiringo, Chez Toñín o algo así, y desde ahí ya se vería, que no le daban las
neuronas para vislumbrar más allá. Yo le oía sin oírle, sólo interesada en su
piel, en su olor, en sus manos de niño, en sus dientes sorprendentemente
blancos y en sus ojos oscurísimos. Justo lo que necesitaba, concluí. Yo, debo
explicarlo, sobrellevo mis hormonas como buenamente puedo, como cualquier
diosa fuerte, sana y de mi edad, pero a diferencia de lo usual en Sierra Cabrera
prefiero no tirarme a los vecinos, ni a los compis del colegio. Instinto, si
quieren, y experiencia vivida en cabezas de otras. Sierra Cabrera, y por mucho
que les sorprenda, es un pueblecito andaluz. Todo el mundo se afana en que
sea Virginia Waters trasplantado al desierto de Almería, pero debe
corretear algún virus por los aires, o las aguas, porque se cotillea que no
veas. No hay forma de guardar un secreto, y menos si es que te tiras a fulanito
al tiempo de montártelo con menganito. Al minuto lo saben hasta los
senegaleses, de modo que la vida social se vuelve fastidiosa, todo el mundo
aparentando no saber pero todos pendientes de qué haces, qué dices, qué te
pones. A quién te cepillas. De ahí que aprovechara mi viaje a Copenhague para
ligarme un camarero del Radisson,
un portugués de Albufeira de ojos también rasgados, para despedirme sin pena
del virgo maldito. No salió mal. No porque mi socio fuese un artista, sino porque
todo el tiempo llevé yo la iniciativa. Él se limitó a tenderse tripa en alto
y mantenerse en primer tiempo de saludo. Yo empujaba cuando quería, me paraba
si me dolía, insistía tras decirme que no era para tanto, y así, en cosa de
cinco minutos, me vi con el caipira bien hasta mi adentro. Desde ahí, sexo
normal, saludable y con condón. Siempre, hasta hoy, con el caballero bien vestido.
Lo visto yo, que no me fío un pelo. Tengo ganas de hacerlo sin blindaje,
aunque para eso hace falta empezar con la pilule,
lo que no me acaba de agradar, y contar con un colega de acreditado estado
sanitario, lo cual veo poco menos que imposible y más en estos duros tiempos
que vivimos. No importa, me suelo decir. Ya llegará.
Toñín, según parece, no
ha empazado a disfrutar el raro don que la naturaleza concede a los camareros
de Mojácar. No ha comprendido que muchísimas mujeres, de todas las edades, vienen
aquí sin hombre adjunto buscando sexo del que no hay donde viven, con sus
parejas, con su gente. Sexo joven, sano y sin consecuencias afectivas. Toñín,
si en vez de servir agua del grifo en el Indalo
llenara vasos de whisky en el Scoundrel's,
el primero de los bares golfos según caminas hacia el centro, a estas horas
debería llevar la waiting list en
un PC. Es el arquetipo del camarero pecador por el que suspiramos las guiris,
incluso las guiris residentes, como yo. No me lo pensé mucho. A la mañana
siguiente, sobre la hora del aperitivo, me senté frente a él en la barra de su
bar. Hola, Toñín. No, para mi no es una sorpresa. Terminas a las cinco, me
dijiste. No vuelves hasta los ocho, ¿es así? ¿Qué pensabas hacer esas tres
horas? ¿Irte a casa, echarte la siesta, ducharte y volver? Solo, ¿verdad? Sí,
que no están ni tu madre ni tu hermana. ¿Qué te parecería el mismo plan, pero
conmigo? Pues para follar, que pareces tonto. Venga, tú, no digas
gilipolleces. A las cinco, abajo, en el aparcamiento. No te retrases, que llevo
el coño echando humo. Hasta luego, chiquitín...
No sabía. Infeliz. No
era que debutase, sino que no sabía. Sólo meterla y correrse con cara de ¡ahí
va! ¿qué ha pasado aquí? Yo tampoco era una experta, pero de imaginación voy
sobrada. Pronto empezó a ir todo bien. Lo primero fue curarle sus terrores. El
peor, que nos pillara su madre. Pues te pondrá una medalla, por tirarte guiris
como yo. Le daría un soponcio si le dices que te casas, pero mientras sólo sea
esto estará encantada y presumirá de hijo con sus amigotas del Parador.
