… Por José Enrique García Pascua.
Cuando el mes pasado me
paseé por las tierras del Languedoc, entré en contacto con los lugares en que,
durante los siglos XII y XIII, se había desarrollado la herejía albigense, y
esta circunstancia hizo que renaciese mi interés por los cátaros –“puros”, del griego καθαροί–,
que es como se llamaban a sí mismos los seguidores de esta herejía; quizás mi
interés fue causado por la actualidad que podemos descubrir tanto en su
doctrina como en el destino que tuvieron.
Antecedentes.
No fueron los albigenses
los primeros en adoptar la denominación de “cátaros”, sino que ésta fue antes
adoptada por otros movimientos de renovación moral, entre tantos que han
surgido en el seno de la cristiandad a lo largo de los tiempos y que la mayor
parte de las veces han sido proscritos por la autoridad eclesiástica. Los primeros puros fueron los discípulos de Novaciano,
aunque otras tendencias rigoristas habían surgido con anterioridad, como es el
caso de los montanistas del siglo
II. Novaciano era un sacerdote activo en Roma alrededor del año 250 que se
enfrentó a Cornelio, obispo de Roma, acusándole de relajamiento por haber
vuelto a admitir en el seno de la Iglesia a los que habían abjurado de su fe
durante la persecución anticristiana del emperador Decio. Excomulgado por
Cornelio, Novaciano fundó un grupo que se denominó “iglesia de los puros, o
cátaros”, quienes, además de exigir un segundo bautismo para que la apostasía
fuera perdonada, fomentaron la práctica del ayuno y reivindicaron –siguiendo el
ejemplo de la moral de los filósofos estoicos grecolatinos– costumbres más
ascéticas, lo que implicaba la abstención de consumir vino y la necesidad de
observar una castidad extrema. Las ideas de los novacianos tuvieron su
continuidad en el siglo siguiente con una nueva secta de puros, los donatistas,
cuando ya, a partir del Edicto de Milán, de 313, Constantino y sus sucesores
habían comenzado a mostrarse tolerantes con el cristianismo, e incluso
favorecían el predominio de la doctrina de la Iglesia oficial frente a otras
interpretaciones de la herencia de Cristo.
Las reacciones rigoristas
contra la corrupción de la jerarquía católica continuaron a lo largo de la Edad
Media, y alcanzaron gran éxito entre los laicos humildes, que tenían que
soportar las exacciones a que eran sometidos por parte de los que detentaban el
poder, tanto civil como religioso. En Bulgaria nació con fuerza el movimiento bogomilo, del que se tienen noticias ciertas a partir de la primera
mitad del siglo X y que durante el siglo
siguiente se expandió por el imperio bizantino, en donde fue combatido por la
Iglesia de Constantinopla. Posteriormente, los bogomilos se extendieron por
Europa occidental, y encontramos comunidades bogomilas, ya en el siglo XIII, en
Lombardía y en el sur de Francia, en donde se mezclaron con los cátaros. Por
las analogías entre las creencias de los bogomilos y las doctrinas cátaras, se
piensa que aquéllos representaron un importante papel en el nacimiento de la
herejía albigense. En efecto, los heterodoxos búlgaros creían también en la existencia de dos principios,
uno bueno y otro malo, y rechazaban el matrimonio y la procreación, por ser
parte del mundo material, obra del principio malo, Lucifer.
Aun podemos mencionar,
dentro de los movimientos rigoristas medievales, a uno que tuvo su origen en
Lyon en el siglo XII, los valdenses, grupo reformador de laicos
que buscaban llevar una vida de pobreza y sencillez, acorde con el mensaje
evangélico, y que, al no lograr que les reconociese el papado como organización
legítima dentro de la Iglesia (pues se trataba de laicos que se dedicaban a la
predicación, usurpando funciones del sacerdocio), terminaron acercándose a los
albigenses.
Historia de los cátaros. La cruzada.
Nace la herejía albigense en el contexto de
la predicación anticlerical del monje Henri, quien hacia 1145 denunciaba, en
tierras del Languedoc, la vida de lujo de la mayoría de los miembros del clero,
aunque también se pueden encontrar iglesias cátaras en el norte de Italia y, ya
en 1163, en la zona de Colonia, Alemania.
