...POR ILDEFONSO ARENAS
Hace años, antes de que llegaran las
autopistas, León era un lugar adorable. Quedaba tan a trasmano de todas
partes que los turistas nos esquivaban, la industria no pasaba de anecdótica
y las administraciones públicas eran la principal fuente de trabajo,
gracias a lo cual vivíamos sin inmigrantes. Hoy las cosas han cambiado,
pienso que a peor y no sólo por la crisis, aunque no a todos nos afecta
por igual. A mí, muy poco. Mi trabajo me mantiene al margen, y al ser soltero
la influencia que las tales cosas puedan ejercer en nuestros potenciales
hijos me preocupa en el plano sociológico, no en el personal. Mi
problema es que hace unos meses quise dejar de serlo. De ser soltero. Sin
éxito. La otra parte ni siquiera llegó a despreciar la proposición apasionada
que no tuve la valentía de formular. A eso se debe que tenga el alma
destrozada. Intento disimular, pero a mis alumnas, que son muy
listas, les doy pena. O risa. Soy profesor, habría debido decirlo antes.
De Literatura. Me gusta serlo, aunque no es lo que me gustaría enseñar.
Mi vocación es la Ética, pero en León se suprimió Filosofía pese
a que la facultad nació, y aún la llamamos así, de Filosofía y
Letras. Pude conseguir plaza en Valladolid, aunque preferí seguir
aquí, en parte por lo cómodo de vivir con los míos, en parte porque salía con
una chica de Veterinaria que al año sacó una Erasmus, se fue a Milán y
jamás la volví a ver, y en parte por la ilusoria esperanza de que algún
día se imparta de nuevo en León la sublime Filosofía, la reina
indiscutible de las Humanidades.
Si
Filosofía es la reina, Ética es su joya más valiosa. Sin su estudio no podemos
valorar nuestras acciones, y menos aún nuestras omisiones. De ahí que la
Ética, en su calidad de concepto imprescindible para que renunciemos a
comernos los unos a los otros, sea mi fijación intelectual desde que
comenzase a comprender el valor de las cosas. De ahí, también, mi angustia
de haberme perdido en las redes de una mujer en absoluto ética. No es que
sea una delincuente, no va por ahí. Sólo sucede que Meritxell -ya
deducirán que, llamándose así, muy leonesa no es- opina de la ética que sólo
es una de las diversas herramientas del Poder para conseguir que los
idiotas -según ella lo somos casi todos- pasemos por el aro.
Hace siete meses
yo estaba satisfecho de mi vida. Hice aquí el bachillerato, las dos
carreras y el doctorado, gracias no sólo a mi esfuerzo, sino a rehuir los
peligros asociados a estudiar fuera, siendo el principal la contaminación
espiritual que se padece cuando uno cambia la confortable casa de
los padres por algún insalubre colegio mayor en alguna ciudad preñada de
asechanzas, y no les digo nada si en vez de colegio mayor es piso
estudiantil a compartir con unos cuantos, si no unas cuantas. No vayan a
pensar que soy un pacato provinciano. Bueno, quizá lo sea, pero
no a una escala exagerada. Es que veo mal dejar León por la procelosa Madrid.
No por los riesgos exteriores -inseguridad urbana, costes elevados,
vida desordenada-, ni tampoco los interiores ‑hacerse un golfo y no
dar golpe-, sino por el peor de todos: volverse frívolo. Irse fuera es, con
harta frecuencia, dedicar al estudio el mínimo esfuerzo y sacar todo
por los pelos, en el criterio de que al final sólo cuenta conseguir el
título. Ya vendrá después el máster y entonces aprenderás todo lo que no
sepas. Esta es la causa de la mediocridad que nos asola, en mi especialidad
y en casi todas las demás. Si quieren una prueba, verifiquen la ortografía
del becario que les pille más a mano, y verán. La vida muelle del universitario
incontrolado da lugar a una incompetencia subyacente que al final padecemos
todos, y que los leoneses percibimos de un modo indisimulable: la mayoría
de los que acabamos una carrera terminamos trabajando para el Estado,
la Comunidad, la Diputación o el Municipio. En general, basta con poseer una
caligrafía pulcra, una ortografía decente y una memoria organizada
para conseguir un Grupo A. Tras eso, a cumplir del modo más rácano
tolerable, pues bien sabido es que nos engañarán en el salario aunque
no con el trabajo, y a vivir, que son dos días.
Estudiar, para
mí, de siempre ha sido natural. Es que mi familia es muy estudiosa. Papá es
Catedrático de Civil, aquí en León. Mamá enseña historia en un instituto.
Mi hermana mayor sacó Judicatura nada menos que al primer intento, y tras un
destino lejano acabó sentando plaza en La Bañeza, más o menos aquí al lado.
Mi otra hermana, de sólo veintiocho, ya es interventora en el Ayuntamiento
de Bembibre, que tampoco pilla lejos, de modo que raro es el fin de semana
que no aparecen por aquí. Ellas, sus maridos y mis sobrinos, que la mayor
ya va por tres y la pequeña está del segundo. Ya ven, se han tomado en serio
lo de hacer frente a la emigración infiltrante por medio de ampliar nuestra
noble raza castellano-leonesa, que por algo somos mitad de aquí, mitad de
Burgos. De ahí que una se llame Gadea, como mi madre, que es de Aranda, y la
otra Camino. A mí me pusieron Ramiro, como mi padre y como no sé cuántos
reyes de León. Sigo sin perdonárselo, y eso que no puedo quererlos más.
El mucho estudio
me ha dado para ser Doctor en Filosofía y Licenciado en Hispánicas, y estar
bien situado para optar a la Cátedra el día que su titular se jubile, y ya
tiene 67. Además de a mi trabajo dedico varias horas semanales a redondear
mis no pingües ingresos traduciendo del latín. Otras las invierto en
mi vicio no secreto: escribir. Sin demasiado éxito, que aún estoy empezando,
aunque puedo presumir de un poemario publicado, varias distinciones
en certámenes de cierto prestigio y, también, un creciente número de
visitas en mi blog, el cual tiene por objeto divulgar no sólo mi obra
inmortal, sino mi visión de la vida y de los tiempos en una forma ético-literaria.
Sólo me decepciona la índole mayoritaria de mis visitantes. Sin apenas
excepción son alumnos míos. Deben de pensar que analizar mis paridas
puede ir bien para sacar el curso sin matarse, y si es así aciertan. La
carne es débil, qué se le va a hacer, y además tampoco interesa ser El Hueso
de una carrera tan sin utilidad como Filología Hispánica. Soy
realista, ya lo ven, y de sobra sé que sólo da para vivir si no hay que
preocuparse de hipotecas o alquileres, ni de llenar la tripa. Yo resolví
el problema gracias a mi abuela, que tuvo el detalle de legarme un piso
chiquitín en pleno Barrio Húmedo. Algo ruidoso sí es, sobre todo
las noches de los viernes y los sábados, aunque se puede soportar. En
cuanto a cocina sigo amando la de mi madre, de modo que allí me tiene,
a mesa puesta, cada día de la semana. Viviendo así, como vivo yo, es
posible subsistir con unos ingresos muy modestos. Los míos me dan para
no parar en casa cuando no quiero parar ‑no hay mucho adónde ir, en
León-, para que pocos libros excedan mi presupuesto y para que vista con
algún estilo, el que se supone debe poseer un profesor pelín bohemio.
No me darían para comprar un coche, pero ni siquiera sé conducir; con
la bici me apaño, que León es amable con los ciclistas. Me dan, por último,
para que una vez al año, aprovechando las desmesuradas vacaciones
que sufrimos los docentes, recorra la UE. Una costumbre que inauguramos
-siempre vamos en manada- el verano de acabar el COU. La mecánica es invariable:
InterRail, mochila, lista de albergues donde dormir por poco dinero
y planificación minuciosa de lugares a visitar. Los resultados también
lo son: unos días tan bonitos, tan hermosos, que a todos nos hacen afirmar que
al año siguiente repetimos. El último nos condujo a Varsovia, Cracovia,
Bratislava y Budapest. A los cuatro que lo hicimos. En los primeros,
los que organizábamos siendo estudiantes afanosos, rara vez bajábamos
de diez. En los que vinieron después, ya flamantes titulados superiores ‑hoy
se diría desgraciados mileuristas-, llegamos a ser veinte, pero la
vida es implacable. Los que se juntaron con individuos ajenos a
nuestro ambiente fueron los primeros en desertar; sus parejas no
tenían tantas vacaciones como nosotros, aunque a cambio ganaban más dinero,
así que nuestras espartanas aventuras les impacientaban. Luego llegaron
las bodas, que aquí la gente se sigue casando joven; viajar como lo
hacíamos nosotros entraña un punto de promiscuidad inocente, limpia,
pero promiscuidad al fin y al cabo, y eso, lo dice la experiencia, es
incompatible con el estatus marital. Aún así algunos matrimonios
resistían, pero a la que parían cachorros, adiós. La vida tiende a separar,
a desunir, a poner de relieve que todos pasamos de los treinta y que hay
más cosas en el mundo que ir de mochileros con la vieja peña de la
facultad. De ahí que a la cita con el Wawel acudiéramos cuatro, servidor y
tres chicas nada vistosas que por la pinta van a quedarse a vestir
santos. Como yo.
Conocí a
Meritxell al poco del último viaje, la noche del primer viernes de septiembre.
Hacía un calor horroroso, de modo que los bares del Barrio Húmedo habían
sacado al exterior sus mesas y sus sillas. A los que no conozcan León debo
indicarles que el Barrio Húmedo es el área de las copas y los bares, y que así
se llamaba mucho antes de que se llenara de tascas, chiscones y tugurios.
Es razonablemente bonito, está limpio, bien conservado y al ser casi peatonal
se pueden formar corros en sus callejuelas con toda impunidad.
Íbamos en
pandilla. No sólo es lo tradicional. Es que a ver qué otra cosa se puede hacer,
en León. Seis o siete de la vieja cofradía viajera, unos cuantos consortes y
algunas almas invitadas, como mi hermana Gadea. Una interesante propiedad
de León es que todo el mundo conoce a todo el mundo, y si no tanto al menos
a uno que se halla en las proximidades de una desconocida interesante.
Una manifestación de tan inusitada propiedad tuvo lugar frente al
Pub Consistorio a las once y cinco de la noche. La desconocida interesante
lo era por diversas razones. Una, que no la recordaba. En León es imposible
que una cara como la suya no la tengas vista de antes, que por algo es una
ciudad pequeña de bares concentrados en un área reducida. El rostro
de Meritxell no sólo era novedad en mi universo leonés; era inusual,
atípico. No me pregunten por qué, pues no sabría explicarlo. Sería por
una convergencia de factores, siendo los ojos el dominante. De color
ceniza, grandes y de mirada caída. Dos, iba sin arreglar. En el Barrio Húmedo
es frecuente dar con chicas jóvenes que vienen tal y como han salido de
la facultad o del trabajo, pero eso es propio de días de diario, no de un viernes
promisorio. Tres, era un rostro armonioso, de facciones delicadas,
aunque no tímidas, no modestas. Y de gestos que revelaban una oculta
dureza. Por último, no parecía una guiri. Los que bebían y charlaban
con ella, rodeando un barril, eran de aquí. No les conocía, pero se hallaban
a varios metros, la Plaza Mayor rebosaba y aún así les oía. Sin perder
palabra. Y sin perder detalle de la morena pelicorta y misteriosa
que a su vez, de cuando en cuando, hacía lo recíproco. Así pude reparar
en más detalles. Era bastante alta, pese a ir de mocasines. Lucía
unos Levi's legítimos, no imitación de mercadillo. Le caían de maravilla,
sobre todo en ese área popel que tan bien realzan los vaqueros. Parecía
pendiente de lo que decían los leoneses que la rodeaban; los escuchaba
con gesto muy atento, aunque sin decir palabra. De no ser que con promisoria
frecuencia se volvía y me miraba, podría pasar por una estatua viviente.
-Gadea, ¿conoces
alguien en ese barril?
Un susurro, muy
discreto. Mi hermana contestó de igual forma.
-¿Cuál? ¿El del
minón de pelos de loca, ojos de bruja y muy buen culo? ¿Ese mismo, dices? Pues
marchando, Mirín.
Gadea me conoce como
si me hubiera parido. Siempre fue mi cómplice, la que inventaba lo que fuera con
reflejos de mangosta para que mamá no me calentara el culo -hasta los diez
años- o no me diera el rollo -hasta hoy en día-. Se había dado perfecta
cuenta del intercambio de miradas. De ahí que ya estuviera preparada.
