miércoles, 25 de diciembre de 2019

OTRO CUENTO DE NAVIDAD

...POR ILDEFONSO ARENAS

Hace años, antes de que llegaran las autopistas, León era un lugar adora­ble. Que­­da­ba tan a trasmano de todas partes que los turistas nos esqui­vaban, la in­dus­­tria no pa­­sa­ba de anec­dó­­tica y las ad­mi­nis­tra­­ciones públicas eran la prin­cipal fuen­te de tra­ba­­jo, gracias a lo cual vivíamos sin in­mi­­gran­tes. Hoy las cosas han cambiado, pienso que a peor y no só­lo por la crisis, aunque no a to­­­­dos nos afecta por igual. A mí, muy po­co. Mi trabajo me mantiene al mar­­­gen, y al ser sol­tero la in­fluencia que las tales cosas pue­dan ejercer en nues­tros poten­ciales hijos me pre­o­­­cupa en el pla­no socio­ló­gico, no en el personal. Mi problema es que hace unos me­ses quise dejar de serlo. De ser soltero. Sin éxito. La otra par­te ni siquiera llegó a des­pre­ciar la pro­posición apa­sionada que no tuve la va­lentía de formu­lar. A eso se de­be que ten­ga el al­­ma destro­­za­da. Inten­to di­simular, pe­­ro a mis alum­­­nas, que son muy listas, les doy pena. O risa. Soy pro­­fe­­­sor, habría debido de­cirlo an­tes. De Li­­te­­ra­tu­­ra. Me gus­ta ser­­lo, aunque no es lo que me gus­­ta­ría en­­señar. Mi vo­­ca­ción es la Éti­­ca, pe­ro en Le­ón se su­pri­mió Fi­lo­­so­fía pe­­­­se a que la facul­tad na­­ció, y aún la lla­­­mamos así, de Fi­­­­­lo­­so­­fía y Le­tras. Pude conseguir plaza en Va­lla­do­­lid, aun­que pre­fe­­rí seguir aquí, en parte por lo cómodo de vivir con los míos, en parte porque salía con una chi­­­ca de Ve­terinaria que al año sa­có una Eras­­mus, se fue a Mi­lán y ja­­más la vol­ví a ver, y en parte por la iluso­­ria es­pe­­ranza de que algún día se im­­par­­ta de nuevo en Le­ón la su­blime Fi­lo­so­fía, la rei­­na indiscutible de las Hu­ma­­nidades.
            Si Filosofía es la reina, Ética es su joya más valiosa. Sin su estudio no podemos valorar nuestras accio­nes, y me­nos aún nuestras omisio­­nes. De ahí que la Ética, en su cali­dad de concepto impres­cin­dible pa­­­ra que re­nun­cie­mos a co­mer­nos los unos a los otros, sea mi fijación intelec­­tual des­­de que comen­­za­se a comprender el valor de las cosas. De ahí, también, mi an­gus­tia de haberme perdido en las redes de una mu­jer en absoluto éti­ca. No es ­que sea una de­­­lin­­cuen­­­te, no va por ahí. Só­lo su­cede que Me­ritxell -ya dedu­ci­rán que, llamándose así, muy leone­sa no es- opi­­na de la ética que só­lo es una de las diversas he­rra­mien­tas del Po­der para conseguir que los idiotas -se­gún ella lo somos casi todos- pasemos por el aro.
Hace siete meses yo estaba sa­tisfecho de mi vi­­da. Hice aquí el ba­­chillerato, las dos carreras y el doctora­do, gracias no sólo a mi esfuer­zo, sino a rehuir los peligros asociados a estudiar fuera, sien­do el prin­cipal la contami­na­ción es­piritual que se padece cuan­­­­­do uno cam­­bia la confortable ca­­­sa de los pa­dres por al­gún in­salu­bre colegio ma­yor en alguna ciu­­dad preñada de asechan­zas, y no les di­­go na­da si en vez de cole­gio mayor es pi­­­so estudiantil a com­par­­­tir con unos cuan­tos, si no unas cuantas. No vayan a pen­­sar que soy un pa­­­ca­to pro­vin­­­­cia­no. Bue­no, quizá lo sea, pe­ro no a una escala exa­­ge­ra­da. Es que veo mal dejar León por la proce­losa Ma­drid. No por los ries­­­gos ex­teriores -in­­se­gu­­­ri­dad urbana, costes ele­va­dos, vi­da desor­­­de­na­da-, ni tam­po­co los interiores ‑hacer­se un gol­fo y no dar gol­pe-, sino por el peor de todos: vol­ver­se frívolo. Irse fue­ra es, con har­­ta frecuen­­cia, de­di­car al estu­dio el mínimo esfuer­­zo y sa­car to­do por los pelos, en el cri­­te­rio de que al final só­­lo cuen­ta con­seguir el título. Ya ven­­­drá des­­pués el más­­ter y entonces aprenderás todo lo que no se­pas. Esta es la cau­sa de la medio­­cri­dad que nos aso­­la, en mi es­­pecialidad y en casi todas las de­más. Si quie­ren una prue­ba, verifiquen la orto­gra­­­­fía del be­cario que les pille más a ma­no, y ve­rán. La vida mue­­lle del univer­­si­­ta­­rio in­­controla­do da lu­­gar a una incom­­­­pe­ten­cia subya­cen­te que al final pa­de­ce­­mos to­dos, y que los leo­­­ne­­ses per­ci­bi­mos de un modo indisimulable: la ma­­­yo­ría de los que aca­ba­mos una ca­­rre­ra ter­mi­na­mos trabajan­do para el Estado, la Comunidad, la Diputación o el Municipio. En ge­neral, bas­ta con po­seer una ca­­­ligrafía pul­­cra, una or­to­gra­­­fía de­­cen­te y una memo­ria or­gani­za­­da para con­­se­guir un Gru­­­po A. Tras eso, a cum­plir del mo­­do más rá­­ca­­no tolerable, pues bien sa­bi­do es que nos en­ga­­­­ña­­­rán en el salario aun­que no con el trabajo, y a vivir, que son dos días.
Estudiar, para mí, de siempre ha sido natural. Es que mi familia es muy es­­tu­dio­sa. Papá es Catedrático de Civil, aquí en León. Mamá en­seña his­­to­ria en un ins­tituto. Mi herma­na mayor sa­có Judicatura nada menos que al pri­mer intento, y tras un destino le­jano acabó sentan­­do pla­za en La Bañe­­za, más o menos aquí al la­do. Mi otra her­mana, de sólo vein­ti­o­­cho, ya es interventora en el Ayun­ta­mien­to de Bem­bi­bre, que tampoco pilla le­jos, de mo­­­do que raro es el fin de se­ma­na que no aparecen por aquí. Ellas, sus ma­­­ridos y mis sobrinos, que la ma­­­­yor ya va por tres y la pequeña está del segun­do. Ya ven, se han to­mado en serio lo de hacer frente a la emigración infiltrante por medio de ampliar nues­tra noble ra­za caste­­llano-leonesa, que por al­go so­mos mitad de aquí, mitad de Burgos. De ahí que una se lla­me Ga­dea, como mi ma­dre, que es de Aranda, y la otra Camino. A mí me pu­sie­ron Ra­mi­ro, como mi pa­dre y como no sé cuántos re­­­­yes de León. Sigo sin perdonárselo, y eso que no puedo quererlos más.
El mucho estudio me ha dado para ser Doctor en Filosofía y Licenciado en His­pá­­nicas, y estar bien situado para op­tar a la Cátedra el día que su ti­tu­­­lar se jubile, y ya tiene 67. Además de a mi tra­­bajo dedico varias horas semanales a re­­don­­­dear mis no pingües in­gre­sos tradu­­ciendo del la­tín. Otras las invier­­­­to en mi vicio no secreto: escribir. Sin de­masia­do éxi­to, que aún estoy empe­­zan­­­do, aun­que puedo pre­su­mir de un poema­rio pu­bli­ca­­do, va­rias dis­tin­cio­­nes en cer­­tá­me­­nes de cier­­to prestigio y, también, un cre­cien­te nú­me­ro de vi­­si­tas en mi blog, el cual tiene por ob­jeto di­vulgar no só­lo mi obra inmor­­tal, sino mi visión de la vida y de los tiem­pos en una for­ma ético-li­­te­ra­ria. Sólo me de­cep­cio­na la índole mayoritaria de mis visi­tantes. Sin ape­­nas excepción son alum­nos míos. De­­ben de pen­­­sar que ana­lizar mis pa­ridas pue­de ir bien pa­­ra sa­car el curso sin ma­tarse, y si es así acier­tan. La carne es dé­bil, qué se le va a hacer, y ade­más tampoco inte­­re­sa ser El Hue­­so de una ca­­rre­­­­­­­ra tan sin utili­dad como Fi­lolo­gía His­­pá­ni­ca. Soy rea­­lis­­­ta, ya lo ven, y de sobra sé que sólo da para vi­vir si no hay que preocuparse de hi­­pote­cas o al­quileres, ni de lle­­­­nar la tri­pa. Yo resol­ví el proble­ma gracias a mi abue­­la, que tu­­­vo el detalle de legar­me un piso chi­quitín en ple­­no Ba­rrio Hú­­­­me­do. Algo rui­­do­so sí es, so­bre to­do las no­­ches de los vier­­nes y los sábados, aun­que se pue­­­de sopor­tar. En cuan­­­to a co­ci­na si­go aman­do la de mi madre, de mo­­do que allí me tiene, a me­sa puesta, ca­da día de la se­­mana. Vivien­do así, como vi­­­vo yo, es posi­ble sub­­sis­tir con unos ingresos muy mo­­­des­tos. Los míos me dan pa­ra no pa­­­rar en casa cuan­­do no quie­ro pa­rar ‑no hay mucho adón­de ir, en León-, para que pocos libros excedan mi presu­­­pues­to y para que vis­ta con al­gún es­ti­lo, el que se su­po­­ne debe po­seer un profe­sor pe­­lín bo­he­­­mio. No me da­rían para com­prar un coche, pero ni siquie­ra sé con­­du­­­­cir; con la bici me apaño, que León es ama­­ble con los ciclistas. Me dan, por úl­­ti­mo, pa­­ra que una vez al año, apro­ve­chan­­­do las desme­su­ra­das va­ca­cio­nes que su­fri­mos los docen­tes, recorra la UE. Una costum­bre que inau­gu­­­ra­­mos -siem­pre va­mos en manada- el ve­ra­no de aca­bar el COU. La me­­cánica es in­va­ria­ble: In­terRail, mochila, lista de al­bergues don­de dor­­­­­­­­­mir por poco dine­ro y pla­nifi­cación mi­nu­ciosa de luga­­res a visi­tar. Los resul­tados también lo son: unos días tan bonitos, tan hermosos, que a todos nos ha­cen afirmar que al año si­­­guien­­­­te repe­timos. El último nos condu­jo a Varsovia, Cra­co­via, Bratisla­va y Buda­pest. A los cua­­­­­tro que lo hi­ci­mos. En los primeros, los que or­gani­­zá­ba­­mos sien­­do es­tu­dian­­­tes afanosos, rara vez bajába­mos de diez. En los que vi­nie­­ron después, ya flaman­tes ti­tulados supe­rio­res ‑hoy se ­diría des­­gracia­­dos mi­­l­eu­ris­tas-, llegamos a ser veinte, pero la vida es im­­­pla­­ca­­ble. Los que se jun­ta­ron con in­­di­vi­duos ajenos a nues­­­­tro ambien­te fue­­ron los prime­­ros en de­sertar; sus pa­re­jas no tení­­an tan­­tas va­cacio­nes como noso­tros, aunque a cambio ga­naban más di­ne­ro, así que nues­tras es­­­par­ta­nas aventuras les impacien­ta­ban. Luego llega­ron las bo­­das, que aquí la gen­­­­­te se sigue casan­do jo­ven; via­­jar co­mo lo hacíamos no­sotros en­­tra­ña un pun­to de pro­­mis­cui­­dad ino­­­­cen­te, lim­­pia, pero pro­mis­cuidad al fin y al cabo, y eso, lo dice la ex­pe­­­rien­cia, es incom­­pa­­tible con el esta­tus ma­ri­tal. Aún así algunos ma­­­tri­mo­­nios re­­sistían, pe­ro a la que parían cachorros, adiós. La vi­­da tien­­­de a se­pa­rar, a desu­nir, a poner de re­lieve que to­dos pasamos de los trein­ta y que hay más co­­sas en el mun­do que ir de mochile­ros con la vieja peña de la facultad. De ahí que a la cita con el Wa­wel acu­­dié­ra­mos cuatro, servidor y tres chicas na­­­da vis­­­­to­­sas que por la pinta van a que­­darse a vestir santos. Como yo.
Conocí a Meritxell al poco del último viaje, la noche del primer viernes de sep­­­tiem­bre. Hacía un calor horroroso, de modo que los bares del Ba­­­rrio Hú­­­me­do habían sacado al ex­terior sus me­sas y sus sillas. A los que no conoz­­­can León de­bo indicarles que el Ba­rrio Húmedo es el área de las copas y los bares, y que así se lla­­ma­­ba mu­­cho antes de que se llenara de tascas, chiscones y tugurios. Es razona­­ble­mente bonito, está limpio, bien conservado y al ser casi pea­to­­nal se pueden formar corros en sus callejuelas con toda impunidad.