En el sur de Francia, el
movimiento fue favorecido por las rivalidades feudales, singularmente la lucha
que la casa de los vizcondes de Trencavel, señores de Albi, de Carcassonne y de
Béziers, lleva a cabo contra el condado de Toulouse, del que eran vasallos, para
emanciparse de su soberanía. En la región de Albi, los heréticos aparecen ya
sólidamente organizados a finales del siglo XII, como una Iglesia paralela a la
romana, bajo la protección de los Trencavel. Este hecho explica la denominación
de “albigense” que se da a la herejía. El conde de Toulouse, Raymond VI, está,
empero, poco dispuesto a oponerse a la propagación del catarismo.
El papa Inocencio III,
preocupado por salvaguardar la unidad de la fe en el mundo católico, envía al
Mediodía francés varios legados, con el encargo de imponer el orden en el
episcopado local y demandar a los señores de esas tierras y al rey de Francia
(teórico soberano de aquéllos) su ayuda para acabar con la herejía. Pierre de
Castelnau, legado papal, se entrevista en 1208 con Raymond VI, quien da
muestras de su poca voluntad de colaboración e incluso amenaza a los enviados
del papa; cuando éstos abandonan el lugar de reunión y se aprestan a cruzar el
Ródano, un escudero del séquito del conde de Toulouse alcanza a Pierre de
Castelnau y le mata de un lanzazo en la espalda. Ante tamaña ofensa, Inocencio
III declara anatema a Raymond VI y proclama la cruzada contra los albigenses,
la primera que tendrá lugar en territorio católico.
En julio de 1209, se reúnen los cruzados, entre los que no
figura el rey de Francia al principio, pero sí Raymond VI, que quiere recibir
el perdón de la Iglesia. La primera acción del ejército cruzado es el asalto de
Béziers, plaza del vizconde Raymond-Roger Trencavel. Tomada la plaza, los
cruzados se dedican a exterminar a la población, sin perdonar ni mujeres ni
niños. Se atribuye al legado papal, Arnaud Amaury, la frase apócrifa: “Matadlos
a todos, Dios reconocerá a los suyos”.
Después, en agosto, los
cruzados atacan Carcassonne, en donde reside la corte del vizconde de
Trencavel. Las formidables murallas de esta ciudad resisten el asalto, pero la
falta de agua la obliga a capitular al cabo de tan solo quince días de asedio.
Raymond-Roger es hecho prisionero y muere tres meses más tarde en la mazmorra
en que le habían encerrado, envenenado, según los rumores.
Continúa la guerra durante
varios años en que los cruzados queman a centenares de herejes y se suceden
masacres de vencidos por parte de ambos bandos. Simon de Montfort, el audaz
jefe del ejército cruzado, se enfrenta a los señores feudales que albergaban
comunidades cátaras en sus posesiones y termina atacando los territorios del
conde de Toulouse, lo que preocupa a Pedro II de Aragón, que contempla cómo el
de Monfort se propone, en territorios aledaños a sus dominios, objetivos muy
alejados de los iniciales de la cruzada . Pedro II decide intervenir a favor
del conde de Toulouse y se enfrenta a las tropas de Simon de Monfort en la
batalla de Muret, en el año 1212, en donde el rey de Aragón muere y su ejército
huye en desbandada.
Como consecuencia de esta derrota, el conde de
Toulouse tiene que huir, pero en 1216 Raymond VI y su hijo, el futuro Raymond
VII (que sería el último conde de Toulouse independiente de la corona) regresan
y toman el mando de la lucha contra los cruzados, consternados por las
disposiciones del IV Concilio de Letrán, de 1215, que, además de condenar a los
albigenses y a los valdenses, despoja de sus posesiones al conde de Toulouse,
en beneficio de Simon de Monfort. En 1218 muere Simon de Monfort y la
iniciativa militar queda en manos del condado de Toulouse y sus aliados, los
condes de Foix y de Comminges.
A instancias del nuevo
papa, Honorio III, el rey de Francia, Luis VIII, decide incorporarse a la
cruzada en 1226; sin embargo, una enfermedad le lleva a la muerte el tres de
noviembre de ese año y le sucede Luis IX, menor de edad, bajo la regencia de su
madre, Blanca de Castilla. A pesar de este contratiempo, los capitanes de la
armada real presionan a las fuerzas de Raymond VII (que ha sucedido a su padre
en 1222) el cual se somete al rey y firma en 1229 unos acuerdos conocidos como
Tratado de Meaux-París que marcan el fin de la cruzada, pero no el final de la
resistencia cátara.
