... Por Kurt Schleicher
Este cuento filosófico se me ha ocurrido por la situación de desafección impuesta que sufrimos por culpa del Coronavirus y que nos dificulta ahora el perpetuo anhelo del ser humano de ser felices.
Lo podría haber titulado “Búsqueda de la felicidad en tiempos adversos" o "Satisfacción y felicidad", pero me han parecido títulos demasiado “cartesianos”.
Inconscientemente o por revanchismo irracional ante el Covid 19, las personas (ahora en especial los jóvenes) confunden la felicidad con la satisfacción desmedida, con lo que la prevención se olvida y los brotes aumentan. Y ahí estamos…
Gerardo era un hombre corriente. Se había formado en un buen Instituto desde los años cincuenta y su bagaje colegial era normal, de la media alta, tanto con las ventajas como con los inconvenientes si comparamos con la educación actual medio siglo más tarde. Es evidente que en aquellos años no había que preocuparse por la degradación de las costumbres (algo impensable entonces), dado que nuestro entorno estaba debidamente “protegido” por los educadores franquistas de la época por un lado y los representantes eclesiásticos por otro. Así no había escapatoria.
“¿Éramos felices entonces?”, se preguntaba Gerardo, y no sabía responder. Es difícil que la felicidad sea un concepto global, pues es más bien un comparativo: “Yo soy más feliz que ése”, suele decir la gente y no sería nada improbable que ni siquiera fuera así. Quizás fuera más corriente la frase opuesta “Soy menos feliz que ése…”, recordando que a la envidia se la considera el vicio nacional. Más bien seríamos “felices inconscientes”; no era fácil en aquél entorno salir de la parcela asignada, en la que además se nos inculcaban determinados valores intrínsecamente buenos: el valor de la palabra dada, la honestidad, la importancia de cumplir las promesas, etc. Se le podría llamar el “bien natural”. Que eso haga feliz es cuestionable, pero no cabe duda que desgraciado no.
Ya desde lo que se llamaba entonces la Preparatoria nos inculcaban cierto espíritu competitivo, lo cual parecía ser conveniente pensando en un futuro por entonces todavía lejano; nunca se sabe si eso funciona como con los idiomas, que desde más pequeños se aprenden mejor. Por otro lado, aquello de adelantar puestos en las filas de la clase en función de mejores resultados en exámenes o preservar la clase “A” para la élite de los buenos podría dar buenos resultados, en tanto se dejara a un lado la frustración de los demás. Tenía truco: bajar de clase podría bajar la auto-estimación, pero también podría ser un acicate para el que supiera reaccionar y así lograr un mejor bagaje de conocimientos al verse forzado a estudiar más. En cuanto a preservar una clase de “élite” frente a otras, no parece ser una buena idea, más aún cuando todos sabemos que eso es algo muy subjetivo y que además después se polucionó cuando se consideraron otros criterios (idioma, etc.). Todo esto recuerda a la educación francesa, que sí está muy dirigida a la formación de una “élite” a lo largo de todo el periodo educacional y desde muy pequeños se les educa para que se esfuercen en ser “números 1”. De mayores, ya en la universidad, se crean escuelas especiales, que es de donde salen los presidentes, directores, políticos relevantes, etc. Los que entran ahí tienen su futuro asegurado (un ejemplo típico es la École Polytechnique para los ingenieros). Volvemos a lo mismo: los que se quedan fuera tendrán que conformarse. Igual pasa con las universidades de prestigio en los países anglosajones.
Como todos pretendemos instintivamente ser felices, tendemos a soslayar quedar relegados y reaccionamos a medida del carácter de cada uno. ¿Qué hacemos entonces? Salvo que seamos de los realmente buenos, al menos en coherencia con las notas, lo que instintivamente procuramos es que “nos vean” como de los buenos, en especial en todos los aspectos de la vida frente a aquellas personas que no nos conocen o que tengan la responsabilidad de evaluarnos en determinado momento. Ya sabemos que si desde un buen día te “catalogan” de estar entre los “malos”, quitarse ese sambenito de encima no era fácil y te podía perseguir durante mucho tiempo.