Después, suprimirle las prisas. Sólo tiene diecinueve años, y así le pasa, que
nada más meterla se va. No lo puede resistir, es superior a él. Es tanto lo
que le gusta, lo que se emociona, que no hay nada que hacer. Al segundo
demarraje incontrolado cambié de táctica. Ya que del primer intento para mi no
queda nada, que no lo haya. Que sea otra cosa. Le desnudo, despacio, sin dejar
que me toque. Lo tumbo, boca arriba y presentando armas, las de ir a reventar.
Por mi parte, camiseta, shorts y bragas, por los aires. Desde ahí, lascivia de
alta intensidad y baja velocidad. Le recorro, todo él. Le beso. Le acaricio.
Le mordisqueo. No me importa que huela. Me gusta su aroma de requesón o de
quesillo, tan de camarero. Por fin, al asunto. Su armamento no es gran cosa,
pero al menos es de buen calibre. Bien, al menos para eso de la segunda en la
boca. Me la llena, pero no me hace toser, ni me produce arcadas. Qué bien gime,
pobrecito mío. Así, lo que buenamente aguante. Cuando veo que ya no es placer,
que casi es tortura, me separo un poquito, no sea que me salte un ojo, y
acelero con la mano al tiempo de apretar. Qué deliciosas, sus convulsiones. La
noto palpitar entre mis dedos, la siento adquirir el punto de dureza terminal ‑cuán
maravilloso el castellano, esa tabla incremental que se inicia en fláccida y
luego sigue por morcillona, dura, dura con brillo, gloriosa, imperial,
triunfante... cuán limitado, ay, es el inglés del amor‑ que precede a la
explosión, o lecherazo que dicen estos bestias. Qué potencia, qué caudal, qué
parábola, tan alta que suele alcanzar el techo. Qué aroma, en mi mano. Huele
bien. Sabe regular. Menos mal que no es verde, como la de los conejos que puteamos
en Naturales; esa sí que me repugna, no puede ser más asquerosa, pero la de
Toñín es como él: pura, limpia. Virginal.
Qué pronto recupera. Da
gusto. Quince, veinte minutos, y de nuevo enhiesto. Ahora sí, ahora es otra
cosa. Ya es fornicar como Dios manda. Él, torpe, intenta tocarme, pero no le
dejo. No con esas uñazas, largas, negras y descuidadas. Me toco yo, que lo hago
mejor. Me siento encima y le hago entrar, pero el resto es cosa mía, yo
dirijo, yo me muevo y al tiempo me acaricio al ritmo que yo quiero, ahora
vuelo, ahora yazco. Ahora esprinto, ahora freno, ahora machaco, ahora vadeo.
Me voy como una bestia, sin ceder el control, sin dejar de mandar. Después le
hago llegar, que no soy egoísta, pero sólo cuando ya estoy saciada. Desde ahí,
que ya no puede más, todo es despeñarse y acaba por explotar, que no cabe otro
concepto. Ahí le dejo, jadeando con la boca bien abierta, como una lubina
sacada del agua; yo, mientras, me cuelo en el baño, abro los grifos y rezo
porque aún quede agua caliente. Tarda poco en acudir con su secular cara de
asombro, pero cómo puedes quedarte tan fresca, si a mí se me ha parado el corazón,
si no sé si ya estoy muerto, a lo que yo, romántica perdida, respondo con mi
más amoroso venga, coño, que se me hace tarde, si quieres te devuelvo al Indalo pero espabila, que voy fatal de
tiempo.
Le dejo en el hotel,
listo para volver a su realidad, a servir vasos de agua, quizá de vino
acaserado, a esos viejos imposibles que le tratan como a un nieto aborrecido.
Me dice adiós con la mano, aún alucinando por la moto, por la guiri y por el
polvo. Dos horas de morar en el Walhalla y de nuevo a la mierda repugnante, la
de todas las noches y todos los días, y menos mal que le salió ese curro y no
anda por ahí jugándose los huevos en un andamio, porque a otra cosa no se
llega, no se aspira, si sólo se sabe leer, medio escribir, sumar mal y restar
peor. Es bonito rozarse con los dioses, pero mejor no deprimirse cuando se
vuelven al Olimpo y te dejan ahí tirado, en el aparcamiento del Indalo.
