miércoles, 19 de diciembre de 2018

CUENTO DE NAVIDAD

...Por Ildefonso Arenas


Cada uno vive de lo que buenamente puede. Unos trabajan para terceros, otros por su cuenta, los hay que son artistas, también hay artesanos y los más tene­mos una pro­fesión, o un ofi­cio. Yo soy de los últimos, y debo decir que me tocó uno muy cruel. No porque lo sea en sí mis­mo. Es porque no re­­sulta fá­­cil hablar de él. Ima­gi­nen, si no, una fies­ta en ca­sa de un vecino, mu­cha gente des­conoci­da. Na­da más nor­mal, a po­co que la tem­pe­ra­tu­ra so­cial se incremente unos grados, que un amistoso ¿y tú qué ha­­ces, a qué te dedicas? Los que primero se ani­man a contestar dicen ser doc­to­­res ilustres, afamados em­pre­sa­rios, fun­­­­cionarios de cuer­po superior, cate­drá­ti­cos eximios, ar­tis­tas renombra­dos o me­dias pun­tas que van bien de cabeza. Desde ahí, en pro­gre­si­vo des­cen­­so, el tur­no se nos acer­ca y se nos acerca, mientras que al tiem­po bus­camos el modo de sa­lir­nos del gru­po, de guarecernos en el re­trete, o donde sea, para no expli­­car que uno lleva el control del espacio comercializable de los ce­mente­­rios mu­­nicipales. La gente sue­le ser edu­­cada y no des­com­po­­ne la expre­sión por mu­­­cho que percibamos un sutil gesto colec­tivo, ese incon­fun­­di­ble de la­­gar­­to, lagarto, y que más de una ma­­no se retrae a la espalda para exten­der los de­­­­dos índice y me­ñi­que, que así se conjura el mal de ojo. Siem­pre hay algún cabrón que se quie­re lucir a cos­­ta tu­­ya y que inex­o­ra­ble­men­te pre­­gun­­ta, con inocen­cia sardó­ni­ca, ¿y de qué va eso, tío? ¿asig­nas tú las tum­bas?, a lo que, ya jodido y en tono de­sa­fian­­te, res­pon­des que sí, tú lo has dicho, soy el que di­­ce dón­de acabáis to­dos y cada uno de vo­so­tros. Sí, ríete, pero tar­de o tem­­pra­no tu ex­pediente pa­sará por mi me­sa, y seré yo el que diga en qué nicho ponemos tu ataúd, qué vecinos tendrá tu sepultura o a qué hora que­mamos tus des­pojos.
Comprenderán, pues, que no sólo procure no hablar de cómo he gana­­do mi pan el medio siglo que llevo entre cadá­veres, sino que ca­da día rehuya más y más el contacto con los vivos. He pasado por de­masiado, desde que me lla­ma­ran Raska­yú a que me pre­­­guntaran si los mue­rtos salían de madrugada para dar una vuel­­ta, como can­ta­­ba no re­cuer­do cuál niña pija, sa­bría ella qué carajo es pa­sar una no­­­­che deambulan­do por un cam­posanto. Es desagra­dable por­que no es un hu­­­­mor recí­proco, de ida y vuel­­­ta, bon­da­do­so y cordial, el que ha­ce son­reír por mucho que a menudo se tra­te de mue­­cas tor­ci­das. Si no respondes eres un anti­pático y un bor­­de, pero si explicas que sí, que los nichos se res­que­­brajan al alba y las muer­tas de postparto salen a pa­­sear en sus mor­ta­­jas, ensan­gren­­tadas de los bajos y arrastran­do tras ellas sus placentas viscosas ‑una ima­­gen muy ce­­lebrada; más de una di­­­gestión he cortado con ella-, eres un asquero­so y un tío por de­más de­­sagradable, y no entien­do cómo le has invitado, Pepita. To­tal, que ha­ce mu­cho me resigné a decir que administro pequeñas propie­da­­des in­­­­mo­­bi­­lia­rias, lo que no de­­­ja de ser verdad, pero sin poder evitar que me duela. Es la razón de que cada vez hable con me­nos gente, sin que apenas ya lo sien­ta. En la vida, y si tie­nen suficien­tes años seguro que me com­prenden, to­do es acostumbrarse.
Me falta poco para retirarme, pero a diferencia de lo nor­mal na­die me achucha, nadie me presiona para que acep­te una preju­bilación. No es que sea im­pres­cin­­dible. Sólo su­ce­­de que nuestro negocio es muy es­ta­­ble. Para vender no necesitamos rostros agra­da­­bles ni to­­que sexy alguno. Somos lo que somos, y cuanto más feos, y más viejos, y más si­­­nies­tros, más paz inspiramos y más caros son los ataú­des que vende­mos. Rara vez hay una cri­sis, y si algu­na se pre­­­senta, como la del verano pa­­sado, es por exce­so de clientela, no por lo con­­tra­rio. Mal ve­rano, el que tu­vi­mos. Un calor horroro­so, ¿se acuer­dan? Aquí, en Madrid, casca­ron dos mil que aún no les to­caba. Co­mo la mayo­ría eran jubilatas que vi­ví­an so­­los, como seré yo dentro de tres años, só­­lo se les su­­po sepul­tables cuan­do sus veci­nos volvieron de va­ca­cio­­nes y percibie­­­ron el aro­­ma, o cuan­do sus hi­jos se acorda­ron de llamarles, que alguna vez hay que ha­­cer­lo, y les extra­ñó que quince días después si­guieran sin contestar. Unas cosas con otras, el gran achu­chón se di­luyó a lo lar­go de septiem­bre, así que pudi­mos afrontarlo sin ho­­­­ras extra­­­or­di­na­­rias. Tuvimos pro­ble­­mas con los ni­chos, porque sien­­do vera­no era im­­pre­­­­­­decible tal ex­­ceso de deman­da y ape­nas dis­­­poní­a­mos de reservas edificadas, pero una experta ges­tión co­mer­cial –nadie se deja in­fluir tan­to como un deu­do, so­bre to­do si del due­­lo sa­le disparado a la no­taría blandien­do el certi­­ficado de defunción- desvió la de­­­man­da ex­ce­den­te a nuestros mag­ní­fi­cos cre­ma­­torios, de modo que pudimos capear el tem­po­ral sin que na­die ad­vir­­tie­ra lo cer­ca que an­du­vimos de ser no­ticia, lo úl­­timo que se puede per­mitir una em­presa de servicios fu­ne­­­­ra­rios.