Según fue creciendo, Gerardo pasó al entonces llamado “Bachillerato Elemental” de cuatro cursos con una reválida al final, seguido del Bachillerato Superior con otra Reválida, condición para pasar a un curso Preuniversitario, al que tampoco le faltaba otro examen filtro para aquellos que ansiaran ser universitarios y crearse lo que entonces se llamaba un “porvenir decente”. El sistema parecía razonable, pero eso no quiere decir que fuera justo; había casos singulares que se veían forzados abandonar en cualquiera de estas etapas de corte por razones que nada tuvieran que ver con su capacidad intelectual o bien sencillamente por no tener suerte en los momentos clave de los exámenes. Gerardo lo tenía claro desde la época de Preparatoria con tanto afán competitivo: tenía que llegar a la Universidad “sí o sí”, el “no” no era una opción. Él se daba cuenta de que no era de los “super-buenos”, que nunca tendrían esa preocupación (aunque sólo fuera porque lo normal es que fueran lo suficiente inteligentes como para no tenerla), sino que debía hacer un esfuerzo por parecerlo. Él también era de los que debían esforzarse para que los resultados de los exámenes crecieran al final de curso de notable a sobresaliente, pues por debajo nunca iba a tener la opción de poder figurar entre esos “mejores” que ansiaba. Los inteligentes de verdad no necesitan hacer tantos esfuerzos (si es que somos capaces de definir lo que es la inteligencia, incluyendo en ello al sentido común).
Una vez superado con relativa brillantez el Preuniversitario y las pruebas de Madurez correspondientes, pudo matricularse en la Universidad. Gerardo ya había analizado sus propias cualidades, pues una vocación clara y diáfana no tenía (envidiaba el caso de un compañero de clase que ya desde los ocho años sabía que quería ser ingeniero aeronáutico, y además, acababa de matricularse en esa Escuela). A falta de vocación, Gerardo era consciente que el diseño se le daba bien, le gustaba, poseía dotes creativas y tenía facilidad de ver en el espacio, así que se matriculó en la Escuela Superior de Arquitectura. Sería arquitecto.
En la carrera siguió la misma tónica; su media era de “notable alto” – bien ─ pero muy pocas veces destacó en algo que pudiera catalogarse de “maravilloso”, por mucho que lo intentara. Sus proyectos no llegaban a ser rompedores, aunque hay que reconocer que unos cuantos eran originales.
Como suelen hacer los arquitectos recién titulados, se colocó en un estudio de Arquitectura. Pensó que necesitaba destacar, por lo que desarrolló unas artes complementarias para su persona: estar a la moda, vestir bien (excepto que los jefes fueran a contracorriente), exhibir capacidades de llegar fácilmente a acuerdos en caso de disputas, no ser contestatario, pero sí capaz de exponer sus opiniones con mucha claridad. Odiaba ser “pelota” o, al menos, que se pudiera creer que lo fuera. Tampoco quería que alguien pensara que era un “trepa”; lo único que realmente pretendía era destacar y que contasen con él antes que con los demás, “ésos del montón”, como los llamaba él.
Todo llegó. Un buen día el jefe pasó a su lado y le indicó que le siguiera a su despacho.
── Gerardo, tengo algo para ti, una buena oportunidad ── una amable sonrisa le iluminaba la cara.
Gerardo se esponjó, naturalmente.
── Verás ── continuó su superior, ya sentados frente a frente en el despacho ── estamos asociados a un estudio parisién de muy buena fama y me han pedido que les mande a uno de mis mejores arquitectos para intercambiar experiencias; he pensado que tú eres el más indicado. El trabajo te llevaría al menos un mes, en función de cómo resulta todo. Ya te contaré los detalles y lo que queremos sacarles.
Gerardo se esponjó todavía un poco más, ajustándose involuntariamente el nudo de su exquisita corbata de seda.
── Puedes contar conmigo, por supuesto; te agradezco la confianza. No te defraudaré. Para ser sincero, me extraña que no hayas elegido a uno de nuestros dos “lumbreras”, José María y Segismundo…
── ¡Hombre, no querrás que prescinda de ellos, aunque sea temporalmente!