-¡Pero coño,
Pepe, cuántos años!
Se abrazaba
contra un pavo cuarentón situado a la diestra de la que se había vuelto a
mirarme con una leve sonrisa, como de haber comprendido la maniobra. Una
de antigua compañera de academia que reconoce a un opositor menos afortunado
y que tras un tercer intento fallido desistió de ser juez, para sentar plaza
en el Gabinete Jurídico de la Caja de Ahorros del Bierzo.
-Ven, Ramiro,
que te voy a presentar.
Gadea, tan
competente de alcahueta como de magistrada, me hizo circular alrededor
del barril de forma que la última en tender la mano fuera la desconocida interesante.
Un momento para el que confiaba en mi prestancia natural. Debo explicar, y
les ruego no lo consideren presunción o vanidad, que no estoy mal del todo.
Las amigas de mis hermanas, según informes confidenciales, afirman que un
polvo sí que lo tengo, y pudiera ser que hasta dos. Soy relativamente alto,
gracias a la bici no tengo tripa, las entradas por ahora se conforman con
ser sólo eso y en cuanto al aspecto general viene a ser como el de cualquier
presidente de gobierno progresista: pulcro, elegante, cordial y con talante.
-Meritxell.
Ahí empezó todo.
Para ser más preciso, empezó por su acento.
-¿Catalana?
-No del todo.
Mitad de Andorra, mitad charnega.
Ahí pasamos a
más cosas, aunque a la leonesa: sin desertar de las pandillas pero tras habernos
fabricado nuestro propio espacio. Nuestra intimidad de seres asombrosos
que hablan muy bajito. Así supe que llevaba diez días en León, contratada
por Caja Bierzo para montar un sistema informático más enrevesado de lo
usual; de ahí pasamos a que no era informática de carrera, sino matemática,
pero que se había pasado al bit por lo mismo que se pasan todos: la pasta.
Era, ése, un concepto que valoraba en gran medida. De ahí su agradecer a los
cielos el tener dos pasaportes. El de Andorra le valía para trabajar en una empresa
radicada en la Isla Jersey de la cual era propietaria, cobrar allí y
después mover sus dineros desde Soldeu, sin permitir a la implacable Agencia
Tributaria poner el ojo sobre uno solo de sus euros. En esa forma pagaba
un 0% donde a los españoles indefensos se les castiga con un disparate. Una
forma de vida económica que no podría disfrutar de ser una española convencional,
pero en esa fase de nuestra recién nacida relación ya veía que Meritxell no
tenía nada de convencional. Tampoco de catalana, española o andorrana.
Meritxell es de ninguna parte, pero eso tardé tiempo en comprenderlo.
En aceptarlo.
Aquella noche
nuestros rumbos bifurcaron, pero no me importó. Habíamos quedado en salir
el día siguiente, para ver vidrieras. Meritxell, tras una semana larga en León,
había visto prácticamente todo, salvo los vitrales de la catedral. Como
están en restauración hay que aguardar una larga cola para subir una
escalera de vértigo, y a menudo ni eso, porque las entradas se venden
con antelación y los fines de semana rara vez queda una sola. Eso lo puedo
arreglar, expuse. No preguntó cómo. Se lo habría explicado, que no es
un secreto. Algunas de mis alumnas se sacan unos eurillos ayudando en la
catedral sábados y domingos, explicando a toda suerte de guiris y de indígenas
lo del plomo fundido en el vidrio, el tono frío en el triforio norte, los colores
cálidos en el sur, el ábside señalando Belén, y así todas y cada una de las
tonterías, en mayor o menor grado de convicción según la pinta que tenga la
masa de acabar soltando un propinón. Lo tenía tan oído que alguna vez
lo explicaba yo mismo a turistas mollares y propicias, en la presencia
de mis irónicas alumnas. Debo aclarar que si soy tan popular entre mis
chicas es porque jamás he tenido líos con ellas. La veda, eso sí, concluye
una vez se han graduado, lo que contribuye no poco a que mantenga una
envidiable aureola de profesor marchoso y enrollado. Un tanto
exagerada, que la esplendorosa leyenda desmerece no poco ante la
prosaica realidad, pero esa es otra historia. Lo que cuenta es que a eso de
las once me dejé caer en la taquilla de las vidrieras, para estar
seguro de poder subir, y además gratis. Tras eso me dediqué a pasear
delante de la catedral, una forma muy conveniente, por lo barata, de mantener
a raya la desazón de mis adentros.
Meritxell fue
puntual. No sólo ese día. Siempre. Nunca le pregunté de donde salía ese rasgo
tan antiespañol, y tampoco ella me lo explicó. Era como era y con eso me bastaba.
Y me sobraba. Si observarla de noche fue de no pegar ojo, verla llegar
por la Calle Ancha, caminando a pasos seguros, sin contoneo -ella no cruza
las pisadas al estilo de las modelos hierático-estatuarias; pertenece a esa
clase de mujeres que no necesita triquiñuelas para captar miradas, de
hombres y de mujeres-, los mismos 501's, idénticos Mephisto's, una camiseta
de Qantas, unas gafas Porsche, un Vacheron Constantin -ni una sola joya;
Meritxell, lo advertí la noche antes, ni siquiera tiene las orejas perforadas-
y una Pentax K5 colgada del hombro, fue una emoción más fuerte de lo que
podía resistir mi desbocado corazón.
-Estás
guapísima.
-Ya lo sé.
¿Subimos?
No teman, que no
les aburriré con las vidrieras puñeteras. Si les ha quedado alguna curiosidad
vengan por aquí un fin de semana; les aseguro que si tienen dinero lo pasarán
muy bien, como en todas partes. Volviendo a lo nuestro, estuvimos arriba
durante dos turnos, en la plataforma oeste. Meritxell parecía poner a
prueba si yo sabía o no sabía, y la verdad es que algunas de las cosas que
preguntaba me hacían dudar, pero ya estaban al quite mis muy cotillas
alumnas. Total, que a eso de la una descendíamos, por mi parte luchando con
el vértigo porque las alturas no me sientan bien. Un duro sacrificio, tanto
que allí sólo subía si la esperanza de conquista era en verdad prometedora.
-Te has puesto
como verde -lo dijo Meritxell nada más llegar abajo-. ¿Te quieres sentar un
ratito?
-No, pero un
vino me vendría bien. Y un pincho de lo que sea.
-Eso no le cae
bien a nadie. Mejor vamos a comer. Yo invito, y no te resistas, ¿eh? Sólo
es un modo de agradecer tu gran amabilidad.
En esa breve
declaración quedaron establecidas dos cosas. Una, que Meritxell es de
horarios europeos. Otra, que allí mandaba ella.
Fue una comida
muy agradable. Nos sirvió para explicar nuestras respectivas vidas. La mía ya
la conocen. La de Meritxell era más interesante. Para empezar, el significado
de su nombre. Gadea lo creía corrupción de 'Mare del Cel', pero no. Según se
me hizo saber, significa 'pequeña ladera de pasto donde da el sol a mediodía'.
Toma ya. Las demás cosas que contó Meritxell me hicieron prorrumpir en muchos
otros toma ya, si bien que arteramente
camuflados. Lo último que debe hacerse frente a una mujer de la que ya te
sabes preso es dar pistas sobre lo que piensas o lo que sientes, aunque para
el caso fue lo mismo: Meritxell, por entonces, era como si me conociese de
toda la vida.
La suya,
resumida, comenzaba en un matrimonio de andorrà de Les Escaldes y charnega
lleidatà que apenas duró. Ella se crió con su madre, primero en La Seu y
después en Girona. Se veía con el padre muy de uvas a peras. No se caían
bien, pero él, con el paso de los años y tras compararla con los indeseables
que tras ella le fueron naciendo, acabó por quererla mucho. Tanto como para
gestionarle sus dineros, empezando por enseñarle a no pagar
impuestos. Con el tiempo, y gracias a no pasar por el aro que los demás no
podemos esquivar, se había vuelto millonaria de pleno derecho. No pensaba
que contraviniese la ética su férrea determinación de no tributar. Mejor
dicho, no encontraba que La Ética, la de los demás, pudiera contravenirle
nada.
-Cada país tiene
sus leyes, entendiendo por leyes la
codificación organizada y sistematizada de su ética. ¿Conforme? Muy bien,
así me gusta. Desde ahí todo es sencillo. En España, por ejemplo, si te pillan
a doscientos cincuenta vas al trullo. En Alemania, no. Allí es un derecho sacrosanto
ir a como te salga de tus partes. Los alemanes están orgullosos de los
coches que fabrican. Aquí también se hacen coches, pero las fábricas no son
españolas, son de terceros que tarde o temprano las relocalizarán donde
la hora de currante salga más a cuenta. ¿Que lo encuentras odioso? Recuerda
lo que son: factorías deslocalizadas de otros países. Os diferenciáis de
los chinos en que ellos han aprendido, de modo que ya fabrican por su
cuenta y con sus propios diseños, y con el paso del tiempo sus coches serán
tan buenos como los europeos aunque más baratos. Aquí nadie se ha molestado
en aprender, así que con el paso del mismo tiempo las fábricas se cerrarán y
ya no habrá coches made in Spain. Así
vuestro gobierno será feliz, dado lo mucho que odia los automóviles.
Pagáis por ellos unos impuestos que no se pagan en Alemania, tenéis que
renovar el carnet cada cinco años cuando en Alemania te lo emiten para
toda la vida, os obligan a circular a velocidades ridículas cuando en
Alemania sólo las viejas bajan de doscientos, y encima con la jeta de
hacerlo, dicen, por vuestra seguridad, cuando sólo es por recaudar. Se
callan, cómo no, que en Alemania, dos veces vuestra población y cuatro vuestros
coches en circulación, el número de muertos en sus autopistas de velocidad
no limitada es inferior al vuestro de arrastrarse a 120. Pues en esto es como
en todo, Ramiro. La ética es igual que la religión. Dado que no hay una sola,
lo más adecuado a fin de que quienes mandan no nos tomen el pelo es elegir
la que cada día más convenga. ¿Lo captas?
Y cómo no
captarlo. Meritxell no sólo habla con una dicción exquisita, sino que se
sirve de un español excelente, sin esos laísmos tan propios del castellano común.
Lo hace a un ritmo arrullador, el característico del que no piensa en el idioma
en que habla; peor aún, que se sirve de muchos a la vez y todos revueltos, y
es que Meritxell domina no sólo sus dos lenguas maternas, sino francés,
italiano, inglés, alemán y ruso. Si su ritmo es hechicero su voz es arrebatadora.
Musical, diría yo. El timbre de alguien que sin duda sabe cantar.
-¿Yo? Pues sí,
en la ducha, como todo el mundo. Alguna cosa de María del Mar Bonet, como la Merçè y el Aigó, que de pequeña me gustaban mucho. Y las gamberradas de la
Trinca, también de cuando era muy niña. Todavía me acuerdo de aquello tan
gracioso...
I aixì grácies a en Danton, en Marat i en
Robespierre
totes les dones de França s'hi renten la pomme de
terre
Volviendo a la
ética, yo no estaba seguro de aceptar lo que mostraba ella de la suya. Soy el
reconocido gran maestro de la ética leonesa, de modo que argumentos no me
faltaban para rebatir su cruda exposición, pero me sentía desganado. Prefería
disfrutar de aquel rostro sonriente, divertido e irónico, tan capaz de disertar
sobre dioses y éticas como de masticar a dos carrillos un chuletón poco hecho
y empujarlo con un estupendo Pesquera. En esa forma, disfrutando a la vez de la
comida, la bebida y la buena conversación, ella siguió explicando su historia
y yo atesorando sus palabras, porque no necesitaba tomar notas en un
papel. Las tomaba en el alma.
Meritxell tenía
los mismos treinta y tres años que yo, si bien ella es Aries, y Muy Aries, y yo
soy un Cáncer incurable. Del todo incompatibles, ya lo ven, pero bien
sabido es que tira más pelo de parrús que maroma de acorazado, así que mi
natural imprudente me llevó a desdeñar las advertencias zodiacales.