Íbamos en pandilla. No sólo es lo tradicional. Es que a ver qué otra co­­sa se pue­de ha­cer, en León. Seis o siete de la vieja cofra­día viajera, unos cuantos con­sor­tes y al­gu­nas almas invitadas, como mi her­ma­na Ga­dea. Una in­te­re­san­te pro­pie­dad de León es que to­­do el mundo co­­no­ce a todo el mundo, y si no tanto al me­­nos a uno que se halla en las proximidades de una des­co­no­ci­da in­­te­resante. Una ma­ni­fes­­ta­ción de tan inu­­­sita­da pro­piedad tuvo lu­gar fren­te al Pub Con­sis­to­rio a las on­­ce y cin­co de la noche. La des­­co­no­ci­da inte­re­sante lo era por di­ver­sas ra­­zones. Una, que no la re­corda­ba. En León es im­po­si­ble que una cara como la suya no la tengas vis­­ta de antes, que por algo es una ciu­­­­dad peque­ña de bares con­cen­tra­dos en un área re­­du­ci­da. El rostro de Me­rit­xell no só­lo era no­ve­dad en mi universo leo­nés; era inu­­sual, atí­pi­co. No me pre­­gunten por qué, pues no sa­bría expli­car­lo. Se­ría por una con­­­ver­gen­­cia de fac­to­­res, siendo los ojos el do­mi­nante. De color ceniza, gran­­des y de mi­­ra­da caída. Dos, iba sin arreglar. En el Ba­rrio Hú­­­me­do es fre­­cuente dar con chicas jóvenes que vie­­nen tal y co­mo han sa­lido de la facul­tad o del tra­ba­­jo, pero eso es pro­pio de días de diario, no de un viernes pro­mi­so­­rio. Tres, era un rostro ar­­mo­­nio­so, de fac­­cio­nes deli­­ca­­das, aun­­que no tí­­­­midas, no modestas. Y de ges­­tos que reve­laban una oculta du­­­re­za. Por último, no pa­re­­cía una guiri. Los que be­bí­an y charlaban con ella, rode­an­­do un barril, eran de aquí. No les co­­­nocía, pe­ro se ha­lla­ban a varios me­­­tros, la Plaza Ma­­yor re­­bo­­saba y aún así les oía. Sin per­der pa­­la­bra. Y sin per­­­der deta­lle de la mo­rena pelicorta y mis­­­­teriosa que a su vez, de cuando en cuan­­­­do, ha­­cía lo re­­cí­proco. Así pu­­de re­pa­­­rar en más deta­lles. Era bas­tante alta, pe­­­­­se a ir de moca­si­nes. Lu­­cía unos Levi's le­gí­ti­mos, no imitación de mer­­­­­­­cadillo. Le ca­í­an de ma­ra­vi­lla, sobre to­­do en ese área popel que tan bien real­­zan los va­que­­­ros. Parecía pendiente de lo que decían los leoneses que la rodeaban; los es­­cu­­cha­­­ba con ges­to muy aten­to, aunque sin decir pala­bra. De no ser que con promisoria fre­cuen­cia se vol­­­­vía y me mi­raba, po­dría pa­sar por una esta­tua vi­vien­te.
-Gadea, ¿conoces alguien en ese barril?
Un susurro, muy discreto. Mi hermana contestó de igual forma.
-¿Cuál? ¿El del minón de pelos de loca, ojos de bruja y muy buen culo? ¿Ese mismo, dices? Pues marchando, Mirín.
Gadea me conoce como si me hubiera parido. Siempre fue mi cóm­plice, la que inventaba lo que fuera con reflejos de man­gos­ta pa­ra que mamá no me calentara el cu­lo -hasta los diez años- o no me diera el rollo -hasta hoy en día-. Se ha­bía da­do perfecta cuenta del inter­cambio de miradas. De ahí que ya estuviera preparada.
-¡Pero coño, Pepe, cuántos años!
Se abrazaba contra un pavo cuarentón situado a la dies­­tra de la que se ha­bía vuelto a mirarme con una leve son­risa, como de haber compren­­dido la ma­nio­bra. Una de antigua compañera de aca­de­mia que reconoce a un opositor me­nos afortunado y que tras un tercer intento fallido desis­tió de ser juez, para sen­tar pla­­za en el Gabinete Jurídico de la Caja de Ahorros del Bierzo.
-Ven, Ramiro, que te voy a presentar.
Gadea, tan competente de alca­hue­­ta como de magistra­da, me hi­zo circular alrede­dor del barril de forma que la última en tender la mano fuera la desconocida in­­teresante. Un momento para el que confia­ba en mi prestancia natural. Debo expli­car, y les ruego no lo consideren presunción o vani­dad, que no estoy mal del todo. Las ami­­gas de mis her­ma­nas, según infor­mes confidenciales, afirman que un pol­vo sí que lo ten­go, y pu­diera ser que hasta dos. Soy relativa­mente alto, gracias a la bici no ten­go tripa, las en­tradas por ahora se con­­forman con ser sólo eso y en cuanto al aspecto general vie­ne a ser como el de cualquier presidente de gobierno progresista: pulcro, elegante, cordial y con talante.
-Meritxell.
Ahí empezó todo. Para ser más preciso, empezó por su acento.
-¿Catalana?
-No del todo. Mitad de Andorra, mitad charnega.
Ahí pa­sa­mos a más co­sas, aunque a la leonesa: sin desertar de las pan­di­llas pero tras ha­ber­nos fabricado nues­tro pro­­pio espacio. Nuestra inti­mi­dad de se­res asombro­sos que ha­blan muy bajito. Así su­pe que lle­vaba diez dí­as en León, contratada por Caja Bierzo para mon­­tar un sistema infor­má­ti­co más enrevesado de lo usual; de ahí pasamos a que no era in­formática de carrera, si­no matemá­tica, pe­­ro que se había pa­sado al bit por lo mismo que se pa­­san todos: la pasta. Era, ése, un concepto que valoraba en gran medida. De ahí su agra­decer a los cielos el tener dos pasaportes. El de Andorra le va­lía para trabajar en una em­­pre­sa radicada en la Isla Jersey de la cual era pro­­pie­­taria, co­brar allí y después mo­ver sus di­neros desde Soldeu, sin permi­tir a la implacable Agencia Tri­butaria poner el ojo sobre uno solo de sus euros. En esa for­­­­­­ma pagaba un 0% donde a los españo­les indefensos se les casti­ga con un disparate. Una forma de vida eco­nómica que no po­dría dis­frutar de ser una es­­pa­ño­la con­ven­­cio­­­nal, pero en esa fase de nuestra re­cién na­­cida relación ya veía que Merit­xell no te­­nía nada de convencional. Tampo­co de catalana, española o an­dorrana. Meritxell es de nin­­gu­­­­na parte, pe­ro eso tar­­dé tiempo en com­pren­derlo. En aceptarlo.
Aquella noche nuestros rumbos bifurcaron, pero no me importó. Habí­a­­mos que­dado en salir el día siguiente, para ver vidrieras. Meritxell, tras una semana larga en Le­ón, ha­bía visto prácti­camente to­do, sal­vo los vi­­­­trales de la catedral. Co­mo están en restaura­ción hay que aguar­dar una larga cola pa­­­ra subir una escale­ra de vér­ti­­go, y a me­n­u­do ni eso, por­que las entra­­das se ven­den con an­telación y los fines de se­ma­na ra­ra vez queda una sola. Eso lo pue­do arre­glar, expuse. No pre­­gun­­tó có­mo. Se lo ha­bría ex­pli­ca­do, que no es un secreto. Al­gunas de mis alum­nas se sa­can unos euri­llos ayu­­dan­do en la catedral sábados y do­min­gos, explican­do a toda suerte de guiris y de in­dígenas lo del plomo fun­­dido en el vidrio, el to­no frío en el triforio norte, los co­lo­­res cálidos en el sur, el ábsi­­de señalando Belén, y así todas y cada una de las ton­te­rías, en mayor o menor grado de convicción se­gún la pinta que ten­ga la ma­­­­sa de acabar soltando un propinón. Lo te­nía tan oído que al­­gu­­na vez lo ex­­pli­­­caba yo mismo a turis­tas mollares y propi­cias, en la pre­sen­cia de mis irónicas alum­nas. Debo acla­­­rar que si soy tan po­­­pular entre mis chicas es porque ja­­­­más he te­ni­do líos con ellas. La ve­da, eso sí, con­­­clu­ye una vez se han graduado, lo que con­­­­tri­bu­ye no poco a que man­ten­ga una en­vidiable aureola de profe­sor mar­­­­c­ho­­so y enro­llado. Un tan­­to exagera­da, que la esplendorosa le­yen­­­da desmere­ce no po­­­co an­­­­­te la pro­saica realidad, pe­ro esa es otra historia. Lo que cuenta es que a eso de las on­ce me de­jé caer en la ta­­quilla de las vi­drie­­ras, para es­­tar seguro de poder su­bir, y ade­­más gra­tis. Tras eso me de­­diqué a pasear delante de la catedral, una forma muy conveniente, por lo barata, de mante­ner a raya la desazón de mis adentros.
Meritxell fue puntual. No sólo ese día. Siempre. Nun­ca le pregunté de donde sa­lía ese rasgo tan antiespañol, y tampo­co ella me lo ex­plicó. Era como era y con eso me bas­­­ta­ba. Y me sobraba. Si obser­var­la de no­­che fue de no pegar ojo, ver­la lle­­­gar por la Calle Ancha, caminan­do a pasos seguros, sin con­to­­neo -ella no cruza las pisadas al es­tilo de las modelos hierático-estatuarias; perte­ne­ce a esa clase de mu­je­res que no nece­sita triqui­ñue­las para captar mi­ra­das, de hombres y de mu­jeres-, los mismos 501's, idénticos Mephisto's, una ca­mi­seta de Qantas, unas ga­fas Pors­­che, un Vacheron Cons­tan­tin -ni una sola joya; Meritxell, lo advertí la noche antes, ni siquiera tiene las orejas perforadas- y una Pentax K5 colgada del hom­bro, fue una emo­ción más fuer­­te de lo que podía resistir mi desbocado corazón.
-Estás guapísima.
-Ya lo sé. ¿Subimos?
No teman, que no les aburriré con las vidrieras puñe­teras. Si les ha quedado alguna curiosidad vengan por aquí un fin de semana; les ase­guro que si tienen dinero lo pasarán muy bien, como en todas partes. Volviendo a lo nues­tro, estuvimos arriba durante dos turnos, en la pla­­ta­for­ma oeste. Me­­ritxell parecía poner a prueba si yo sabía o no sa­bía, y la verdad es que algunas de las cosas que pregun­taba me ha­cí­an du­dar, pe­ro ya es­taban al quite mis muy cotillas alumnas. Total, que a eso de la una descendí­a­mos, por mi parte luchando con el vértigo porque las al­turas no me sien­tan bien. Un duro sacrificio, tanto que allí sólo subía si la esperanza de conquista era en verdad prometedora.
-Te has puesto como verde -lo dijo Meritxell nada más llegar aba­­jo-. ¿Te quieres sentar un ratito?
-No, pero un vino me vendría bien. Y un pincho de lo que sea.
-Eso no le cae bien a nadie. Mejor vamos a comer. Yo in­vi­­to, y no te resis­tas, ¿eh? Sólo es un modo de agradecer tu gran ama­­bi­li­dad.
En esa breve declaración que­da­ron establecidas dos co­­sas. Una, que Meritxell es de horarios europeos. Otra, que allí mandaba ella.
Fue una comida muy agradable. Nos sirvió para expli­car nuestras respectivas vidas. La mía ya la conocen. La de Meritxell era más inte­­resante. Para empezar, el sig­ni­fi­ca­do de su nombre. Gadea lo creía co­rrup­ción de 'Mare del Cel', pero no. Se­gún se me hi­zo saber, significa 'pe­que­­ña ladera de pasto donde da el sol a me­dio­día'. Toma ya. Las de­más cosas que contó Meritxell me hicieron prorrum­pir en muchos otros toma ya, si bien que artera­men­te camuflados. Lo úl­ti­mo que de­be ha­­cerse frente a una mujer de la que ya te sa­bes preso es dar pistas so­bre lo que piensas o lo que sientes, aunque para el caso fue lo mismo: Me­ritxell, por entonces, era como si me conociese de toda la vida.
La suya, resumida, comenzaba en un matri­­monio de ando­rrà de Les Escaldes y charnega lleidatà que apenas du­ró. Ella se crió con su ma­­dre, prime­ro en La Seu y des­pués en Gi­rona. Se veía con el padre muy de uvas a peras. No se ca­í­­an bien, pe­ro él, con el paso de los años y tras com­pararla con los in­de­sea­bles que tras ella le fueron naciendo, acabó por que­­­rerla mu­cho. Tanto como pa­ra ges­tionarle sus di­­­ne­ros, em­pe­­zan­­do por en­se­­ñarle a no pa­gar impuestos. Con el tiem­po, y gracias a no pasar por el aro que los demás no podemos esquivar, se había vuelto millo­na­ria de ple­no dere­­cho. No pen­saba que con­­tra­viniese la étic­a su fé­rrea determi­na­ción de no tribu­­tar. Me­jor di­cho, no en­con­­tra­ba que La Ética, la de los demás, pudiera contravenirle nada.
-Cada país tiene sus leyes, entendiendo por leyes la co­di­ficación or­ganizada y sis­­tematizada de su ética. ¿Conforme? Muy bien, así me gusta. Desde ahí todo es sen­cillo. En España, por ejemplo, si te pillan a doscientos cincuenta vas al trullo. En Ale­ma­­nia, no. Allí es un derecho sa­crosanto ir a co­mo te salga de tus partes. Los alema­nes están orgullo­sos de los coches que fabri­can. Aquí tam­bién se hacen coches, pero las fábricas no son españolas, son de ter­­­ce­ros que tarde o tem­prano las relo­calizarán donde la ho­ra de currante sal­ga más a cuenta. ¿Que lo encuen­tras odioso? Recuerda lo que son: factorí­as deslo­ca­li­­zadas de otros pa­íses. Os diferenciáis de los chinos en que ellos han aprendido, de mo­­­­­do que ya fabrican por su cuenta y con sus propios diseños, y con el paso del tiempo sus co­ches serán tan bue­­nos co­mo los europeos aun­­que más ba­ra­tos. Aquí nadie se ha moles­tado en aprender, así que con el paso del mis­mo tiempo las fábricas se cerra­rán y ya no ha­­brá coches made in Spain. Así vuestro gobier­­no será fe­liz, da­do lo mu­cho que odia los auto­­­móviles. Pagáis por ellos unos im­­pues­tos que no se pagan en Alema­nia, te­néis que renovar el car­­net cada cinco años cuan­do en Ale­­ma­­­nia te lo emiten para toda la vi­da, os obligan a circular a ve­­lo­ci­­­da­des ridículas cuando en Ale­mania sólo las viejas ba­jan de dos­cien­tos, y encima con la jeta de hacerlo, dicen, por vuestra se­guridad, cuan­do sólo es por recaudar. Se callan, cómo no, que en Alema­nia, dos ve­ces vues­tra población y cuatro vuestros coches en circulación, el nú­­­­mero de muer­tos en sus autopistas de velocidad no limitada es inferior al vuestro de arrastrarse a 120. Pues en es­to es co­­mo en todo, Ramiro. La éti­­ca es igual que la religión. Dado que no hay una sola, lo más ade­cuado a fin de que quienes mandan no nos to­men el pe­lo es ele­gir la que cada día más conven­ga. ¿Lo captas?
Y cómo no captarlo. Meritxell no sólo habla con una dicción exqui­si­­ta, sino que se sirve de un español excelente, sin esos la­ís­­mos tan propios del castellano común. Lo hace a un ritmo arrullador, el característico del que no piensa en el idio­­­­ma en que habla; peor aún, que se sir­ve de mu­chos a la vez y todos revueltos, y es que Merit­xell do­mina no só­lo sus dos lenguas mater­nas, sino fran­cés, ita­lia­no, in­­glés, alemán y ruso. Si su ritmo es hechi­cero su voz es arre­ba­ta­do­ra. Mu­­si­cal, diría yo. El timbre de alguien que sin duda sa­be cantar.