Nada más decirlo, el jefe se dio cuenta de su falta de tacto, así que se corrigió inmediatamente, frunciendo el ceño.
── Te repito que tras analizar tus cualidades, estoy convencido que eres el más indicado, mejor aún que ellos para esta labor. Posees un francés razonable y esta labor requiere mucha mano izquierda y tú la tienes…
Gerardo se calmó un poco, pues también había captado el pensamiento de su jefe, aunque luego quisiera dar marcha atrás. “No seré el mejor, pero sí el más indicado y te lo voy a demostrar…”, pensó para sí.
Gerardo ya estaba casado y había tenido tiempo de diseñar su casa y terminar su construcción con un amigo aparejador; era un chalet independiente en un terreno algo alejado del centro de Madrid, pero las limitaciones del presupuesto no le habían permitido pensar en “gollerías” ni otros lujos. Le había salido “demasiado ajustado” para su gusto, pero no quería meterse en aventuras que después no pudiera pagar, aparte de que los créditos bancarios por entonces tenían unos intereses brutales. Para una familia con dos niños la casa estaba bien, y como era un buen planificador, tuvo lo previsto: la parejita.
El estudio de París de la compañía asociada era de otro nivel: amplio, ultramoderno, con vistas incluso a la Torre Eiffel, y, sobre todo, que su situación era boyante. Tenían bastantes pedidos. Gerardo se puso manos a la obra, con entusiasmo. Le habían concedido un gran despacho para él sólo. “Algún día tendré uno así…”, se dijo.
Tenía la impresión de haber caído bien; tuvo la precaución de estudiar cuidadosamente la idiosincrasia de los franceses y en especial del mandamás, con el que salió a cenar en varias ocasiones, desplegando todo su arte de “pavo real”. Su mujer prefirió quedarse en Madrid, sobre todo por los niños, de forma que ahora tenía las manos libres y nadie que le dijera “eso sí, esto no…”, lo cual estaba deteriorando su convivencia. “Un periodo alejados tampoco viene mal”, se decía.
El trabajo consistía en desarrollar dos Proyectos de una casa unifamiliar, cada una en un entorno diferente en el extrarradio de París. Estaba convencido de que los franceses ya tenían ambos desarrollados en secreto, de forma que debía esforzarse al máximo. Decidió que podía ser un superhombre y no se puso límite de tiempo para sí, restando incluso horas al sueño. El Proyecto se convirtió en obsesión. “Tengo que ser mejor y más brillante que todos los demás”, se dijo.
Al finalizar el periodo parisién, se reincorporó al estudio en Madrid. Su jefe le estaba esperando. Gerardo estaba ansioso por hablar con él.
Su superior le miraba con rostro imperturbable.
── Tengo una carta de Monsieur Thomas, Gerardo. Te la voy a leer:
“Le comunico con satisfacción que de los dos proyectos elegidos, uno de ellos ha correspondido al que nos diseñó su arquitecto Monsieur Gerardo. Por lo tanto, este Proyecto ahora está enteramente en sus manos. Enhorabuena”
El jefe iluminó su rostro con una ancha sonrisa.
── Pues eso Gerardo, enhorabuena, mi más sentida enhorabuena; has superado mis expectativas…
Esto fue el comienzo de una carrera imparable, cada vez con más responsabilidades; Gerardo se hizo con el puesto de Director como sucesor de su jefe, después le llamaron también de Estados Unidos, y así, empezó a coleccionar cada vez más retos.
Las consecuencias eran imaginables: todo lo que no fuera trabajo fue pasando a un segundo plano, si bien es cierto que no descuidó nunca la educación de sus hijos. Su mujer se terminó acostumbrando. La niña le preguntó un día que por qué llegaba tan tarde todos los días y no como los otros padres, lo que constituyó un primer aldabonazo de reflexión para Gerardo. Claro, se quedaba trabajando en su precioso nuevo despacho con su mesa especial de trabajo, cosa que no podía hacer en su casa, y las horas se le iban de entre las manos. La reacción de su hija le hizo pensar. “Algo estoy haciendo mal; me temo que no estoy asignando bien mis prioridades…”, se dijo. Pero al día siguiente, nada cambió.
