Paco Menchén nos envía este cuento, remitido por un amigo suyo mallorquín, que puede ser premonitorio en cuanto al futuro de este grupo. Ignoramos por el momento su autor.
A Gabriel
Le-Senne y Luis F. Piña.
(…) parece que no he cambiado mucho ni mental ni físicamente,
desde que me he instalado en este lugar, aunque no pueda ya leer el periódico sin
gafas, o subir las escaleras saltando tres escalones a la vez (…)
(Robert Graves, "Good-Bye to
All That")
La
costumbre habitual entre antiguos compañeros de colegio de reunirse para
comer o cenar una vez al año, sólo puede
mantenerse si alguno de ellos se muestra dispuesto a organizar el evento.
Siempre he admirado la generosidad de esos espontáneos que
emplean buena parte de su tiempo en telefonear o mandar mensajes para convocar
a individuos que andan por ahí dispersos y concentrados en resolver sus
asuntos.
Sebastià Sans, abogado de renombre, cumplía este
cometido año tras año con el
rigor y la puntualidad de un profesional solvente. Se encargaba de avisar a
todos sus compañeros,
proponía una fecha que consideraba adecuada y reservaba
mesa para cuarenta o más en un restaurante de la ciudad o, sorpresivamente,
en algún
paraje idílico de la costa sobre el mar. En el colegio, su
clase llegó a alcanzar, entre los dos grupos, la cifra de
ochenta. Hay que decir que, en los años siguientes a la conclusión del
bachillerato, este grupo no había mostrado añoranza alguna. Muchos de sus
integrantes habían partido hacia universidades lejanas y, después de
terminar sus carreras, algunos emigraron a América, otros
se integraron en el cuerpo diplomático y
frecuentaban países
exóticos, otros ingresaron en órdenes
religiosas y otros trabajaban para empresas de ingeniería que
construían puentes en ultramar. Durante esta etapa, la desconexión fue
absoluta: nadie sabía de nadie. Pero, al cabo
de algunos años, Sebastià tuvo la
feliz idea de organizar el reencuentro. Su poder de convocatoria era notable,
casi todos respondieron a la llamada, y muchos acudieron desde kilométricas
distancias. Aunque alguno de ellos había sufrido
metamorfosis poco envidiables, la mayoría tenía mejor aspecto que a los diecisiete años –hay pensar
en el acné o en el
bigote incipiente- y la primera comida de compañerismo fue un éxito.
Alfonso Company, que siempre había mostrado aptitudes histriónicas, repitió
con
asombrosa maestría sus imitaciones bufas de los profesores y se
revivieron momentos memorables casi olvidados. Sebastià prometió
repetir la
convocatoria para el año
siguiente; la concurrencia se mantuvo elevada durante varios años y era admirable la fidelidad de los que acudían desde el
extranjero: uno de ellos era ya Arzobispo y estaba instalado en el Vaticano;
otro era embajador en Moscú; otro,
bajo la gorra de general, dirigía tropas en
inexplicables guerras. Varias decenas de comensales se dieron cita año tras año para
recordar viejos tiempos y discutir de política. Eran
encuentros reconfortantes, como si una particular máquina del
tiempo permitiera abandonar por unas horas el ajetreado mundo para entrar en un
oasis de evasión.
Hasta que
un día se produjo una baja. No había ningún motivo,
considerando la edad, para una muerte tan prematura; pero hay virus que no
atienden a razones. Aquello fue como un aviso y, con el tiempo, las bajas
empezaron a menudear. Se alcanzó un punto en
que cada año había que
lamentar alguna ausencia definitiva, que era comentada con brevedad, o con
inquietantes silencios.
Sebastià no abandonaba su cometido y llegó
el día en que el
número de convocados apenas alcanzó
la decena.
Con sus cabezas canas dialogaban alrededor de una mesa redonda, ya en voz
baja,: nada que ver con las animadas reuniones del comienzo; además las convicciones políticas dejaron de
ser absolutas. Se hablaba con frecuencia de nietos y alguien mencionó
un
biznieto. En los años que
siguieron, la progresión de bajas fue implacable y un día, Sebastià, fiel a la tradición, tomó el teléfono para
convocar al único compañero de
colegio superviviente. Acordaron verse donde lo venían haciendo
en los últimos años, en el
restaurante Oriente, junto al Paseo del Born. Sebastià habló
con Tomèu, el maître, para
reservar mesa. Una mesa en el rincón más tranquilo.