Había hecho Exactas en Barcelona, de ahí saltó a un máster en
Berkeley, de donde no volvió porque la reclutaron en Informix, una compañía
de California que construía gestores para bases de datos. Allí estuvo un
año, aprendiendo a la molécula un concepto misterioso que se llamaba data warehouse y del que oía yo hablar
por primera vez en mi vida. Luego volvió a Barcelona para buscarse un
trabajo. En seis horas le ofrecieron tres. Se inclinó por IBM, donde pasó dos
años participando en proyectos a cual más abstruso. Así hasta que un
buen día un cliente sagaz le planteó seguir con lo que hacía pero en plan freelance, prescindiendo de IBM. Él
se ahorraría un 60% y ella ganaría más del doble de lo que ganaba por
entonces, que sin ser poco no le daba para llevar la vida despreocupada que a
todos nos gustaría padecer. Al tiempo, y de acuerdo con su amado padre
-cuando menos en el plano fiscal-, cesó en ser española, para volverse
feliz andorrà que no tributa un céntimo por lo que ingresa fuera de los
valles. Llevaba siete años saltando de un proyecto a otro, con pocas
vacaciones aunque viendo mucho mundo. Había trabajado en Madrid
para Telefónica, en Hong Kong para Cathay, en Oslo para Veritas, en
Zürich para UBS, en Moscú para Gazprom, en Milán para FS, en Montreal para
Canadian Pacific, en Gütersloh para Bertelsmann y ahora venía de ocho meses
en Sydney currando para Qantas. Unas compañías que salvo FS, por el
InterRail, y Telefónica, porque a ver quién no ha oído hablar de Telefónica,
no me sonaban de nada.
-Caja Bierzo
llevaba tiempo planteándose un Big Data donde almacenar y explotar la
información recogida en las operaciones de sus clientes. Ellos lo llaman así
por ser un palabro que se ha puesto de moda, pero les pasa lo que a casi
todo el mundo en este país, que nadie tiene la menor idea de qué carajo es, en
realidad, un big data. Ni los constructores
de ordenadores ni los grandes consultores les sacan de su error, pues a mayor
la ignorancia del cliente más pasta se le saca, y de ahí vino que algún
depredador de la industria, que hay cantidad, se dejara caer con una idea
de las que atrapan los delirios de cualquier CIO, por Chief Information Officer,
aunque al de aquí, como son de provincias, le llaman Jefe de Informática.
La bola comenzó a engordar, creando unas expectativas por demás comprensibles
aunque muy alejadas de lo que una humilde cajita de comarca se puede pagar.
El propósito del tal big data es
disponer en una base de datos no estructurada, no basada en formatos
preconcebidos, del tipo que nosotros llamamos 'No SQL', todo lo que la Caja
llegue a saber de sus clientes, bien por las condiciones ambientales
cotidianas, como el clima, la estación, la situación política y todo eso, bien
por sus operaciones directas, bien por lo que tengan domiciliado y bien,
sobre todo, por el uso que hagan de las tarjetas de crédito y débito que
les suministra la propia Caja. Con eso dispondrían de una base de
conocimiento amplísima, la cual les permitiría predecir el comportamiento
de sus clientes ante las diversas formas de publicidad, los diferentes
servicios que les pudieran ofrecer y, sobre todo, sus reacciones ante ofertas
específicas directas y exclusivas, basadas en los algoritmos de predictividad
intrusiva que se asocian a los big data
bien elaborados. La palabra mágica es esta, Ramiro: predictividad. Es la bola de cristal que todas las empresas, los
bancos a la cabeza, quieren poseer para tomar la delantera sobre los
deseos de sus clientes, a fin de ofrecerles soluciones atractivas para
satisfacer unas necesidades que ni siquiera saben que tienen. El banco sí
sabe que las tienen. Mejor: sabe hacerles pensar que las tienen. Con eso y
con un adecuado sistema de comercialización a la carta, pues ya lo tienes. Su Big Data se amortizaría él
solo a los pocos meses de servicio, y desde ahí a ganar dinero a espuertas, al
menos en tanto la competencia no se hiciera con algo equivalente. Lo malo
de todo esto, sin embargo, es que los big
data son carísimos, y no porque necesiten máquinas enormes, ni software
ultrasofisticado, sino porque un diseño eficiente, que asegure tiempos de
respuesta en la banda de los segundos, sí que cuesta un dineral: el que
piden las grandes casas de consultoría, que ahí es donde se ha desplazado
el negocio principal de la informática. Contra lo que piensa la mayoría
de la gente, Ramiro, la gran pasta en el mundo de la IT, por Information Technology,
ya no está en el hardware ni en el software, pues ahí los márgenes rara vez
son una cosa extraordinaria. Se ha movido a la consultoría, donde rara vez
dejan de serlo, y esa es la clase de cosa que hace a los accionistas felices
de verdad.
Yo seguía la
esotérica explicación tan concentrado como podía, dando gracias mentalmente a
la que ya iba viendo como una moderna Klaudera -la fatal diosa griega de la
predictividad y la perfidia-, por lo clarito que me hablaba, pero aún así
convencido de no ser capaz de captar ni la mitad de lo que tan
hechiceramente me contaba.
-El CIO pidió
presupuesto a varias casas de consultoría, todas ellas bien acreditadas en el
raro mundo del big data. La más
optimista se descolgó diciendo que con seis consultores y treinta meses
bastaría. En cuanto a los euros, salía tal millonada que al pobre CIO se le
cayeron los palos del sombrajo nada más oír la cifra. Se llevó un disgusto,
pues había vendido la idea en el consejo de administración, pensando que
saldría por mucho menos. Fue también un disgusto para la multinacional
que suministraría los servidores y el software específico que necesitaría
el tal Big Data. El vendedor, desolado, expuso el asunto en su empresa,
por si a su director de Consultoría se le ocurría una solución. Éste se
acordaba de mí, de habernos tratado en mis días de Telefónica. Me
llamó, y en media hora llegamos a un acuerdo. Así, él se comprometió a
que yo solita realizaría, en seis meses, lo que los demás habían
cotizado en a saber cuántos años. Los chicos de la Caja, con su CIO a la
cabeza, se sorprendieron al punto de no creérselo, pero una vez me vieron,
y me oyeron, aceptaron que sí, que una pobre mujercita sería capaz de
convertir su sueño en realidad. Y aquí estoy.
Lo decía
sonriente, tan segura de sí misma como una leona que acabara de zamparse de
un bocado las pelotas del Gran Cazador Blanco. Ahí es donde yo habría debido
comprender que me hallaba frente a Meritxell tan indefenso, tan inerme, como
Ulises ante Circe.
-No sé nada de
proyectos informáticos, pero encuentro sorprendente que cantidad de firmas
muy serias coticen en seis cabezas, y ni se sabe la de tiempo, lo que tú dices
se hace con una sola y en seis meses. ¿Tan burros son? ¿O tan sinvergüenzas?
¿O es que sabes algo que los demás no saben?
-No es tan
blanco y negro. Sucede, para empezar, que ninguno de ellos ha hecho ésto alguna
vez, o no en España, de modo que la primera de las incógnitas a despejar es la
de su inexperiencia, por no decir ignorancia. Luego, que a menores los
precedentes mayores las cautelas, y en una firma de consultoría éstas se
sustancian en un margen adicional que carga cada escalón encargado de
aprobar la propuesta, para compensar riesgos. Un margen que no sólo da lugar
a más euros, sino a más cabezas y más meses. Por último, que la Caja, en su
pliego de condiciones, fijaba un requisito de los que aterran a cualquiera
que sepa un poquito de sistemas big
data.
Se detuvo, tras
liquidar su venenosa tarta de hojaldre -había que ver lo que zampaba; me
preguntaba dónde lo echaría, ya que aparentaba no tener un gramo de grasa-.
Una mirada chispeante, un buen trago de Pesquera, y prosiguió.
-Los Big Data existen
para predecir acontecimientos. Los hay que adivinan las preferencias de las
obreras británicas en las temporadas de otoño-invierno, los que lanzan a la
NSA sobre terroristas potenciales y los que señalan qué nucleótidos dentro de
una secuencia de RNA serán más proclives a provocar neoplasias. El de la Caja, bastante
modesto, sólo pretende adivinar el comportamiento de sus clientes ante
determinadas formas de publicidad, de marketing segmentado y, llegado el caso,
de acciones comerciales intrusivas. Lo hará partiendo de las diversas fuentes
de información al alcance de la Caja, que no son sólo las naturales, las que
se reflejan en las cuentas de ahorros y
de valores, empezando por todo lo que domicilian sus clientes. Tendrán en
cuenta lo que hacen con sus tarjetas de débito y crédito, y si son tan bobos
de usar cuentas de correo facilitadas por la Caja, o de mantener páginas
personales en dominios controlados por la Caja, pues también. Así, a fuerza
de cruzar el conjunto de la información, se identificarán individuos que
respondan a los diversos requerimientos que puedan plantear los servicios
comerciales de la Caja, bien para explotarlos directamente o bien a través
de organizaciones con quienes la Caja pueda pactar intercambios de información.
El señalamiento de los tales individuos será en masa, siendo igual de válido
que tras un proceso de horas aparezcan siete o aparezcan siete mil, aunque la
Caja quería también un método interactivo que les permitiera localizar, en un
tiempo muy breve, algún individuo que satisficiera un determinado
requerimiento. Dicho de otro modo, querían que su Big Data fuese capaz de
atender en tiempo real cualquier cosa que a su gente de marketing se le
ocurriese preguntar, por inusitada que fuese. Imagina, por
ejemplo... a ver, dinos quiénes de nuestros clientes mayores de treinta
tacos han comprado en los dos últimos años dos o más viajes por Internet, parecen
tener pareja estable, se han pagado seis cenas por valor unitario superior
a cien euros, han comprado un coche nuevo de tipo familiar, mantienen un saldo
superior a seis mil euros, sus ingresos anuales superan los cincuenta mil, no
trabajan en una administración pública y navegan indistintamente por PC,
móvil y tableta. Queremos identificarlos porque con virtual seguridad se van
a quedar preñados en cualquier momento, y en consecuencia son proclives a contratar
toda clase de seguros, inscribir lo que venga en guarderías carísimas,
adquirir canastillas de superluxe y, si la pareja es tan pija como debiera,
buscarle magníficos tratamientos de salud y de belleza, todo lo cual, como
es natural, se lo venderemos nosotros. Necesitamos, por último, que nos lo digas
ya mismo, nada de 'tiempo de respuesta estimado en cuarenta
horas'. Ya veo, por la cara que pones, que no alcanzas a imaginar qué
significa diseñar un big data partiendo
de una premisa como ésta. Los de la Caja tampoco lo sabían. De ahí que sus tekys,
tras oír a cantidad de consultores, aconsejaran renunciar a esa pretensión,
pero aquí llega servidora y les dice 'Ningún problema. ¿Que no os lo
creéis? Llamad a este pavo, en Qantas, y preguntad. Es el director de
marketing on-line y quería lo mismo que vosotros.' Lo hicieron al día
siguiente, a las siete de la mañana, que Sydney marcha con diez horas de
adelanto. Yo con ellos, para traducir, porque los pobres van fatal de inglés.
El hombre se portó bien. No sólo les dió toda clase de precisiones y
explicaciones, sino que les permitió jugar con su sistema desde allí, desde
la Caja. Inventaron sobre la marcha las preguntas más rebuscadas que te
puedas imaginar. El tiempo de respuesta de la más lenta no llegó a un minuto.
Empezamos a las siete, ya te dije. A la una querían firmar el contrato,
sobre la marcha, y que me quedara en León para empezar esa misma tarde.
Me lo quedé
pensando. No soy de razonamiento rápido, quizá lo hayan intuido, pero las
cosas siempre acaban por ocupar su espacio natural en mi cosmogonía particular,
y el de aquel Big Data no terminaba de convencerme. Más exactamente, me
aterraba.
-¿Los clientes
de la Caja saben que dentro de seis meses una especie de Gran Hermano les va
a diseccionar, como si fueran insectos?
Lo dije con algún
temor. Me preocupaba que Meritxell se mosqueara, pero lo tomó con naturalidad,
un pelín teñida de displicencia.
-Ni lo sé ni me
importa. Supongo que no, porque de ciertas cosas es mejor no hablar. Por lo
demás, Caja Bierzo hace bien sacando ésto adelante. Será un margen
competitivo, un diferencial frente a sus competidores. Sin ésto, y sin cosas
como ésta, las grandes cajas acabarán por engullirla. Defenderse con
imaginación y tecnología es muy saludable.
-Será saludable,
pero no es ético. ¿Qué derecho tienen a fisgar en nuestras tarjetas, en lo que
gastamos de teléfono, de luz, de gas, en las cosas que domiciliamos y en las
películas que nos bajamos?
Lo último me
preocupaba un poquito, pues si bien ni siquiera tengo televisor, mis papis
tienen Canal +, y alguna vez me había bajado
lo que se podría llamar una producción non
sancta. Un pecado secreto, pequeño, virtualmente inocente, pero me
asustaba que algún big data malévolo,
como ese que tan agradablemente me describían en el acogedor Ezequiel de la
Calle Ancha, lo pudiera descubrir.