Un buen día detectó un movimiento extraño en el césped de su jardín. Era una bonita culebra, de colores muy vivos, que estaba mudando en aquél preciso momento su vieja camisa y aparecía reluciente en su nueva piel. La culebra no pareció tenerle miedo según ejecutaba su peculiar “strip-tease” y Gerardo la siguió fascinado durante todo el espectáculo hasta que desapareció. A Gerardo le gustaban las serpientes. No le repelían; su mirada hipnótica, su graciosa lengüecilla bífida y móvil, su tacto, sus movimientos ondulantes como una bailarina de los siete velos le encantaban.
“Mirando hacia atrás, creo que en esto todos nos comportamos en la vida igual que las serpientes ─ reflexionó ─ nos estamos cambiando constantemente de camisa; ellas lo hacen para renovarse, pero nosotros lo hacemos más bien para brillar ante los demás o proyectar la imagen que queremos de nosotros mismos hacia otros. La pregunta del millón es: ¿es eso algo tan trascendente en nuestra vida como para que le dediquemos todos nuestros esfuerzos? Parece lógico que queramos hacer bien nuestro trabajo, pero siempre que sea una creación nuestra y no corresponda a una dependencia laboral. ¡Y eso a la largo de toda nuestra vida en sus diversas etapas, en especial en la profesional! ¡Nos estamos “vendiendo” por un plato de lentejas!”
Gerardo estaba en vena y continuó reflexionando.
“¿Cuál es de hecho nuestro objetivo en la vida? ¿Ser, o mejor dicho, parecer siempre el mejor a costa de relegar lo más trascendente a un segundo plano? ¿Es que actuamos siempre dando más importancia a nuestra “camisa” que a nosotros mismos? ¿Sacrificamos el tiempo dedicado a nuestras familias, el contacto con nuestros hijos, con nuestros amigos, nuestras experiencias, nuestra vida íntima o incluso a otras actividades más trascendentes, que hay muchas? ¿Cuánto tiempo nos pasamos actuando así? ¿Nos hemos arrodillado ante el “Dios-trabajo” y le adoramos? Cierto es que debemos velar por cuidar a nuestra familia y su bienestar, pero tampoco debemos retener el péndulo constantemente en un extremo”, continuó dándole al magín Gerardo con una leve sonrisa al imaginarse lo del péndulo retenido.
Se le había abierto una brecha en la herida, pero la inercia de toda la vida era demasiado grande. Expandiendo sus reflexiones, Gerardo se estremeció. “Aquella forma de ser, primando la satisfacción sobre la felicidad íntima era también la referencia para la gran mayoría de los dirigentes y políticos del mundo, entendiendo que satisfacción implica en este caso poder e influencia. Todos hacen lo que sea por medrar, aparentar ser los mejores, competir con otras entidades, ocultar todo aquello que nos hace aparecer menos “perfectos” ante los demás, y así hasta el infinito. ¿Nos podemos imaginar a un político poniéndose flores en el pelo como los antiguos “hippies” defendiendo la felicidad y sencillez de la vida invirtiendo los valores hacia nuestro interior, como en religiones y filosofías budistas?” ─ Gerardo sonrió imaginándoselo.
“Deberíamos dejar todo eso de ser los mejores para las competiciones deportivas y las Olimpiadas, que para eso están…”
Al cabo de unos años llegó el momento de la jubilación. La despedida de Gerardo fue grandiosa, pues aunque no era ningún genio, su forma de ser y su dedicación le habían convertido en una persona muy respetada, incluso internacionalmente. La brecha en su herida ya hacía tiempo que se había cerrado y olvidado. No había cambiado.
Al final de la ceremonia se le acercó el presidente de la entidad norteamericana dueña de una gran cantidad de estudios de arquitectura repartidos por todo el mundo.