-¿Yo? Pues sí, en la ducha, como todo el mundo. Alguna cosa de Ma­ría del Mar Bonet, como la Merçè y el Aigó, que de pequeña me gustaban mucho. Y las gam­­berradas de la Trin­­ca, también de cuando era muy niña. Todavía me acuerdo de aquello tan gracioso...

I aixì grácies a en Danton, en Marat i en Robespierre
totes les dones de França s'hi renten la pomme de terre

Volviendo a la ética, yo no estaba seguro de aceptar lo que mostraba ella de la suya. Soy el reconocido gran maestro de la ética leone­­­sa, de modo que argumentos no me faltaban para rebatir su cruda expo­sición, pero me sentía desganado. Prefería disfrutar de aquel rostro son­riente, di­ver­ti­do e irónico, tan capaz de disertar so­bre dio­ses y éticas como de masticar a dos carrillos un chuletón po­co he­­cho y empujarlo con un estupendo Pesquera. En esa forma, disfrutando a la vez de la comida, la bebida y la buena conversación, ella si­guió explican­do su historia y yo atesorando sus pa­la­bras, porque no nece­sitaba to­mar no­tas en un papel. Las tomaba en el alma.
Meritxell tenía los mismos treinta y tres años que yo, si bien ella es Aries, y Muy Aries, y yo soy un Cáncer incurable. Del todo incom­­pa­­­tibles, ya lo ven, pe­ro bien sabido es que tira más pelo de parrús que ma­roma de acoraza­do, así que mi natural imprudente me lle­vó a des­­de­­­­ñar las ad­ver­ten­cias zodiacales. Ha­bía hecho Exactas en Bar­­­­ce­­­­lona, de ahí saltó a un más­ter en Berkeley, de donde no volvió por­que la reclu­­taron en Infor­mix, una compa­ñía de California que cons­­­­tru­­ía ges­tores para bases de datos. Allí estuvo un año, aprendiendo a la mo­lé­cula un con­cepto misterio­so que se llamaba da­ta warehou­se y del que oía yo ha­blar por pri­me­ra vez en mi vi­­da. Lue­go volvió a Bar­ce­lo­na para buscarse un tra­bajo. En seis horas le ofrecieron tres. Se incli­nó por IBM, donde pasó dos años par­ti­­ci­pan­­do en proyectos a cual más abstru­so. Así hasta que un buen día un clien­te sagaz le planteó seguir con lo que hacía pero en plan freelance, pres­­­cin­dien­do de IBM. Él se ahorraría un 60% y ella gana­ría más del doble de lo que ga­na­­ba por entonces, que sin ser poco no le daba para llevar la vida despreocupada que a todos nos gus­taría padecer. Al tiem­­­po, y de acuer­do con su ama­­do pa­­­dre -cuando menos en el pla­no fis­cal-, ce­só en ser española, para vol­ver­se feliz an­­do­rrà que no tri­bu­ta un cénti­mo por lo que in­gresa fue­ra de los va­­­lles. Llevaba sie­te años sal­­tando de un pro­yec­to a otro, con po­cas vaca­­­­­ciones aun­­­­que vien­­do mu­cho mun­­­do. Ha­bía traba­jado en Ma­drid para Telefó­ni­­­­ca, en Hong Kong pa­­­­ra Cathay, en Os­­lo para Ve­ritas, en Zürich para UBS, en Mos­­­cú pa­ra Gazprom, en Milán para FS, en Mon­treal para Ca­na­dian Pacific, en Gütersloh para Bertelsmann y aho­ra ve­nía de ocho me­ses en Sydney curran­do pa­­­­­­ra Qantas. Unas com­­pañías que sal­­vo FS, por el InterRail, y Telefónica, porque a ver quién no ha oí­­do ha­­­blar de Te­­le­fó­ni­ca, no me sonaban de na­da.
-Caja Bierzo llevaba tiempo planteándose un Big Data don­de al­macenar y explotar la información recogida en las operaciones de sus clientes. Ellos lo llaman así por ser un pala­bro que se ha pues­­to de moda, pero les pasa lo que a casi todo el mundo en este país, que nadie tiene la menor idea de qué carajo es, en realidad, un big data. Ni los cons­tructores de ordenadores ni los grandes consultores les sacan de su error, pues a mayor la ignorancia del cliente más pas­ta se le sa­ca, y de ahí vino que algún depredador de la in­dustria, que hay can­ti­­dad, se dejara caer con una idea de las que atrapan los de­­­lirios de cual­­quier CIO, por Chief Information Of­fi­cer, aun­que al de aquí, como son de pro­vin­cias, le lla­man Jefe de Infor­­mática. La bola comenzó a engor­­dar, crean­do unas expecta­­tivas por de­más compren­­sibles aunque muy alejadas de lo que una humilde cajita de comar­­ca se puede pa­­gar. El propósito del tal big data es disponer en una base de datos no estruc­­turada, no ba­sada en formatos preconcebidos, del tipo que no­­so­tros llamamos 'No SQL', todo lo que la Ca­ja llegue a sa­ber de sus clientes, bien por las condiciones ambientales cotidianas, como el clima, la estación, la situación política y todo eso, bien por sus operaciones direc­tas, bien por lo que ten­gan domicilia­do y bien, sobre todo, por el uso que hagan de las tarjetas de cré­dito y dé­bi­­to que les suministra la propia Ca­­ja. Con eso dispondrían de una base de conocimiento amplí­­si­­ma, la cual les per­mitiría predecir el comporta­­miento de sus clientes ante las diversas formas de pu­bli­ci­dad, los dife­ren­tes servicios que les pudieran ofrecer y, sobre to­do, sus reac­ciones ante ofertas específicas directas y exclu­sivas, basa­das en los algoritmos de predictividad intrusiva que se asocian a los big data bien elaborados. La pala­bra má­gica es esta, Ra­­miro: pre­dictividad. Es la bola de cristal que to­das las empre­sas, los bancos a la cabeza, quieren poseer pa­ra to­mar la de­lan­te­ra sobre los deseos de sus clientes, a fin de ofrecerles so­lu­cio­nes atractivas pa­ra satis­fa­cer unas necesidades que ni siquiera sa­ben que tienen. El ban­co sí sa­be que las tienen. Mejor: sabe ha­cer­les pensar que las tienen. Con eso y con un ade­­cuado sis­te­ma de co­mer­­­cialización a la carta, pues ya lo tie­nes. Su Big Data se amorti­zaría él solo a los pocos meses de servicio, y des­de ahí a ganar dinero a espuertas, al me­nos en tanto la competencia no se hiciera con algo equi­va­len­te. Lo ma­l­o de to­do esto, sin embargo, es que los big data son carísi­mos, y no porque necesiten máquinas enor­mes, ni software ul­­tra­so­fisti­cado, sino porque un diseño eficiente, que asegure tiem­pos de res­pues­ta en la banda de los segundos, sí que cues­­ta un di­ne­ral: el que pi­­den las gran­­­des casas de consultoría, que ahí es donde se ha des­pla­za­do el nego­­cio principal de la inf­or­má­ti­ca. Contra lo que piensa la mayoría de la gente, Ra­miro, la gran pasta en el mundo de la IT, por In­formation Tech­­no­lo­gy, ya no está en el hardware ni en el soft­ware, pues ahí los már­­genes rara vez son una cosa extraordina­­ria. Se ha movido a la consultoría, donde rara vez dejan de serlo, y esa es la clase de cosa que hace a los ac­cionistas felices de verdad.
Yo seguía la esotérica explicación tan concentrado co­mo podía, dando gracias mentalmente a la que ya iba viendo co­mo una moderna Klaudera -la fatal diosa griega de la predictividad y la perfidia-, por lo clarito que me hablaba, pero aún así convencido de no ser capaz de cap­tar ni la mi­­­tad de lo que tan hechiceramente me contaba.
-El CIO pidió presupuesto a varias casas de consultoría, todas ellas bien acre­ditadas en el raro mundo del big data. La más optimis­ta se des­­col­gó diciendo que con seis con­­sul­to­res y treinta meses bastaría. En cuanto a los euros, salía tal mi­llona­­da que al pobre CIO se le cayeron los palos del sombrajo nada más oír la cifra. Se lle­vó un disgusto, pues había vendido la idea en el consejo de ad­mi­nis­tración, pensando que saldría por mucho menos. Fue también un disgusto para la mul­­­­ti­na­cional que su­­mi­nistraría los servidores y el software específico que ne­cesitaría el tal Big Data. El ven­de­­dor, de­so­la­do, expuso el asunto en su em­­pre­sa, por si a su di­rec­tor de Consul­to­ría se le ocurría una solu­­ción. Éste se acor­da­ba de mí, de habernos trata­do en mis días de Telefó­­­­­­ni­ca. Me llamó, y en media hora llega­mos a un acuerdo. Así, él se com­­­pro­­me­­tió a que yo solita rea­li­za­ría, en seis meses, lo que los de­más ha­bí­a­n cotizado en a saber cuántos años. Los chicos de la Ca­ja, con su CIO a la cabeza, se sor­pren­dieron al punto de no creérse­lo, pero una vez me vie­ron, y me oyeron, acep­taron que sí, que una po­­bre mujercita se­ría capaz de convertir su sue­ño en realidad. Y aquí estoy.
Lo decía sonriente, tan segura de sí misma como una leona que acabara de zam­­­­parse de un bocado las pelotas del Gran Cazador Blanco. Ahí es donde yo ha­bría debido compren­­der que me hallaba frente a Meritxell tan indefenso, tan inerme, como Uli­ses ante Circe.
-No sé nada de proyectos informáticos, pero en­cuen­tro sorpren­den­te que cantidad de fir­mas muy serias coticen en seis cabezas, y ni se sabe la de tiempo, lo que tú di­ces se hace con una sola y en seis meses. ¿Tan burros son? ¿O tan sin­ver­güenzas? ¿O es que sa­­bes algo que los demás no saben?
-No es tan blanco y negro. Sucede, para empezar, que ninguno de ellos ha he­cho ésto alguna vez, o no en España, de modo que la primera de las incógnitas a despejar es la de su inexperien­cia, por no decir ignorancia. Lue­go, que a me­no­res los precedentes ma­yores las cautelas, y en una fir­ma de con­sultoría éstas se sustan­­cian en un margen adi­cio­nal que car­ga cada escalón encargado de aprobar la propuesta, para com­pensar riesgos. Un margen que no sólo da lu­gar a más euros, sino a más cabezas y más meses. Por últi­mo, que la Caja, en su pliego de condiciones, fi­jaba un re­qui­si­to de los que aterran a cualquiera que se­pa un poquito de sis­temas big data.
Se detuvo, tras liquidar su venenosa tarta de hojaldre -había que ver lo que zam­­paba; me preguntaba dónde lo echa­ría, ya que aparentaba no tener un gramo de grasa-. Una mirada chispeante, un buen trago de Pesquera, y prosiguió.
-Los Big Data existen para predecir aconteci­mien­tos. Los hay que adivinan las preferencias de las obreras británicas en las temporadas de otoño-invierno, los que lan­­zan a la NSA sobre terroristas potenciales y los que señalan qué nucleó­tidos dentro de una secuencia de RNA serán más proclives a provocar neoplasias. El de la Caja, bas­tante modesto, só­lo pretende adivinar el comportamiento de sus clientes ante determinadas formas de publicidad, de mar­keting segmentado y, llegado el caso, de acciones comercia­les intrusivas. Lo ha­rá partiendo de las diversas fuen­tes de información al alcan­ce de la Caja, que no son sólo las naturales, las que se refle­jan en  las cuentas de ahorros y de valores, empezando por todo lo que domicilian sus clientes. Tendrán en cuenta lo que ha­cen con sus tarjetas de débito y crédito, y si son tan bobos de usar cuentas de correo facilita­das por la Caja, o de mantener páginas personales en domi­nios controlados por la Caja, pues tam­bién. Así, a fuer­za de cruzar el conjunto de la informa­ción, se identificarán in­dividuos que respondan a los diversos reque­ri­mien­tos que puedan plantear los servicios comer­­ciales de la Ca­ja, bien para explotarlos directamente o bien a través de or­ga­ni­za­ciones con quienes la Caja pueda pac­­tar intercambios de infor­mación. El señalamiento de los ta­les individuos será en ma­­­sa, siendo igual de válido que tras un proceso de ho­ras apa­rezcan siete o aparezcan siete mil, aunque la Caja quería también un método interactivo que les permitiera loca­li­zar, en un tiempo muy breve, algún individuo que satisficiera un determinado requerimiento. Dicho de otro mo­do, querían que su Big Data fuese capaz de atender en tiem­­po real cual­­­quier co­sa que a su gente de marketing se le ocu­­rrie­­se pregun­tar, por inu­si­­­­tada que fuese. Ima­gina, por ejemplo... a ver, di­nos quié­­nes de nues­­­tros clientes mayores de treinta tacos han compra­do en los dos últimos años dos o más via­­jes por Inter­net, parecen te­ner pareja estable, se han pa­gado seis cenas por valor uni­­ta­rio supe­­rior a cien euros, han com­prado un coche nuevo de ti­po familiar, man­tienen un sal­do superior a seis mil euros, sus ingresos anuales superan los cincuenta mil, no trabajan en una ad­mi­­nistración públi­ca y navegan indistintamente por PC, móvil y tableta. Que­re­­mos identificarlos porque con virtual se­guridad se van a que­­dar preñados en cualquier momento, y en consecuencia son proclives a con­­tratar toda clase de segu­ros, inscribir lo que venga en guar­­derías carísimas, adquirir canastillas de su­per­­luxe y, si la pareja es tan pi­ja como debiera, buscarle magní­ficos trata­mien­tos de salud y de belleza, todo lo cual, co­mo es natural, se lo venderemos nosotros. Necesitamos, por úl­ti­mo, que nos lo digas ya mis­mo, na­­­da de 'tiem­po de res­­­­pues­­ta es­­ti­ma­do en cuarenta horas'. Ya veo, por la cara que pones, que no alcan­­­­zas a imaginar qué significa di­señar un big data par­tiendo de una premisa como és­ta. Los de la Caja tampoco lo sabían. De ahí que sus te­kys, tras oír a canti­dad de consulto­res, aconsejaran renunciar a esa pretensión, pero aquí llega ser­vi­­dora y les dice 'Ningún pro­ble­­­ma. ¿Que no os lo creéis? Llamad a este pavo, en Qan­­­tas, y pregun­tad. Es el director de marketing on-line y quería lo mis­­­mo que vo­so­­tros.' Lo hicieron al día siguiente, a las siete de la ma­ñana, que Syd­ney mar­cha con diez horas de adelanto. Yo con ellos, para traducir, por­que los pobres van fatal de inglés. El hombre se por­­­tó bien. No só­­lo les dió toda clase de pre­ci­sio­­nes y explicaciones, sino que les per­­mi­tió jugar con su siste­ma desde allí, des­de la Ca­ja. In­ven­ta­ron sobre la mar­cha las preguntas más rebuscadas que te pue­das imagi­nar. El tiem­­po de res­pues­ta de la más len­ta no llegó a un mi­­­nuto. Empezamos a las siete, ya te dije. A la una querían fir­mar el contra­­to, sobre la marcha, y que me que­­da­­ra en León pa­ra empezar esa misma tarde.