En 1271, en virtud de los
citados acuerdos, el condado de Toulouse se incorpora definitivamente a la
corona y, así, la dinastía de los Capetos logra el dominio de la mayor parte
del Languedoc. Por esta razón, hoy en día el occitano únicamente se mantiene
como lengua oficial en el Valle de Arán, territorio español.
Una vez terminada la
cruzada, el papado continúa su tarea de erradicación de la herejía con dos
instrumentos, la predicación de los miembros de las órdenes mendicantes (Sto.
Domingo de Guzmán fundó en 1215 la orden de los Predicadores con el objetivo de
refutar mediante la palabra la doctrina cátara)
y la labor investigadora de la Inquisición papal, instaurada en 1233
precisamente para combatir a los albigenses. No obstante, permanecen focos de
resistencia durante años, el más famoso es el que se refugió en el castillo de
Montségur, que sufrió el asedio de las tropas reales en 1244. Rendida la plaza,
a sus pies fueron quemados doscientos contumaces que habían rechazado la
conversión. El último perfecto fue
condenado a la hoguera en 1321.
Doctrina de los cátaros.
Dos son los puntos en que
se centra la doctrina de los cátaros, la afirmación de la coexistencia de dos
principios del mundo, uno que encarna al Bien y otro que encarna al Mal, y la
práctica de una moral rigurosa.
El dualismo teológico se da
en muchas de las herejías que han jalonado la historia del cristianismo
primitivo, empezando por el gnosticismo,
y, más en concreto, el predicado por Marción
(h. 85-h. 165), nacido en la ciudad de Sínope, y continuando por el maniqueísmo, predicado por Mani, nacido en Mesopotamia en 216 y
muerto en 277. La doctrina de Mani está íntimamente relacionada con la religión
de Zoroastro y de ella toma la idea de que en los orígenes de todo existían dos
Principios, la Luz –el Bien– y las Tinieblas –el Mal–, en constante lucha, y
esta lucha está a la base de la creación del universo, que, por ello mismo,
tiene una parte luminosa y otra oscura. Del mismo modo, Adán y Eva fueron
creados con una parte divina, el espíritu luminoso, y otra perversa, el cuerpo,
emanado de la materia.
Los cátaros, para explicar
la paradoja de que, siendo el Dios de la Biblia esencialmente bueno, también es
el creador de este mundo en que predomina el mal, acuden al ya mentado dualismo
teológico, según el cual el buen principio es aquel al que llamamos Dios, al
que se opone un mal principio que, para los cátaros, se identifica con la mera
Nada, que, aunque es nada, existe, porque también ella fue creada de alguna
manera, idea que los cátaros parece que toman de una peculiar lectura del
versículo 3 del capítulo 1 del Evangelio de Juan: «Omnia per ipsum facta sunt:
et sine ipso factum est nihil, quod factum est» («Todo es hecho por Él mismo: y
sin Él mismo es hecha la nada, la que es hecha» o, como se traduce
ortodoxamente, «Todas las cosas son hechas por Él mismo: y sin Él mismo nada es
hecho, en cuanto a lo que es hecho» ). Mientras las primeras manifestaciones
del Bien son el Hijo y el Espíritu Santo, la manifestación del Mal es Satanás,
el cual fue quien formó el mundo material, no a partir de la nada, sino a
partir de los cuatro elementos (fuego, aire, agua, tierra) preexistentes. En lo
que respecta a los seres humanos, su origen está en los ángeles caídos del
cielo a la tierra a consecuencia del engaño a que les sometió Satanás. Las
almas angélicas se encarnan en cuerpos materiales por obra de Satanás, que
quiere que olviden su origen divino. La redención del hombre, no obstante,
tendrá lugar por el regreso de las almas caídas al cielo, en donde se unirán a
sus antiguos cuerpos gloriosos. Para los cátaros, no existe el infierno eterno,
ya que no hay mayor castigo que permanecer prisionero de la materia del
universo satánico.