── ¿No pensarás en retirarte de verdad de todo esto, ¿eh, Gerardo? ¡Eres el “number one”, como siempre has sido! ── el gran hombre acompañó su afirmación con una fuerte palmada en la espalda ── Tengo planes para ti, pero evidentemente respetando tu nuevo estado y lo que quieras hacer con tu vida. Obviamente, te lo remuneraríamos en especie, en renting de coches y cosas así en beneficio de ambas partes y por el tiempo que tú quieras. Qué, ¿estás de acuerdo? Es una buena oferta…
Gerardo se estremeció. De repente se acordó de las camisas de serpiente y lo que pensaba de ellas. Pero por otro lado, aquella referencia a que había sido siempre el “número 1” como doble elogio, le llegó tan hondo que volvió a dejarse convencer ¡Ése había sido el objetivo de su vida! Decidió sin embargo que debía ser cauto.
── No te preocupes, que no tengo intención de romper con todo; sin embargo, déjame que lo piense un poco, pues es algo muy trascendental para mí.
Por primera vez en su vida, Gerardo relegó una decisión, pero eso no le resultó gratis. No paraba de darle vueltas, como una obsesión compulsiva. Entre este hecho y el cambio de vida, su salud se resintió sin que se diera cuenta, hasta cierto día en que se encontró muy mal, sin motivo aparente. Se sintió extraño, pues siempre había gozado de buena salud y nunca se había preocupado de ella con lo ocupado que estaba.
Decidió que en lugar de ir al médico de cabecera mejor sería ir directamente al internista y que le mandase un análisis de sangre, pues ya había pasado mucho tiempo desde que se hizo el último.
Según iba leyendo el médico los resultados del análisis, iba enarcando más y más sus pobladas y canosas cejas; cuando terminó, le miró por encima de sus antiparras de una forma que no admitía réplica.
── Debe usted ingresar inmediatamente en el hospital; le tienen que controlar todo esto…
── Pero… ¿qué tengo doctor? ── masculló Gerardo entre irritado y preocupado.
── No lo sé, pero con estos datos debe hacer lo que le digo y sin perder tiempo; mire, no coagula, lo que supone grave riesgo de derrame cerebral, no tiene casi función renal – de eso es de lo que se encuentra mal – y encima tiene un color amarillo generalizado que indica que su hígado tampoco funciona. ¿Le parece poco?
Gerardo se dirigió como un autómata a Admisión con el papel en la mano. Allí le llevaron en silla de ruedas directamente a la habitación, que se llenó enseguida de batas blancas; al lado suyo había un armatoste del que iban colgando bolsas y más bolsas que tras un pinchazo en la venas le estaban conectando. Estaba consciente, pero todo aquél rollo tan repentino le había sumido en cierta confusión; podía oír retazos de conversaciones de los médicos o enfermeras que pululaban a su alrededor:
── Creo que le estamos poniendo demasiados corticoides, Rafa, pues están ya incluidos en varios de estos medicamentos… ── dijo una voz.
── No te preocupes; luego se los bajaremos… ahora lo más que pueden producirle es cierto estado de agitación mental ── replicó otra voz desde otro lado, según percibía Gerardo.
Tras pasar la tarde con su familia, logró conciliar bien el sueño; de agitación no tenía más que la normal. Sin embargo, de madrugada, ya solo, se despertó de golpe con la sensación de tener la mente mucho más clara… ¿estaría en estado de clarividencia?