Me lo quedé pensando. No soy de razonamiento rápido, quizá lo hayan in­tui­do, pero las cosas siempre acaban por ocupar su espacio natural en mi cosmogonía par­ti­cu­­lar, y el de aquel Big Data no terminaba de con­vencer­me. Más exacta­men­te, me aterraba.
-¿Los clientes de la Caja saben que dentro de seis meses una especie de Gran Her­­mano les va a diseccionar, como si fueran insectos?
Lo dije con algún temor. Me preocupaba que Meritxell se mos­queara, pero lo tomó con na­turalidad, un pelín teñida de dis­plicencia.
-Ni lo sé ni me importa. Su­pongo que no, por­­que de ciertas cosas es mejor no hablar. Por lo de­más, Caja Bierzo ha­­ce bien sacando ésto adelante. Será un mar­gen competitivo, un diferencial frente a sus competidores. Sin ésto, y sin cosas como ésta, las grandes ca­­­jas aca­ba­rán por engullirla. Defenderse con imaginación y tecnología es muy saludable.
-Será saludable, pero no es ético. ¿Qué derecho tienen a fisgar en nues­tras tarjetas, en lo que gastamos de teléfono, de luz, de gas, en las cosas que domiciliamos y en las películas que nos bajamos?
Lo último me preocupaba un poquito, pues si bien ni siquiera ten­­go te­levisor, mis papis tienen Canal +, y alguna vez me había baja­do lo que se podría llamar una producción non sancta. Un pecado secreto, pe­­que­­ño, vir­­tual­mente inocente, pero me asustaba que al­gún big data ma­lé­­volo, co­mo ese que tan agradablemente me des­cri­bían en el acogedor Ezequiel de la Calle Ancha, lo pudiera descubrir.
-Pues todo el del mundo. Poseen la información y es su facultad procesarla. El que no trague que se marche a otro banco, donde tar­­­­de o tem­­prano le harán lo mis­­mo. Andando el tiempo, para evitar ser fisgado, como tú di­­ces, habrá que vol­ver al paleolítico: pagar al con­­tado y en metálico, salvo que se prefiera recurrir a un intermediario de los que ofrecen opacidad, tipo PayPal, y siempre y cuando el que ven­da lo acep­­te, porque le cobrarán por ello. No pongas cara de sorpre­­­­­sa, Ra­mi­­ro. Lo que quie­re hacer la Caja lo hacen casi todos los que marchan por delante. Mira Google, sin ir más lejos. Todo lo que le pregun­tas, por inocente que sea, que­da refleja­do en un inmenso big data. Tu nombre no figu­ra, salvo que ha­­yas si­do tan idio­ta de ha­­­berte registra­do, pero sí tus direccio­­nes IP, las virtuales y las físicas, de mo­do que pa­­ra ellos es co­­­mo si tuvie­ras ca­ra, ojos, nombre y apellidos. Se pasan el día cru­­zan­­­do in­for­­ma­­ción, la que tú les suministras y la que to­dos les su­mi­­nis­­tra­mos, y así suce­de, que cuando abres no sól­o su página, sino cual­quier otra, te aparece con har­ta frecuen­­­cia un anuncio que igual te hace tilín. De momen­to só­lo les sirve para eso, pe­ro algún día lo usarán pa­­ra más cosas, y más peligrosas. Como ganar elecciones, por ejemplo.
-Y a ti te parece bien, es obvio.
-Claro que sí. No sólo porque ahí gano mi dinero, sino porque me mola el juego y acepto las reglas. Nuestra civilización es un mercado, Ramiro. Lo que se parece más a un merca­do es la guerra, y en la guerra vale todo. Así de simple.
Me la quedé mirando, en la duda de seguir dejándome fascinar o tratar de resistirme. Ella, por su parte, se bebía su cor­tado mirándome desde unos pár­pa­dos ligeramente caí­dos. Diría yo, también, que con algún reco­chi­neo.
-Lo que hagan con tu trabajo te da igual, ya lo veo.
-Sactamente. Sólo me preocupa cumplir el contrato y que lo cum­­plan ellos. Que me paguen con puntualidad, vaya.
-¿Es mucho lo que se gana en un contrato como éste?
-Pues no demasiado, pero mejor que cruzarme de bra­zos mien­tras no salga otra cosa sí que lo es. Como un cuarto de millón. Libre de impuestos, eso sí. Los que sean de aplicar los paga la Caja. Yo, ni perra.
-¿Un cuarto de millón de euros?
No pude contener un tono de incredulidad ojoplática.
-Contantes y sonantes, sí señor.
Doscientos cincuenta mil euros, o cuarenta y pico mi­llones de las añoradas pesetas, en las que no consigo dejar de contar, por seis me­­ses de trabajo. Definitivamente, Me­ritxell venía de Mar­te. O quizá León fue­ra Marte y yo el mar­cia­no.
-Enhorabuena. Yo no gano eso todos los me­ses.
-Es cuestión de oferta y demanda, Ramiro. Ninguna de las con­sul­­toras lla­ma­das a licitar cotizaba su oferta en menos de millón y medio. Los pre­cios son los que son, y el que quiera sistemas informáticos que bor­dean la ciencia ficción ha de saber lo que hay que pagar. La ver­­dad es que no me quejo, pero habría pedido el doble de haber sabi­do an­­­­tes lo que ofre­­cían los demás. Y me lo habrían paga­do.
La misma seguridad en sí misma. Fue la primera vez que acepté no ha­­ber conocido jamás una mujer como ella.
-¿Y qué tal lo llevas?
-Tolerablemente. Son gente maja. Bastante profesional. Y con bue­nos detalles. Por ejemplo, mi apar­ta­men­to. El primero que me ofrecieron era repugnante. Cuan­do me quejé se asustaron, no se nos vaya a pirar la tía ésta y nos deje aquí tirados, y me facilitaron uno de los suyos, de los que cons­tru­­­yen para los enchufados de sus directores y de sus consejeros. Co­mo había sido pi­so piloto lo tenían amueblado. Está en la ri­be­ra del Bernesga, cerca del parador. Luego te lo enseño.
Un escalofrío, del tipo violentísimo que baja del colo­drillo a la ra­­­badilla, ida y vuelta. Que lue­go me lo enseña­ba. Que luego estaría con ella en su casa. Ella y yo. Solos. Jó, tú.
-Ayer me invitaron a salir con ellos, de pinchos y de ca­ñas. Ja­más salgo con nadie del trabajo, porque inexorablemen­te acabas en pro­­­ble­mas, pero dado que iban to­dos, el departamento al comple­to y algún otro más, me de­jé llevar. Con la secreta idea de co­­­no­cer más gente, además. León se pare­ce a Girona, no sé si lo sabes. Las dos son re­co­letas y fa­­mi­lia­res, en apa­rien­­cia sen­­ci­llas y abier­tas, pero don­de cuesta mucho en­trar. Lo vues­tro aún de­be de ser peor, pues con lo lejos que an­dáis de to­das par­­tes sin duda sois más re­con­cen­tra­dos. A nosotros Bar­­ce­lo­na nos pi­lla como a una hora, de mo­do que ya no es lo mis­mo, aho­­ra la gen­­te se abre con fa­cilidad y con naturalidad, pero aquí me pitufo que no es así.
Asentí. No por cortesía. De corazón. Me tranquilizaba constatar que aquella cosmopolita de armas tomar era, en el fondo, una pobre provinciana. Como yo, me decía vién­dola le­vantar la mano y escribir en el aire. Un mi­­nu­to después ten­día una VISA muy ra­­ra, de color negro, sin re­visar la factura. El mejor de los es­tilos, sí señor, lo aceptaba desde las telarañas de mi propia y humilde tarjeta de Ca­ja Bierzo, ésa que sólo usaba en mis mortecinos viajes de mochila, bo­­catas, alber­gues e hi­gie­­ne personal criticablemente restringida.
-Venga, ven a ver mi piso. Te gustará.
¿Cómo les podría explicar lo que sucedió esa tar­de sin caer en la procaci­­dad sicalíptica, si no en la pura y sim­ple por­­nografía? Ima­­­gi­no que malamen­te, además de que me san­gra el corazón. Aún es­­toy en primero de olvidar a Merit­xell, así que dis­cul­­pen mi nula flui­­dez, pero el alma se me res­que­­braja con sólo evocar las imá­­genes. De­be­rán con­for­mar­­se con saber que a las cinco y media de la tarde ya estába­mos en la cama. También puedo decir que sucedió del mo­­do más na­tural, pe­se a mis nervios atroces. Los de antes de, que luego se me cu­­­­­ra­ron. O hi­­zo Meritxell que se curasen. Sí, eso debió de ser. Fue sabia en todo, hasta en eso, en advertir que se me salía el co­razón por la boca.
Mi vida con ella comenzó esa tarde onírica. Lo digo así por­que a veces pien­­so que todo ha sido un sueño. Con inte­­rrupciones. Las anunció al atardecer del día siguien­te, según chapoteábamos en la bañera-jacuzzi de su apar­tamento.
-Ramiro, hasta el viernes no nos va­mos a ver. He veni­do aquí a trabajar, y eso es lo que hago cin­co días por semana. Sin lí­mite de horas. Es el precio de acabar en seis meses. Entre semana no me puedo dis­traer. Habrá días en que no pue­da ni comer. Aho­ra, los fi­nes de sema­na son para mí. Al completo. Para ti también, si los quieres.
Esto le brotó de una sonrisa embrujada, lo que debo se­ñalar, ya que todo lo anterior vino en un tono serio, grave, pese a estar muy abrazados bajo un chorro inclemen­te. Cómo protestar, cómo quejarme. Meritxell nunca me dejó más opción que resignarme. No hacía fal­ta que me dijera 'esto es lo que hay'. Por lo que ya sabía de Meritxell, y treinta y dos horas de la más cálida in­timidad enseñan mucho, era de na­tural tajante, lo que disi­mulaba con formas y mo­­da­les exqui­sitos, aunque no siempre, que si se ponía impaciente po­día ser te­mi­­­ble, y si algo le impacientaba era dar explicaciones.
Nos despedimos en su portal. Sólo eran las diez, pero ella tenía que currar. Una vida por completo incomprensible para un po­bre diablo como yo, si no por otra cosa porque ja­más he trabajado ba­jo pre­sión. De nuevo evo­qué a Marte y a los mar­cianos. Era claro que Me­ritxell y yo vivíamos en plane­tas muy distintos. De ahí que comenzase a preguntarme qué ha­bría visto en mí. Sobre lo que ha­bía visto yo no cabían preguntas. Era pura y simple fascinación.
Esa primera semana se me hizo muy larga. Me costaba horrores no marcar su número en mi móvil de prepa­go, pero todo pa­sa, los días también, y así llegó el vier­­nes. Con él, una chicharra que a las dos de la tarde, camino a la coci­na de mi madre, cal­mó por fin mi agonía.
-Ven a las siete, con tus cosas para dos días. Nos vamos por ahí.
Que me lleva­ba por ahí. Maravilloso, sí, ¿pero cómo? ¿Y a qué cos­tes? A mediados de mes ya suelo andar sin blan­­ca, y más en septiem­­bre, con la VISA recién ven­gada de los dislates veraniegos. Mi eco­no­mía mejora en oc­tubre, al empe­zar las cla­ses particu­lares. Ya sé que no es hon­roso para un doctor con aspi­­ra­cio­nes de cátedra desas­nar del latín a es­tu­dian­­tes de bachillerato, aunque también es ver­dad que no soy el primero en ha­cerlo, ni seré tam­poco el úl­­timo. Lo ma­­­­lo era que aún faltaba mes y pico para esos eurillos de refuerzo.
-¿Qué dices que te pasa? ¿Que otra vez estás tieso?
Lo bueno de ser el bobalicón hijo varón en una casa don­de las herma­nas astutas se comen al padre a besos -para después sacarle hasta el híga­do-, es que la madre jamás deja de mimarte, aunque ya tengas la edad de Cristo. Lo malo es no poder re­huir sus tier­nos interrogatorios.
-Como todos los septiembres. La VISA, ya sabes.
-Ya, ya. La VISA y una chica, que me lo ha dicho un pajarito -sí, sí, pajarito; me­­nuda pájara, Gadea-. ¿Cómo es?
Lo preguntaba en tono maternal. No sería prudente mostrar excesiva reserva, de modo que le abrí mi cora­zón.
-Te ha enganchado bien, ya veo. ¿Y adónde váis a ir?
-No lo sé. De ahí el sablazo. No sé qué habrá pensado.
Un brusco cambio de gesto. A duro. Muy castellano.
-Un hombre no debe permitir que le lleven así -tono firme, muy serio; el de Isabel I de Castilla, seguramente-. No tan del ronzal, hijo mío.
Debía de verme tan desesperado que sin más refunfu­ñar me ten­­dió tres billetes de cin­cuen­­ta. Bastarían para pagar mi parte de algún hotelu­­cho modesto y has­ta tres me­nús turís­ticos, aunque no podía ol­vidar que salía con una seño­­ri­ta que ganaba cua­renta mil euros al mes. Sa­lir con ella. ¿Era eso lo que hacía? Me lo pre­guntaba con la cabe­za dán­­­do­me vueltas según dejaba mi humilde piso, que me parecía esa tar­­­de más hu­mil­de que nunca, con mi mochi colgada del hombro.
Según pulsaba el timbre de su puerta me preguntaba qué cara po­ner. Todo era tan onírico que sentía la más profun­da inseguridad en mí mismo. Una sensación angustiosa, de mareo, pero se me pasó de gol­­pe según Meritxell abría la puer­ta, vestida con la más hechicera de sus sonrisas. Ah, y con su Vacheron Constantin.