-Pues todo el
del mundo. Poseen la información y es su facultad procesarla. El que no trague
que se marche a otro banco, donde tarde o temprano le harán lo mismo.
Andando el tiempo, para evitar ser fisgado, como tú dices, habrá que volver
al paleolítico: pagar al contado y en metálico, salvo que se prefiera
recurrir a un intermediario de los que ofrecen opacidad, tipo PayPal, y siempre
y cuando el que venda lo acepte, porque le cobrarán por ello. No pongas cara
de sorpresa, Ramiro. Lo que quiere hacer la Caja lo hacen casi todos
los que marchan por delante. Mira Google, sin ir más lejos. Todo lo que le
preguntas, por inocente que sea, queda reflejado en un inmenso big data. Tu nombre no figura, salvo
que hayas sido tan idiota de haberte registrado, pero sí tus direcciones
IP, las virtuales y las físicas, de modo que para ellos es como si tuvieras
cara, ojos, nombre y apellidos. Se pasan el día cruzando información,
la que tú les suministras y la que todos les suministramos, y así sucede,
que cuando abres no sólo su página, sino cualquier otra, te aparece con harta
frecuencia un anuncio que igual te hace tilín. De momento sólo les sirve
para eso, pero algún día lo usarán para más cosas, y más peligrosas. Como
ganar elecciones, por ejemplo.
-Y a ti te
parece bien, es obvio.
-Claro que sí.
No sólo porque ahí gano mi dinero, sino porque me mola el juego y acepto las
reglas. Nuestra civilización es un mercado, Ramiro. Lo que se parece más a un
mercado es la guerra, y en la guerra vale todo. Así de simple.
Me la quedé
mirando, en la duda de seguir dejándome fascinar o tratar de resistirme. Ella,
por su parte, se bebía su cortado mirándome desde unos párpados ligeramente
caídos. Diría yo, también, que con algún recochineo.
-Lo que hagan
con tu trabajo te da igual, ya lo veo.
-Sactamente.
Sólo me preocupa cumplir el contrato y que lo cumplan ellos. Que me paguen
con puntualidad, vaya.
-¿Es mucho lo
que se gana en un contrato como éste?
-Pues no
demasiado, pero mejor que cruzarme de brazos mientras no salga otra cosa sí
que lo es. Como un cuarto de millón. Libre de impuestos, eso sí. Los que sean
de aplicar los paga la Caja. Yo, ni perra.
-¿Un cuarto de
millón de euros?
No pude contener
un tono de incredulidad ojoplática.
-Contantes y
sonantes, sí señor.
Doscientos
cincuenta mil euros, o cuarenta y pico millones de las añoradas pesetas, en
las que no consigo dejar de contar, por seis meses de trabajo.
Definitivamente, Meritxell venía de Marte. O quizá León fuera Marte y yo el
marciano.
-Enhorabuena. Yo
no gano eso todos los meses.
-Es cuestión de
oferta y demanda, Ramiro. Ninguna de las consultoras llamadas a licitar
cotizaba su oferta en menos de millón y medio. Los precios son los que son, y
el que quiera sistemas informáticos que bordean la ciencia ficción ha de saber
lo que hay que pagar. La verdad es que no me quejo, pero habría pedido el doble
de haber sabido antes lo que ofrecían los demás. Y me lo habrían pagado.
La misma
seguridad en sí misma. Fue la primera vez que acepté no haber conocido jamás
una mujer como ella.
-¿Y qué tal lo
llevas?
-Tolerablemente.
Son gente maja. Bastante profesional. Y con buenos detalles. Por ejemplo, mi
apartamento. El primero que me ofrecieron era repugnante. Cuando me quejé
se asustaron, no se nos vaya a pirar la tía ésta y nos deje aquí tirados, y me
facilitaron uno de los suyos, de los que construyen para los enchufados de
sus directores y de sus consejeros. Como había sido piso piloto lo tenían
amueblado. Está en la ribera del Bernesga, cerca del parador. Luego te lo
enseño.
Un escalofrío,
del tipo violentísimo que baja del colodrillo a la rabadilla, ida y vuelta.
Que luego me lo enseñaba. Que luego estaría con ella en su casa. Ella y yo.
Solos. Jó, tú.
-Ayer me
invitaron a salir con ellos, de pinchos y de cañas. Jamás salgo con nadie del
trabajo, porque inexorablemente acabas en problemas, pero dado que iban todos,
el departamento al completo y algún otro más, me dejé llevar. Con la secreta
idea de conocer más gente, además. León se parece a Girona, no sé si lo
sabes. Las dos son recoletas y familiares, en apariencia sencillas
y abiertas, pero donde cuesta mucho entrar. Lo vuestro aún debe de ser
peor, pues con lo lejos que andáis de todas partes sin duda sois más reconcentrados.
A nosotros Barcelona nos pilla como a una hora, de modo que ya no es lo
mismo, ahora la gente se abre con facilidad y con naturalidad, pero aquí
me pitufo que no es así.
Asentí. No por
cortesía. De corazón. Me tranquilizaba constatar que aquella cosmopolita de
armas tomar era, en el fondo, una pobre provinciana. Como yo, me decía viéndola
levantar la mano y escribir en el aire. Un minuto después tendía una VISA
muy rara, de color negro, sin revisar la factura. El mejor de los estilos,
sí señor, lo aceptaba desde las telarañas de mi propia y humilde tarjeta de Caja
Bierzo, ésa que sólo usaba en mis mortecinos viajes de mochila, bocatas,
albergues e higiene personal criticablemente restringida.
-Venga, ven a
ver mi piso. Te gustará.
¿Cómo les podría
explicar lo que sucedió esa tarde sin caer en la procacidad sicalíptica, si
no en la pura y simple pornografía? Imagino que malamente, además de
que me sangra el corazón. Aún estoy en primero de olvidar a Meritxell, así
que disculpen mi nula fluidez, pero el alma se me resquebraja con sólo
evocar las imágenes. Deberán conformarse con saber que a las cinco y
media de la tarde ya estábamos en la cama. También puedo decir que sucedió del
modo más natural, pese a mis nervios atroces. Los de antes de, que luego se
me curaron. O hizo Meritxell que se curasen. Sí, eso debió de ser. Fue
sabia en todo, hasta en eso, en advertir que se me salía el corazón por la
boca.
Mi vida con ella
comenzó esa tarde onírica. Lo digo así porque a veces pienso que todo ha
sido un sueño. Con interrupciones. Las anunció al atardecer del día siguiente,
según chapoteábamos en la bañera-jacuzzi de su apartamento.
-Ramiro, hasta
el viernes no nos vamos a ver. He venido aquí a trabajar, y eso es lo que
hago cinco días por semana. Sin límite de horas. Es el precio de acabar en
seis meses. Entre semana no me puedo distraer. Habrá días en que no pueda ni
comer. Ahora, los fines de semana son para mí. Al completo. Para ti también,
si los quieres.
Esto le brotó de
una sonrisa embrujada, lo que debo señalar, ya que todo lo anterior vino en un
tono serio, grave, pese a estar muy abrazados bajo un chorro inclemente. Cómo
protestar, cómo quejarme. Meritxell nunca me dejó más opción que resignarme. No
hacía falta que me dijera 'esto es lo que hay'. Por lo que ya sabía de
Meritxell, y treinta y dos horas de la más cálida intimidad enseñan mucho, era
de natural tajante, lo que disimulaba con formas y modales exquisitos,
aunque no siempre, que si se ponía impaciente podía ser temible, y si algo
le impacientaba era dar explicaciones.
Nos despedimos
en su portal. Sólo eran las diez, pero ella tenía que currar. Una vida por
completo incomprensible para un pobre diablo como yo, si no por otra cosa
porque jamás he trabajado bajo presión. De nuevo evoqué a Marte y a los marcianos.
Era claro que Meritxell y yo vivíamos en planetas muy distintos. De ahí que
comenzase a preguntarme qué habría visto en mí. Sobre lo que había visto yo
no cabían preguntas. Era pura y simple fascinación.
Esa primera
semana se me hizo muy larga. Me costaba horrores no marcar su número en mi
móvil de prepago, pero todo pasa, los días también, y así llegó el viernes.
Con él, una chicharra que a las dos de la tarde, camino a la cocina de mi
madre, calmó por fin mi agonía.
-Ven a las
siete, con tus cosas para dos días. Nos vamos por ahí.
Que me llevaba
por ahí. Maravilloso, sí, ¿pero cómo? ¿Y a qué costes? A mediados de mes ya
suelo andar sin blanca, y más en septiembre, con la VISA recién vengada de
los dislates veraniegos. Mi economía mejora en octubre, al empezar las clases
particulares. Ya sé que no es honroso para un doctor con aspiraciones de
cátedra desasnar del latín a estudiantes de bachillerato, aunque también
es verdad que no soy el primero en hacerlo, ni seré tampoco el último. Lo
malo era que aún faltaba mes y pico para esos eurillos de refuerzo.
-¿Qué dices que
te pasa? ¿Que otra vez estás tieso?
Lo bueno de ser
el bobalicón hijo varón en una casa donde las hermanas astutas se comen al
padre a besos -para después sacarle hasta el hígado-, es que la madre jamás
deja de mimarte, aunque ya tengas la edad de Cristo. Lo malo es no poder rehuir
sus tiernos interrogatorios.
-Como todos los
septiembres. La VISA, ya sabes.
-Ya, ya. La VISA
y una chica, que me lo ha dicho un pajarito -sí, sí, pajarito; menuda pájara,
Gadea-. ¿Cómo es?
Lo preguntaba en
tono maternal. No sería prudente mostrar excesiva reserva, de modo que le abrí
mi corazón.
-Te ha
enganchado bien, ya veo. ¿Y adónde váis a ir?
-No lo sé. De
ahí el sablazo. No sé qué habrá pensado.
Un brusco cambio
de gesto. A duro. Muy castellano.
-Un hombre no
debe permitir que le lleven así -tono firme, muy serio; el de Isabel I de
Castilla, seguramente-. No tan del ronzal, hijo mío.
Debía de verme
tan desesperado que sin más refunfuñar me tendió tres billetes de cincuenta.
Bastarían para pagar mi parte de algún hotelucho modesto y hasta tres menús
turísticos, aunque no podía olvidar que salía con una señorita que ganaba
cuarenta mil euros al mes. Salir con ella. ¿Era eso lo que hacía? Me lo preguntaba
con la cabeza dándome vueltas según dejaba mi humilde piso, que me parecía
esa tarde más humilde que nunca, con mi mochi colgada del hombro.
Según pulsaba el
timbre de su puerta me preguntaba qué cara poner. Todo era tan onírico que
sentía la más profunda inseguridad en mí mismo. Una sensación angustiosa, de
mareo, pero se me pasó de golpe según Meritxell abría la puerta, vestida con
la más hechicera de sus sonrisas. Ah, y con su Vacheron Constantin.
Una hora después
me vi frente a lo que Meritxell llamaba su
cacharro. Yo ya sabía qué tenía uno. Me lo había dicho cuando, boqueante,
le pregunté adónde iríamos, y cómo. Por eso no me sorprendió que bajáramos
al garaje. No sé de coches, debo advertirlo. Me llevo mal con ellos. No es
sólo que no tengo para comprar uno. Es que me odian. De ahí que sea tan
precavido al cruzar las calles. Y no les digo nada de cuando voy en bici. Aún
así sé que hay coches y coches, y hasta podría citar las marcas de los más
aristocráticos. De lo que no estaba seguro era de saber reconocerlos,
salvo a dos o tres muy específicos. El de Meritxell era muy específico.
Bajo, rojo, brillante. Una puerta en cada lado. Y un caballo de acero erguido
sobre una matrícula del Principat d'Andorra.
-¿Es un Ferrari?
-Hecho y
derecho. No pongas esa cara, hombre. Por aquí no se ven muchos, ya lo sé, pero
en Andorra todo el mundo tiene uno. Es que allí van muy baratos. Venga,
sube.
Sentí la
insuperable tentación de renunciar. Con ciento sesenta euros en el bolsillo,
¿cómo se puede viajar con una señorita podrida de dinero que te lleva en un
Ferrari? No llegué a decir nada, pero cerca estuve. No lo hice porque
Meritxell se adelantó. Lo tendría previsto. En las novelas malas, cuando alguna
señora muy mollar es también de preocupar se le suele calificar de 'fría y
calculadora', ¿verdad? Pues Meritxell quizá sea fría -en un determinado
plano estaba en condiciones de afirmar que no, que de ninguna de las
maneras-, pero calculadora pueden apostar a que sí.