Por su mente empezaron entonces a aflorar razonamientos y reflexiones a todo tropel, amontonándose unos sobre otros:
¿Habría llegado al final de su ciclo de vida teórico y ahora se lo prolongaban?¿Cómo podría aprovecharlo mejor? ¡Algo tendría que hacer! ¡Tenía que saber distinguir de una vez entre SATISFACCIÓN y FELICIDAD! ¿Qué es lo que había buscado él instintivamente a lo largo de su vida? Indudablemente, lo primero, y a mansalva. ¡Se había dedicado a buscar satisfacción como objetivo principal y casi único, relegando cualquier otra cosa a segundo plano! ¡No podía quitarse de encima el soniquete de la famosa canción de los “Rollings” I can´t get no satisfaction…! No había hecho otra cosa que aparentar con sus continuos cambios de camisas de serpiente, pues cada cambio era como un derrame de satisfacción, queriendo brillar ante los demás. Buscar placer es fácil; ¡la felicidad no se busca, se encuentra! Pero… ¿sabemos acaso lo que es la felicidad y cómo se consigue? Nunca se había preocupado por ello. ¡Ahora tenía que hacerlo, en esta segunda oportunidad que se le brindaba! ¿Se había ocupado acaso de hacer felices a su familia y a su entorno tanto personal como profesional? ¿Era feliz con su familia, con su vida? No estaba seguro, pues la había relegado tanto que no tenía forma de apreciarlo debidamente. ¿Y su familia, ¿se sentía feliz con él? Pues probablemente les pasaría igual; total, sólo le veían los fines de semana y vacaciones llegando a diario sólo a cenar al quedarse siempre en el trabajo hasta muy tarde con las vueltas y revueltas que daba a sus proyectos hasta que se sentía satisfecho, o mejor dicho, que el proyecto le satisficiera. En cuanto al entorno profesional, una palmada en la espalda de sus subordinados cuando hacían algo bien nunca la había escatimado; eso en todo caso le proporcionaría satisfacción, pero “hacerle feliz” al hombre parecía un poco exagerado. ¡Tratar al menos de hacer felices a los demás debería proporcionar doble satisfacción, eso sí! ¿Existía realmente la FELICIDAD con mayúsculas? Probablemente, no, exceptuando algunos conceptos etéreos orientales como el de Nirvana.
“Ha llegado el momento de cambiar”, se dijo Gerardo en plena crisis de lucidez mental. “¡Tendría que haberme dado cuenta mucho antes! El pasado ya es tarde para reconvertirlo, ¡pero el futuro sí! Menos es nada…”
Cuando despertó saliendo de aquellos pensamientos obsesivos, se dijo que tenía que profundizar más sobre lo que era la felicidad, tanto pensando en la suya propia como en la de los demás. Por el concepto de satisfacción o placer ya tenía gran experiencia; ¡demasiada!
Gerardo reflexionó sobre su propia concepción de la felicidad; era muy simple: “es inútil tratar de ser feliz de una forma global; hay que dividir la felicidad en pequeños cachitos y saber identificarlos, disfrutando entonces de ellos”. Una conversación agradable con alguien, la sonrisa de una guapa mujer que te mire a los ojos o la sonrisa de un bebé, pueden constituir buenos ejemplos. Otra idea sería COMPARTIR con los demás algo que les proporcione bienestar y quién sabe si para algunos les supusiera una fugaz felicidad.
Gerardo se puso manos a la obra investigando lo que se sabía científicamente sobre la FELICIDAD y descubrió bastantes cosas que no podía ni imaginar:
ü Definición RAE: estado de grata satisfacción espiritual y física. “¡Ya estamos mezclando la satisfacción con la felicidad! Lo de espiritual me sirve de poco, de nada práctico al menos”, se dijo.
ü La felicidad no es un término absoluto. ¡Naturalmente! Tendemos siempre a hacer comparaciones. ¡Es muy difícil ser a la vez envidioso y feliz, por ejemplo!
ü Un informe científico reciente de los investigadores Sonja Lyubomirsky y Ken Sheldon prueba que el 50 por ciento del nivel de felicidad en una persona estaría determinado genéticamente, un 10 por ciento dependería de la situación y circunstancias de la vida y el restante 40 por ciento dependería de las decisiones que tomemos en nuestra vida y por lo tanto su control depende de nosotros. ¡Caramba! ¡Resulta que la mayor capacidad de ser felices está escondida en nuestros genes, en nuestro ADN! ¡Sorpresa! Y que todo lo que hayamos elegido en la vida en tiempo pasado sólo nos aporte ese pequeño 10% por ciento, resulta frustrante. ¿Entraría ahí todo aquello por lo que tanto se había afanado en sus objetivos en ese pequeño porcentaje? Eso demostraría que las satisfacciones tipo camisas de serpiente aportan muy poco a la felicidad. ¡Al menos queda un 40% sobre el que podemos actuar, con nuestras DECISIONES! “Habrá que ver esto con más detalle, y descubrir cuáles podrían ser”, se dijo Gerardo.