Una hora después me vi frente a lo que Meritxell lla­ma­ba su cacharro. Yo ya sabía qué tenía uno. Me lo había dicho cuando, boqueante, le pregunté adónde iría­mos, y cómo. Por eso no me sorpren­dió que ba­­járamos al garaje. No sé de co­ches, debo advertirlo. Me llevo mal con ellos. No es sólo que no ten­­go pa­ra com­­prar uno. Es que me odian. De ahí que sea tan precavido al cruzar las ca­lles. Y no les digo nada de cuando voy en bici. Aún así sé que hay coches y coches, y has­ta podría citar las mar­cas de los más aristo­crá­ti­cos. De lo que no estaba se­guro era de saber re­conocer­­los, salvo a dos o tres muy espe­­­cíficos. El de Merit­­xell era muy específico. Bajo, rojo, brillante. Una puerta en cada lado. Y un caba­­­llo de acero er­guido sobre una matrícula del Principat d'Andorra.
-¿Es un Ferrari?
-Hecho y derecho. No pongas esa cara, hombre. Por aquí no se ven muchos, ya lo sé, pe­ro en Andorra todo el mun­­do tie­­­ne uno. Es que allí van muy baratos. Ven­ga, su­be.
Sentí la insuperable tentación de renunciar. Con cien­­­to sesenta euros en el bols­i­llo, ¿cómo se puede viajar con una señorita podrida de di­nero que te lleva en un Ferrari? No llegué a de­cir nada, pero cerca estuve. No lo hice porque Meritxell se adelantó. Lo tendría pre­visto. En las novelas malas, cuando al­­­guna señora muy mollar es también de preocupar se le suele calificar de 'fría y calculadora', ¿verdad? Pues Me­­rit­xell quizá sea fría -en un de­terminado plano es­taba en condiciones de afir­mar que no, que de nin­guna de las maneras-, pero calculadora pueden apos­tar a que sí.
-Pongamos las cosas claras, Ramiro: mi contrato cubre todos mis gastos, incluyendo los fi­nes de semana. Es­to no lo pagas tú ni lo pago yo. Lo pa­­ga la Caja con la VISA negra que me han dado. ¿Me­jor así?
Debo aceptar que sí. Sería mentira, pero una mentira bien cocina­da. To­da­vía no sabía, por cierto, que Meritxell co­cina de maravilla.
Sentarse a la derecha de la conductora en un Ferrari modelo F430 -el más hu­mil­de, de apenas quinientos caballos, según me hizo sa­ber-, es una expe­­riencia so­bre­co­ge­do­ra. Mística. Digna de ser vivida. De ahí que no le quitase ojo. A Merit­­xell. Retrepada muy atrás, los brazos extendidos casi tan lar­gos como eran, rela­jada y sonriente, pulsó un botón y la bes­tia cobró vida. Una bestia que bramaba de un modo que también era novedad en la mía.
Relájate y disfruta, tío. Cuando menos, algo quedará para contar a los nietos.
A los dos días regresábamos desde Vetusta, histo­ria que le ha­bía contado sin arrancarle un bostezo, lo cual me hizo pensar que igual sí, que igual se había ena­morado de un servidor. En general, no hay nada más plasta que un profesor de literatura largando sobre Clarín y su engendro de bandera, y más si de paso preten­­de ajustar cuentas con una mu­jer capaz de ir de León a Ovie­do en poco más de me­dia ho­ra. No se trataba de que hubiera pasado miedo ‑Me­ritxell conduce de ma­­­ravilla; com tots els andorrans, explicaba-, pero sí de po­­­ner de mani­fiesto que yo también era capaz de torturar, si­quiera un po­quito.
-¿Te importa que vayamos por Pajares? Los de la Caja me han di­cho que tiene unos repechos y unas curvas que te cagas. Me muero de ga­nas de hacérmelo.
Las curvas de Pajares de veras merecen la unidad de valoración que Meritxell les aplicaba. Las conocía, de no pocos viajes al Gijón de antes de la A-66. Las sabía peligrosas. Difíciles. De matarse, vaya. Y eso a ritmo de auto­bús. Sú­ban­­se aho­ra en un Ferrari que corona las ram­pas del 17% por encima de los dos­cien­tos a la hora y que toma las curvas como las tomaría Fer­nando Alonso si fuese un poco más macho de lo que sin duda es, y podrán hacerse cargo de mis emo­ciones.
-¿No te preocupan los radares, y los puntos?
-No. Esas cabronadas son para los cochecillos indígenas, no pa­ra los Ferraris extran­jeros. Los únicos radares a temer son los móviles, por­que si te cazan hay una pareja de la Guar­dia Civil que te para, te iden­tifi­ca y te de­­­­nun­­cia, y si se po­ne tonta pues hasta te ha­ce pagar, pe­­­ro son po­­­cos, y como su función es recau­dar, porque la seguridad les importa un pito, en el último sitio don­­de los pondrí­­­an es en la su­­bida de Pajares. ¿Mi carnet, di­ces? Tengo dos, el es­pa­­ñol y el del Prin­­­­­­­cipat. Si hay al­­go bue­no, en esto y en todo, es poder ele­gir.
Me lo quedé pensando, sin osar preguntar. No sólo por evi­­tar cualquier cosa que le impacientase -lo primero que apren­­dí de Meritxell fue a te­merla-, sino porque si ves que la aguja del velocí­me­tro coquetea con los doscientos, siendo la N-630 como es, lo poquito que se parece a un circuito de carre­­ras, lo normal es que te calles. En todo caso, que reces. Tam­bién, que refle­xio­­nes. Meritxell no sólo nació en la Seu d'Ur­­­gell, sino que había sido cien por cien españo­la los pri­me­ros veintiséis años de su vida. De ahí que me pa­­reciera sig­­ni­fi­­ca­tivo su no sen­tirse indígena, su no considerarse De Aquí. Lo malo era no comprender qué podría significar.
Según pasaban las semanas fui sabiendo que a Meritxell le gustaban más cosas que su trabajo, charlar, ver mun­do, conducir muy deprisa, co­mer bien, beber mejor y ganar bu­­­­­­rra­das de dine­ro. Adoraba co­­cinar -tras una com­pra minuciosa en el mer­­ca­di­llo de la Pla­za Ma­yor; ella sólo come cosas fres­cas-, y com­par­tir la ba­ñe­ra, y las ve­ladas de una pe­li por la tele, los dos en ropajes mí­nimos o en no ro­pa­­jes, y cuando se ter­cia­­ba de­jarse llevar por los sentidos, y por su imagi­na­ción, ­que so­lía ser la de los dos. El se­­xo. Lo disfru­ta­­ba en ese mo­do pro­­­­­fun­do, ha­­cia den­­­tro, de la que ha sabido conver­tir el amor en arte. Una sorpre­sa para mí, pues al fin y al cabo soy un tipo nor­mal, como to­dos, y los hom­­­bres nor­males ten­de­mos a ser ego­ístas, a concentrar­­nos en nosotros mismos, a no ser parti­da­­rios de relajar­nos sin ha­cer na­da, só­­­lo amar horas y horas, que no es sólo for­­nicar ho­­ras y ho­­­ras. Me­rit­xell domi­na­ba el arte de hacer que durase, ahora de­pri­sa y aho­ra des­pa­cio, aho­ra en­cima y aho­ra debajo, ahora tú así, ahora yo asá. Dis­fruta­ba del amor de un modo que yo ja­más ha­bía vivido, y que me hacía pre­­gun­tarme có­mo ha­­­­­bría po­­dido vi­vir to­da mi vi­da sin vivir­lo, aunque alguna vez me im­pa­cien­­ta­ba, porque yo no lo interioriza­ba igual de hondo, na­da de volcar­lo to­do, men­­te y sentidos, cuer­­­po y al­ma. Yo, un tío co­rrien­­te, vulgar, de pro­­vin­cias, en oca­­­­sio­nes só­­lo que­ría pe­gar el de­finitivo arrempu­jón, co­rrer­­me co­mo Dios man­­­daba­­­ y en­gan­charme al Madrid-Barça, pe­ro ella no me de­­ja­­­­ba. Una escla­­vitud muy dul­ce, mas es­cla­vitud al fin y al ca­bo.
No todos nuestros findes eran de León, tapeo, aparta­men­to y amar­­nos hasta la des­hi­dra­­ta­ción. Meritxell conoce medio mundo, pero jamás había estado en Castilla la Vieja. Ni su historia ni sus monumentos le interesaban demasiado, pero sí sus costumbres, y sobre todo sus ri­tos, los ancestrales. Uno de los que más, si no el que más, era el de ven­di­miar. A eso se debió que nuestro segundo fin de se­­mana con Ferrari, el primero de los de octubre, marcháramos al sur, rumbo a un corderazo que daban en un lugar lla­ma­­do El Nazareno, en Roa de Duero -sus colegas de la Caja le habían explicado maravillas de cómo daban allí de comer; por si no lo he dicho ya, Me­ritxell es mujer de muy buen diente, de las que no se andan con pamplinas a la hora de masticar; es, sintetizando, lo más opuesto ima­ginable a una vegetariana mística, si no a una ve­gana insoportable-, para tras eso dedicar unas cuantas horas a las viñas, a las bode­gas, a llenar la memoria de su cá­ma­ra de imágenes insólitas y la suya personal de vivencias muy profun­das. Fueron doscientos y pico kiló­metros volando por carreteras co­mar­cales -Meritxell detesta las auto­­pis­tas; ir por ellas, explicaba, no es viajar, y menos aún conducir; sólo es desplazarse-, parando en cada pue­blo de los muchos que cap­ta­ban su atención -no la mía; ésta era só­lo para ella- y empapándose de una tierra que hasta ese día yo no ha­bía sabido contemplar con los ojos de niño que me re­galaba Meritxell.
A lo largo de la vida, sospecho, los más afortunados viven mo­men­tos que sobre la marcha intuyen irrepetibles, por mágicos. Por mara­villosos, por indescriptibles, por estre­me­cedores. No creo que la Pro­vi­dencia los regale a todo el mundo, de modo que doy gracias a quien sea porque al menos haya vivido el de seguir a Meritxell entre las hileras de unas vides viejas de siglo y pico, plantadas en vaso, de cu­­­yas ramas colgaban abigarrados racimos de uvas tintas, las que a su de­bido tiempo darían lugar a un gran vino de la Ribe­ra. Ha­bíamos dejado el Ferrari aparcado de cualquier modo junto a dos tractores estrechu­jos, los que remolcan volquetes tam­poco muy anchos, esos donde los vendimia­dores arrojan los racimos para lue­­­go, cuando ya no cabe mucho más, lle­varlos a la bodega y allí dar prin­­cipio al milagro que al cabo de unos años los convertiría en botellas carísimas, si no en im­paga­ble pecado mortal. Seguir a Meritxell entre las vides -a prudente distan­cia; no es mujer para respirar en su morri­­llo-, admirado de la gracia de sus movimientos, ora rodilla en tie­rra pa­ra fotografiar un racimo des­de ángulos im­posibles, ora en pie aunque doblada sobre su cintura para estudiar los mon­toncitos de uvas ol­vidados en el suelo -'son del acla­reo de racimos, señorita; los arrancamos de las vides un mes antes de vendi­miar porque no son tan buenos como los otros, pa­ra que no se co­man el azúcar y los nutrientes que produce la planta', se lo explicaba un vendimia­dor sudo­roso, encantado de que una guapísima mujer recién bajada de un Fe­rrari co­lor fuego mostrase tanta curiosidad por la forma en que se ga­naba él su muy humilde vi­da-, y ora saltando entre las hi­leras de vides, sin duda que tratando de fijarlas en su mente, y todo ello al tiempo de verla bañada en una luz de atardecer y sol entre­ve­lado, un sol que se divertía iluminando de cuando en cuando sus ca­be­llos, ha­cién­do­los brillar en tonali­da­des que yo ignoraba se pudieran des­­­cribir… fue la experiencia más conmovedora, más arrebatadora que yo había vi­vido en los treinta y tres años de mi vida, y que pesimis­ta, como buen filósofo, sospechaba que jamás viviría otra vez.
A la noche, hospedados en el hotel de una gran bodega cercana, uno cuya especialidad eran las bodas -no había nin­guna ese día, de mo­do que a Meritxell y a su VISA no les costó con­seguir la mejor de sus suites nupciales-, nos ama­mos de un mo­do que, al menos por mi parte, ni siquie­ra sospechaba que pu­die­ra ser po­sible. Amor, es la palabra. O lo fue. Por mucho que los senti­dos se nos llevaran a los dos, yo no dejaba de saber, de vivir, que aque­llo, al menos en lo que a mí me tocaba, era el Amor llevado hasta sus últimos extremos, hasta sus últimas consecuencias; a un punto tal que incluso pensé que por parte de Meritxell lo era también.
Meritxell tampoco sabía nada de nuestro cuadran­te no­­roeste. De ahí venía que a la mí­ni­ma oportunidad de buen tiempo marcháramos al mar. El puen­te de la Constitución y la Purísima, que fue casi ve­ra­niego, quiso ir a Ga­­licia. Eligió como base de ope­ra­cio­nes la sui­te de Franco en el Para­­dor de Los Re­­yes Católicos, lo que aca­bó de ha­cerme ver que lo mío era un máster en chu­­le­ría. Ya, lo confieso, ni me aver­gon­­za­ba. Lo aceptaba con fatalismo, si no con in­diferencia.
El único de los sitios que fuimos a ver en ese puente por iniciativa mía fue Muxía. No por su be­lleza, sino porque allí pa­sé días mara­vi­­llosos de duro tra­bajo con mis entonces compañeras -las chi­­­cas, en His­­pánicas, son apabullante ma­­­yo­ría-, echando una ma­no a esa pobre gen­­te que gra­cias al Pres­tige, y a la incom­­­­pe­ten­cia de cierta clase de políticos, se había queda­do sin su medio de vi­da. Fue un tiempo muy her­­­­mo­­­so, pese a lo desa­gra­da­ble de tra­tar con hidro­car­buros cha­­pa­pó­ti­cos. La her­­­mo­­sura la poní­an los lugare­ños, con su emo­ción de com­pro­­­bar que no estaban solos, y al­guna más surgía de nuestra propia satisfacción per­so­nal, sobre to­do en el mo­men­to de ir­­nos al ca­tre, doblados de verdad pe­ro arrulla­dos por el cá­li­­do sentimiento de ha­­­ber mos­­trado al mundo entero el signi­ficado de la pala­bra Solidari­­dad.
Meritxell escuchaba en silencio, entretenida en devorar un lubri­gan­te colosal que nos habían remolcado hasta la mesa. Estaba muy gua­­pa. Le habían sen­tado bien los días de sol y mar que llevábamos allí, tan sorprendente­mente cá­­­­li­dos que has­­ta nos dieron pa­ra reto­­zar unas horas por la Lanzada, ves­­tidos de Adán y Eva. Una vivencia en la que yo debuta­ba, y pa­­ra mi sor­pre­sa sin rubor. Me sen­­tía, y qué duro re­sul­ta decirlo, pro­te­gi­do. A salvo. Con Me­­rit­xell a mi la­do na­da ma­­lo me podría su­ce­der. Curioso senti­mien­to, ¿ver­dad? Por de­más im­pro­pio de un recio va­rón. Sería más natural en una da­mi­se­la encan­di­la­­da.