-Pongamos las
cosas claras, Ramiro: mi contrato cubre todos mis gastos, incluyendo los fines
de semana. Esto no lo pagas tú ni lo pago yo. Lo paga la Caja con la VISA negra
que me han dado. ¿Mejor así?
Debo aceptar que
sí. Sería mentira, pero una mentira bien cocinada. Todavía no sabía, por
cierto, que Meritxell cocina de maravilla.
Sentarse a la
derecha de la conductora en un Ferrari modelo F430 -el más humilde, de apenas
quinientos caballos, según me hizo saber-, es una experiencia sobrecogedora.
Mística. Digna de ser vivida. De ahí que no le quitase ojo. A Meritxell.
Retrepada muy atrás, los brazos extendidos casi tan largos como eran, relajada
y sonriente, pulsó un botón y la bestia cobró vida. Una bestia que bramaba de
un modo que también era novedad en la mía.
Relájate y
disfruta, tío. Cuando menos, algo quedará para contar a los nietos.
A los dos días
regresábamos desde Vetusta, historia que le había contado sin arrancarle un
bostezo, lo cual me hizo pensar que igual sí, que igual se había enamorado de
un servidor. En general, no hay nada más plasta que un profesor de literatura
largando sobre Clarín y su engendro de bandera, y más si de paso pretende
ajustar cuentas con una mujer capaz de ir de León a Oviedo en poco más de media
hora. No se trataba de que hubiera pasado miedo ‑Meritxell conduce de maravilla;
com tots els andorrans, explicaba-,
pero sí de poner de manifiesto que yo también era capaz de torturar, siquiera
un poquito.
-¿Te importa que
vayamos por Pajares? Los de la Caja me han dicho que tiene unos repechos y
unas curvas que te cagas. Me muero de ganas de hacérmelo.
Las curvas de
Pajares de veras merecen la unidad de valoración que Meritxell les aplicaba.
Las conocía, de no pocos viajes al Gijón de antes de la A-66. Las sabía
peligrosas. Difíciles. De matarse, vaya. Y eso a ritmo de autobús. Súbanse
ahora en un Ferrari que corona las rampas del 17% por encima de los doscientos
a la hora y que toma las curvas como las tomaría Fernando Alonso si fuese un
poco más macho de lo que sin duda es, y podrán hacerse cargo de mis emociones.
-¿No te
preocupan los radares, y los puntos?
-No. Esas
cabronadas son para los cochecillos indígenas, no para los Ferraris extranjeros.
Los únicos radares a temer son los móviles, porque si te cazan hay una pareja
de la Guardia Civil que te para, te identifica y te denuncia, y si se
pone tonta pues hasta te hace pagar, pero son pocos, y como su función
es recaudar, porque la seguridad les importa un pito, en el último sitio donde
los pondrían es en la subida de Pajares. ¿Mi carnet, dices? Tengo dos, el
español y el del Principat. Si hay algo bueno, en esto y en todo,
es poder elegir.
Me lo quedé
pensando, sin osar preguntar. No sólo por evitar cualquier cosa que le
impacientase -lo primero que aprendí de Meritxell fue a temerla-, sino
porque si ves que la aguja del velocímetro coquetea con los doscientos,
siendo la N-630 como es, lo poquito que se parece a un circuito de carreras,
lo normal es que te calles. En todo caso, que reces. También, que reflexiones.
Meritxell no sólo nació en la Seu d'Urgell, sino que había sido cien por
cien española los primeros veintiséis años de su vida. De ahí que me pareciera
significativo su no sentirse indígena, su no considerarse De Aquí. Lo
malo era no comprender qué podría significar.
Según pasaban
las semanas fui sabiendo que a Meritxell le gustaban más cosas que su trabajo,
charlar, ver mundo, conducir muy deprisa, comer bien, beber mejor y ganar burradas
de dinero. Adoraba cocinar -tras una compra minuciosa en el mercadillo
de la Plaza Mayor; ella sólo come cosas frescas-, y compartir la bañera,
y las veladas de una peli por la tele, los dos en ropajes mínimos o en no ropajes,
y cuando se terciaba dejarse llevar por los sentidos, y por su imaginación,
que solía ser la de los dos. El sexo. Lo disfrutaba en ese modo profundo,
hacia dentro, de la que ha sabido convertir el amor en arte. Una sorpresa
para mí, pues al fin y al cabo soy un tipo normal, como todos, y los hombres
normales tendemos a ser egoístas, a concentrarnos en nosotros mismos, a no
ser partidarios de relajarnos sin hacer nada, sólo amar horas y horas,
que no es sólo fornicar horas y horas. Meritxell dominaba el arte de
hacer que durase, ahora deprisa y ahora despacio, ahora encima y ahora
debajo, ahora tú así, ahora yo asá. Disfrutaba del amor de un modo que yo jamás
había vivido, y que me hacía preguntarme cómo habría podido vivir
toda mi vida sin vivirlo, aunque alguna vez me impacientaba, porque yo
no lo interiorizaba igual de hondo, nada de volcarlo todo, mente y
sentidos, cuerpo y alma. Yo, un tío corriente, vulgar, de provincias,
en ocasiones sólo quería pegar el definitivo arrempujón, correrme
como Dios mandaba y engancharme al Madrid-Barça, pero ella no me dejaba.
Una esclavitud muy dulce, mas esclavitud al fin y al cabo.
No todos
nuestros findes eran de León, tapeo, apartamento y amarnos hasta la deshidratación.
Meritxell conoce medio mundo, pero jamás había estado en Castilla la Vieja. Ni
su historia ni sus monumentos le interesaban demasiado, pero sí sus costumbres,
y sobre todo sus ritos, los ancestrales. Uno de los que más, si no el que más,
era el de vendimiar. A eso se debió que nuestro segundo fin de semana con
Ferrari, el primero de los de octubre, marcháramos al sur, rumbo a un corderazo
que daban en un lugar llamado El Nazareno, en Roa de Duero -sus colegas de
la Caja le habían explicado maravillas de cómo daban allí de comer; por si no
lo he dicho ya, Meritxell es mujer de muy buen diente, de las que no se andan
con pamplinas a la hora de masticar; es, sintetizando, lo más opuesto imaginable
a una vegetariana mística, si no a una vegana insoportable-, para tras eso
dedicar unas cuantas horas a las viñas, a las bodegas, a llenar la memoria de
su cámara de imágenes insólitas y la suya personal de vivencias muy profundas.
Fueron doscientos y pico kilómetros volando por carreteras comarcales
-Meritxell detesta las autopistas; ir por ellas, explicaba, no es viajar, y
menos aún conducir; sólo es desplazarse-, parando en cada pueblo de los muchos
que captaban su atención -no la mía; ésta era sólo para ella- y empapándose
de una tierra que hasta ese día yo no había sabido contemplar con los ojos de
niño que me regalaba Meritxell.
A lo largo de la
vida, sospecho, los más afortunados viven momentos que sobre la marcha
intuyen irrepetibles, por mágicos. Por maravillosos, por indescriptibles, por
estremecedores. No creo que la Providencia los regale a todo el mundo, de
modo que doy gracias a quien sea porque al menos haya vivido el de seguir a
Meritxell entre las hileras de unas vides viejas de siglo y pico, plantadas en
vaso, de cuyas ramas colgaban abigarrados racimos de uvas tintas, las que a
su debido tiempo darían lugar a un gran vino de la Ribera. Habíamos dejado
el Ferrari aparcado de cualquier modo junto a dos tractores estrechujos, los
que remolcan volquetes tampoco muy anchos, esos donde los vendimiadores
arrojan los racimos para luego, cuando ya no cabe mucho más, llevarlos a la
bodega y allí dar principio al milagro que al cabo de unos años los
convertiría en botellas carísimas, si no en impagable pecado mortal. Seguir a
Meritxell entre las vides -a prudente distancia; no es mujer para respirar en
su morrillo-, admirado de la gracia de sus movimientos, ora rodilla en tierra
para fotografiar un racimo desde ángulos imposibles, ora en pie aunque
doblada sobre su cintura para estudiar los montoncitos de uvas olvidados en
el suelo -'son del aclareo de racimos, señorita; los arrancamos de las vides un
mes antes de vendimiar porque no son tan buenos como los otros, para que no
se coman el azúcar y los nutrientes que produce la planta', se lo explicaba un
vendimiador sudoroso, encantado de que una guapísima mujer recién bajada de
un Ferrari color fuego mostrase tanta curiosidad por la forma en que se ganaba
él su muy humilde vida-, y ora saltando entre las hileras de vides, sin duda
que tratando de fijarlas en su mente, y todo ello al tiempo de verla bañada en
una luz de atardecer y sol entrevelado, un sol que se divertía iluminando de
cuando en cuando sus cabellos, haciéndolos brillar en tonalidades que yo
ignoraba se pudieran describir… fue la experiencia más conmovedora, más
arrebatadora que yo había vivido en los treinta y tres años de mi vida, y que
pesimista, como buen filósofo, sospechaba que jamás viviría otra vez.
A la noche,
hospedados en el hotel de una gran bodega cercana, uno cuya especialidad eran
las bodas -no había ninguna ese día, de modo que a Meritxell y a su VISA no
les costó conseguir la mejor de sus suites nupciales-, nos amamos de un modo
que, al menos por mi parte, ni siquiera sospechaba que pudiera ser posible.
Amor, es la palabra. O lo fue. Por mucho que los sentidos se nos llevaran a
los dos, yo no dejaba de saber, de vivir, que aquello, al menos en lo que a mí
me tocaba, era el Amor llevado hasta sus últimos extremos, hasta sus últimas
consecuencias; a un punto tal que incluso pensé que por parte de Meritxell lo
era también.
Meritxell
tampoco sabía nada de nuestro cuadrante noroeste. De ahí venía que a la mínima
oportunidad de buen tiempo marcháramos al mar. El puente de la Constitución y
la Purísima, que fue casi veraniego, quiso ir a Galicia. Eligió como base
de operaciones la suite de Franco en el Parador de Los Reyes Católicos,
lo que acabó de hacerme ver que lo mío era un máster en chulería. Ya, lo
confieso, ni me avergonzaba. Lo aceptaba con fatalismo, si no con indiferencia.
El único de los
sitios que fuimos a ver en ese puente por iniciativa mía fue Muxía. No por su
belleza, sino porque allí pasé días maravillosos de duro trabajo con mis
entonces compañeras -las chicas, en Hispánicas, son apabullante mayoría-,
echando una mano a esa pobre gente que gracias al Prestige, y a la incompetencia de cierta clase de políticos,
se había quedado sin su medio de vida. Fue un tiempo muy hermoso, pese
a lo desagradable de tratar con hidrocarburos chapapóticos. La hermosura
la ponían los lugareños, con su emoción de comprobar que no estaban
solos, y alguna más surgía de nuestra propia satisfacción personal, sobre todo
en el momento de irnos al catre, doblados de verdad pero arrullados por
el cálido sentimiento de haber mostrado al mundo entero el significado
de la palabra Solidaridad.
Meritxell
escuchaba en silencio, entretenida en devorar un lubrigante colosal que nos
habían remolcado hasta la mesa. Estaba muy guapa. Le habían sentado bien los
días de sol y mar que llevábamos allí, tan sorprendentemente cálidos que
hasta nos dieron para retozar unas horas por la Lanzada, vestidos de
Adán y Eva. Una vivencia en la que yo debutaba, y para mi sorpresa sin
rubor. Me sentía, y qué duro resulta decirlo, protegido. A salvo. Con Meritxell
a mi lado nada malo me podría suceder. Curioso sentimiento, ¿verdad?
Por demás impropio de un recio varón. Sería más natural en una damisela
encandilada.
-¿Y no os
pagaron?
-No, claro.
Éramos voluntarios. Fuimos allí por solidaridad con aquellos desdichados. ¿Te
suena eso?
Lo dije un punto
irritado. Había esperado que la historia le conmoviera, y aún sin que se
le saltaran las lágrimas mostrase algún gesto de reconocimiento. Pues no.
Su tono me hacía pensar que sólo había hecho el primo. El idiota.
-Sí. Es obtener
gratis de los ingenuos aquello por lo que no se quiere pagar a los
profesionales. Si vuestro gobierno hubiera tenido una mínima decencia se habría
sacado de la Sección 31 un crédito extraordinario con el que pagar unos meses
a unos cuantos miles de sinpapeles para que limpiaran al Karcher toda esa
porquería, en vez de abusar de los pobres soldaditos, que no se alistaron
para eso, y de los miles de bienintencionados que vinísteis aquí engañados
malamente.
Me costó
responder. La quería con locura, como jamás quise a nadie y como jamás
querré a nadie, pero eso me parecía demasiado.