Aquella fue
una comida emotiva. Departieron ambos colegas rastreando entre sus memorias los
recuerdos que todavía se resistían a
desaparecer, a la búsqueda de aquellas anécdotas
tantas veces repetidas pero de valor incalculable porque generaban las
endorfinas necesarias para continuar. ¿Quién si no alguien que las hubiera vivido iba a ser
capaz de sentir el gozo de comentar aquellas aventuras una vez más? Ambos
aprendieron a valorar la suerte inmensa de poder contar cada uno con el otro
para ver en él reflejados sus sensaciones más tempranas.
Al año
siguiente, Sebastià se dispuso
a reservar de nuevo mesa para los dos comensales, almas gemelas, ya huérfanas ante
la inmensidad del infinito. Le reconfortaba pensar que todavía era
posible respirar aquel pasado, confirmar su certeza, con la ya única
persona con la que era posible hacerlo; con Biel Blanes. En esa ilusión
adolescente estaba cuando el teléfono sonó. Y recibió
la noticia.
La comida no podría llevarse a cabo.
Sebastià alcanzó vacilante
su sillón favorito. Cabizbajo, junto a la ventana desde la
que acostumbraba a ver pasar el mundo, permaneció absorto,
tratando de acopiar fuerzas para afrontar aquella cruel tesitura. Imposible
describir el cúmulo de imágenes que
acudían en tropel desde su venerable depósito de
recuerdos ni las emociones, difícilmente
soportables, que esas imágenes le generaban. Durante unos minutos vivió
un descenso
a los infiernos que se hizo eterno e
irremediable.
Hundido en
aquel estado de zozobra, al borde del ahogo, le vino a la mente una de las enseñanzas más firmes que él y sus
compañeros habían recibido
en aquel colegio de jesuitas: la capacidad para mantener la entereza de ánimo ante
la adversidad. Sebastià hizo acopio
de fuerzas; se levantó, sacó el pañuelo de su
bolsillo para secar la humedad de sus ojos, se dirigió
al teléfono, y
marcó el número del
Oriente:
- Mesa para uno, por favor.
Los
recursos de la mente humana son ilimitados, y aquella comida fue tal vez la más intensa
de las que Sebastià había vivido.
Al tiempo que daba cuenta de aquel exquisito plato que llevaba la marca
inconfundible del chef de Ca´n Tomèu, no
hablaba ya sólo con su último
amigo, sino con todos los que se habían ido.
Ahora los veía y los oía con
sorprendente nitidez, en el comedor del colegio, con su bata a rayas
verticales, entre el griterío y las
risas, bromeando, arrojándose migas de pan amasado, trozos de membrillo o
mandarinas enteras, comentando jocosamente las manías o los hábitos de
los profesores, imitándoles en magistrales actuaciones, entre carcajadas.
Una de las veces, su cubierto se mantuvo en el plato mientras él permanecía absorto,
envuelto en aquella fascinante algarabía. El
griterío de los jóvenes
comensales era ya ensordecedor. Tomèu le vio apoyar la cabeza en la mesa y se le acercó. Le dio
unas palmadas en el hombro:
-¡Don
Sebastià!, ¡Don Sebastià!
El griterío se fue
extinguiendo y la bulliciosa imagen se oscurecía., pero su cabeza no se levantó.
Quizás el ser humano sea "Sein-zum-Tode", de acuerdo con lo que nos advirtió Heidegger, pero este "ser para la muerte" antes es "Dasein", una existencia que se desarrolla temporalmente, por lo que deberemos vivir plenamente la vida mientras permanezcamos aquí. La realización de una existencia auténtica implica enfrentar nuestro destino, no refugiándonos en la excesiva añoranza del pasado, sino pensando en qué hay delante, y, conforme al ejemplo de Kurt Schleicher, interrogándonos acerca lo que se encuentra más allá de lo imposible.
ResponderEliminarPrimero tengo que decir que el cuento me ha impresionado, y mucho.
ResponderEliminarQuerido Paco, creo que, tras esta muestra que vale mucho más que un botón, deberías de prodigarte más. Otro ejemplo de creatividad al servicio del placer intelectual de nuestra comunidad y que logra sobradamente un probable objetivo del cuento: hacernos reflexionar, cada uno en lo que y como le parezca. Muchas gracias por ello.