Como les decía, me jubilaré dentro de poco. Mientras llega el día me ocupo de mi trabajo con diligencia irreprochable. No es que me apa­­sio­ne, pero lo hago a plena satis­facción de la empresa y eso es lo que cuenta. El día que me vaya pondrán en mi lu­gar un titulado superior con tres idio­­mas y sie­te masters, aunque no por eso lo hará me­jor. Es más, necesitará un tiempo para no meter la pata, y cuando apren­da se lar­gará, por lo que ya les dije, que no po­der hablar de lo que uno hace conduce a vol­verse di­fe­ren­­te, o a bus­car otro trabajo, y más si aún se es joven. Se pre­­gun­ta­rán ustedes có­­mo se puede meter la pata en asignar se­pulturas por im­pa­cientes que se muestren los deu­dos, y les diré que no es ahí donde se me­te, porque quien de veras asig­­na es un Univac que com­pra­mos hace años, y que aun­que ya es ma­­­yor, como yo, lo si­gue haciendo de ma­ra­vi­lla, igual que yo. Mi función es me­ramen­te fe­da­­taria: refren­do con mi fir­ma de apo­de­rado lo que dice la máquina, y ya está. Sólo se pue­de meter la pa­ta cuan­­do el or­denador no lo ha­ce todo. Me re­­fiero a si hay que de­sen­te­rrar, o exhu­mar, que sue­na más distingui­do, más elegante. No es­toy hablando de las exhu­ma­­­cio­nes puntuales, esas que de vez en cuando acomete­­­mos a re­querimiento judi­cial, sino a las ru­ti­na­rias, las que se realizan a los veinticinco años del en­te­rra­mien­to si el que contra­­­tó la sepultura no lo hizo a per­pe­­tui­dad. El Univac me in­dica, en prea­vi­so de seis meses, que un determina­do es­pa­cio re­­co­mercia­li­za­ble, por lo general a buen pre­cio –pa­ra re­sidir en un sitio estupendo, ro­dea­do de ve­­cinos ele­gan­­tes, de buenos apellidos, hay que pa­gar más‑, es­tá por que­­dar libre. Me dice también dón­de se archivó el el expe­dien­­te, lo cual hace que yo solo haga lo que diez años antes hacíamos entre cuatro, pe­ro desde ahí es co­sa mía. Sólo mía.
Cuando la que caduca es una primera ocupación sue­le suceder que aún existan deudos, y al tener dere­cho a prorrogar hay que dar con ellos, lo que rara vez es fácil. Con frecuencia son an­cianos ape­nas lúcidos, sin con­trol sobre su patri­mo­nio. Hay que loca­li­zar a quie­nes les con­trolan, a menudo hijos des­­al­ma­­dos que si algo de­sean es que pa­pá, o mamá, la espi­che de una santa vez y así pue­­dan repartirse lo que tenga, por lo gene­ral un piso en un buen sitio y que les sa­ca­rá el vientre de penas. En mi registro esta­­dís­tico par­ticular, nueve de cada diez, una vez entien­den que si dicen de seguir hay que pasar por caja y si dicen de que no eso es todo, no se les paga nada por de­jar la tum­ba li­bre, al momento de­­­ciden a favor de la fo­sa común, que la vi­da está mu achu­chá y ellos, to­­tal, ni se acuer­dan de su abuela. El que hace diez sí prorroga, nor­mal­­men­te por­que no es un vie­­jo tan ca­duco y aca­­­bado que no se pue­da lim­piar el culo él solo, que aún controla su dine­ro y ha­ce con él lo que le sa­le de sus par­­tes, y mejor gas­tarlo en eso que dejárselo a la zo­rra de la nue­ra, un suponer. A mí, pues qué quie­ren que les diga: me da­ría igual, aun­que la empresa prefiere que no haya pró­­­rro­gas, porque la tari­fa es más baja, y eso hace que de un mo­­­do sutil, que pa­­­­ra manipular vo­luntades no hay na­da co­mo la expe­rien­­cia, orien­te a renunciar al que sea, o a la que sea. Curiosamente, cuan­do no ten­­go éxito en esa manipu­lación se acaban mis problemas, mien­­­tras que si triun­fo em­­piezan mis des­ve­­los; incongruencias de la vi­da, debe de ser. La culpa es de la exhu­ma­ción, que se las trae. Las nor­­mas dicen que de­bo conseguir la presencia de al menos un deu­do pa­­ra evitar re­­cla­ma­ciones fu­­tu­ras, lo cual no es fácil de conseguir, ya que no es un trago agra­dable ver abrir un ataúd que contiene los restos de un ser que una vez, años ha, fue más o menos querido. Todo el mun­­do tiende a pa­sar, aun­que ahí es cuan­do su­surro que a me­nudo aparecen ob­jetos de valor, ya que an­­ti­gua­­men­te, cuan­do los muertos ba­­jaban a sus tum­bas, se acostumbraba enjoyar­­los, pe­ro a la fo­­sa común ba­jan sin nada, los hue­sos metiditos en un saco y eso es todo, y si algo apa­rece se queda en depó­sito un cier­to tiem­po, al cabo del cual se vuel­­ve propie­­dad de la em­presa. El deudo, si lo ha­bré visto ve­­ces, guar­­­­da un si­­len­­cio de segun­dos para des­pués cam­biar de idea, bue­no, pues allí es­taré, para de­­­cirle adiós una última vez. Ay, si yo les contara de las miserias humanas ante los ataúdes abiertos...