-¿Y no os pagaron?
-No, claro. Éramos voluntarios. Fuimos allí por solidari­dad con aquellos desdichados. ¿Te sue­na eso?
Lo dije un punto irritado. Había esperado que la histo­­ria le con­­mo­viera, y aún sin que se le saltaran las lágrimas mos­tra­se algún gesto de re­­­­conocimiento. Pues no. Su to­no me hacía pensar que sólo ha­bía hecho el primo. El idiota.
-Sí. Es obtener gratis de los ingenuos aquello por lo que no se quie­­re pagar a los profesionales. Si vuestro gobier­no hubiera teni­do una míni­ma decencia se habría sa­ca­do de la Sección 31 un crédito extraordinario con el que pagar unos meses a unos cuantos miles de sin­­pa­pe­les para que limpiaran al Karcher toda esa por­quería, en vez de abu­­­sar de los pobres sol­daditos, que no se alistaron para eso, y de los mi­­les de bien­in­ten­cionados que vinísteis aquí engañados malamente.
Me costó responder. La quería con locura, como ja­más quise a na­­­die y como jamás querré a nadie, pero eso me parecía de­ma­sia­do.
-Así que tú piensas que nada debe hacerse gratis. Que hay que cobrar por todo. Que sentirse solidario es pro­pio de imbéciles, vaya.
-No pretendo generalizar. Mi tendencia natural es a cobrar inclu­so por dar los buenos días, pero no siempre puede ser así. Es co­mo si ves incendiarse la casa del vecino. Lo na­tural es echar una mano, aun­que sólo por si el fuego se corre después a la tuya. Que la soli­da­ri­dad sea co­­sa de im­bé­ci­les... pues mira, no sabría qué decir­te. Alguna vez pue­de que no, pe­ro la mayoría de las veces no es más que otra de las herra­mientas que usa El Poder para manipular a los infe­­­li­ces. A ma­­yor la solidaridad de los ad­minis­trados más pasta queda pa­ra com­prar mo­delazos a las in­fantitas, ¿ver­­dad? ‑me fue imposible no reír, pe­se al ci­nismo con que Merit­xell abusaba de mis cando­rosas convicciones repu­bli­ca­nas-. No estoy contra la bon­­­­dad. Me pa­rece bien que las per­so­nas sean buenas y decentes. De no ser así os subirían el IVA. ¿Que no lo entiendes? Pues no pue­de ser más fácil: allá donde la ino­cencia, la bondad y la generosi­dad son ma­­­yo­res, más bajos son los pre­­cios y me­nos cuesta llevarse al huer­­to a las muche­dum­­­­­bres. De ahí que las za­pa­­tillas que llevas puestas te ha­yan salido por cinco euros ‑cierto; había pa­gado eso en el mer­ca­di­llo de Cam­­­bados-. Es porque las han co­­­­­sido unos cuan­tos ni­ños ben­­galíes en algún tambucho de Bangla Desh. Todos bue­­ní­si­mos, to­­dos inocentes y to­dos muer­tos de ham­­bre, igual que sus pa­pás. De ahí que me sitúe a favor de la bondad. La de los de­más. ¿La mía, dices? Só­lo en tan­to me inte­re­se. De nin­­­gún modo pien­­so per­mi­tir que se aprove­chen de mi tra­bajo, ni de mis aho­rros, por lo que opinen otros de qué cosa es la solidaridad. Si alguien quiere algo de mí, que lo pague al pre­cio que yo fije. Oferta y de­­­manda, ya lo ves.
-¿Yo también soy oferta y demanda?
Se lo quedó pensando. Casi un minuto.
-Tú eres alguien a quien quiero, y cuando se quiere no hay precios. Hay goce, pla­cer, alegría, bienestar... hay sen­tirse muy bien. Hay ser feliz, si lo quieres así.
-Nunca me has dicho que me quieres.
-Son cosas que no hace falta decir. Entre otras cosas, porque cuan­do hace falta es que ya no son verdad. Piénsa­lo, si no: ¿alguna vez me lo has dicho tú?
Reflexioné. Pues no, aunque por otra razón, no sabía bien cuál. Quizá porque me diera vergüenza, o por no querer sentirme tan entregado, y hasta pudiera ser que por no espan­tarla si, como sospecha­ba, Meritxell quisiera mantener los límites de nuestra relación en un puro asunto de coyunda des­madrada y fines de sema­na con Ferrari, de modo que sintie­ra un súbito repelús al verse junto a un pavo ena­­mo­rado sin remedio y me pusiera en la calle de una patada en el culo.
-No, cierto.
-¿Lo ves? No nos hace falta. Por eso estamos bien.
-¿Y cuánto tiempo estaremos bien? ¿Qué pasará cuan­do a la Ca­ja le funcione su Gran Hermano? ¿Te irás?
Sorbía una de las bocas del lubrigante, pensativa. Lo justo, quizá, para responder sin emoción.
-Sí. Probablemente a Bergen, aunque todavía no lo he de­cidido. Un proyecto muy bonito, en la universidad. Crear un big data multi­me­dia para ser usado desde todas las faculta­des y todos los campus, el de Ber­gen y el de las de­­más univer­sidades noruegas. Una preciosidad, aun­que tiene un proble­ma: pagan poco; al menos, para mí es poco. La je­fe de pro­yecto, la que me ha lla­mado, me conoce desde los tiempos de Veritas. Acepta que la paga no es excesiva, pero en compensa­ción ofre­­ce pres­tigio, el de sa­­­car ade­­­lante algo que no ha he­­cho nadie, nunca, en ningún sitio. Me lo estoy pen­­­­san­do, ya te digo, aun­que sigo sin verlo claro. Mejor que no hacer na­da sí es, pe­­ro no quie­ro comprometer­me un año. He pedido derecho a ser libre cada tres me­­ses, pe­ro ella no traga. O no traga su rector. No quieren quedarse tirados, co­­mo es natu­­ral. Ya ves, la dura vida del free­lance no es nada sencilla.
Tono tranquilo, pausado. Cien por cien profesional. Co­mo dan­do a entender que no tomaba mi pregunta por donde yo quería, sino por donde a ella le convenía.
-¿Y qué haré cuando te vayas? Porque te irás en cualquier caso, ¿verdad? -asin­tió, seria; los ojos muy abiertos y la boca bien cerra­da-. ¿Hay alguna esperanza de que te quedes?
-¿Y qué haría yo en León, me lo quieres explicar? ¿Aceptar un empleo en la Ca­­ja? Me lo han ofrecido, por cierto. Categoría de subdirector, noventa mil euros al año, un Mon­deo y hasta quinientos mil de crédito hipotecario al cero por ciento, siem­pre y cuando me com­­pre un piso de los suyos. Dime, ¿tú lo aceptarías?
Preferí callar que a ojos cerrados y dando saltos morta­les mientras batía palmas con las orejas. Meritxell no estaba muy al tan­to de lo poco que gana un profesor universitario.
-En la vida no todo es dinero, Meritxell.
-Cierto. Hace poco me ofrecieron el mejor contrato de mi vida: dos años en Jeddah, con una consultora holandesa que ha ganado un concurso de Saudi Airli­nes. Millón y medio de dólares. Es­ta­­tus de princesa. Casa con pis­­ci­na, tres mujeras de servicio, Bentley a la puer­­ta, chófer, guar­­daespaldas y derecho a una se­ma­na de vacacio­nes allá don­de vola­se Saudi por cada seis de tra­­ba­jo. Una sola condi­ción: asu­­mir que las mujeres, allí, somos me­nos que los pe­­rros. No só­lo no podría con­­du­cir ni echar un trago de vez en cuan­­­­do, si­no que debería ponerme lo que se ponen las sau­­dí­es, el hiyab y las aba­­­­yas de los hue­vos. Pues leches. No tra­gué, ni si­­quie­­ra cuan­­do pu­sie­ron medio mi­­­llón más encima de la me­­sa. Para mí no todo es dinero, ya lo ves, pero en mi vi­da es un com­­ponente de im­por­tan­cia ca­­­pital. Es la llave de mi libertad. De ha­cer lo que me dé la gana. No voy a cam­biar mi manera de vi­vir por una plá­ci­da exis­­tencia pro­­­vin­­cia­­­na, con to­do lo ma­ra­villosa que pue­da ser León. Me gusta, sí, pero por­­que só­­­lo son seis meses. Si fuera de por vida me largaría en el acto.
Me lo quedé pensando. No eran buenas condiciones ambien­­ta­les para pre­gun­tarle qué tal vería casarse conmigo, tener muchos crí­os y ser la encantadora se­ñora de un probable catedrático, así que con esfuer­zo renuncié a saber qué pasa cuando por primera vez en tu vida propones santo matrimonio y al momento se te mean en la chistera.
-También podría irme yo contigo.
-¿Y qué harías en Bergen? ¿De qué vi­virías? Ni hablas inglés ni ha­blas noruego. Tus posibilidades de conse­guir una plaza de lector de castellano en la universidad son nulas, por­que no las hay. ¿A qué te dedi­­­­carías? ¿A pasarte las horas y los días espe­­­ran­do a que yo volviera del trabajo?
El tono apenas se le había endurecido, pero en lo que yo ya sabía de su per­so­na­lidad la sabía capaz de dar por cerrada nuestra historia en ese mismo instante, así que no insistí. Me limité a mi­rar al mar, al tiem­po de componer una expre­sión triste y de­so­lada que me que­da muy bien. Con la ma­yo­ría de las mu­jeres, sobre todo si me quie­­ren un po­­qui­to, sue­le funcionar, aunque con Merit­xell no me hacía ilu­sio­­nes. Só­­lo me hi­ce alguna cuando, a la semana de comen­zar, me dio una lla­ve de su piso, por si algún vier­­nes ella volvía tarde y yo prefería esperar allí, a lo cuál correspondí dán­dole la de mi casa, donde a veces nos que­­dá­bamos por darnos pere­za vol­­­­­ver a la su­ya desde Consistorio, nues­tro pub fa­vorito. Curio­­samente, a ella no le repug­­na­ban mis hu­­mildes aposentos. Hasta le divertían. Quizá por los techos tan al­­tos, o por la bañera decimonónica, o por ser un primer piso y es­tar a la vis­ta de todo el mundo, sobre to­do si abríamos las ven­­­­ta­nas... qué se yo. Lo que no le gusta­ba era mi PC. Pero cómo pue­des seguir con esto, se asombraba frente a las borrosas te­clas de mi vetusto AT, he­­­ren­­­cia de Gadea. Salvo eso to­­­do pa­re­­cía encantarle, y quizá lo que más la colec­ción de sar­tenes y ca­cerolas de hie­rro for­­jado que mi abuela me había dejado con la ca­sa. Con ésto sí que se debe de guisar bien, había dicho alguna vez, aunque sin pa­sar de ahí. Aún no lo sabía, pero ahora ya sé que me moriré sin probar una escu­de­lla del Alt Empor­­­dà guisada en una cacerola castellana vieja de cien años.
Fue nuestro primer nubarrón. Temía que tardara en des­­va­ne­cer­se, aunque gracias a los dioses me confundí. Aca­ba­mos en silen­cio el lu­brigante monstruo­so, pero a media tarta de Santiago -sigo sin sa­ber dónde lo echaba; de to­dos sus misterios era el más impenetra­ble- volvió a salir el sol. El de su sonrisa, la de co­mentar que la luz de aque­lla tar­de parecía lla­mar a gritos a su cámara tremenda. Me que­ría inmor­­tali­zar. 'Por si no te lo han di­­cho nunca, eres un hom­bre gua­pí­­si­mo. De verdad que nos vuel­ves lo­cas. A la Pentax y a mí'.
Los domingos, al volver de las escapadas, ella dejaba el coche cerca de mi casa, para que no tuviera yo que andar car­­ga­do con mis cosas. No le preo­cu­paba que pudiesen hacer­­le algo. La en­vidia es muy mala, y la tentación de rayar un Fe­rrari puede ser muy fuerte para se­gún qué infraseres -soy de­­voto de Nietzsche-, pe­ro a ella le daba igual. No pensaba vol­verse una esclava de su co­che, por mu­­­cha ma­la leche que anduviera suelta por las calles. Por la de San Lo­renzo ca­­­mi­­ná­ba­­mos los dos, muy abrazados. La llevaba del hom­bro, ella me afe­rra­ba la cin­tura y así componíamos un cua­dro muy pare­cido al de cual­quier pareja de no­vios en lo mejor y más bonito de su rela­­­ción. A me­nu­do nos cruzába­mos con mi gente. Pa­rientes, com­pa­­ñe­ros, amigos, alum­nos, ve­cinos y simples co­­­­no­ci­dos. A ella no le da­ba cor­­­te ser iden­ti­­­fi­ca­da como la chi­ca de Ra­mi­ro. Sabía lo que de ve­ras era y le tenía sin cuida­­­­do có­­mo la vie­ran los demás. De ahí que sa­lu­­da­ra con naturalidad a la gente de la Caja, que también nos la cru­zá­ba­­­mos en ese pue­blo pequeño que ojalá León nunca deje de ser.
-La Navidad ya está encima, y con ella sus horrores. ¿Qué piensas hacer? ¿Ir a Girona, con tu madre?
-No. Y menos con mi padre. No por ellos, ni por sus pa­rejas. Por mis her­ma­­nos. Soy ma­yor que todos ellos, no ten­go nada que contarles y no quiero que me abu­rran ex­pli­cán­dome chorradas. Son tan cor­titos que me sa­turan a los diez minu­­­­tos. De ahí que nunca pise sus ca­sas. Cuando quie­ro ver a mi padre, o a mi ma­dre, les mando un billete de avión. Es frío, ya lo sé, pero es que yo también soy fría.
No quería darle la razón, pese a ser claro que la tenía. Prefería engañarme y pensar que sólo le gustaba verse así.
-¿Dónde dejas tus cosas, entonces? En tu piso, y salvo tu ropa, no hay nada de nada.
-Todo lo guardo en Soldeu. Tengo allí una casa. De pie­dra, gran­­de, soleada, con una parcela inmensa y unas vistas pre­­ciosas. Mi pa­dre me da la vara con que la ponga en al­quiler, pe­ro aún perdien­­do di­­­nero pre­­fiero reservar­la para mí. No sé si a ti te pasa, pero yo, cuando me da la neura, ne­­cesito escon­der­me. Desaparecer. En mi cue­va. Una que nadie se­­­pa dón­de cáe. Sal­vo tú, si quieres venir algún día.
Lo decía, mimosa, con el hociquillo pegado a mi mejilla. No era lo habitual. Sal­­­vo en condiciones de zafarrancho amoroso Meritxell era muy poco cariñosa.