Y también muy agradecido a José Enrique, por sus amables alusiones y hacerme encima la propaganda sobre mi artículo, cuya lectura recomiendo especialmente en estos días como penitencia de Semana Santa, naturalmente. Y premio para el que llegue al final...
A título de comentario o reflexión al de José Enrique y jugando con mi idioma nativo, no es lo mismo "Da sein" que "Das Sein".
Lo primero significa "estar aquí", algo asociado inseparablemente a la brevedad de la vida, especialmente si se compara con la historia del mundo, y que, precisamente por eso, resulta conveniente aprovechar bien, en el más amplio sentido de las palabras "aprovechar" y "bien".
Lo segundo significa "El Ser", lo que pudiera enfatizarse como que es mejor "ser" que "estar" (lo cual no es del todo aplicable a la damas de buen ver, naturalmente, bajo nuestra óptica masculina). Más en serio, el significado de "Ser" o "ser" se puede asociar a la definición que nada menos que Dios hizo de sí mismo ante Moisés: "Yo soy el que Soy", que parece una perogrullada, pero que no lo es si se piensa con detenimiento. Y ya cada uno con su interpretación de esta sentencia...
Nos encontramos ante un término técnico de la ontología heideggeriana, "das Dasein", que equivale a "el ser humano", pero enfatizando su condición de existente. Según mi diccionario de alemán, "dasein" tiene dos usos, en primer lugar, como verbo –"dasein"–, que se traduce al español por "estar presente, existir", y, en segundo lugar, como sustantivo –"das Dasein"–, que se traduce al español por "la existencia, el ser", y aun podemos fijarnos en su etimología, como hace Kurt, y entender que "dasein" se forma a partir de "da sein", "ser, o estar, ahí". En efecto, resulta difícil traducir el complejo vocabulario de Heidegger a otras lenguas. En su versión española de "Ser y tiempo", la obra magna del filósofo alemán, José Gaos traduce siempre "Dasein" por "el ser-ahí", y esta traducción parece prevalecer en los comentarios a Heidegger de los que escriben en castellano, pero a mí no termina de gustarme, porque es una construcción muy forzada en nuestro idioma y, además, carece de la justificación etimológica que Heidegger encontró en la voz alemana. Quizás lo más adecuado sería traducir "Dasein" por una perífrasis: "el ser que define su propia existencia a través del tiempo".
EliminarProbablemente -intuyo- "Dasein" es una especie de apócope en el que lo que desaparece es la separación entre ambas palabras, sustantivando y formando una nueva palabra, invento que se deberá como bien dices a Heidegger.
EliminarEn cuanto a su significado, está el que no requiere imaginación: "el estar ahí", y ya otros muchos con imaginación, aparte de lo que tuviera Heidegger en su cabeza.
Yo me inclino por algo relacionado con el carisma de una determinada persona, del que se puede decir "que se nota su presencia" o que "su presencia es notable, con una cierta capacidad de arrastrar a las masas". (No sé lo que opinarás de eso; en cualquier caso, no tiene mayor importancia, pues me lo acabo de inventar...)
¡QUÉ NIVELAZO!
ResponderEliminarCon razón me hice yo de esta PROMOCIÓN...
Quién pudiera tener tanto conocimiento.
Pero ya recordareis que el Padre Mindán me dijo que el deporte es la animalización del hombre. Por eso salí tan tarugo.
Abzs a todos.
Discrepo: en mi caso debe ser que los genes de mis ancestros alemanes me hacen aficionado a filosofar, pero soy "tan tarugo como tú" y mantener un debate con un profesional como José Enrique no es nada fácil...pero es a la vez un placer.
EliminarAl inicio de la "Metafísica", Aristóteles afirma: "todo hombre por naturaleza apetece saber", lo que no significa otra cosa sino que todos –hombres y mujeres– somos filósofos por naturaleza, así que hay pocos tarugos y sí muchos filósofos, acaso no profesionales, pero preocupados por el saber y por hallar qué se encuentra "más allá de lo imposible". Y el deporte no animaliza, sino que forma parte de la educación de los jóvenes, como bien asumían aquellos griegos.
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