Soy metódico. Viviendo de lo que vivo, cómo no serlo. De ahí que dedique las tar­des de los viernes -a menudo es cuan­do hay me­nos trabajo- a revisar lo que dice la má­quina sobre fosas li­bera­bles en un pla­zo de seis meses. Hace justo eso, seis me­ses, co­­men­zó lo que ahora les relato, y a eso se debe que me ha­­ya puesto a escri­bir, no por expli­car­les en qué consiste mi macabro y aburri­dí­simo tra­ba­jo. Aquella tarde ha­­bía pocas fosas, y só­lo una de segun­­da pró­rro­ga, por lo cual parpa­­­deaba en la pantalla, y al ver el nombre de la ocupanta, pues era una señora, la memo­ria se me puso en mar­­cha, y como esas tardes de viernes hay poca gente y na­die me incordia en mi despachito encris­ta­lado de la planta sóta­no, bajo una luz de muy poquitos watios y rodea­do de ataú­des nuevos, apilados hasta cinco alturas, pues me dejé llevar.
Mi memoria se activó porque un nombre como Mau­di­lia Sobre­vie­la Villafáfila es imposible de olvidar. La Mau­di­lia –soy madrileño de ba­ja extrac­ción, esa don­de la prác­tica común es que to­­dos tengamos delante un La o un El; aquí no es como en Cataluña, que anteponer un artículo es práctica normal a lo largo de toda la escala social; aquí, en Madrid, pone de manifiesto de dón­de sale uno, y yo salía de la calle Ge­neral Álvarez de Castro, en ple­no Cham­be­rí, en­­­­fren­te del difunto cine Voy, ese que ahora es un con­ce­sio­na­rio japanaka pero que hace cincuenta y tantos años era la sala exclusiva de los ame­­­­ri­ca­nos de la ba­se, la de To­rre­jón, y así veíamos los chicos de la calle los cocha­zos que tra­í­an aque­­llos hijos de sus ma­dres, y las tías aluci­nan­tes que salían de den­tro, y has­ta nos pa­sá­­ba­mos un rato examinando con interés, por si algo se veía, las carte­le­ras de The Barefoot Comtessa, que según mi ami­go José Luis sig­nificaba La Condesa en Pelota, pe­­ro esa es otra his­toria, ya se la contaré otro día- era La Portera. Lo es­cribo así, con én­­fa­sis, porque pa­­ra los niños de mi tiempo, y de mi barrio, La Porte­ra era una ins­ti­tu­­ción. Más o menos, co­mo El Sere­no. Una fuer­­za ci­vil y tam­bién social, si no de la na­­tura­­le­za. Se com­plementaba con el Jefe de la Es­calera, un car­­go abolido muchos años antes, aunque a los efec­­tos de los que alguna vez lo fueron aún se­­­­guía en vi­­gor, si no por otra co­sa porque conservaban un poder muy de temer, el de infor­mar a la policía, y los veci­nos de la ca­sa, en nues­­tra totalidad –sal­vo el Agus­tín y Don Ma­­nuel-, éra­mos hijos de la de­rro­ta. Si usted no es lo bastan­te ma­yor, o no lo bas­tan­te de aquí, sepa que cuando un español habla de La Derrota ya dice a cuál se refie­re.
Nuestro ex­‑jefe de la escalera era el Agustín, un falangista cojitran­­co que había estado en la División Azul –mi madre no daba más de­­talles- y cuyo úni­co bien de interés, a mis explicables efectos, era la hi­­ja del Agustín, una vistosa mo­za de mis años también conocida por La Paqui. A diferen­cia de un ser­vi­dor, por entonces un tirillas, la Paqui era tirando a fron­dosa, como es­capada de un cuadro de Renoir. Una noche de verano, an­da­ría yo por los cator­ce, sin ha­­ber­la provocado, fíjense, sin haberle propuesto nada, me in­vitó a palpar­­le una teta. No me ne­gué –de siem­­pre fui cor­tés-, pero no podría de­cir que dis­frutase, pese a ser la primera de mi vi­da. Debió de ser por­­que la carne de mu­­jer siem­pre me ha gustado se­ca, y la Paqui relucía de un su­dor resba­­ladizo, acuoso y en ab­solu­to ino­doro. El res­to del Agustín me traía sin cuida­do, aun­que no a mis padres, que cuando nos lo cru­zá­­­­­ba­mos por la calle le saludaban con respeto, pe­­se a que rara vez deja­­ban de mal­de­cir­­le tras ver­­­le ale­jar­se. Moraba el Agus­tín al fon­do del pasillo de aquel cuarto pi­so, en la úl­tima puerta del lado interi­or. Frente a él, la casa de la señá Manuela, su hi­­jo el Ma­­­no­lito y la zo­rra de la Tere, su señora. La señá Ma­nue­la era una pros­ti­tu­ta medio gi­tana –yo no lo sa­bía entonces, pues era pequeño para saber de ciertos oficios, pero al­­gu­na vez, años des­pués, me lo expli­­ca­rí­an-; seguía trabajando pe­se a los muchos años que tenía, no tanto por ella mis­ma co­mo por man­­te­ner al niño de su alma, el Ma­no­­li­to, gor­do, va­­­go, guarro y mongoloide, cam­peón de la esca­lera en ma­te­ria de­­to­nan­te ‑ha­bía que verle, y oírle, aso­mar­se a la ventana, en calzon­­cillos con ver­dín y cami­se­ta imperio ato­­ma­tada, beberse de un trago un bote­llín de Mahou, hacer fuerza dia­­fragmal y sol­tar un eruc­to de los que abaten ven­­ce­jos‑ y cuyo propósito existencial era lloriquear a voz en gri­to, de forma que nin­­­gún vecino se quedara sin oírle, por la mala vi­­da que le da­ba su señora, La Tere. Ay, la Te­re. De­bo expli­car, antes de nada, que la ven­ta­­na de su co­me­dor se abría fren­­te al pa­tio ve­ci­nal, y justo al otro lado es­ta­ba la de nues­tro cuarto, el que com­­par­­tía con Vitín, mi hermano ma­yor. En los ve­ra­nos de aquellos tiem­­pos era nor­mal pa­sarse lo peor de la estación en calzon­cillos y con las ven­tanas abier­tas, in­di­feren­tes a que nos vie­ran o nos oye­­ran. To­dos nos ve­í­amos y to­­dos nos oíamos, y a na­die le im­­por­­tunaba esa promiscuidad esca­le­ril; ha­cia tan­­to calor que nos daba igual se nos vie­­ra o no, se nos escucha­­ra o no, se nos olie­­ra o no. La vida era co­mo era y na­­die dis­cutía. Todos nosotros, del primero al último, nos limi­tá­ba­mos a sobre­vivir.