No está. Qué cosa tan
rara. Oiga, ¿y Toñín? ¿Por dónde anda? El encargado me conoce. No me mira mal,
ni bien. Otra golfa que se tira camareros, tiene cara de pensar. Me ha visto
varias veces con una Beck en la mano
mientras quedo con Toñín. Me mira, pero esta vez sin disimulo, de un modo raro,
distinto. No lo sabe, ya veo. ¿No ha leído el periódico? Pues ha venido en
todos. Fue hace tres noches. Volviendo a casa de madrugada, él y otro
chaval del Indalo, en el vespinillo
del otro. En la desviación de Garrucha, un guiri viejo, borracho, cegato y loco
que se salta un stop y se mete a
contramano. Volvían de cenar, él y algunos más, bien cargados, pero bien de verdad,
y ninguno se acordó de que aquí se va por la derecha. Los estampó contra una
casa. Sí, los dos. En el acto. Ya los hemos enterrado. Esta mañana. Ya, me hago
cargo. También aquí estamos jodidos, hechos polvo. No podía ser mah bueno, el
Toñín. Pues ná, con Dios. Señorita.
Bien, pues hoy no hay
sexo. Qué putada, con las ganas que tenía. ¿Debería sentirme triste? No
necesito engañarme. Toñín habría desaparecido de mi vida, quizá para siempre,
dentro de un mes. Nunca quise saber qué había tras él. Ni siquiera su
apellido. Toñín era la bestia de joder, y nada más. Requiescat in pace, amen. Será por camareros.
De nuevo la carretera,
rumbo a Carboneras. Sólo dos kilómetros. Ahí tomo la desviación a las playas
salvajes. La calzada ya no existe. Ahora es menos sendero que pedregal. Hay
casas a los lados, y alguna urbanización, pero los vecinos se resisten a que
los asfalten. El día que lo hagan las playas dejarán de ser salvajes, los
guiris las infectarán y expirará el último baluarte donde la gente diferente se
tuesta en pelota, se baña en pelota y en pelota endrapa un arroz con
bogavante. Mi lugar favorito está más allá de la playa de Agua Amarga, cinco
kilómetros de serpentear entre baches y pedruscos, que no me quiero joder
la suspensión. Un lugar donde siento una gran paz, aunque no sé por qué. Un
lugar que sólo es mío, que no comparto con nadie de mi mundo, de mi Olimpo de
Sierra Cabrera.
Poca gente, lo normal
hasta mediados de junio, cuando muere la cala salvaje y los veraneantes
miserables afloran por entre las piedras. Somos los de siempre. Paco el del
Chiringo, cuatro tablas y un sombrajo, que cocina unas paellas estupendas y
que siempre tiene calimocho en una neverilla rebosante de hielo industrial.
Eris, fíjate qué peazo bestia –un bogavante vivo y negro que bate palmas
con sus bocas; dos kilos, diría yo‑, sus voy hasé un arrós que oh vái a cagá
poh lah patah abajo. Las que se cagarán conmigo son Núria y Ruth, dos
tortilleras catalanas que viven aquí cerca desde hace ni se sabe. Núria ya es
mayor, pero Ruth se conserva, tiene un cuerpo apetecible, goloso. Llegan en un Land Cruiser, que con menos es arriesgado
venir aquí. Clavan sus sombrillas, extienden las toallas y dejan pasar las
horas bajo el sol de los lagartos. En cueros. Todos, aquí, estamos como vinimos
al mundo, salvo Paco, que luce un delantal que jamás conoció agua ni jabón, no
sea que le salte aceite de las sartenes y se le abrasen los huevaños.
Un poco más allá, el
paralítico. No habla con nadie, no sabemos de dónde sale. Ni nos importa una
mierda, la verdad sea dicha. Llega en un X-5,
se desnuda no sé como, baja una silla de ruedas, sin dejar que ni siquera Paco
le ayude, y se desliza despacito hasta un pino que se insinua entre las piedras
de la playa, que nuestra cala sin nombre, a fuer de ser salvaje, carece de arena,
y ahí se queda, sumido en sus pensamientos, porque ni lee, ni oye música, ni
duerme. Otea el infinito, aunque alguna vez me mira el culo. Pobrecillo, me da
pena. Se la chuparía de buen grado, pero todo indica que de ombligo abajo ya
murió, ya no existe. Lo jodido es que sí le debe de quedar un punto de deseo,
que sus pelotas no están muertas, siguen segregando hormonas venenosas.