Ya hemos hablado en el
primer epígrafe de los antecedentes que cabe encontrar para la moral rigurosa
de los cátaros, quienes creen que Dios, el Principio del Bien, envió a la
tierra a Cristo, para que enseñara a los hombres a ser puros (cátaros) y, así,
librarles del poder de Satán. También es Cristo quien instituye el máximo
sacramento del catarismo, el llamado consolamentum,
que consiste en una ceremonia celebrada al final de un largo periodo de
preparación en que el creyente confesaba públicamente sus pecados, de los que
era perdonado, y prometía fidelidad a la doctrina cátara. De este modo, el
simple creyente se convertía en perfecto,
el cual, obligado a llevar una vida completamente ascética, se abstenía de
comer carne, ayunaba con frecuencia y renunciaba a la sexualidad. Este camino
de perfección estaba igualmente al alcance tanto de hombres como de mujeres: las
perfectas también estaban autorizadas
a predicar a los creyentes.
Las comunidades cátaras se
organizaban como iglesias autónomas y al frente de cada una de ellas había un
obispo, aunque por encima de él se imponía el criterio asambleario del concilio
de perfectos.
Actualidad del catarismo.
El esfuerzo bélico a que se
entregaron el papa y el rey de Francia con el objeto de acabar con unos ascetas
que aparentemente no ofrecían mayor peligro que su deseo de vivir conforme a
sus propias convicciones religiosas y morales resulta, de entrada,
desproporcionado, lo mismo que los sangrientos castigos a que se sometió a los
herejes durante las décadas en que fueron perseguidos.
Desde un punto de vista
estrictamente económico, el dudoso beneficio logrado no compensaría de ningún
modo el gasto que se necesitó para ello. Pero resulta que el auténtico
beneficio que se buscaba era otro, como la historia termina por demostrar, el
acrecentamiento del poder de los poderosos. Los albigenses habían ampliado su
influencia y se habían constituido en iglesias autónomas que no compartían su
fe con los católicos ni se sometían a la jerarquía eclesiástica lo que suponía
un gran peligro para la preponderancia del papa y, de rechazo, de los señores
seglares, que basaban su poder en la legitimación recibida de la bendición
papal, así como en el orden social que proporcionaba el credo común. Con la
aniquilación de la herejía, el papa evitó que se salieran de la obediencia
católica tantos cristianos que, en caso contrario, habrían dejado de contribuir
con su diezmos y primicias al esplendor de Roma, y el rey de Francia, que
colateralmente incorporó a sus dominios tantos nuevos tributarios, obtuvo el
beneficio político de dar un paso
decisivo hacia el absolutismo que, acabando con el poder feudal, concentra toda
la autoridad en la corona, lo cual convertirá con el tiempo a Francia en una potencia hegemónica
que impondrá su voluntad a otros Estados y que levantará un imperio colonial:
poder y riqueza, ¿qué otra cosa es más deseable?, ¿la defensa de la religión
verdadera? En el siglo XIII, la religión –la ideología– estaba al servicio del
poder, es decir, de los que dominan la estructura económica, como en cualquier
otra época, como en la actualidad. Y el beneficio de unos pocos se consiguió a
costa de muerte y desolación, a costa del sacrificio no sólo de los perdedores,
sino de aquellos que tomaron la cruz y perdieron la vida convencidos de que sus
jefes les habían enviado al combate sólo por la noble causa de defender la
verdadera religión.
Los cátaros eran
contestatarios, insatisfechos con el orden prevalente, que les oprimía, y se
dedicaron a levantar nuevas formas de organización social, participativas, más
justas para ellos, que facilitasen a las personas llevar una existencia auténtica
por encima de la obsesión de acumular bienes materiales. Este empeño fue su
perdición.
Actualmente, los poderosos
de Occidente toleran, con una sonrisa de superioridad, a quienes se muestran
críticos con el sistema establecido, mientras se limiten a eso, a criticar; en
todo caso, les combaten incruentamente con los omnipresentes medios de
comunicación de masas, que mayoritariamente están a su servicio y que se
emplean para sumir en la alienación al conjunto de la población, y esta
alienación es tan efectiva que no se necesitan medidas coercitivas especialmente duras, como las piras de la
Inquisición, para mantener el orden. En realidad, también Inocencio III intentó
la persuasión –que posteriormente encomendó a las órdenes mendicantes– antes de
recurrir a la violencia.