Como decía, de la Tere nos separaba lo que midiera de ancho el pa­tio, y aun­que las distancias visua­les las tengo apolilladas yo diría que más de tres metros no habría. La Tere, ya lle­go a ella, tam­bién era pu­ta, y gitana, como su suegra, só­lo que jovencita y de buen ver. No te­­nía mal trato, que cuan­do me cruza­ba con ella en la escalera me re­vol­vía el pe­lo con algún cariño –'hay que ver, el Quique, cómo es­tá cre­cien­do el chavalón', solía decir con la enronquecida voz de la que chupa trein­­ta po­llas ca­da día-, pero cuando al Manolito le da­ba la de­pre saca­ba una mala leche que atro­­­naba la vecindad, des­bor­dan­do el monóto­no rumble-rumble-re­que­te­rrum­­ble de una imprenta cercana –fíjense qué cosas, quizá sea por eso que disfru­te tanto la paz de los cementerios; qué ho­rror, ese rui­do cons­tante, mar­tilleante, atroz, de todos y ca­da uno de los horribles días de mi ni­ñez-. Eran episodios de gran violen­­­­cia, y no sólo verbal, pero como ca­si todas las explo­sio­nes pasionales ten­dían a ser efíme­­ros. En general, en la casa de la señá Manuela, el Ma­nolito y la Tere solía impe­­rar una paz mor­­tecina, perezosa. Se­pul­­cral. En ocasiones, a la som­no­lien­ta hora de la siesta, mi hermano bajaba las persia­nas de nues­tro cuarto y mi­raba por una rendija, en pie so­­bre mi cama. Yo, que como todo herma­no peque­ño era un chanta­jis­ta, su­surraba 'o me dejas mirar o chillo', y él, po­bre in­feliz, nada es más sufri­do que un her­­­ma­no mayor, me au­pa­ba sin esfuer­zo y así me aso­ma­­ba yo a unos misterios nada extraordinarios, no vayan a pensar que nos ofrecí­an gra­tis la escena de la mante­qui­lla, la del Último Tan­go en París. Por lo general eran el Manolito y la Tere ves­tidos de na­da bebiendo anís a la me­sa del comedor. Algu­na vez, y era ne­ce­sa­rio estar pen­dien­te para no per­dérselo, la Tere se levan­taba pa­ra coger cualquier cosa, y así lo­gré yo ver las pri­me­ras tetas de mi vi­da. No sabría decir si eran feas o bonitas, pues por en­tonces no sa­­bía de tetas, pe­ro no me im­­porta­ba. Eran tetas y con eso bastaba. Mi hermano –pobre Vitín, lo jo­ven que mu­rió-, que me sacaba ocho años y po­día mi­­rar des­de más arri­ba, de­cía que también se veían Los Pe­los, y yo entonces compo­­nía mi mejor cara de com­pren­der sin tener mu­cho más que una idea nebulo­sa so­bre qué se­ría eso que a mi her­ma­no tanto le im­portaba, lo bas­tante como para pa­sarse ho­ras y horas en pie sobre mi ca­­ma, mi­ran­­do a través de la persiana.
La puerta inmediatamente anterior a la de la señá Ma­nue­la era la nuestra. Fren­­te por frente, pues el pasillo era simé­trico, vivía la Ange­lita. Se daría un aire a la Tere, aunque contra la tendencia general del edificio no era puta. O no por mul­titu­des. Tenía cuatro hijos, según mi hermano malévolo ca­da uno de un papá distinto. Se llevaba bien con mi madre, la cual, he de acla­rar, tampoco era puta. Era la se­ñora de un sastre, hon­ra­da como la que más, y si un pecado cometió en su triste vi­­da fue rellenar cargadores para el Quinto Regimien­­­­to en el Me­tro de Ar­güe­lles –me lo di­jo años des­pués, cuando le falta­ban días para jun­tarse con papá en el pa­raíso de los anar­quistas, donde pien­so yo que San Pedro le habría des­tinado, pues más de una iglesia se car­gó a golpe de buena di­namita de la CNT, en Sigüen­za, en Molina y en Pastra­na, que para eso era el sargento dinamitero de la 14ª División, la del ge­neral Mera; la verdad, no puedo entrar en un tem­­plo sin evo­­car­le‑. La hi­ja mayor de la Angelita se llamaba Ma­ría de los Án­ge­les, aun­que pa­­­­ra todos era la An­ge­lisa. Era de mi edad, muy bo­nita, muy buena y muy dul­ce. Fue mi pri­mer amor imposible, pero ya llegaremos a eso. An­tes de alcanzar nuestras puer­tas, tras aden­trarse por el pa­sillo, ha­bía que dejar atrás los pisos ex­teriores. Los de nues­tra planta eran la ma­­­teria y la anti­materia, si bien co­existían de un mo­­do ad­mi­­rable. Del la­do de la Ange­lita vivían la Coja y la Gorda, unas señoras que para mí sólo serían dos vecinas más, pero mi her­mano me aclaró que no, que las dos eran del oficio, y de las ca­­­ras, pues dominaban no sa­bría él de­cir qué raras per­­ver­­­sio­nes eso­té­ricas –no sabía mu­cho, el in­­­feliz; te­nía, por si fuera po­co, el extraño don de intertextualizar los polisí­la­bos es­drú­­­­julos, lo cual me creó más de un trau­ma, porque no fue hasta ju­rar ban­­dera que yo entendiese, al fin, que lo erótico nada tie­­ne que ver con lo em­­pí­ri­co-. Unos concep­tos demasiado enig­­­máticos para mi cosmogo­nía de por en­tonces, la cual, co­mo era natural, no podía ser más ele­men­­tal. Una des­gracia, por­­que me llevaron a tratarlas con un dis­tan­cia­mien­­­­to de lo más injusto, y só­lo por no entender los enrevesados men­­­­sajes de mi her­­­­­­­mano. A estas altu­ras, lo proclamo a título de discul­pa, siento por las pu­tas no sólo un gran cariño, sino el ma­­­­­yor de los res­petos. En mis sesen­ta y dos años, den­tro de po­­co se­­senta y tres, ja­­más me acosté con una mujer que no me co­­brase. Dios las bendiga.