ü Lo de la genética y su gran influencia de un 50% frente al total le había sorprendido bastante. ¿Existe acaso un gen de la felicidad? Pues sí. Resulta que en el 2016 se había descubierto haciendo estudios estadísticos de población que los que afirmaban ser felices tenían algo en común entre ellos: eran los que contaban con la variante genética “RS324420” del alelo A del gen del ácido graso amida hidrolasa (FAAH). ¡Otra sorpresa! Y no sólo eso: las emociones negativas se ha comprobado que afectan seriamente a la actividad genética, en particular a los telómeros (extremos de los cromosomas), que son como escudos protectores de nuestro ADN. Se sabe también que las personas más optimistas y que se manifiestan felices suelen tener los telómeros más largos; dado que éstos se acortan a lo largo de la vida (es parte consustancial del envejecimiento), el alargamiento aporta una doble ventaja: más felicidad y acortar el envejecimiento.
Se preguntó si era posible actuar sobre ellos intencionadamente. Encontró pronto la respuesta; era afirmativa: con ejercicio físico, con meditación y ampliando nuestras relaciones sociales, los telómeros lo “agradecen”, alargándose. Tampoco se puede afirmar que la felicidad esté determinada por un solo gen; en 2011 ya se desveló que las personas que poseían las dos versiones largas del gen 5-HTTLPR se sentían más satisfechos con su vida que los que poseían las dos versiones cortas del mismo gen. “¡Lo que estoy descubriendo!”, musitaba Gerardo por lo bajo.
ü En otro informe encontró que se había comprobado experimentalmente que las personas que se manifiestan felices, las que más sonríen y se consideran entusiastas y vitales, muestran una curiosa asimetría en su actividad cerebral: se detecta más actividad en la corteza pre-frontal izquierda que en la derecha (en la que se manifiestan a su vez más las emociones negativas)
ü Y había aún más: la bioquímica cerebral también aporta su granito de arena por los efectos de los neurotransmisores, aunque éstos no siempre hacen una distinción clara entre satisfacción y felicidad. Cada uno de ellos se especializa en algo y actúan de forma similar a las drogas. Son las endorfinas (que dan bienestar y placer), la dopamina (que ayuda a motivarse), la serotonina (que afecta al estado de ánimo y se la conoce como “hormona de la felicidad”), y la oxitocina (que refuerza los lazos afectivos). Esto le indicaba a Gerardo que las dos últimas contribuyen de forma más patente a la felicidad, pues las dos primeras aportan más bien satisfacción y placer. Curiosamente, la variación del gen 5.HTTLPR mencionado se comprobó que influía en el nivel de serotonina, “la de la felicidad”.
ü Se topó con otra faceta más: todos nos forjamos en nuestra vida unas EXPECTATIVAS (bien que lo sabía Gerardo), influyendo en nuestra percepción de ser felices. Incluso se encontró con una “fórmula de la felicidad”, que las relacionaba:
FELICIDAD >= Percepción de los eventos ─ EXPECTATIVAS
de nuestra vida que nos forjemos
Es decir, que “si nuestra percepción subjetiva sobre nuestra vida es mejor o al menos igual a nuestras expectativas, facilitaremos el camino hacia la felicidad”.
“El peligro está en la clase de expectativas, pues si las redujéramos a satisfacciones, nos engañaríamos a nosotros mismos”, se decía Gerardo, pensando en su propia experiencia.
ü Y la pregunta del millón con respecto a las DECISIONES: ¿cómo puedo incentivar la felicidad en mi vida a partir de ahora?, se preguntó Gerardo.
Tras darle muchas vueltas, el resultado fueron una serie de “recetas” que apuntó cuidadosamente:
v Dedicar más tiempo a la familia, a los amigos y a disfrutar de y con todos, rememorando y compartiendo por ejemplo experiencias felices y positivas de la vida pasada.
v Sentirse gratificado y expresarlo.
v Estar dispuesto a ayudar a los que lo necesiten.
v Tratar de afrontar con optimismo cualquier situación.
v Reconocer los “pequeños cachitos de felicidad” y disfrutar con ellos.
v Mostrarse fuerte frente a las adversidades.
v Cuidar la salud; ser feliz estando enfermo y con dolores es difícil…
v Adoptar valores nuevos, no perder la curiosidad y estar siempre dispuesto a aprender.
v Saber perdonar.
v En general, para creyentes y no creyentes, fomentar la espiritualidad de alguna manera.