Aún peor. El suplicio de Tántalo, versión fornicatriz. Una vez pregunté a
Ruth, y dijo no saber, no importar. Otra vez me planté más o menos frente a él,
haciéndome la distraída, y cuando supuse que ya se me habría comido el culo
con los ojos, y bien, a gusto, giré bruscamente, clavando la mirada en su
chinfanillo, y así seguía, como siempre, tan muerto como todo en aquel ser de
ombligo abajo.
Hay algunos otros, no
demasiados pero sí los suficientes para que Paco justifique su pedazo de
paella. No los conozco, jamás he hablado con ninguno, salvo Ruth. Me gusta
Ruth. Tanto como para saber de su boca, una vez y según cagábamos tras un
arbusto, que vivían allí cerca, que antes daban clase, las dos, en un colegio
de Vera, pero que al jubilarse Núria se pidió la excedencia, para estar siempre
con ella y así evitar se deprimiera, porque Núria se deprime; a saber por qué,
pues no lo pregunté. Me gusta Ruth, ya lo he dicho, aunque no por sus historias
de lesbiana leal hasta la muerte, sino por su cuerpo. De cara es un caballo,
pero qué piernas, qué pechos, que vientre, que parrús y, sobre todo, qué
culazo, la mare de Déu, que aquí donde me ven voy hago mis pinitos en
catalán, y sólo por lo poco que les pillo a los chicos del Canal Nou, que ahí
arriba, en los mil y pico metros de Sierra Cabrera, se coge la mar de bien.
Me lo quito todo y lo
guardo en las alforjas de mi BMW. Me
quedo con una toalla, el protector solar –esclavitudes de una piel como la mía‑
y las llaves de la moto. Me acerco a mis amables tortilleras, extiendo mi
toalla cerca de Ruth y me tiendo un punto somnolienta, perezosa. Para cómo es
mi piel ya estoy la mar de morena, pero aún lo quiero estar más, o eso me digo
para seguir pensando, si no soñando, bajo el sol de los reptiles. No me dan
miedo. Hay víboras en Sierra Cabrera, tímidas cornudas imposibles de ver para un ojo no entrenado. No se sabe
que jamás hayan mordido a nadie, pero conviene ir con cuidado, que si no pesas
lo bastante pueden mandarte al otro mundo, y no de un modo amable. Son, de
todos modos, cachorritos de yorkshire al
lado de las western diamondbacks que
cría tía Livy. Menuda mala leche, la que tienen. Qué pedazos de colmillos. Y
qué venenosas, las jodías. Como mi tía. También es venenosa. En ocasiones me
pregunto por qué Paul insiste tanto en que la vea. Yo ya se lo he dicho, me
tiene sin cuidado que sea la gemela de mi madre. Para mi no es nada, sólo una
bruja odiosa que cría serpientes para venderlas en los chiringos de su
pueblo, que aún hay gente tan extraña que adora comer vipéridos crotalinos.
Unos vipéridos que, a la que pueden, se arroscan bajo el sol y parecerían
muertas si cada minuto no sacaran de paseo sus radares gustativos, su lengua
bífida que les dice todo lo que aún no les han dicho sus fosas termosensibles,
sus glándulas de Pitt. Son jodidas, las serpientes de cascabel. Háganme caso:
si no saben tratarlas no se les acerquen. Yo sí sé. Aprendí de pequeña, y no
gracias a tía Livy, sino a Hester, su capataz. Supongo que más cosas, pero ni
lo sé ni me importa. Hester es un herpetólogo instintivo. Jamás ha estudiado,
yo diría que ni el primer grado, pero sabe lo indecible de serpientes.