Frente a la Coja y la Gorda, Don Manuel. Con la iglesia hemos topado. Mis pa­dres le saludaban con humildad, pues los tiempos no eran para menos, pero mi ma­dre lue­go me advertía que nunca, me dije­ra el cura lo que me dije­ra, entra­ra en su casa, y que cuando fuera ma­­yor me diría por qué. Mi hermano, que actua­ba de atajo cognoscitivo, me lo ex­pli­có: es bujarrón. Una pala­bra nueva, pero fiel al que ya era mi estilo me abstu­ve de pre­guntar. Sólo al cabo de un tiempo su­­pe que un buja­rrón es como un ma­ricón, pero de dar. Con eso tampoco sa­­lí de dudas, aun­que algo me pude orien­tar, ya que sí sa­bía qué cosa es un marica. Me­jor dicho, creía saberlo. En la ca­lle se solía señalar así al in­­divi­duo de virilidad discutible, como aquellos que no se atre­­vían a ju­­­gar a Rusia, ¿se acuer­dan?, sí, lo de rusia número uno a mi caballo el veintiu­no, y se cogía carrerilla para saltar so­­bre los lomos de la mi­tad de la pan­di­lla, cogidos los unos en prolongación de los otros, y luego ve­nía ru­sia nú­me­ro dos a su caballo el veintidós, y así hasta que to­dos los rusias es­taban mon­tados en sus respectivos caba­llos, y ahí el rusia jefe man­­­daba marea, marea, y los ca­ballos se removían con vio­lencia para descabalgar a sus jinetes, y al cabo de un mi­nu­to es­tábamos todos por los sue­­los, prin­gados de ba­­rro hasta las cejas y muer­­tos de ri­­sa, yo algo me­nos por saber que al lle­gar así a ca­sa me cae­ría una ma­­no de hostias, pero lo acep­­taba, porque se trataba de ser co­mo los demás, de no sa­lir­me del re­baño, co­sa que por entonces me daba mucho miedo. Yo, que al ser más pe­queño que los demás no tenía cla­­ras las ideas, ima­­­­gi­na­ba que un ma­­ricón sería un ma­rica enorme, gigantesco, gran­dí­simo, co­­­mo el Godzilla que una no­­che vi en la terraza del cine Dia­­­na, ese de la plaza del Gene­r­al Ál­­va­rez de Castro que los ve­ranos proyectaba pe­­lículas al aire libre, todos no­so­tros sentados en si­llas de tijera y comien­do pipas co­­­mo si nos fuera la vi­­da en ello, pe­ro Don Ma­nuel era ba­jito, delgaducho y muy ama­­ble tras su sotana siem­pre sucia, tan­­to que en el Parque Móvil, don­­­­de da­ba cate­cismo y hacía catequesis, se le co­nocía por Su­per­­­he­te­ro­di­­no, por las mu­chas lám­­­pa­ras que lucía. De Don Manuel sólo puedo decir que jamás acepté las in­­vi­­ta­cio­­nes que nun­ca me hi­zo, salvo una vez, a una se­ma­­na de mar­char a Cam­pa­men­to y decir adiós a Cham­­berí. Ese día, yo de ca­tor­ce recién cum­­­pli­dos y uni­­for­mado de bo­to­nes de la fu­ne­ra­ria –ja­más he trabaja­do en otro sitio; empecé a los doce, y si les asom­­bra tan extrema pre­­­co­cidad recuerden, o pre­gun­­ten, có­mo era la vi­da de por en­ton­ces-, pasé a su ca­­­sa no recuer­­do pa­ra qué. Me pa­re­ció con­for­ta­ble. Cor­­ti­­nas de terciopelo, ta­pices en las pa­re­des y al­fom­­bras por todas par­tes. Y muchos li­bros. Don Manuel me aten­­dió con la ma­­­yor corrección, y les aseguro que no me hizo ninguna marico­­­­na­­­­­­da. Pobre hom­­bre, ahora que lo pien­so. Igual ni siquiera era bujarrón.