-Así que tú
piensas que nada debe hacerse gratis. Que hay que cobrar por todo. Que sentirse
solidario es propio de imbéciles, vaya.
-No pretendo
generalizar. Mi tendencia natural es a cobrar incluso por dar los buenos días,
pero no siempre puede ser así. Es como si ves incendiarse la casa del vecino.
Lo natural es echar una mano, aunque sólo por si el fuego se corre después a
la tuya. Que la solidaridad sea cosa de imbéciles... pues mira, no
sabría qué decirte. Alguna vez puede que no, pero la mayoría de las veces no
es más que otra de las herramientas que usa El Poder para manipular a los infelices.
A mayor la solidaridad de los administrados más pasta queda para comprar
modelazos a las infantitas, ¿verdad? ‑me fue imposible no reír, pese al cinismo
con que Meritxell abusaba de mis candorosas convicciones republicanas-. No
estoy contra la bondad. Me parece bien que las personas sean buenas y
decentes. De no ser así os subirían el IVA. ¿Que no lo entiendes? Pues no puede
ser más fácil: allá donde la inocencia, la bondad y la generosidad son mayores,
más bajos son los precios y menos cuesta llevarse al huerto a las muchedumbres.
De ahí que las zapatillas que llevas puestas te hayan salido por cinco
euros ‑cierto; había pagado eso en el mercadillo de Cambados-. Es porque
las han cosido unos cuantos niños bengalíes en algún tambucho de
Bangla Desh. Todos buenísimos, todos inocentes y todos muertos de hambre,
igual que sus papás. De ahí que me sitúe a favor de la bondad. La de los demás.
¿La mía, dices? Sólo en tanto me interese. De ningún modo pienso permitir
que se aprovechen de mi trabajo, ni de mis ahorros, por lo que opinen otros
de qué cosa es la solidaridad. Si alguien quiere algo de mí, que lo pague al
precio que yo fije. Oferta y demanda, ya lo ves.
-¿Yo también soy
oferta y demanda?
Se lo quedó
pensando. Casi un minuto.
-Tú eres alguien
a quien quiero, y cuando se quiere no hay precios. Hay goce, placer, alegría,
bienestar... hay sentirse muy bien. Hay ser feliz, si lo quieres así.
-Nunca me has
dicho que me quieres.
-Son cosas que
no hace falta decir. Entre otras cosas, porque cuando hace falta es que ya no
son verdad. Piénsalo, si no: ¿alguna vez me lo has dicho tú?
Reflexioné. Pues
no, aunque por otra razón, no sabía bien cuál. Quizá porque me diera vergüenza,
o por no querer sentirme tan entregado, y hasta pudiera ser que por no espantarla
si, como sospechaba, Meritxell quisiera mantener los límites de nuestra
relación en un puro asunto de coyunda desmadrada y fines de semana con
Ferrari, de modo que sintiera un súbito repelús al verse junto a un pavo enamorado
sin remedio y me pusiera en la calle de una patada en el culo.
-No, cierto.
-¿Lo ves? No nos
hace falta. Por eso estamos bien.
-¿Y cuánto
tiempo estaremos bien? ¿Qué pasará cuando a la Caja le funcione su Gran
Hermano? ¿Te irás?
Sorbía una de
las bocas del lubrigante, pensativa. Lo justo, quizá, para responder sin
emoción.
-Sí.
Probablemente a Bergen, aunque todavía no lo he decidido. Un proyecto muy
bonito, en la universidad. Crear un big
data multimedia para ser usado desde todas las facultades y todos los
campus, el de Bergen y el de las demás universidades noruegas. Una
preciosidad, aunque tiene un problema: pagan poco; al menos, para mí es poco.
La jefe de proyecto, la que me ha llamado, me conoce desde los tiempos de
Veritas. Acepta que la paga no es excesiva, pero en compensación ofrece prestigio,
el de sacar adelante algo que no ha hecho nadie, nunca, en ningún
sitio. Me lo estoy pensando, ya te digo, aunque sigo sin verlo claro.
Mejor que no hacer nada sí es, pero no quiero comprometerme un año. He
pedido derecho a ser libre cada tres meses, pero ella no traga. O no traga
su rector. No quieren quedarse tirados, como es natural. Ya ves, la dura
vida del freelance no es nada
sencilla.
Tono tranquilo,
pausado. Cien por cien profesional. Como dando a entender que no tomaba mi
pregunta por donde yo quería, sino por donde a ella le convenía.
-¿Y qué haré
cuando te vayas? Porque te irás en cualquier caso, ¿verdad? -asintió, seria;
los ojos muy abiertos y la boca bien cerrada-. ¿Hay alguna esperanza de que te
quedes?
-¿Y qué haría yo
en León, me lo quieres explicar? ¿Aceptar un empleo en la Caja? Me lo han
ofrecido, por cierto. Categoría de subdirector, noventa mil euros al año, un
Mondeo y hasta quinientos mil de crédito hipotecario al cero por ciento, siempre
y cuando me compre un piso de los suyos. Dime, ¿tú lo aceptarías?
Preferí callar
que a ojos cerrados y dando saltos mortales mientras batía palmas con las
orejas. Meritxell no estaba muy al tanto de lo poco que gana un profesor
universitario.
-En la vida no
todo es dinero, Meritxell.
-Cierto. Hace poco
me ofrecieron el mejor contrato de mi vida: dos años en Jeddah, con una
consultora holandesa que ha ganado un concurso de Saudi Airlines. Millón y
medio de dólares. Estatus de princesa. Casa con piscina, tres mujeras de servicio, Bentley a la puerta,
chófer, guardaespaldas y derecho a una semana de vacaciones allá donde
volase Saudi por cada seis de trabajo. Una sola condición: asumir que
las mujeres, allí, somos menos que los perros. No sólo no podría conducir
ni echar un trago de vez en cuando, sino que debería ponerme lo que se
ponen las saudíes, el hiyab y las abayas de los huevos. Pues leches. No
tragué, ni siquiera cuando pusieron medio millón más encima de la
mesa. Para mí no todo es dinero, ya lo ves, pero en mi vida es un componente
de importancia capital. Es la llave de mi libertad. De hacer lo que me
dé la gana. No voy a cambiar mi manera de vivir por una plácida existencia
provinciana, con todo lo maravillosa que pueda ser León. Me gusta,
sí, pero porque sólo son seis meses. Si fuera de por vida me largaría en
el acto.
Me lo quedé
pensando. No eran buenas condiciones ambientales para preguntarle qué tal
vería casarse conmigo, tener muchos críos y ser la encantadora señora de un
probable catedrático, así que con esfuerzo renuncié a saber qué pasa cuando
por primera vez en tu vida propones santo matrimonio y al momento se te mean en
la chistera.
-También podría
irme yo contigo.
-¿Y qué harías
en Bergen? ¿De qué vivirías? Ni hablas inglés ni hablas noruego. Tus
posibilidades de conseguir una plaza de lector de castellano en la universidad
son nulas, porque no las hay. ¿A qué te dedicarías? ¿A pasarte las horas y
los días esperando a que yo volviera del trabajo?
El tono apenas
se le había endurecido, pero en lo que yo ya sabía de su personalidad la
sabía capaz de dar por cerrada nuestra historia en ese mismo instante, así que
no insistí. Me limité a mirar al mar, al tiempo de componer una expresión
triste y desolada que me queda muy bien. Con la mayoría de las mujeres,
sobre todo si me quieren un poquito, suele funcionar, aunque con Meritxell
no me hacía ilusiones. Sólo me hice alguna cuando, a la semana de comenzar,
me dio una llave de su piso, por si algún viernes ella volvía tarde y yo
prefería esperar allí, a lo cuál correspondí dándole la de mi casa, donde a
veces nos quedábamos por darnos pereza volver a la suya desde Consistorio,
nuestro pub favorito. Curiosamente, a ella no le repugnaban mis humildes
aposentos. Hasta le divertían. Quizá por los techos tan altos, o por la
bañera decimonónica, o por ser un primer piso y estar a la vista de todo el
mundo, sobre todo si abríamos las ventanas... qué se yo. Lo que no le
gustaba era mi PC. Pero cómo puedes seguir con esto, se asombraba frente a
las borrosas teclas de mi vetusto AT, herencia de Gadea. Salvo eso todo
parecía encantarle, y quizá lo que más la colección de sartenes y cacerolas
de hierro forjado que mi abuela me había dejado con la casa. Con ésto sí
que se debe de guisar bien, había dicho alguna vez, aunque sin pasar de ahí.
Aún no lo sabía, pero ahora ya sé que me moriré sin probar una escudella del
Alt Empordà guisada en una cacerola castellana vieja de cien años.
Fue nuestro
primer nubarrón. Temía que tardara en desvanecerse, aunque gracias a los
dioses me confundí. Acabamos en silencio el lubrigante monstruoso, pero a
media tarta de Santiago -sigo sin saber dónde lo echaba; de todos sus
misterios era el más impenetrable- volvió a salir el sol. El de su sonrisa, la
de comentar que la luz de aquella tarde parecía llamar a gritos a su cámara
tremenda. Me quería inmortalizar. 'Por si no te lo han dicho nunca, eres
un hombre guapísimo. De verdad que nos vuelves locas. A la Pentax y a mí'.
Los domingos, al
volver de las escapadas, ella dejaba el coche cerca de mi casa, para que no
tuviera yo que andar cargado con mis cosas. No le preocupaba que pudiesen
hacerle algo. La envidia es muy mala, y la tentación de rayar un Ferrari
puede ser muy fuerte para según qué infraseres -soy devoto de Nietzsche-, pero
a ella le daba igual. No pensaba volverse una esclava de su coche, por mucha
mala leche que anduviera suelta por las calles. Por la de San Lorenzo caminábamos
los dos, muy abrazados. La llevaba del hombro, ella me aferraba la cintura
y así componíamos un cuadro muy parecido al de cualquier pareja de novios
en lo mejor y más bonito de su relación. A menudo nos cruzábamos con mi
gente. Parientes, compañeros, amigos, alumnos, vecinos y simples conocidos.
A ella no le daba corte ser identificada como la chica de Ramiro.
Sabía lo que de veras era y le tenía sin cuidado cómo la vieran los
demás. De ahí que saludara con naturalidad a la gente de la Caja, que
también nos la cruzábamos en ese pueblo pequeño que ojalá León nunca deje
de ser.
-La Navidad ya
está encima, y con ella sus horrores. ¿Qué piensas hacer? ¿Ir a Girona, con tu
madre?
-No. Y menos con
mi padre. No por ellos, ni por sus parejas. Por mis hermanos. Soy mayor
que todos ellos, no tengo nada que contarles y no quiero que me aburran explicándome
chorradas. Son tan cortitos que me saturan a los diez minutos. De ahí que
nunca pise sus casas. Cuando quiero ver a mi padre, o a mi madre, les mando
un billete de avión. Es frío, ya lo sé, pero es que yo también soy fría.
No quería darle
la razón, pese a ser claro que la tenía. Prefería engañarme y pensar que sólo
le gustaba verse así.
-¿Dónde dejas
tus cosas, entonces? En tu piso, y salvo tu ropa, no hay nada de nada.
-Todo lo guardo
en Soldeu. Tengo allí una casa. De piedra, grande, soleada, con una parcela
inmensa y unas vistas preciosas. Mi padre me da la vara con que la ponga en
alquiler, pero aún perdiendo dinero prefiero reservarla para mí. No
sé si a ti te pasa, pero yo, cuando me da la neura, necesito esconderme.
Desaparecer. En mi cueva. Una que nadie sepa dónde cáe. Salvo tú, si
quieres venir algún día.
Lo decía,
mimosa, con el hociquillo pegado a mi mejilla. No era lo habitual. Salvo en
condiciones de zafarrancho amoroso Meritxell era muy poco cariñosa.
-También
podríamos cenar juntos. En Nochebuena.
-No dejes a los
tuyos por mí. No me lo perdonaría.
-¿Te vendrías?
Somos siete adultos, cuatro niños y un bombo enorme, pero hay sitio para uno
más. Y son gente maja. Muy acogedores, como buenos leoneses. Y nada
cotillas.
Se lo quedó
pensando, según caminábamos envueltos en el frío del hostil diciembre leonés.
-Prefiero que
no. Siendo tu familia sin duda serán encantadores, pero al ser una cara
nueva será inevitable que hagan preguntas, y si algo me molesta es hablar de
mi vida. No quiero arriesgarme a pasar un mal rato, ni a que lo pases tú.