Desprecia los vipéridos, como todos los que saben. Un palo un poco largo,
doblado en un extremo, y eso es todo. Ninguno se le resiste. Ahora, que le
pongan un elápido. Palabras mayores. En Texas hay algunos, serpientes de
coral les dicen allí, pero hay muchos más en Alabama y en Luisiana. Se gana
bien la vida, Hester. De vez en cuando alguien quiere construir en un lugar
donde hay elápidos, y le llaman. Tantos dólares y usted nos lo limpia, sin
ruidos y sin mosqueos, no vengan los cabrones del Environment Care Service
y nos metan un multazo. Usted las coge y ya sabrá dónde las suelta. Raro es el
año que no desaparezca un par de veces, un par de meses, para mover de sitio
unos cuantos centenares de reptiles protegidos por la ley. Por la ley
americana y por la ley australiana, que de allí también le llaman. Es lo que
más le gusta. Si algo venera Hester son los elápidos australianos, y de
entre ellos la taipan. Nada existe
más letal, me decía. Ni más inteligente. Son capaces de aprender. De
distinguir. De ser entrenadas. De saber a quién matar y a quién no. De
inyectar una dosis completa o sólo morder, sólo espantar. Nada existe más
veloz, también. Ni más valiente. Nadie con la cabeza sobre los hombros osa
enfrentar una taipan acorralada. Te
muerde, y no una vez ni dos, como las mambas
negras, sus primas africanas. Sales
de la refriega con seis o siete mordeduras, cada una capaz de mandar al más
allá un elefante. Das diez pasos, quizá doce. Antes de llegar al suelo ya estás
paralizado. No muerto, porque al veneno le queda mucho por hacer. Le queda
descomponerte según respiras, según tu sangre contaminada circula por tu
cuerpo ennegrecido. Estás casi muerto, pero consciente, y sólo puedes rezar.
Son minutos, no demasiados, pero en ellos tus tejidos se deshacen, culpa de
una toxina puñetera que se llama hyaluronidasa y que ningún bicho conocido
genera en tal cantidad como la taipan
de ojos negros. Qué bonito, me decía para mí según le oía, fascinada. Taipan de ojos negros... Hester, ¿las
hay con ojos de otros colores? Si. Rojos. Son la segunda serpiente más
peligrosa del planeta. ¿Y la primera? La de ojos negros, Eris. Jamás te
acerques demasiado a nadie que, como tú, sea rubia y tenga los ojos negros.
Igual es otra taipan, y no lo sabes.
Tengo
calor. El sol de junio, en el Cabo de Gata, es de andar con cuidado. Va
llegando el momento de darse un remojón. Me levanto, miro un momento a Ruth,
que me observa con interés, y pisando con cuidado me acerco a la orilla,
dejando al paralítico por mi través. Me mira, pero como miraría una vaca
pastando. El agua en mis tobillos. Está fría. Sé que sólo es un momento, pero
aún así vacilo. Un paso. Dos. Tres, y ya me mojo las rodillas. Es una playa de
nadadores. Tres metros y ya cubre. Un empujón a mí misma y ya floto, ya me alejo
a buen ritmo, que las canadienses nadamos de maravilla, no sé si lo saben.
¿De veras soy canadiense? No. Nací en Montreal, pero no soy de ninguna parte.
De ningún sitio. Como todos aquellos conscientes de ser dueños del mundo, empezando
por nosotros mismos. El hecho de haber sido parido en un lugar determinado no
hace que dicho lugar, ni quienes lo infectan, posean derecho alguno sobre ti.
No hay razas, no hay tribus, no hay naciones. Sólo hay gilipollas.
Adoro
flotar al sol, moviéndome lo justo para no zozobrar. Estoy a unos cincuenta
metros de la orilla. El paralítico, qué cachondo, me mira con sus prismáticos.
Le saludaría, pero me refreno. Que disfrute, pobre infeliz. Alguien viene, a
buena velocidad. Un crawl de profesional.
Ruth. Esto huele a polvo, me digo con frialdad. ¿Por qué no? Estoy la mar de
caliente, Ruth me gusta, jamás he jodido con una tía y debe de faltar una hora
para la paella. Todo a favor, pues. Me mira. Sonrío. Se acerca. Las manos,
bajo el agua, van al pan. Las suyas y las mías. Nos abrazamos. Si el paralítico
no resucita, es que no hay Dios. No lo hay, me digo en un vaivén de mi mente
pendenciera, pero siempre queda la esperanza. Nos besamos. Buena lengua, vive
Dios. Un zapato, casi. Nos miramos. ¿Dónde? A flote, no. Se te irrita el
garbancillo, que alguna vez he probado sola para descubrir lo diferentes que
son las aguas dulces de las saladas. A cien metros hay una caleta, la vemos desde
allí. Desierta. Es porque tiene mal acceso desde tierra. Mejor: no tiene.