Ya llego a la Maudilia, no se impacienten. A estas alturas es pro­bable que pien­­sen de la pobre que sólo es mi Mc­Guffin –adoro el ci­ne, co­mo casi todos los que odiamos a la gen­­te-, pero no es así. Sucede, nada más, que si hubiera empe­za­­do por ella no se ha­brí­an ustedes am­­bien­­tado. La Maudilia era de Belmonte, provin­cia de Cu­en­ca. Es to­­­do lo que sé de su historia. Siem­pre iba de negro, aun­que ja­más pregun­té si por su padre, su ma­dre o a saber quién, si alguna vez tu­vo un Quién. La Maudilia era como era y con eso me basta­ba. Re­cuerdo, eso sí, su aroma. Imposible olvidarlo, y tengan en cuen­ta que más de una caja recien­te me ha to­ca­do abrir. De olo­res corpora­­les, supongo lo ad­mi­tirán, sé lo que no está es­­crito. El de la Maudi­lia era in­­con­cebible. To­da ella, en realidad, era in­concebible. No re­­cuerdo veci­no alguno que ha­blara bien de ella. Buenos enchu­fes de­bía de te­ner, por­que además de antipática, guarra y cotilla –le ador­­na­ban ca­si to­das las vir­­tu­des‑, era la chi­vata del Agus­­tín. Qui­zá por eso fuera imposible conseguir que la echa­­ran. Era una casa de pi­sos alqui­lados, de renta antigua, y el pro­pietario un ser mis­te­­rioso, me lo contó mi ma­dre años después, que se guare­­cía tras un abo­gado de Burgos, ja­­más se deja­ba ver y en ab­soluto parecía descon­tento de su emplea­da.
Debo aclarar, en defensa de la Maudilia, que las posibilidades sanitarias del edi­fi­cio no favorecían la higiene corporal. Cada vivienda dis­ponía de un lavabo-re­trete –al menos teníamos agua corrien­te, por su­puesto fría‑, y eso era todo. Uno po­día lavotearse y hacer sus aguas, las menores y las ma­yores, aunque ahí acababa todo. ¿Ducharse? Por Dios, de qué obscenidades habla. ¿Ba­ñarse? Usted ha vis­to dema­sia­das pe­­lí­culas, jo­­ven. Aún así, algunos nos ba­ñá­ba­mos. En mi caso sin excesi­vas ganas, siento de­cir­lo. Su­ce­día, una vez al mes o por ahí, que mi ma­dre instalaba un barre­ño de barro en la co­cina, lo llenaba de agua que pre­via­mente calenta­ba en el fogón y así nos ba­ñá­ba­mos por tur­nos, primero yo, lue­go mi hermano, des­pués mi padre y ella ter­mi­na­ba el ciclo, me figuro que con un agua que ya se­­ría sólida. Yo detes­ta­ba ser ba­ñado, qué quieren que les diga. No encontraba pla­cer algu­no en des­­pren­der­me de mis roñas, quizá por no bañarme solo. Mi ma­dre, úni­­­ca niña y encima la mayor en una casa de nue­­ve hijos –de los que vi­­­vían tres; la guerra y la posguerra se lle­varon a los de­más-, era experta en bañar hom­bres jó­­­ve­nes, por las buenas o por las malas, y doy gra­cias a Dios por que no me re­fre­­ga­se con el estropajo de alu­minio. A la Mau­di­­lia no la ba­­­ñaba na­die, pero la vi­da era tan jo­dida que so­­por­­­tar el atroz he­dor de la por­­­tera nos daba igual.
La Maudilia no vivía sola, pero no se lancen, no piensen que aquí llega el amante sórdido que igual están esperan­do. Nada de eso. Se llamaba Rafael y ya­­­­cía con ella, sí, pero no en la forma que tan críp­­ticamente describe la Biblia, si es que la descri­be así, porque hablo de oídas. Yacía con ella de un modo amis­toso, pla­tónico, y no ya por estar capado, sino por ser un gato. Un gato enor­me. Gor­do, negro, de fosforescentes ojos ver­des, inquie­tan­tes, alar­­man­tes, que ha­cían buen jue­go con su paso lento, elástico y ma­­jes­tuo­so. Un gato en apa­­­rien­cia manso, aunque de ningún modo lo era. Menu­dos mor­­­dis­cos atizaba, menudos araña­zos te pegaba con esas garras siem­pre des­ple­ga­­das, siem­pre lis­tas para defen­­der su territorio. Un gato dig­no de su due­ña y tan de­­­tes­ta­do como ella, si bien, y en eso sí era diferen­te, olía bien. Uno de sus dones era encontrártelo en el lu­­gar más insos­pe­cha­do. Nun­­­ca sa­­bías dón­­de te podías dar con Rafael. Su silencio absoluto le con­­ver­tía en el ve­ci­­no más inquietante de aquella casa tenebrosa. Eso si no le sen­tí­as aterrizar en tu hom­bro, volan­do desde la cuarta di­men­sión para seguir hacia sa­­bría Dios dón­de. Raf­a­el, en sín­tesis, daba unos sus­tos que te cagabas.