Ocurre, sin embargo, que la
“religión” imperante entre nosotros, ésa que nos habla de democracia y derechos
humanos, tiene un punto débil, que exige la convocatoria periódica de
elecciones, y, de repente, en ciertos lugares de este mundo occidental los
críticos han decidido presentarse como candidatos con sus propuestas de cambio
radical de esas reglas que permiten la supremacía de los corruptos y la puesta
en práctica de una economía que, en nombre del liberalismo, hace que incluso en
nuestras sociedades opulentas las diferencias entre ricos y pobres no hagan
sino agrandarse con el paso del tiempo. Y resulta que los electores, deseosos
de la mejora moral, votan a los críticos, y ellos ganan las elecciones.
Los poderosos de Occidente
se asustan, pues ellos prefieren la acumulación de bienes materiales a la
perfección, y se aprestan a asustar a los ciudadanos, y consiguen que bajen los
índices bursátiles. Los críticos, no obstante, han conseguido ser escuchados y
esto les proporciona cuotas de poder, logradas pacíficamente, lo cual no es
óbice para que, tal como nos enseña la historia, si el control de la sociedad
por parte de los que ya tenían el poder corriese peligro, éstos no duden en
recurrir a medidas más drásticas y, a semejanza de Inocencio III, proclamen la
necesidad de una cruzada contra los desviados, un golpe de Estado, por ejemplo,
cosa que ya sucedió en nuestro país en épocas recientes, que acaso no sea
llamado Cruzada, como el anterior,
sino que sería justificado como defensa de los derechos humanos, que es lo que
ahora está de moda, y seguramente durante la subsiguiente represión no se
acudirá a tácticas tan incómodas como el degüello de toda una población, ya que
ahora disponemos de complejas armas que permiten eliminar de manera limpia a
ancianos, mujeres y niños con sólo apretar un botón. En esto sí que hemos
progresado.
Magnífico compendio de la historia de los cátaros y de su "herejía", que pongo entre comillas queriendo decir que el tal palabro, aparte de antipático, hoy se considera una antigualla. Por cierto, Albi tiene una de las catedrales más bonitas que he visto en cuanto a la profusa decoración de interiores, de un colorido excepcional.
ResponderEliminarConozco también la zona, pues al estar varios años viajando a Toulouse era obvio que tenía que darme algún que otro paseo por los castillos cátaros, yendo en coche desde Toulouse a Barcelona. He visitado varias veces Carcassone y Foix y hasta he subido al castillo de Montsegur, imponente, aunque no quede mucho más que los muros. Siempre me impresionó la historia de los cátaros, víctimas en mi percepción del dominio de la Iglesia; si hubieran tenido éxito (y de hecho duraron más de lo previsto), a lo mejor la historia hubiera sido otra y hasta Lutero a lo mejor tampoco se hubiera sublevado, cosa que ya nunca sabremos, naturalmente. Destacaron efectivamente por la exaltación de la pureza, pero tampoco veo que hubiese unas diferencias enormes con la doctrina de Jesucristo, sino sencillamente una interpetación "diferente" de ésta, con ánimo de "mejorar" los dictámenes absolutistas de la Iglesia de la época. Pretendían seguramente empezar de "cero". Lo que sí parece es que la congregación de los cátaros estaba formada por "buena gente", que no eran en absoluto anti-cristianos, ni ateos ni agnósticos, que curiosamente han sido mejor "tolerados" que los discrepantes, probablemente, como bien dices, por el peligro que podrían suponer para la hegemonía de la iglesia. Y que los papas tenían más espíritu guerrero que religioso por entonces.
Hace un par de años he leído la novela "La sangre de los inocentes", de Julia Navarro, que trata de un interesante resurgir hipotético de los cátaros en la época actual; no deja de ser una idea interesante, dado el enorme cambio del entorno si comparamos los siglos XII y XIII con el XXI.
Hoy todo aquello de los herejes ya nos suena como algo muy lejano y sin sentido, sobre todo en el ámbito de la religión, si no fuese porque ahora se ha sustituído por otra probablemente peor: los "infieles" de los musulmanes, que hoy reemplazan a los intolerantes de entonces.
Es curioso que existe cierto parecido (salvando las diferencias, claro) entre los mormones (Iglesia de Jesucristo de los Santos del último Día) de hoy y los cátaros de entonces, pero a nadie se le ocurre organizar una cruzada contra aquéllos, ¿verdad?