Sabía de qué
hablaba. Días antes, en un bar, una catedrática no muy joven, presa de
curiosidad por demás provinciana, se había pasado de preguntar, para darse
con un latigazo cortante, seco, de los que no dejan más opción que un nervioso
'bueno, ya nos veremos otro día, que me tengo que ir'. Meritxell era muy
educada, pero su talante natural no favorecía la comprensión franciscana de
las debilidades humanas. En realidad, se parecía bastante al de los
tigres de Bengala.
En la cena de
Nochebuena todos percibían cuánto me costaba mostrarme alegre. Veía claro
que lo nuestro tenía fecha de caducidad, que a la vuelta de dos meses
Meritxell habría pasado a ser un recuerdo tan esplendoroso como triste, por
la pena de haberla perdido y por comprender que, salvo un milagro, para siempre.
De ahí que mi corazón buscara ese milagro: contra mis racionales y tacañas
costumbres, me había gastado un dineral en lotería. Suponía, en mi enamorada
ingenuidad, que si ascendiese a millonario por la vía del azar todo sería
más fácil, incluso al nivel de retirarla de su loca vida mercenaria,
pero la Lotería sabe muy bien dónde ha de tocar. Tan es así que no cayó en
León ni la pedrea.
-¿Por qué no has
traído a tu chica, Mirín?
-Temía un tercer
grado. Es muy reservada.
-Qué tontería.
Nadie le habría preguntado nada.
Lo decía mi
madre, que no habría preguntado nada. Lo harían por ella, bien
aleccionadas, Camino, Gadea o los bragazas de mis cuñados, que aunque los
quiero, que son majos, buenos tíos, vienen a ser como títeres en las garras
de las dos brujas. Bueno, y quién habló. Más títere que yo...
Llegué a su casa
poco antes de la una. Las calles rebosaban. Culpa de la misa del gallo, y de
que acabada la cena en casa de los padres se sale a tomar una copa en la de los
suegros, y después, si no hay críos, es momento de juntarse unos cuantos en la
casa de alguno, sacar la baraja, la botella y jugar a las cartas hasta la hora
de los churros, y algunos incluso cierran un bar y celebran un anticipo de
nochevieja. Por unas cosas o por otras todo estaba iluminado, la catedral
a la cabeza, y aunque caía una rasca inhumana y sólo caminar sobre las baldosas
escarchadas era un peligro de quedarse sin cuernos, costaba resistirse
al hechizo de las calles. Yo marchaba dando muchos nudos. Quería sentir a
Meritxell entre mis brazos, de un modo irracional, de locura, y lo demás
me traía sin cuidado. Al Ángel Exterminador que se hubiera plantado en la
Calle Ancha, blandiendo su espada flamígera, me lo habría llevado por
delante de una patada en lo que no tiene.
No se levantó.
Estaba en la cama, la luz encendida, el televisor apagado y, contra lo
habitual, no desnuda. Sus bragonas de reglamen, nada más. Lo preferí.
Aquella noche yo no buscaba sexo. Me conformaba con amarla, sin más.
-¿Qué te pasa?
Tenía mala cara.
Por las mejillas le descendían unas roderas indisimulables. Meritxell, para mi
gran sorpresa, era capaz de llorar.
-Nada. Que me
duele mucho. Abrázame. Muy fuerte. Por favor.
Un hilillo de
voz. Tenue, dulce. De niña pequeña. Otra novedad para mí.
Me tendí junto a
ella. Se había dado la vuelta, presentando la espalda. Seguí sus órdenes. Un
brazo bajo la almohada, ofreciendo un pulgar al que se agarró de inmediato.
La mano del otro cogiéndole un pecho como se le coge un pecho a la mujer de
uno. A la esposa de uno. Un tierno beso en un cogote que tuvo la gran
delicadeza de ahuecarse.
-¿Tú me quieres,
Ramiro?
-Más que a mi
vida.
Me dormí
pensando que quizá eso era el milagro. El de Nochebuena. Pues no. Sería
una broma hormonal, porque a la mañana siguiente Meritxell era, otra vez, la
de siempre. Lo demostró trayéndome a la cama el desayuno, y con él una caja
tamaño roscón.
-Tu regalo. El
de Sankt Nicklaus.
Abrí la caja,
con torpeza de niño pequeño. Un portátil Toshiba con pinta de carísimo. Me la
quedé mirando, atónito.
-No me mires
así, que no es para tanto. Una oferta de Media Markt. Como lo acaban de abrir
tienen precios fenomenales. Y tú, además, no puedes seguir con la reliquia
esa de tu hermana. Es técnicamente imposible componer buena poesía con un
80388, no sé si lo sabes. Para que salgan poemas decentes hace falta un i7,
por lo menos.
Capitulé. Cómo
no hacerlo ante aquella sonrisa desarmante, un albornoz que se abría de un
modo indecente y la constatación inmediata de que las bragonas disuasorias
yacían en el averno de la ropa sucia. Mantequilla derretida, en sus manos. Lo
que siempre fui con ella.
Si Nochebuena y
Navidad fueron dos días átonos, repartidos entre la tristeza personal y la
melancolía natural de una León que bajo la nieve y la ventisca resulta por
demás aconsejable a los que gocen de tendencias suicidas, Nochevieja fue otra
cosa. Una más de las sorpresas de Meritxell. El viernes 28, el día que de veras
merecería ser mi santo, me suena el móvil a la una, como siempre.
-A las cinco me
paso por tu casa. Estarás preparado, con tus cosas para cinco noches. Traje
oscuro, corbatas, camisas blancas y zapatos decentes. Si tienes un smoking,
aún mejor. Ni protestes ni te resistas, que te dará igual.
-¿Adónde me
llevas, esta vez?
-Biarritz. Hôtel
du Palais. Cotillón estilo Belle Époque. Todo es Belle Époque en ese hotel.
Todo es Belle Époque en Biarritz. La propia Biarritz es la Belle Époque, que
por Nochevieja resucita. Te fascinará.
Imposible
resistir. Qué más me daba. Yo había pasado a formar parte de una
ilusión. De un holograma sentimental. Meritxell era consciente, desde aquel
primer día en la catedral, de que nuestro amor duraría seis meses. Si quería
redondear ese tiempo con una nochevieja en gran estilo, pues adelante. No
sería por mí que no se llevara un buen recuerdo. El de la más enamorada de
las compañías en una suite de dos mil euros la noche. Para ella, calderilla.
Un decorado de lujo para los últimos y más resplandecientes fulgores
de un amor que desde ahí comenzaría, suavemente, a desvanecerse.
Si les gusta el
cine quizá convengan conmigo en que hay un tema sutil que de un modo recurrente
se repite y se repite, siempre con éxito aunque de un modo espaciado, para
no saturar el mercado del lacrimal. Es el del individuo misterioso que
llega sin ser esperado a un lugar hostil donde habitan almas buenas. Allí hace
lo que tenga que hacer, por lo general una carnicería, y tras destrozar el alma
de la chica se larga con carita de pena. Recuerdo ahora mismo Raíces profundas, donde Alan Ladd
volvía del revés a una Jean Arthur tirando a hombruna y muy pasada de fecha;
Único testigo, en la que Harrison
Ford se marchaba del paraíso amish dejando tras él una Kelly McGillis incendiada
de los bajos; Starman, donde Jeff
Bridges hacía de alien reencarnado en un difunto marido de Karen Allen,
a la cual abandonaba tras resucitarla y preñarla, no recuerdo en qué orden,
y El jinete pálido, una del oeste donde
Clint Eastwood era un predicador que tras cargarse ochenta pistoleros
se las pira dejando a la espalda no uno, sino dos corazones malheridos.
¿Las han visto? Si es así no discreparán si llamo su atención sobre un hecho:
el extraño que llega, enamora y se hace humo es eso: un extraño. Las que
se quedan son débiles mujeres enamoradas. Sólo recuerdo una excepción: Una extraña entre nosotros, donde
Melanie Griffith es una turbulenta policía del NYPD que se camufla de
judía para investigar la comunidad de joyeros de la calle 47; lo malo para
ella es que acaba perdiendo las bragas por un guapísimo rabino que,
tras pensárselo, prefiere quedarse con una de su barrio, de modo que la
pobre Melanie es la que se marcha con el alma en carne viva. Como ven, la
ley es implacable: las pecadoras purgan su desatino quedándose
tiradas. Pues en la vida real, leches. El que ya tenía el corazón para el desguace,
con alta probabilidad de ir a peor, era yo. La extraterrestre
seguiría dando sus órbitas indiferente a que aquí dejaba la última
de sus víctimas. Digo última porque
me jugaría la cátedra que aún no tengo a que hay más. Meritxell es una
estrella errante, un buque fantasma que hoy toca en un puerto y mañana
en otro. Donde llega nunca conoce a nadie, salvo a los del trabajo, y
con éstos no quiere líos. Busca tipos como yo, pacíficos, inofensivos,
agradables, cultos, sumisos, de buena conversación, guapetes,
pacientes y que no follen mal del todo, y no se tomen esto como
automarketing desvergonzado, porque sólo fueron las tristes razones de
ser elegido zángano preferencial para seis meses improrrogables. Supongo
que a eso se debe me haya tratado con tan exquisito cuidado en los
detalles. Una manera como cualquier otra de agradecer los servicios
prestados, digo yo.
El segundo
domingo de un febrero tristón y lluvioso, en su cama, mirando al techo y hasta
entonces sin hablar me dejé llevar por una curiosidad imprudente. Menciono que
nos hallábamos en silencio porque apenas un mes antes sólo parábamos de
hablar para dormir y para lo otro. Es algo que había olvidado señalar, y es
importante, porque define cómo actúa Meritxell. En absoluto es mala conversadora,
pero lo suyo no es hablar. Es escuchar. Podía yo largar horas y horas de literatura,
de filosofía o de lo que fuera, que no interrumpía salvo lo justo para que yo
dejase claro algo que no hubiera explicado bien, alguna vez a propósito, a
fin de comprobar que me seguía, que no estaba en las Batuecas. Meritxell absorbe
todo lo que se le dice si de veras le interesa, y las humanidades, al
menos las mías, parecían hacerlo. Se notaba cuando al hilo de cualquier
cosa me salía con algo que semanas antes había yo comentado como al
desgaire, sin darle importancia. Era inquietante, porque ponía de
manifiesto que su personalidad era como una cebolla. Cada capa representaba
un área de conocimiento, lo mismo daba que fuera literatura, filosofía,
historia, música, pintura, cine, teatro y hasta fútbol; las dos primeras
eran mías, de forma que las demás serían de otros. Así pasaba, que con el paso
de los días veía con creciente claridad que la única huella que dejaría en Meritxell
sería una nueva espiral en su corteza, como si ella fuera una sequoia del
intelecto y yo el pobre bobo que había tenido el privilegio de regarla
una temporada, como algunos lo hicieron antes y otros lo harían después.
-¿Alguna vez te
has planteado tener hijos?
-No -temía que
de ahí no pasara; su creciente afición a los monosílabos era otro síntoma de
que la llama iba llegando al final de la candela-.Ya me han contado que las mujeres
padecemos un reloj biológico que despierta un buen día y por su culpa nos
entran unas ganas locas de que nos preñen, pero no es mi caso. Carezco de
instinto maternal. No tengo el menor deseo de saber cómo se gesta, ni se
alumbra, ni se cría, y en cuanto a los niños no es que me aburran, ni que no
los entienda. Sucede, simplemente, que no los aguanto. Los detesto.
-Suerte que no
es un sentimiento común. Nos extinguiríamos.
-No es cosa
biológica, Ramiro. Es que a mayor la cultura, y la independencia, menos
toleras volverte una esclava. Con el tiempo sólo habrá dos clases de mujeres:
las que aceptan la vida sometida de las madres de familia y las que no. Más
o menos, lo que ocurre con las yeguas pura sangre. Unas corren toda su vida y
otras son retiradas a los cuatro años para que se vuelvan simples y resignadas
hembras de cría.
-Según eso se
perdería la herencia genética de los mejores ejemplares, ¿no?
-Al cincuenta
por ciento. Los caballeros siempre haréis falta para lo poco que hacéis
falta. En cuanto a la otra mitad... pues sí, es verdad, aunque si la pérdida
llegase a ser agobiante siempre se podría donar algún ovulillo que otro. En
cualquier caso, y con una población de seis mil millones y subiendo, que
unas cuantas abdiquemos de procrear no será un problema para la especie, ¿no
te parece?
Una más de sus
salidas cínicas, aunque aquella vez no me hizo reír. Quizá por ser uno de los
pocos cartuchos que me quedaban.
-¿Qué te pasa?
¿Te has quedado mal?
No, no me había
quedado mal. No en el plano fisiológico. El amor con Meritxell siempre fue satisfactorio.