Nadie se llevaba bien con Rafael, salvo su dueña y la Angelisa. Jamás logré saber por qué, pero mi bonita vecina, tan guapa en su vestido de popelín, sus calce­­tines blan­cos y sus sandalias averiadas, era el único ser de la comunidad don­de Ra­fael se acurrucaba de vez en cuan­do. Aparecía por sorpresa, sin que pudiera deter­minarse de dón­­de había salido, y se tumbaba, tan chulo, en el regazo de mi ve­­ci­na, y ahí se dejaba repeinar, rascar y acariciar, con los ojos entornados y en un ges­to imposible decir que re­lajado aunque al me­nos no en guardia, no a pun­to de sal­­tarte a los ojos. Un fenómeno que solía mani­fes­tar­se a eso de las doce, de junio a septiembre, cuando nos daban las va­ca­cio­nes y los ni­ños bajába­­­mos por El Hielo. En aquellos tiem­pos, apenas sali­dos de los hambrientos cua­renta, los ali­men­­tos se con­servaban en un artefacto denominado fresquera que se ins­ta­laba en el alféi­zar de una venta­na donde no diera el sol. A eso se de­bía que La Compra fuera una función cotidia­­na, que yo detestaba por­que me veía im­pe­li­do a ir con mi ma­dre. Ir a la compra era como su­­bir­­se al correo Cá­diz-Port Bou, ese que se detenía en todas y cada una de las cincuenta mil esta­­cio­­nes. Mi madre se paraba en todas, o se pa­raba con todas, que siempre aparecía una conocida con la que char­lar un rati­to, quizá segun­dos pe­ro que para mí eran horas, y sin po­­si­bi­li­dad de huir, que me llevaba cogido de la ma­no, tan fuerte que de nin­­gún modo podía escapar. La tecno­logía, por for­tuna, vino a libe­rar­me. Lo hizo en for­ma de nevera, pero no piensen us­tedes que de tipo eléctri­co. Anda que no nos fal­­­taba para eso. Era de hielo. Se introducía en ella un trozo de más o menos cinco kilos, y con eso la carne, la le­che y la fruta se aguantaban todo un día, lo justo has­ta que lle­gara más hielo. Eso era lo que su­ce­día cada ma­ñana sobre las doce, que ve­nía El Hie­lo. No venía él solo, andando por la calle. Venía en un motocarro condu­ci­do por un gitano que lo extraía con ayuda de un garfio y lo partía con un punzón -'¿cuán­to te pon­­­go, ni­ño? ¿un cuar­­to? ¿sólo? pueh ven­ga, doh re­aleh y aserca el cubo, hodé, que no ten­go to'l día, cohone'‑. Una cere­mo­­nia que recuerdo con dulzura, y no porque me maravillara el mo­­to­­ca­rro, ni sintiese apego por el hielo, sino por­que no ha­­bía forma de saber a qué ho­­ra lle­garía, de modo que hacia las once nos sen­tá­­bamos en el por­­­tal con nuestros cu­bos, ar­­mados de pacien­­cia, y a esperar bajo el do­sel mias­má­­tico de la cer­ca­na fábri­ca Hutchin­son, esa de altísi­mas chimeneas en la calle San­tí­­sima Trinidad, pri­mer fabricante mun­dial de mier­da, o eso pensába­mos tras tan­tos años de res­­pirar sus indescripti­­bles he­do­res. Yo anda­ba enamo­­ra­­do de An­ge­lisa, ya lo avancé antes, y en aquellos momen­tos, sentado a su la­do, aspirando su perfume a ja­bón La­gar­­to, suspiraba por la lle­ga­da de una tribu de co­man­ches, de mo­­­do que, tras sacar el Colt 45 que no te­nía, me los cargase a to­dos y después tomase a la bella en brazos, y de ahí no pasaba por no te­­ner idea de qué se pue­­de ha­­cer con una bella en brazos, y además su­ce­­día que los acon­­­te­ci­mientos me dis­traí­an. Uno de los más ha­­bi­tua­les era Rafael, que so­lía bro­tar de la nada pa­ra tomar posesión de unos mus­los por los que yo ha­­bría ma­ta­do, aun­que sin sa­ber para qué. Ahí se quedaba, el condenado, gozando de unas caricias y unos mi­mos con los que yo soñaba para mí.
La vida siguió su curso, y no les quiero distraer contán­doles na­de­­rías. Lo mí­ni­mo que les debo decir es que, poco antes de cumplir yo trece, la Maudilia se murió y Rafael de­s­apareció. Así, sin más. Surgió de no sé dónde un ser de corte pareci­do, similares ata­víos y que olía igual de mal, que luego se quedó en la portería pero que antes se ocupó del due­­lo. En­tonces no era como ahora, que la gente la es­picha y vie­ne un furgón que se ha­ce con ella y la deja en el tanatorio, y de ahí al cemen­terio, sin manchar, sin ha­cer rui­do, de un modo tan eficaz y tan dis­creto que acaba pareciendo que no se ha muerto na­die. La Mau­­di­lia se murió en su chiscón, y algún alma buena la fre­­gó, la perfumó y la vistió con el hábito del Carmen. Allí se la veló, por allí pasamos los ve­ci­nos co­mo cuan­­do lo de Franco, pa­ra irnos a la cama bien segu­ros de que la bruja se había muer­­­to, y de allí se la lle­vó un coche fúnebre como los de an­tes, negro y sinies­tro, aunque al menos ya no de ca­ba­llos, que no crean, toda­­vía se les veía en la Es­pa­ña de la Es­tabilización. Así salió la Maudilia de mi vida, y jamás ha­bría regre­sado de no ha­ber­me visto con su nom­bre y sus apellidos, en la fría pantalla de un ter­minal co­nec­ta­do al vie­jo Univac que tan pacien­te­­men­­te ad­mi­nis­­tra­ba la his­toria co­mer­cial de nues­tros muchísimos clientes.
Según supuse tras ver el nombre, no apareció ningún deu­do. Veinticinco años an­tes sí lo hubo, un tal Calixto Romero Sobreviela que decía ser militar y que pagó re­li­gio­samente por otro cuarto de siglo, pero de aquel no quedaba rastro, ni tampoco de unos des­­­cen­dien­tes que seguramente no tu­vo. Hice todos los intentos que marca la ley, más los que or­denan nuestras normas, pero al cabo de los seis meses el destino de la Mau­­dilia, o de lo que aún quedara de su persona, por fin estaba escrito: la fosa común.
Me llamaron ayer, víspera de Nochebuena: Don Enrique, a las doce abrimos la caja de la Mau­dilia. No, estamos solos. No hemos en­­contrado nin­gún otro apoderado. Lo sien­to, pero si no viene usted ya me di­rá quién va a cer­tificar. No, antes no pode­mos. La gente se muere a chorros estos días, bien lo sabe usted. Bueno, pues aquí estaremos.