¿Siguió Gerardo todas estas recomendaciones y encontró la felicidad? No, o al menos en un sentido amplio. El día a día, los pequeños disgustos y la salud menoscabada siempre enturbian nuestras mejores intenciones. Al final, le faltó tiempo… la lección tenía que haberla aprendido un poco antes.
FIN
ALGUNAS REFLEXIONES FINALES.
Ø Las camisas de serpiente, pese a lo dicho, no tienen por qué ser intrínsecamente malas. Basta con pensar en las intenciones del ofidio: se renueva y se desprende de lastre inútil. Nosotros podríamos hacer lo mismo; renovarse es renacer un poco, nos satisface y hasta pudiera contribuir a que seamos más felices.
Ø Sin embargo, una gran acumulación de satisfacciones no tiene por qué hacernos más felices; incluso se podría provocar el efecto contrario. En general, se suele confundir la felicidad con la satisfacción; la primera sí satisface, pero al revés raramente funciona.
REPERCUSIÓN POR EL COVID 19
Ø Este año de 2020 marcado por las medidas de protección contra el Coronavirus no contribuye precisamente a que seamos más felices. El virus no sólo nos afecta físicamente, sino espiritualmente. Si ya existía una crisis de valores, los confinamientos, la situación económica y la separación forzada entre las personas queridas está causando una búsqueda desesperada e irracional de satisfacciones en cada vez mayor número de personas, que ya ni razonan (es el caso de los negacionistas, por ejemplo). El afán por los botellones, las diversiones exageradas y el tratar de escabullirse de una triste realidad no son más que manifestaciones de lo mismo, y lo único que se consigue es que el problema se agrave.
Ø Como estamos ante una pandemia, los efectos no son solamente a título personal, sino que afectan al devenir de nuestro mundo. Las decisiones de los gobiernos de diferentes países no son unívocas, sino que cada gobernante campa por donde le parece y después reacciona a chispazos descontrolados en función de la evolución de la situación sanitaria. En lugar de controlar al virus, es el virus quien nos sigue controlando a nosotros.
Ø La esperanza cristaliza en los avances de las vacunas. Ya veremos cuál será el nivel de aceptación, pues la desconfianza también tendrá su impacto. Si la vacunación a nivel mundial no prosperase por las causas que fueran, la situación de impass se prolongaría y seguiríamos teniendo que convivir más tiempo con nuestro enemigo y soportar la falta de manifestaciones de afecto, coartando esa ansiada felicidad, por poca que sea. Esto podría llevar a una crisis psicológica a la larga.
Ø Lo que al menos podremos hacer y tendremos que seguir haciendo es cambiarnos con frecuencia de camisas de serpiente manteniéndonos lo más limpios y relucientes posible, igual que hacen ellas…
KS, 2 de septiembre 2020
Gerardo hizo lo normal. Poner todos los huevos en la cesta del triunfo personal y profesional. Se esclavizó a un trabajo que probablemente le gustaba y dejó de lado muchas cosas.
ResponderEliminarResultado: A la vejez viruelas, cuando ya todo estaba hecho.
En efecto, Manolo, Gerardo hizo "lo normal": por eso he empezado el cuento afirmando que era un "hombre corriente" y a partir de ahí he desarrollado lo que suele suceder en muchos más casos de los que pensamos y que suele terminar con una crisis existencial cuando ya es tarde. Tendemos a confundir satisfacción con felicidad, algo así como "sumatorio de satisfacciones = felicidad", y eso es falso.
ResponderEliminarAhora, con la situación del Covid19, se nos coartan aún más algunas posibles vías de lograr algo de felicidad, por lo que la gente busca más desesperadamente que antes aún la satisfacción rápida; si nos damos cuenta, ahora hay más afán por divertirse y pasarlo bien en compañía. Lo malo es que eso aumenta el riesgo de contagio.
La moraleja del cuento podría ser ésa precisamente: busquemos más la felicidad íntima que satisfacciones.