Mejor: siempre fue fantástico. De donde andaba regular era del corazón.
Terminado el último arrebato vespertino quedaba poco más que ducharse,
vestirse y pirarse. Hasta el viernes, y ya sería el antepenúltimo del breve
tiempo que los dioses nos habían concedido. Rectifico: mis dioses. Meritxell
no tenía dioses. Ella era la diosa de su paraíso. Un paraíso donde tomaba
lo que le apetecía, y punto. Sería para envidiarla, si bien para eso era
necesario ser como ella. Yo jamás lo sería. En Biarritz me contó que los
tipos de Informix le midieron el IQ antes de contratarla. 160. Quizá más,
porque ahí se acababa el test. Yo no tenía la menor idea de cuál sería el
mío, aunque me podría enterar. El colega de Psicología cuenta con diversas baterías
para determinarlo, unas más adaptadas que otras a los diversos tipos de humanos.
Me pasó la que se ajustaba mejor a los hombres de letras, conscientes los
dos de que las matemáticas me detestan, aún más que los coches. 119. Fue lo
que acabó de minarme la moral.
-¿Sabes ya
cuándo te vas?
-No. Mi contrato
acaba el viernes 29 o el día que se celebren las pruebas de aceptación, lo que
llegue antes. A mí ya me anda todo, pero los de la Caja son unos vagos, aparte
de que se les hacen los dedos huéspedes de pensar que se quedan solos. Igual
me tienen hasta el diez, o el quince. A saber.
-¿Afectará eso a
lo de Bergen?
-Ya no hay
Bergen. Estaba por claudicar, pero me llegó un mail de Lufthansa-Frankfurt.
Quieren un sistema como el de Qantas, aunque a su escala, en sus volúmenes, y
son diez o doce veces mayores. Lo quieren, además, en todos los idiomas de la
UE, y en ruso también. Será como año y medio de curre tirando por bajo, quizá
dos. Y un superpastón. Veinte veces más de lo que paga la pobre universidad.
Cuando se lo dije a la noruega pilló un rebote colosal. Se queda con el culo
al aire, me temo. Pobrecilla. Su rector la despellejará.
-Érais muy
amigas, ¿no?
-Más que amigas,
pero a la hora de la pasta eso no cuenta. Es algo que en Andorra no se
aprende. Se mama.
Yo reflexionaba,
sin atender a la interesante derivada que se acababa de insinuar. Tenía una
idea.
-Frankfurt está
más cerca que Bergen. Y los alemanes no desdeñan el español. Tan es así que
los del Instituto Cervantes acaban de abrir allí una sede. Lo sé porque hace
unos meses nos pasaron una circular, por si alguien se quería incorporar.
Igual estoy a tiempo de conseguir una plaza. Con un curriculum de dos carreras
y un doctorado, y ocho años de docente, les costaría decirme que no.
Según hablaba,
me convencía. Y me ilusionaba. Volví a la realidad cuando Meritxell se levantó.
No me miraba. Parecía entretenida en hurgar en un cajón de la cómoda.
Vista desde mi almohada, en su espléndida desnudez, inclinada de un modo que
ponía de relieve la grupa más sobrenatural que imaginarse pueda, sentí encendérseme
la llama del deseo, el de la urgencia nefanda. No caí en que no era casualidad.
Ella bien sabía cómo encenderme. Cómo distraerme.
-Anda, si el
caballero se me ha puesto en primer tiempo de saludo… pues a ver si me coges.
Salió corriendo,
entre risas y hacia la ducha. Yo, tras ella, como el borrego tontorrón que jamás
he dejado de ser. Hora y pico después me dejaba, con un largo beso, a cien
metros de mi casa, lo más cerca que podía llegar con el Ferrari. No solía
traerme, pero hacía frío y lloviznaba. 'No quiero que te me acatarres', fue
lo último que dijo, y con una rara dulzura. Sólo una vez arriba caí en que mi
disquisición sobre la recién inaugurada sede del Cervantes había
quedado en coitus interruptus. Casi mejor, pensé demostrando que mi
triste 119 igual es una exageración. Así me daría tiempo a enterarme bien, y
el viernes lo hablaríamos.
Llegó el
viernes. Con él, la confirmación del Cervantes: quedaba una plaza. Daba saltos
de alegría. Mis alumnas lo notaban, porque no era, el mío, el mejor talante
para disertar sobre coplas funerarias del siglo XVI. Qué bien se te ve hoy,
tío -una familiaridad que mis eximios colegas critican con dureza; ellos son
Don Rogelio, Don Nuño y Don Sisinio, y otros patronímicos aún peores, pero a
mí nunca me gustó sustentar el respeto del alumnado en las formas y los
tratamientos-, ya nos contarás qué tomas, que parece que la primavera te
ha llegado, como al Corte Inglés. En eso andábamos, muertos de risa,
cuando me rechina el móvil. Un SMS. A las 7 en tu casa. Una concisión
extrema, pero no era la primera vez. Alguna reunión con los patanes de
la Caja, lo más seguro, de las que no dejan escribir con detalle. Así me
fui a comer con mi madre, tan contento. Lucía el sol, ese de invierno
leonés que no calienta, pero que al menos alegra. Me hacía canturrear,
se lo juro. Por Dios, lo imbécil que puede ser uno.
Me quedé un buen
rato con mi madre. No por abrirle mi corazón. Por el asunto financiero. Había
pensado alquilar mi casa. En León siempre hay estudiantes a la búsqueda de
piso, de modo que no veía difícil conseguir una cierta renta, pero mientras
no se hiciera firme necesitaría financiación. Y era probable que no pudiera
ir a Frankfurt con Meritxell, en el Ferrari. Un avión desde Madrid, sólo
ida... pues ciento y pico euros, qué barbaridad. Necesitaría una transfusión
de cash, que se dice ahora. Mi madre
no se mostraba en contra. Sólo me prevenía de iniciar operaciones sin conocer
antes la opinión de la otra parte, no me fuese a quedar en la situación
administrativa conocida por 'agárrate a la brocha que te quito la
escalera'. Por lo demás, lo que le pidiera, lo que se hallara en su mano si de
verdad yo estaba bien. Me había visto aquellos meses más alegre, más en forma,
que nunca desde que la veterinaria puñetera marchase hacia su Erasmus. Si
tan convencido estaba de que la chica era buena, y de que me quería, pues
ella estaría encantada de tener una tercera hija. Qué menos, si me hacía
tan feliz.
A las cinco,
exultante por saber que podría contar con mil euros de apoyo materno, llegué
a casa. No había nubes en el horizonte, salvo la muy espesa de que si no me
concedían un año sabático debería renunciar, y perder la plaza no sólo
era quemar las naves, sino que mis opciones a la cátedra, cuando se convocara
el concurso, serían mínimas. Mi madre lo puso de relieve, sin ensañarse. Sólo
por hacerme comprender que muy seguro debería de sentirme si seguía empeñado
en ir adelante. Lo estaba, por supuesto. No había nada en el mundo a lo que no
estuviera dispuesto a renunciar con tal de irme con Meritxell.
Me asustó ver lo
revuelta, y lo sucia, que tenía la leonera. Inconvenientes de ser tan
bohemio, acepté. Haría falta un buen rato para ponerla en facha. Lo primero,
cambiarme, que pasar el mocho no se debe hacer en ropajes docentes. Desde
ahí, en ese orden, baño, dormitorio, cocina, comedor y, para terminar, el
cuartito donde me recogía, estudiaba, traducía, divagaba y escribía. En mi
pequeña mesa de trabajo, el Toshiba. No lo veía entero. Lo medio tapaba una
cuartilla.
Cuando leas esto ya estaré cruzando Francia. En León
acabé ayer. Verte como te vi el domingo me hizo acelerar. Quería seguir aquí
hasta mediados de marzo, pero me has hecho entender que sería un tiempo muy
penoso. Para los dos, aunque sobre todo para ti.
En mi vida ya no tienes sitio. Es inútil que
busques trabajo en Frankfurt, porque no volveremos a estar juntos. Hemos tenido
nuestro tiempo, ha sido espléndido y si algo te puedo asegurar es que te he
querido de verdad. Y que te sigo queriendo. Nunca dejaré de hacerlo, como
nunca dejaré de querer a otros hombres y otras mujeres que tuve antes, y
como sucederá con los que tenga después, si vuelvo a conocer alguien como tú.
Alguien capaz de amar con todo su corazón. Yo no puedo. El amor, en mí, es una
simple partición del cerebro, y no de alta prioridad. Mi destino es acabar
sola, lo tengo asumido. Y aceptado.
Habría preferido decírtelo en persona, en la idea de
que tú ya lo sabías, que lo habías comprendido, pero el domingo vi claro que
no. Si esta tarde me oyeras decirte lo que lees aquí, nuestro final sería
desgarrador. Es mejor, créeme, que nos lo ahorremos. No consideres esta carta
una crueldad. Con el tiempo entenderás que lo cruel, lo doloroso, habría sido
hacer que lo escucharas.
He sido muy feliz contigo. No te olvidaré, y pienso
que tú tampoco a mí. Recuérdame como yo te recordaré: feliz, alegre. Joven.
Meritxell
La leí tres
veces, antes de sentarme y empezar a comprender. No llegué a sentirme mal,
pero sabía por qué. Las heridas peores rara vez son dolorosas en caliente.
Cuando duelen es al enfriarse, y a mí me quedaba toda la vida para sentir el
frío del desamor. De la soledad.
Junto al
Toshiba, las llaves de mi casa. Miré alrededor, por si había dejado algo
más. Una gran bolsa de Media Markt con mi cepillo de dientes, mis cosas de
afeitar, un albornoz, una camisa, unos calzoncillos, varios pañuelos y un
par de calcetines. Todo lavado y planchado. Meritxell no es mujer que
descuide un solo detalle.
El número
marcado no está disponible. Ahí recordé que su móvil no era suyo. Era de la
Caja. Sólo entonces comprendí que todo había terminado. Y sin ser capaz de
aceptarlo. Me vestí, no sé cómo, y salí. Deambulé horas por León, sin notar
el frío, ni la lluvia. Terminé sentado en un rincón del Consistorio.
No pensaba en ninguna clase de milagro, en que se materializase frente a
mí, arrepentida de haberme abandonado. Bueno, quizá sí, pero lo que más ensoñaba
era que se me apareciera una segunda Meritxell. No tan perfecta, más
de mi talla. Más humana. Y que no se marchara nunca.
Un mes, ya. Sigo
en primero de olvidarla y sigo suspendiendo en todas. A eso se debe que haya
escrito nuestra historia. Quizá sea una especie de catarsis. Qué sé yo. No
experimento alivio alguno por haber puesto en un .doc el pálido reflejo de
lo que fue mi tiempo con ella. Sólo me consuela ir a la catedral, plantarme
donde la esperé aquel domingo de verano y verla llegar en mi mente. Un bálsamo
estúpido, imprudente. Peligroso. Como largar aceite por las amuras cuando
hay mala mar. Apacigua las olas un instante, pero después resurgen con aún
mayor violencia. Si por entonces has librado la escollera y traspasado la
bocana, te salvas. Si no...
Por mis años no
me corresponde ser fan de Serrat. Es para gente mayor. Mi madre lo ha sido
toda su vida. Es inevitable que cada dos por tres nos calce uno de su añejos vinilos,
y cualquiera protesta. Con el tiempo, y a fuerza de oírle, algunas cosas
suyas han terminado por gustarme. Le tengo por un cantante de no mucha voz,
pero como un gran poeta, y de poesía entiendo. Cuando menos me gano la vida
predicándola. Mi triste, inútil, estúpida vida.
Una de sus
canciones, que antes no me gustaba pero que ahora es la que más, tanto que
rompiendo mi secular costumbre de sólo abastecerme de La Manta la he
comprado en El Corte Inglés, habla de lo maravillosa que a veces se muestra
la vida. Es asombroso, pero describe a la perfección lo que han sido estos
meses. Sobre todo, la última estrofa. Es la que más da en el clavo.
De
vez en cuando la vida nos gasta una broma
Y nos
despertamos sin saber qué pasa
Chupando
un palo sentados sobre una calabaza.
Ildefonso Arenas
Majadahonda, diciembre de
2019
Gracias por tu ameno cuento leonés.
ResponderEliminarExcelente visión al interior de los personajes, Alfonso. Muy bueno.
ResponderEliminarPocas mujeres serán como Meritxell, pero casi todas matarían por ser como ella, sólo que nunca lo confesarían...
Tu cuento me ha recordado a dos tuyos antiguos, el de Meritxell y el del Ferrari... ¿a que sí?