-También podríamos cenar juntos. En Nochebue­na.
-No dejes a los tuyos por mí. No me lo perdonaría.
-¿Te vendrías? Somos siete adultos, cuatro niños y un bom­­bo enorme, pero hay sitio para uno más. Y son gente maja. Muy aco­ge­­­­dores, como buenos leoneses. Y nada cotillas.
Se lo quedó pensando, según caminábamos envueltos en el frío del hostil diciembre leonés.
-Prefiero que no. Siendo tu familia sin duda serán en­can­­ta­do­res, pero al ser una cara nueva será inevitable que ha­gan preguntas, y si algo me molesta es ha­blar de mi vida. No quie­ro arriesgarme a pasar un mal rato, ni a que lo pa­ses tú.
Sabía de qué hablaba. Días antes, en un bar, una catedrática no muy joven, presa de curiosidad por demás provinciana, se ha­bía pa­s­a­do de preguntar, para dar­se con un latiga­zo cortante, seco, de los que no dejan más opción que un nervioso 'bueno, ya nos vere­mos otro día, que me tengo que ir'. Meritxell era muy educada, pero su ta­lan­­te natural no favorecía la comprensión franciscana de las de­­bi­li­da­des hu­­­­ma­­nas. En realidad, se parecía bastante al de los tigres de Ben­gala.
En la cena de Nochebuena todos per­cibían cuánto me costaba mos­trarme ale­­gre. Veía claro que lo nuestro te­nía fe­cha de caduci­dad, que a la vuelta de dos me­­ses Meritxell habría pasado a ser un recuerdo tan es­plen­­doroso co­mo triste, por la pena de ha­berla per­dido y por comprender que, salvo un mila­gro, para siem­pre. De ahí que mi corazón buscara ese milagro: con­tra mis raciona­­les y taca­ñas cos­tumbres, me ha­bía gastado un dineral en lotería. Suponía, en mi ena­mo­ra­da inge­nui­dad, que si ascendiese a mi­llonario por la vía del azar todo se­ría más fácil, inclu­so al ni­vel de retirarla de su lo­ca vi­da mer­­ce­na­ria, pero la Lo­te­ría sa­be muy bien dón­de ha de tocar. Tan es así que no ca­yó en León ni la pedrea.
-¿Por qué no has traído a tu chica, Mirín?
-Temía un tercer grado. Es muy reservada.
-Qué tontería. Nadie le habría preguntado nada.
Lo decía mi madre, que no habría pre­gun­tado na­da. Lo ha­rí­an por ella, bien aleccionadas, Camino, Gadea o los bra­­gazas de mis cuña­dos, que aun­­que los quiero, que son ma­­jos, buenos tíos, vienen a ser como títeres en las garras de las dos brujas. Bueno, y quién habló. Más títere que yo...
Llegué a su casa poco antes de la una. Las calles rebo­saban. Culpa de la misa del gallo, y de que acabada la cena en casa de los padres se sale a tomar una copa en la de los sue­gros, y después, si no hay críos, es momento de juntarse unos cuantos en la casa de al­gu­no, sacar la baraja, la bote­lla y jugar a las cartas hasta la ho­ra de los chu­­rros, y algunos incluso cie­­­rran un bar y celebran un anticipo de noche­vieja. Por unas co­sas o por otras to­do es­taba ilu­minado, la ca­tedral a la cabeza, y aunque caía una rasca inhumana y só­lo cami­nar sobre las bal­­­­do­sas escarchadas era un peligro de quedarse sin cuernos, cos­­ta­ba re­­sis­­tirse al he­chizo de las ca­lles. Yo marcha­ba dan­­do muchos nudos. Quería sentir a Meritxell entre mis bra­zos, de un mo­do irra­cio­­nal, de lo­­cura, y lo demás me traía sin cuidado. Al Án­gel Exter­­mi­na­dor que se hu­biera plantado en la Calle Ancha, blan­dien­do su es­­pa­da fla­­mí­ge­ra, me lo habría llevado por delan­te de una patada en lo que no tiene.
No se levantó. Estaba en la cama, la luz encen­dida, el te­levisor apa­ga­do y, contra lo habitual, no desnu­da. Sus bragonas de reglamen, nada más. Lo pre­fe­rí. Aquella noche yo no buscaba sexo. Me con­formaba con amarla, sin más.
-¿Qué te pasa?
Tenía mala cara. Por las mejillas le descendían unas ro­deras indisimulables. Meritxell, para mi gran sorpresa, era capaz de llorar.
-Nada. Que me duele mucho. Abrázame. Muy fuerte. Por favor.
Un hilillo de voz. Tenue, dulce. De niña pequeña. Otra novedad para mí.
Me tendí junto a ella. Se había dado la vuelta, pre­sen­tan­do la espalda. Seguí sus órdenes. Un brazo bajo la almo­ha­da, ofreciendo un pul­gar al que se aga­rró de inmedia­to. La ma­no del otro cogiéndole un pe­cho como se le coge un pecho a la mujer de uno. A la esposa de uno. Un tier­no beso en un cogote que tuvo la gran delicadeza de ahue­carse.
-¿Tú me quieres, Ramiro?
-Más que a mi vida.
Me dormí pensando que quizá eso era el mi­lagro. El de Nochebue­­­­na. Pues no. Sería una bro­ma hormonal, porque a la mañana siguien­te Meritxell era, otra vez, la de siempre. Lo demostró trayéndome a la ca­­­ma el de­sayuno, y con él una caja tamaño ros­cón.
-Tu regalo. El de Sankt Nicklaus.
Abrí la caja, con torpeza de niño pequeño. Un portátil Toshiba con pinta de carísimo. Me la que­­dé mirando, ató­­­­ni­to.
-No me mires así, que no es para tanto. Una oferta de Me­dia Markt. Como lo acaban de abrir tienen precios feno­me­­­nales. Y tú, ade­más, no puedes seguir con la reliquia esa de tu hermana. Es técnica­mente impo­sible componer buena poe­sía con un 80388, no sé si lo sa­bes. Para que salgan poemas decentes hace falta un i7, por lo menos.
Capitulé. Cómo no hacerlo ante aquella sonrisa desar­man­te, un al­bornoz que se abría de un modo indecente y la constatación inmediata de que las bragonas disuasorias yacían en el averno de la ropa su­­cia. Mantequilla derretida, en sus manos. Lo que siempre fui con ella.
Si Nochebuena y Navidad fueron dos días átonos, repartidos entre la tristeza personal y la melancolía natural de una León que bajo la nie­ve y la ventisca resulta por demás aconsejable a los que gocen de tendencias suicidas, Nochevieja fue otra cosa. Una más de las sorpre­sas de Meritxell. El vier­nes 28, el día que de ve­ras merecería ser mi san­to, me sue­na el móvil a la una, como siempre.
-A las cinco me paso por tu casa. Estarás preparado, con tus cosas para cinco no­­­­ches. Traje oscuro, corbatas, camisas blancas y zapatos de­centes. Si tienes un smoking, aún mejor. Ni protestes ni te resistas, que te dará igual.
-¿Adónde me llevas, esta vez?
-Biarritz. Hôtel du Palais. Cotillón estilo Belle Époque. Todo es Be­­lle Époque en ese hotel. Todo es Belle Époque en Biarritz. La propia Bia­­rritz es la Belle Époque, que por Noche­vie­ja resucita. Te fascinará.
Imposible resistir. Qué más me daba. Yo ha­­bía pa­­­sado a formar par­­­­te de una ilusión. De un hologra­ma sentimental. Merit­­xell era consciente, desde aquel primer día en la catedral, de que nuestro amor duraría seis me­­ses. Si quería redon­dear ese tiempo con una no­chevieja en gran es­tilo, pues adelante. No sería por mí que no se lle­va­ra un buen recuerdo. El de la más enamorada de las compañías en una suite de dos mil euros la noche. Pa­ra ella, calderilla. Un decorado de lujo para los úl­timos y más resplan­de­cien­­tes ful­­go­­­­res de un amor que desde ahí comenzaría, suavemente, a desvane­cer­­se.
Si les gusta el cine quizá convengan conmigo en que hay un te­ma sutil que de un modo recurrente se repite y se re­pite, siempre con éxito aunque de un modo es­­paciado, para no saturar el mercado del la­cri­mal. Es el del indi­­­viduo misterioso que llega sin ser esperado a un lu­gar hostil donde habitan almas buenas. Allí ha­ce lo que tenga que ha­cer, por lo general una carnicería, y tras destrozar el al­ma de la chica se lar­ga con carita de pena. Recuerdo aho­ra mismo Raí­ces pro­fun­­das, don­de Alan Ladd vol­vía del revés a una Jean Ar­thur tirando a hombruna y muy pa­sada de fecha; Único testi­go, en la que Ha­rrison Ford se marchaba del paraíso amish dejando tras él una Ke­lly McGillis incendia­da de los bajos; Starman, donde Jeff Brid­­ges hacía de alien reen­car­na­­do en un di­funto marido de Karen Allen, a la cual aban­do­naba tras resuci­tarla y pre­ñar­­la, no recuerdo en qué or­den, y El jinete pálido, una del oeste don­de Clint Eas­t­wood era un pre­­­dicador que tras car­gar­se ochen­ta pisto­leros se las pi­ra de­­­jan­do a la espalda no uno, sino dos co­ra­zones mal­he­ri­dos. ¿Las han visto? Si es así no discre­­­pa­rán si lla­­mo su atención sobre un he­cho: el extraño que llega, ena­­mo­­ra y se hace hu­mo es eso: un ex­tra­ño. Las que se que­dan son débiles mu­jeres enamo­­ra­das. Sólo recuerdo una excep­ción: Una ex­traña en­tre no­­sotros, don­de Me­­­lanie Gri­f­­fith es una turbulenta policía del NYPD que se ca­­mufla de ju­día para in­ves­ti­gar la comunidad de joyeros de la ca­­­lle 47; lo malo pa­­ra ella es que acaba per­dien­do las bragas por un gua­­­písimo ra­bi­­­no que, tras pen­­­­sár­selo, pre­fiere quedarse con una de su barrio, de modo que la pobre Mela­nie es la que se marcha con el al­ma en car­ne vi­va. Co­mo ven, la ley es implacable: las peca­do­ras pur­­­gan su desatino que­­­dán­do­se tiradas. Pues en la vida real, leches. El que ya tenía el corazón pa­­ra el des­­gua­ce, con alta pro­­­­ba­­­bilidad de ir a peor, era yo. La ex­tra­te­rres­­­tre segui­­ría dan­­do sus ór­bi­tas in­di­­­­­fe­ren­­te a que aquí de­jaba la ú­l­ti­ma de sus víc­­timas. Di­go úl­­tima por­que me ju­ga­­­ría la cá­tedra que aún no tengo a que hay más. Merit­xell es una estrella erran­­­­­­te, un buque fan­­tasma que hoy toca en un puer­to y maña­na en otro. Donde lle­­­ga nun­­ca conoce a nadie, salvo a los del tra­­­ba­jo, y con és­­­­tos no quie­­­re líos. Bus­­ca ti­pos como yo, pa­cí­­fi­cos, ino­fen­si­vos, agradables, cul­­tos, su­mi­sos, de bue­­na con­­­­ver­sa­­ción, gua­­­petes, pa­cien­tes y que no fo­­llen mal del to­­­do, y no se to­­­men es­­to como automar­­ke­ting des­vergonzado, por­que sólo fue­ron las tristes razones de ser ele­gi­­do zánga­no pre­­­ferencial para seis meses improrrogables. Su­pon­­go que a eso se debe me ha­ya tra­ta­do con tan exqui­sito cui­da­do en los detalles. Una ma­­­ne­­ra co­­mo cual­­quier otra de agradecer los servi­cios prestados, digo yo.
El segundo domingo de un febrero tristón y lluvioso, en su cama, mirando al techo y hasta entonces sin hablar me dejé llevar por una curiosidad imprudente. Menciono que nos hallábamos en silencio porque apenas un mes antes sólo parába­­­­mos de hablar para dormir y pa­ra lo otro. Es algo que había olvidado señalar­, y es importante, porque define cómo actúa Meritxell. En absoluto es mala con­ver­­sa­­do­ra, pe­ro lo su­­yo no es hablar. Es escuchar. Podía yo largar horas y horas de li­­tera­­tu­ra, de filosofía o de lo que fuera, que no interrumpía salvo lo justo para que yo deja­se claro algo que no hubiera explicado bien, alguna vez a pro­pósi­­to, a fin de comprobar que me seguía, que no estaba en las Batuecas. Merit­xell ab­­­sor­­­be todo lo que se le dice si de veras le in­tere­sa, y las hu­­­­ma­­nidades, al menos las mías, pa­recían hacerlo. Se no­taba cuando al hi­lo de cual­quier cosa me salía con algo que semanas an­­­tes ha­bía yo comentado co­mo al desgaire, sin darle importan­cia. Era inquie­tante, porque po­­nía de manifiesto que su per­sonalidad era como una cebo­lla. Cada capa re­pre­sentaba un área de co­no­ci­mien­to, lo mismo da­ba que fue­ra literatura, filoso­fía, his­to­ria, música, pintura, cine, tea­tro y hasta fútbol; las dos primeras eran mías, de forma que las demás serían de otros. Así pa­­saba, que con el pa­so de los días veía con crecien­te claridad que la única huella que dejaría en Me­rit­xell se­ría una nueva espiral en su corteza, como si ella fuera una se­­­quoia del in­te­lec­to y yo el po­bre bobo que había tenido el privilegio de regar­­la una tem­pora­da, como algunos lo hi­cie­ron antes y otros lo harían des­pués.
-¿Alguna vez te has planteado tener hijos?
-No -temía que de ahí no pasara; su creciente afición a los mono­sílabos era otro síntoma de que la llama iba llegando al final de la cande­la-.Ya me han contado que las mu­jeres padecemos un reloj bioló­gi­co que despierta un buen día y por su culpa nos entran unas ganas lo­cas de que nos preñen, pero no es mi caso. Carezco de instinto mater­­nal. No tengo el menor deseo de saber cómo se ges­ta, ni se alum­­bra, ni se cría, y en cuanto a los niños no es que me abu­rran, ni que no los en­tien­­­da. Sucede, simplemente, que no los aguanto. Los detesto.
-Suerte que no es un sentimiento común. Nos extinguiríamos.
-No es cosa biológica, Ramiro. Es que a mayor la cultura, y la in­­­dependen­cia, menos toleras volverte una esclava. Con el tiempo sólo ha­brá dos clases de mujeres: las que aceptan la vida someti­da de las ma­­­dres de familia y las que no. Más o menos, lo que ocurre con las yeguas pura sangre. Unas corren toda su vida y otras son re­tiradas a los cuatro años para que se vuelvan simples y resignadas hembras de cría.