Pobre Maudilia, y pobre de mí. Verme con sus restos me daba igual, pero ver­me con los míos, sugeridos por el fantasma de mi niñez, me deprimía. Sesenta y dos años, sol­te­ro, sin hi­jos, sin nadie tras de mí. Una vida sin sentido, sin dejar na­die detrás que durante un tiem­po me quiera recordar. Bien, pues así eran las cosas y así había que acep­tar­­las. Sobre todo, que no se me notase. Soy bueno en eso, en que nadie detec­te qué su­cede tras mi cara. Quizá sea, es casi se­gu­ro, por­que a nadie le importo un carajo.
La caja. De pino, en buena condición o no excesivamen­­­te podrida, si lo pre­fieren así. Yo no recordaba cómo era el ataúd en que la vi de cuerpo presente. No por el tiempo transcurrido, sino porque la costumbre de los tiempos era dejar caer una sábana por los lados, flanquea­da por los velones y no por hacer bo­ni­to, sino por ca­muflar en qué clase de recipiente, o envase que decimos los pro­fe­­­sio­na­les, la difunta salía del reino animal para incorporarse al mineral.
-¿Abrimos, Don Enrique?
Asentí. Cuanto antes terminase aquello, mejor. Mi fun­­ción, debo explicarlo, era revisar el contenido de la caja, bus­cando algún obje­to de valor. No pien­sen uste­des en co­llares, pulseras o relojes de mar­ca. No va por ahí. Alguna vez los hay, pe­ro son tan p­ocas que no pa­san de anec­dóticas. Va por muelas de oro, alianzas de matrimonio y pen­dien­tes pequeños, que otra cosa no se deja en los muertos cuando bajan a la fo­sa. Ya se ocupan las hijas, y las nueras, de que allí, en la caja, no quede nada dig­no de ser lle­va­do al Monte de Piedad.
La tapa no se resistió. Al momento apareció la muerta. Con sor­pre­sa.
-¿Ve usted lo que yo veo, Don Enrique?
Lo veía. Encaramado en la descarnada calavera de Mau­dilia, un gato negro, en sor­pren­dente buen estado, parecía mirarnos desde unos ojos verdes aterradoramente intactos ‑la Almu­­dena es buen camposanto para esta clase de mila­gros; co­mo tiene un excelente drenaje los cuer­­pos suelen con­­servarse bien, sobre todo si la caja es de pino, más re­­sis­ten­­te que las de nogal, o de ro­ble, o de cedro; no se pue­­de com­­pa­rar a las de te­ka, cierto, aunque no queda lejos; da­dos los precios, el día que les to­q­ue, y si les preo­cupa presentar un buen as­pec­­to cuando resuenen las trompetas del Valle de Jo­safat, con­sí­ganse un buen ataúd de pino de Balsa­ín-. Un mis­terio me­­­­nos, me habría gustado decir a mi madre, que repo­sa­­ba no le­jos de allí. Al fin sa­bemos qué pasó con Rafael.
Con frialdad, y profesionalidad, apar­té lo que aún que­daba del gato sin apenas mi­rarle –las fauces abiertas, los col­­­mi­llos en punta, las garras desplegadas; más o menos, como en vida‑, pues la impresión que da­­ba era la de hallarse mi­tad aquí, mitad allá. Por los ojos. Tan ver­des, y tan grandes, como los ha­bía visto medio siglo antes.
En la caja no había nada de valor. Ya la despojarían bien, al amor­­tajarla. Firmé los docu­men­tos, vi meter los restos en el saco, los de Ra­fael también, y eso fue todo. Pedí un taxi y me vine a casa, sin ganas de na­da, por­que los ojos de Rafael no se me borra­ban de la mente. De ahí que, sin co­mer, comenzase a escribir. Ahora es madrugada, la todavía ruidosa de Navidad, y tras repasar esto que han leído –si han llegado aquí‑ me pregunto si Rafael estaba muerto al completo. No sé, quizá sea una ton­te­ría de las que se nos ocurren a los vie­jos solitarios, o puede que sea culpa de la bo­te­lla de JB que descor­ché nada más sentarme y que aho­ra yace vacía, en la pape­le­ra, pero al apartarlo de la ca­lavera de Mau­dilia me pareció que no estaba frío.
No del todo.


© Ildefonso Arenas




3 comentarios:

  1. Sé que es tu forma de escribir y que es complicado variarla a estas alturas, pero, según mi opinión, divagas demasiado entremezclando historias y, al final, yo al menos no logro enterarme del meollo del asunto e ignoro, es un ejemplo, si Paco es el que tenia la botella de JB o si el sepulturero era primo del cementerio.

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  2. Hola amigos. Creo Rafa que el escritor en cierto modo es un creador y crea su obra a su entero gusto. El humilde lector tiene todo el derecho del mundo a discrepar y eso no hace desmerecer para nada ni al autor ni a su obra. Dicho esto, creo que Ildefonso nos presenta un universo onírico distorsionado, para que trabajemos nuestra mente y saquemos cada uno nuestras conclusiones. En mi modesta opinión da igual quien tenía la botella de JB o de quien era la calavera. Lo que si es preocupante es que hubiese enterramientos de entes aún vivos. En fin no se si he aportado algo de luz. Os deseo felices Pascuas alejados de toda preocupación. Un abrazo. Manolo

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  3. Considero que esta corta e inédita historia de Alfonso tiene un alto valor literario, porque retrata con mucha fidelidad un cuadro costumbrista del Madrid popular de nuestra infancia; de hecho, me hace evocar los años aquellos en que yo vivía en la plaza de la Paja, en el seno de una comunidad de vecinos semejante a la descrita, aunque me temo que sin tantas señoras de vida alegre, pero sí con una portera de armas tomar.
    Además, me parece brillante el recurso narrativo de poner como protagonista del cuento a un empleado de pompas fúnebres ejerciendo sus funciones durante años de una manera rutinaria para finalmente reencontrarse dentro de un ataúd con el desaparecido referente felino de sus recuerdos infantiles.

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