Alguna vez he visto barcas entrando y saliendo, pero ahora no hay barcas. Nos
entendemos sin hablar. Yo abro la formación, en línea de fila. Muchos nudos,
pero mi matalote no se rezaga. Es más potente que yo, a los cuarenta y tantos
que tendrá.
Rocas.
Una es amplia, lisa. Una tabla de sacrificio. El de la iniciación. La mía.
Chorreando, nos alzamos una tras otra, ella delante y remolcándome. Dios,
casi me corro al abrazarla. Qué culo tiene, por favor. Mármol, y a sus años. Se
debe matar en el gimnasio. Me tumba. Despacio, aunque con firmeza. Quiere
mandar. Me parece muy bien. Ella es la que sabe. Yo, aprendo. De cabeza, sin
más trámites, por lo de abajo. Sabe, de veras que sí. Va derecha, tan veloz
como puede, y lo puede todo. Menos de un minuto y estallo en un gemido
incontrolable, la clase de sonido que hasta hoy no sabía era capaz de
producir. Ruth sigue, y sigue, y yo me abandono entre oleadas de un placer
nuevo, incontenible, y más bajo el sol del Cabo de Gata, lejos de habernos
secado y con unas olas leves, tibias, muy suaves, que nos acarician de costado.
Nos miramos. ¿Qué tal? Guau. Ahora yo. Nos invertimos, pero no es lo que Ruth
quiere. Me lo explica. Las dos a la vez. Muy bien, por qué no, y más si ella
está debajo. Qué muelle. Qué confortable. Qué bien sabes, Ruth. Yo sigo en
llamas, ahora me doy cuenta. Me adelanto, si no es ella la que se atrasa. No
me puedo controlar, no sé cómo seguir, pero ella me lo indica, sin palabras:
los dedos. Ahora es ella la que se va, pero no como yo. Lo suyo es plácido, suave,
aunque profundo. Será la edad, me digo con desfalleciente interés; el de
valorar que Ruth se corre al estilo del Kilauea mientras yo lo hice al del
Krakatoa.
Yacemos
al sol, como náyades marinas acariciadas por unas olas tímidas. La marea, que
regresa. El más intenso de los placeres, yacer allí, al sol del Mediterráneo.
El sol de los dioses. No tenemos, en América, ni dioses ni mediterráneos. Así
nos va. Si yo fuera Obama miraría de comprarlos, el mar y las deidades, pero
ahí ya voy viendo que regreso a la vida, que la dicha infinita lo es porque al
tiempo es efímera, y además tengo un hambre de pantera. Ruth prefiere quedarse,
y diría yo que un punto apenada. Yo, no. Sorry, tía, pero me comería el
paralítico, silleja incluida. Se ríe, y me acaricia, pero no intenta retenerme.
La vida, para ella, debe ya guardar muy pocos secretos.
Avanzo
a buen ritmo, al depurado crawl del Náutico
de Marblehead. La punta que separa las dos calas me queda ya por el través. A
lo lejos, un paralítico que aún otea con su catalejo. Me ve, y esta vez sí le saludo.
Dejadme algo de paella, le transmito de pensamiento, y quizá me oiga. Junto a
él, en pie, Núria. Esperemos que no me monte un pollo, el de la vieja bollera
celosa, pero no debe de ser eso. Como tantos amantes mayores, sin duda sabe
que para conservar uno joven hay que saber mirar hacia otro lado, siquiera de
vez en cuando.
La
orilla, en dos metros. Hago pie. Avanzo, majestuosa, escurriéndome la melena
bajo el sol de los dioses. Los míos, los olímpicos, que no existe ningún otro.
Paco, a lo lejos, gesticula. Eris, que se me pasa el arroz. Ya voy, le grito.
Sigo avanzando, y ahí me viene a la memoria la Venus de Botticelli... no, de
Venus nada, eso fue una mariconada de los romanos. Afrodita, la querindonga de
mi hermano Ares. Eris‑Afrodita, naciendo de las aguas del divino Mediterráneo,
y no puedo sentirme más dichosa.
La
dicha de los dioses, los del Olimpo 2.0, el de Sierra Cabrera.
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