-Según eso se perdería la herencia genética de los me­jores ejem­plares, ¿no?
-Al cincuenta por ciento. Los caballeros siempre haréis falta para lo po­­co que hacéis falta. En cuanto a la otra mi­tad... pues sí, es verdad, aunque si la pér­di­da llegase a ser agobiante siempre se podría do­nar al­gún ovulillo que otro. En cual­quier caso, y con una población de seis mil millo­nes y subien­do, que unas cuan­tas abdiquemos de procrear no será un pro­blema para la especie, ¿no te parece?
Una más de sus salidas cínicas, aun­que aquella vez no me hi­zo reír. Quizá por ser uno de los po­cos cartuchos que me que­daban.
-¿Qué te pasa? ¿Te has quedado mal?
No, no me había quedado mal. No en el plano fisioló­gico. El amor con Merit­xell siempre fue satisfactorio. Mejor: siempre fue fantás­tico. De donde andaba regu­lar era del cora­zón. Terminado el último arre­bato vespertino quedaba poco más que ducharse, vestirse y pirarse. Hasta el vier­­nes, y ya se­ría el antepenúltimo del breve tiempo que los dioses nos ha­bían con­ce­dido. Rectifico: mis dioses. Meritxell no te­­nía dio­ses. Ella era la dio­sa de su paraíso. Un paraíso donde tomaba lo que le ape­­te­cía, y punto. Se­ría para envidiarla, si bien para eso era necesario ser co­mo ella. Yo ja­más lo sería. En Biarritz me contó que los tipos de In­­for­mix le midieron el IQ antes de contratarla. 160. Quizá más, porque ahí se aca­ba­ba el test. Yo no tenía la me­nor idea de cuál se­ría el mío, aunque me podría en­terar. El colega de Psicolo­gía cuenta con diversas ba­­te­rías para de­terminarlo, unas más adapta­das que otras a los diversos tipos de hu­ma­­nos. Me pa­só la que se ajus­taba mejor a los hom­bres de le­tras, conscientes los dos de que las ma­te­má­ti­cas me detestan, aún más que los coches. 119. Fue lo que acabó de minarme la mo­ral.
-¿Sabes ya cuándo te vas?
-No. Mi contrato acaba el viernes 29 o el día que se celebren las pruebas de acep­tación, lo que llegue antes. A mí ya me anda todo, pero los de la Caja son unos vagos, aparte de que se les hacen los dedos huéspedes de pensar que se que­dan solos. Igual me tienen has­ta el diez, o el quince. A saber.
-¿Afectará eso a lo de Bergen?
-Ya no hay Bergen. Estaba por claudicar, pero me llegó un mail de Lufthansa-Frankfurt. Quieren un sis­tema co­mo el de Qantas, aunque a su escala, en sus volúmenes, y son diez o doce veces ma­yores. Lo quieren, además, en todos los idiomas de la UE, y en ruso también. Será como año y medio de curre ti­ran­do por bajo, quizá dos. Y un super­­pas­tón. Veinte veces más de lo que paga la pobre universidad. Cuan­do se lo dije a la noruega pilló un rebote colosal. Se queda con el culo al aire, me temo. Pobrecilla. Su rector la despellejará.
-Érais muy amigas, ¿no?
-Más que amigas, pero a la hora de la pasta eso no cuen­ta. Es algo que en Andorra no se aprende. Se mama.
Yo reflexionaba, sin atender a la interesante derivada que se aca­ba­ba de insinuar. Tenía una idea.
-Frankfurt está más cerca que Bergen. Y los alemanes no desde­ñan el es­pa­ñol. Tan es así que los del Instituto Cervan­tes acaban de abrir allí una sede. Lo sé porque hace unos meses nos pasaron una circu­­lar, por si alguien se quería in­cor­po­rar. Igual estoy a tiempo de conse­­guir una plaza. Con un curriculum de dos carreras y un doctora­do, y ocho años de docente, les costa­ría decirme que no.
Según hablaba, me convencía. Y me ilusionaba. Volví a la realidad cuando Meritxell se levantó. No me mi­raba. Pare­cía entretenida en hurgar en un cajón de la có­mo­­da. Vista desde mi almohada, en su espléndida desnudez, inclinada de un modo que ponía de re­lieve la grupa más sobre­natural que imaginarse pueda, sen­tí encen­dérseme la llama del deseo, el de la urgencia nefanda. No caí en que no era casuali­­dad. Ella bien sa­bía có­mo encenderme. Cómo distraer­me.
-Anda, si el caballero se me ha puesto en primer tiempo de salu­do… pues a ver si me coges.
Salió corriendo, entre risas y hacia la ducha. Yo, tras ella, como el borrego tontorrón que ja­más he dejado de ser. Ho­ra y pico después me dejaba, con un largo beso, a cien metros de mi casa, lo más cerca que podía lle­gar con el Ferrari. No so­lía traerme, pero hacía frío y lloviznaba. 'No quie­­ro que te me aca­tarres', fue lo último que dijo, y con una rara dulzura. Sólo una vez arriba caí en que mi disquisición sobre la recién in­au­­­­­gu­rada sede del Cer­vantes había quedado en coi­tus in­­terrup­tus. Ca­si mejor, pen­sé demos­trando que mi triste 119 igual es una exageración. Así me daría tiem­­po a en­terarme bien, y el viernes lo hablaríamos.
Llegó el viernes. Con él, la confirmación del Cervantes: quedaba una plaza. Da­ba saltos de alegría. Mis alumnas lo no­­ta­ban, porque no era, el mío, el mejor talante para disertar sobre co­plas funerarias del siglo XVI. Qué bien se te ve hoy, tío -una familiaridad que mis eximios co­legas critican con dure­­za; ellos son Don Rogelio, Don Nuño y Don Sisinio, y otros patronímicos aún peores, pe­ro a mí nunca­ me gustó sus­­tentar el res­peto del alumnado en las for­­mas y los tratamien­­­tos-, ya nos conta­rás qué tomas, que parece que la prima­vera te ha llega­do, co­­mo al Corte In­­glés. En eso andábamos, muertos de risa, cuando me re­chi­­­­­na el mó­­vil. Un SMS. A las 7 en tu casa. Una con­­cisión ex­trema, pe­ro no era la pri­­me­ra vez. Alguna reunión con los pa­­­ta­nes de la Ca­ja, lo más se­guro, de las que no dejan escribir con deta­­lle. Así me fui a comer con mi madre, tan con­ten­­­to. Lucía el sol, ese de invier­no leonés que no calienta, pero que al me­nos ale­­gra. Me ha­­cía can­­tu­rrear, se lo juro. Por Dios, lo imbécil que puede ser uno.
Me quedé un buen rato con mi madre. No por abrirle mi corazón. Por el asunto finan­ciero. Había pensado alquilar mi casa. En León siem­pre hay estudiantes a la búsqueda de piso, de modo que no veía di­fí­cil conseguir una cierta renta, pero mientras no se hi­cie­ra firme ne­ce­­sitaría finan­ciación. Y era probable que no pu­diera ir a Frank­­furt con Merit­xell, en el Fe­rra­ri. Un avión des­de Madrid, sólo ida... pues ciento y pi­­co euros, qué bar­­ba­ri­­dad. Necesitaría una transfu­sión de cash, que se dice ahora. Mi ma­­dre no se mos­traba en contra. Só­lo me prevenía de iniciar operaciones sin conocer an­tes la opi­­nión de la otra parte, no me fuese a quedar en la si­tuación administrati­va cono­­­­ci­da por 'agárrate a la brocha que te qui­to la escalera'. Por lo demás, lo que le pidiera, lo que se hallara en su ma­no si de verdad yo estaba bien. Me ha­bía visto aquellos meses más alegre, más en for­ma, que nun­ca desde que la vete­­rinaria puñetera marchase hacia su Erasmus. Si tan con­ven­cido estaba de que la chi­­ca era buena, y de que me que­ría, pues ella estaría en­cantada de te­ner una terce­­ra hija. Qué me­nos, si me hacía tan feliz.
A las cinco, exultante por saber que podría contar con mil euros de apo­yo mater­­no, lle­gué a casa. No había nubes en el horizon­te, salvo la muy espesa de que si no me con­cedían un año sabático debe­ría re­nun­ciar, y perder la pla­za no só­lo era quemar las naves, sino que mis op­ciones a la cátedra, cuan­do se convo­ca­ra el concurso, serían mínimas. Mi madre lo puso de relieve, sin ensañarse. Só­lo por hacerme com­­pren­der que muy segu­­ro debería de sentirme si seguía em­­pe­ñado en ir adelante. Lo estaba, por supuesto. No había nada en el mun­do a lo que no estu­viera dispuesto a renun­ciar con tal de irme con Meritxell.
Me asustó ver lo revuelta, y lo sucia, que tenía la leonera. Incon­­­venientes de ser tan bohemio, acepté. Haría falta un buen rato para po­nerla en facha. Lo pri­mero, cam­biarme, que pasar el mocho no se de­­­be hacer en ropajes docentes. Des­­de ahí, en ese orden, baño, dor­mitorio, cocina, comedor y, para terminar, el cuartito don­de me reco­gía, es­­t­udiaba, tradu­cía, divagaba y escribía. En mi peque­ña mesa de trabaj­o, el Tos­hi­ba. No lo veía entero. Lo medio tapaba una cuartilla.

Cuando leas esto ya estaré cruzando Francia. En León acabé ayer. Verte como te vi el domingo me hi­zo acelerar. Quería seguir aquí hasta mediados de marzo, pero me has hecho entender que sería un tiempo muy penoso. Para los dos, aunque sobre todo para ti.
En mi vida ya no tienes sitio. Es inú­til que busques trabajo en Frankfurt, porque no volveremos a estar juntos. Hemos tenido nuestro tiem­po, ha sido espléndido y si algo te puedo asegurar es que te he queri­do de verdad. Y que te sigo queriendo. Nunca dejaré de ha­cer­lo, como nunca deja­ré de querer a otros hombres y otras mu­jeres que tuve an­tes, y como sucederá con los que tenga después, si vuelvo a co­no­cer alguien como tú. Alguien capaz de amar con todo su corazón. Yo no puedo. El amor, en mí, es una simple parti­ción del cerebro, y no de alta prioridad. Mi destino es acabar sola, lo tengo asumido. Y aceptado.
Habría preferido decírtelo en persona, en la idea de que tú ya lo sabías, que lo habías comprendido, pero el domingo vi claro que no. Si esta tarde me oyeras decirte lo que lees aquí, nuestro final sería desgarrador. Es mejor, crée­me, que nos lo ahorremos. No consi­deres esta carta una crueldad. Con el tiempo entenderás que lo cruel, lo doloroso, habría sido hacer que lo escucharas.
He sido muy feliz contigo. No te olvidaré, y pienso que tú tampoco a mí. Recuérdame como yo te recordaré: feliz, alegre. Joven.
Meritxell

La leí tres veces, antes de sentarme y empezar a com­pren­der. No llegué a sentir­me mal, pero sabía por qué. Las heridas peores ra­ra vez son dolorosas en caliente. Cuando duelen es al enfriarse, y a mí me quedaba toda la vida para sen­tir el frío del desamor. De la soledad.
Junto al Toshiba, las llaves de mi casa. Miré alrededor, por si ha­­­bía dejado algo más. Una gran bolsa de Media Markt con mi cepillo de dientes, mis cosas de afeitar, un albor­­noz, una camisa, unos calzonci­llos, varios pañuelos y un par de cal­cetines. Todo lavado y plancha­do. Me­ritxell no es mu­jer que descuide un solo detalle.
El número marcado no está disponible. Ahí recordé que su móvil no era su­yo. Era de la Caja. Sólo entonces compren­­dí que to­do había terminado. Y sin ser ca­paz de aceptarlo. Me vestí, no sé có­mo, y salí. Deambulé horas por León, sin no­tar el frío, ni la llu­via. Ter­mi­né senta­do en un rincón del Con­­­sis­to­rio. No pensaba en ninguna clase de milagro, en que se ma­te­ria­­li­za­se frente a mí, arrepentida de haberme abandonado. Bueno, qui­zá sí, pero lo que más enso­ñaba era que se me apareciera una se­gun­da Me­­rit­­­xell. No tan per­fec­­ta, más de mi talla. Más humana. Y que no se marchara nun­ca.
Un mes, ya. Sigo en primero de olvidarla y sigo suspen­­diendo en todas. A eso se debe que haya escrito nues­tra histo­ria. Qui­zá sea una especie de catarsis. Qué sé yo. No experimento alivio al­gu­­no por haber puesto en un .doc el pálido reflejo de lo que fue mi tiem­po con ella. Só­lo me consuela ir a la catedral, plantarme don­de la es­­pe­ré aquel domingo de verano y verla llegar en mi mente. Un bál­­samo estúpido, impru­den­te. Pe­ligroso. Co­mo largar aceite por las amu­ras cuan­­do hay mala mar. Apaci­­gua las olas un instante, pe­ro después resurgen con aún ma­yor violencia. Si por en­ton­ces has li­bra­do la escollera y traspasado la bocana, te sal­vas. Si no...
Por mis años no me corresponde ser fan de Serrat. Es para gente mayor. Mi ma­­dre lo ha sido toda su vida. Es inevitable que cada dos por tres nos calce uno de su añejos vi­nilos, y cualquiera protesta. Con el tiem­po, y a fuerza de oírle, algunas co­sas suyas han terminado por gustarme. Le tengo por un cantante de no mucha voz, pero co­mo un gran poe­ta, y de poe­sía entiendo. Cuan­­do menos me ga­no la vi­da predicándola. Mi triste, inútil, estúpida vida.
Una de sus canciones, que antes no me gustaba pero que ahora es la que más, tanto que rompiendo mi secular costumbre de sólo abaste­­cerme de La Man­­ta la he comprado en El Corte Inglés, habla de lo ma­­­ravillosa que a ve­ces se muestra la vida. Es asombroso, pero describe a la perfección lo que han si­do estos meses. Sobre todo, la última estrofa. Es la que más da en el clavo.

       De vez en cuando la vida nos gasta una broma
       Y nos despertamos sin saber qué pasa
       Chupando un palo sentados sobre una calabaza.



Ildefonso Arenas
Majadahonda, diciembre de 2019

2 comentarios:

  1. Gracias por tu ameno cuento leonés.

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  2. Excelente visión al interior de los personajes, Alfonso. Muy bueno.
    Pocas mujeres serán como Meritxell, pero casi todas matarían por ser como ella, sólo que nunca lo confesarían...
    Tu cuento me ha recordado a dos tuyos antiguos, el de Meritxell y el del Ferrari... ¿a que sí?

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